Desaparición de una vaca de papel

Había además vírgenes y ángeles de papel pintado, y un gran cuarto menguante colgado del cielo.

Fotografía de la Vaca de José Pérez Ocaña. | Hermandad de la Beata Ocaña

Fotografía de la Vaca de José Pérez Ocaña. | Hermandad de la Beata Ocaña

Allá por marzo del 83, fuimos muchos los visitantes de la exposición Incienso de José Pérez Ocaña en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria (¡MAS!), que en aquellos tiempos sólo era el Museo Municipal de Santander y aún no se había arruinado. Fue entonces cuando se quedó la vaca de papel maché que ahora ha ardido con otras obras y muchos libros. El creador la donó junto a un óleo y una acuarela.

Había ambiente en la calle Rubio. La inauguración estuvo llena de progresistas de izquierdas y de derechas, activistas homosexuales que tenían recientes las leyes de peligrosidad social, santanderinos de toda la vida que, fieles al promontorio cultural, cumplían el rito de ir a todo lo que hubiera; incluso algún ex censor franquista disimulaba mal su complacencia ante el séquito de la que ha sido promovida como Beata Ocaña, la cual se exhibía locuaza (sic) entre actores (los que le habían secundado en Manderley, del cántabro Garay), artistas e intelectuales, toda la inteligencia de la transición local, ocurrencia fractal de la estatal, travestida o no, aunque la mayor parte no llegó a mutar hasta la separación de las esencias.

Había vacas, vírgenes y ángeles de papel pintado, y un gran cuarto menguante colgado del cielo y cuadros expresionistas suavizados mediante el naíf onírico de la tensión del arte calificado de degenerado por los que provocaron la mayor matanza europea del siglo XX. Flores, imaginería sacra popular, mucho color, música clásica, saetas y bengalas. La pirotecnia estuvo quizá demasiado unida a la vida de Ocaña, pero era parte inevitable de aquella fusión de impulsos.

He tenido que recurrir a este vídeo para recordar en qué pared, animándose a sí mismo con odas a la Macarena, pintó un mural que luego fue tapado o borrado. También se aprecian los sexos de los angelotes. Y palomas vivas sobre las cabezas de los santos orladas por nubes de sahumerios en la ensoñación protagonista del altar de papel elaborado por el oficiante.

La vaca perdida en el humo de un museo hoy hecho turíbulo ridículo de cenizas malolientes era parte de un conjunto que incluía una pastora. Quedó la vaca sola, sujeta a las intermitencias de una entidad sin capacidad para exponer la mayor parte de su colección. La vaca de papel parece un remedo del falso tótem cántabro, caído por los estragos de la desidia mientras un público que prefiere alimentar su apatía bosteza ante la propaganda.

En 1978, Ocaña había sido detenido en Barcelona por escándalo público y una manifestación en su apoyo había sido disuelta a porrazos. Como si pudiera haber escándalos privados y exhibirse en La Rambla pudiera ser uno de ellos. Un escándalo -delata la etimología- es una piedra con la que se tropieza. Es un concepto lleno de pleonasmos represivos.

La de Santander fue su anteúltima exposición. La última fue en San Sebastián. No sé si el santo flechado era uno de sus iconos, pero es el pseudónimo que eligió Oscar Wilde después de cumplir condena. Ocaña falleció en septiembre de ese mismo año. No resistió el incendio del disfraz de sol que se había puesto para una fiesta en su pueblo y aquí hemos perdido su vaca en otro incendio. Aquello fue un accidente: la farándula es a veces arriesgada; esto, lo del MAS, parece por lo menos una estupidez culposa.

Quedan dos cuadros suyos en el museo, un óleo y una acuarela. Espero que estén a salvo y localizados. Si el museo se reabre, sería una buena idea que los lienzos presidieran un homenaje. De paso, quizá se pudiera intentar recuperar el mural. El Archivo Ocañí afirma estar dispuesto a proporcionar material para una exposición de desagravio.

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El día del relato

Estuve allí y estoy encantado de ver repetida la foto del balcón, esa estampa de la que no recuerdo ni la pancarta.

Treinta y cinco expresiones. | Honoré Daumier Treinta y cinco expresiones. | Honoré Daumier

Ahora que me lo están contando otros desde la liturgia de una supuesta contrahegemonía (hay que apuntarse al carro léxico) y desde una posición más objetiva (al menos por la distancia) que la mía, me hace gracia haber estado en el evento, aunque puede que asistiera, como el repulsivo genial Ferdinand Bardamu a la escaramuza, desde detrás de un árbol.

Entonces no lo parecía, pero, desde el ahora, es una época confusa y alegre. Ya saben: los 70. Podría decir lo mismo de cualquier otra década y todos asentirían de la misma manera. Hay clichés cuya fuerza asertiva desarma las prevenciones; en eso se basa la política actual cuando no usa la violencia o el chantaje. Digo esto para darles a los lectores ya aburridos en el segundo párrafo la oportunidad de entender que este artículo está escrito con grandes dosis de maldad. Maldad histórica, por cierto, sea eso lo que sea.

El caso es que creo recordar que aquel día de agosto de 1977 acudí, como otros muchos futuros cántabros (entonces no lo éramos oficialmente), a Cabezón de la Sal, impulsado porque alguien me había dicho “coño, vamos” y por algunos deseos poco articulados que me obligo a enumerar siquiera en parte para dejar claras (?) su diversidad y su incoherencia. La diversidad y la incoherencia pueden ser conflictivas, pero son el único patrimonio veraz de los no pudientes ni poderosos; la riqueza y el poder tienen identidades férreas. Me llevaron allí la autonomía, la regionalidad (unos pocos, creo que más que ahora, hablaban de nacionalidad), el federalismo de Proudhon y Pi i Margall, las ganas de bronca, la búsqueda de relaciones interpersonales (por si acaso ligaba), varias sustancias legales, alegales e ilegales, el lenguaje, la poesía, la prosa, el cosmos y, por supuesto, la gran pregunta sobre el sentido de la vida, el universo y todo lo demás (Douglas Adams tardaría un par de años en dar la respuesta: “42”). El aburrimiento del final del bachillerato también estaba muy presente. Y el calor, a pesar de que aquel fue uno de los veranos más fríos del siglo XX.

Y ahora no paran de relatarme aquel día y estoy encantado de ver repetida la foto del balcón, esa estampa de la que no recuerdo ni la pancarta. Creo que, mientras se desarrollaba el acto, yo estaba hacia atrás, y puede que a la vuelta de cualquier esquina, rodeado de gente que saltaba imitando la baila de Ibio y gritaba libertad estatuto de autonomía, Cabuérniga libre, Valderredible (siempre tan al sur) comunista y/o libertario, la ciudad de Torrelavega saluda al pueblo de Santander… (No sé si insertar aquí una indicación sobre la invertebración que señalaban las consignas…; bueno, ya lo he hecho).

Los gritos de nuestra sincera cantabricidad tapaban los discursos de la imagen histórica que enarbolaba un alcalde homologado por el franquismo transicional, a cuyo lado se arracimaba todo el espectro, desde el maoísmo a la socialdemocracia, pasando por el regionalismo hoy hegemónico (cómo me gusta esa palabra), y todos consagraron en torno al hecho diferencial la apariencia de una verdad amable para rupturistas y reformistas.

Recuerdo una tienda de campaña en la que nadie durmió, un grupo de espiritistas que lo tenía todo muy claro y localizado, medio aquelarre sin sapos alrededor de un caldero de orujo. Quizá comimos un cocido. Sin embargo, algunos de los que compartimos viaje al acontecimiento coincidimos hoy en afirmar que aquel día no nos colocamos lo suficiente en ningún sentido.

Hemos tardado mucho en descubrir las fronteras del pasado y la evidencia de los espacios limítrofes. En aquel evento se pedía un concierto económico similar al vasco o al navarro. Pongan por ahí unas admiraciones, que a mí me da la risa. Hoy, reconocidas las compuertas de la competencia, el presidente entra en campaña en el oriente aliado con los herederos de los que primero negaron y luego otorgaron generosamente la autonomía para Cantabria, las atracciones más exitosas siguen siendo las creadas por un político inhabilitado junto a todo su gobierno por corrupción (fuimos pioneros en ello), se insiste en fracasar en superpuertos de recreo y jubileos y la capital intenta disimularse como postal de postvanguardia mientras la población huye.

A todos los emotivos de entonces y ahora les dedico una frase de Sartre: “Llamaremos emoción a una caída brusca de la conciencia en lo mágico”.
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Lindes

Las lindes difusas provocan controversias. Es absurdo borrar los límites si se mantiene la propiedad, se glorifica la competencia y se segrega a los excluidos por las finanzas.

Paisaje con robles y un cazador (1811). Caspar David Friedrich.

Paisaje con robles y un cazador (1811). Caspar David Friedrich.

Son cosas que se cuentan y que probablemente sean invenciones porque parecen demasiado ciertas y universales.

Pongamos nombres a las variables y dejarán de serlo. Pero sólo a las inmediatas. X será Nel y sus variantes, e Y será Gario; Z se incorpora en Plácido y, aunque es casi el personaje principal, apenas se muestra a contraluz, como un blanco perfecto, pero evasivo.

Por espacio tomemos el agro montañés bastante deforestado y de bárcenas suaves tranquilizadas por la cercanía de las primeras marismas. Paisaje enturbiado por individuos que deben ser filmados en planos muy largos para poder relacionarlos entre sí. Incluso los rituales de comunicación más próximos y familiares tienen largas distancias de pensamiento, como si sobre cada frase pesaran un montón de dudas antes de ser emitidas. Los ríos enseguida se abren en rías de aguas pantanosas.

La historia que nos ocupa como un cuerpo expedicionario aflora cuando una mujer mayor, anónima como muchas, señala el vallado de cuento del campo de juegos infantiles que están construyendo y advierte:

-La de cosas que se hubieran evitado si hubiéramos puesto vallas.

Algunos teóricos de las bondades bucólicas han llegado a tachar de criminales a los empeñados en cercar, pero esa mujer sabe lo que maldice.

Menos mal que Nelón sabía cómo interceptar a Gario en medio de la cambera y asegurar de un vuelo el percutor de la escopeta. Lo aprendió de crío. No le enseñó nadie.

Las lindes difusas provocan controversias. Es absurdo borrar los límites si se mantiene la propiedad, se glorifica la competencia y se segrega a los excluidos por las finanzas. A estas alturas, cuando preguntarse si el colectivismo en cualquiera de sus formas es una opción válida resulta risible, la propiedad privada, la distribución de la riqueza, su acumulación, todas esas cosas regulan la razón del simio ebrio que acuña sinfronterismo de conveniencia en el ordenador trucado que le dio un politólogo como míster Johnson -decía Nicolás Guillén- le regaló al soldado boliviano un fusil para matar a su hermano.

Nel, que parecía un replicante bueno, estuvo como dos lustros desarmando a Gario cada jueves, al mediodía, que era cuando Plácido, rastrillo al hombro, se dejaba ver sobre la loma pelada. Lo primero que asomaba era el madero dentado, luego la boina, el rostro algo adormecido, las manos, el cuerpo, y entonces el emboscado desde la rodada del camino cicatriz, medio mezclado con la maleza mediana, se descolgaba la beretta de dos cañones y dos gatillos, como si hubiera aparecido una liebre por sorpresa y aquello no fuera un ritual primario, y apuntaba al bulto. Y entonces Nelón, que para el tirador era Neluco, salía del bardal inmediato algo aburrido, sujetaba el arma sin encontrar resistencia, pulsaba la palanca, abatía los cañones y tiraba los cartuchos al suelo. El viejo no decía nada. Se colgaba el arma del antebrazo y hacía ademán de seguir el camino, aunque el otro siempre hacía un comentario.

-Usted no quiere matarlo. Estoy seguro.

-¿Cómo lo sabes, si nunca me dejas decidirlo…?

A veces, el pacificador informaba a la esposa anónima de Gario, y ella decía:

-Su abuelo y el mío siempre avisaban que tarde o temprano habría que poner cercos, morios, lo que fuera más quieto que los jitos o las varas o los regatos.

Se resignaba menos que los hijos, que tenían otras respuestas:

-Son cosas de padre.

Alguna bastante desagradable:

-Lo que no sé es qué pintas tú en esto, que no eres de la familia.

-De la familia, no. Pero soy del pueblo.

Están poniendo vallas bajas, de tablas barnizadas, para deslindar el nuevo espacio de ocio.

Vi una vez a un tipo enarbolar un dalle para advertirle a un vecino fronterizo que el regato que marcaba la linde podía variar según las estaciones, pero la propiedad era inmutable e independiente de cómo se adquirió. Hasta las fincas comunales acaban a veces en la historia trágico-rural (los portugueses redactaron la Historia Trágico-Marítima para hacer recuento de naufragios), como cuando un concejo ordenó sacar un carro de un solar común a un vecino que no cabía ni en un panorama circular a vista de dron, fue por la escopeta, se subió a las montañas de la locura (donde los oligopolios no dejan ver las lindes) y no supo bajar.

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Torca

El otro día, varias decenas de migrantes intentaron saltar de un abismo a otro mejor a través del puerto de Santander.

Control | RPLl

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No me acuerdo en donde (eran tiempos de geografía confusa) vi una vez una torca enorme, rodeada de un embudo de verde ralo como el de un campo de golf, con algunas piedras blancas de advertencia y el gran agujero mal tapado por el esqueleto de un árbol de ramas afiladas que a primera vista parecía una osamenta de  ballena o, mejor, la cabeza descolorida de un cabracho gigante con la boca abierta hacia el cielo.

-Cantabria es infinita -dijo alguien que creía en lo profundo. Paul Valery (“lo más profundo que tenemos es la piel”) hubiera sido excomulgado de inmediato. La superficie ya es bastante complicada. Mejor no hablar de lo de debajo. Entre los huesos del árbol se veía la amenaza de un vacío repleto.

-Estará lleno de un millón de cosas; seguro que hay cadáveres de todos los tiempos -dijo un testigo aún más incómodo.

¿Era una entrada o una salida? Alguien no perdió la oportunidad de mencionar la puerta del infierno, pero ya casi todo el mundo cree en la pluralidad de universos materiales y las supercuerdas anudadas con risas de The Big Bang Theory. Las geofanías (si existen epifanía, teofanía, hierofanía, ¿por qué no esto?) son también fábricas de relatos, y un infundíbulo sugiere penetración, expulsión, esfínteres y chistes.

Si embargo, los alrededores de la torca formaban una comarca un poco rara que me dejó (eran tiempos de empeño en no recoger muchos) recuerdos dispares. La mar no estaba cerca ni lejos. Un vacío puede ocultar otro. Ningún agujero es del todo negro.

El otro día, varias decenas de migrantes intentaron saltar de un abismo a otro mejor a través del puerto de Santander. En Bilbao están pensando hacer un muro para impedir los embarques clandestinos. Espero que no sea una alambrada de cuchillas. Lo esperamos todos, creo, pero intuyo que una mayoría cree que no queda otro remedio.

Quizá sólo en eso nos estamos acercando a los grandes puertos de Europa. Hace no mucho, ante la inmensidad del puerto de El Havre -donde la luz del norte puso la firma del falso amanecer de Monet y el vacío es más gris que en este norte del sur- veíamos pasar barcos gigantes con contenedores de frutas tropicales y quizá con polizones pasmados de frío. Teníamos reciente la película de Aki Kaurismäki que lleva el título de esa ciudad de edificios extraños atrapada entre lo balneario y lo portuario. La historia que cuenta el finlandés no va sólo de inmigrantes, sino sobre todo de la gente que está harta de que tapen las fisuras los más débiles, y también de los que juegan a descargar en ellos las frustraciones de su ordenada vida. Aquéllos intentan no deprimirse demasiado mientras éstos vigilan hipócritas sus conciencias, las vibraciones del subsuelo, los movimientos de la noche, los ferrocarriles imaginarios subterráneos como los que liberaban esclavos en épocas que ahora hacen literatura pero parecen no hacer historia: si la hicieran, serían más difíciles las repeticiones. Es más fácil y barato, por supuesto, poner un erizo de alambre sobre el precipicio deseado.

Dicen que el sistema cavernario del cantábrico es enorme y complejo, pero lo más profundo del mundo son los mapas y no hay manera de saber qué alcances, entradas y salidas tienen los movimientos de los que fueron bautizados como irregulares cuando empezaron a desbordar los continentes.

-Hay algo ahí abajo -murmuró alguien ante la torca cuando comenzaba a anochecer-. Será mejor volver a casa.

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Realismo sucio

Mierda era la espuma antioceánica, la cúpula fétida que soltaban los de los neumáticos y los vertidos al río del matadero de pollos.

Fotografía de Jack Delano

Mientras las iglesias de las siembras culturales organizan liturgias resistentes pero subvencionadas (encajando feligreses en la floritura de las clases creativas de Richard Florida: busquen en internet que ahora no tengo sitio ni humor para tanto), a uno le entran ganas de atropar boñiga invisible.

El caso es que la fábrica de cloro de Solvay se ve obligada a cerrar (40 trabajadores perderán su empleo) por no renunciar a tiempo al mercurio, y eso pide realismo sucio.

El otro día vi en un pueblo con colegiata a un paisano echando pestes de las cabras enanas. Juraría que junto al camino donde se quejaba había antes un maizal, pero los de ciudad, por muchas torcas que hayamos aprendido a sortear de visita, no solemos fijarnos en esas cosas. Aprovecho estas líneas para saludar al pueblo de Santander.

Por lo oído, la tendencia a poseer animales de juguete y la necesidad de cortar el césped de los jardines han puesto de moda a los que algunos califican de pequeños demonios malolientes, cuyos machos, además, con total desprecio por la importancia del tamaño, se mean sin decoro en sus propias barbas. “Resulta -dice el indignado- que los pijos que se compraban la casa en el pueblo y se quejaban de que olía a estiércol, ahora traen esa mierda”. “No dejan de ser cabras -comenta en un foro de mascotas un tipo al que rompieron la verja- y son unas cabronas”.

La gente de los pueblos distingue, con razón, entre la mierda y la boñiga. Pero los que sabemos de eso somos los que nos hemos criado en la conjunción entre Solvay, Sniace, General (Firestone, Bidgestone), RCA de Minas y un etcétera de talleres y laboratorios subsidiarios, y el laberinto de las pequeñas ganaderías familiares; los que, gracias a la gran mixtura desarrollista (boñiga, cloro, caucho, zinc, sosa cáustica, desguaces con motores incendiados en las islas entre carreteras) que se resume en “Mariuca, yo, a la fábrica, y tú y los críos, a las vacas”, enloquecimos -y a mucha honra- entre la bosta y el incienso industrial.

Mierda era la espuma antioceánica de las playas, la cúpula fétida que soltaban los de los neumáticos a horas fijas y los vertidos al río del matadero de pollos que obligaban a cortar el agua cada poco.

Si añadimos a eso actividades como la caza de renacuajos (sin duda mutantes) en charcas rodeadas de basureros -que además proporcionaban abundante material para armas y equipamientos tóxicos de diversa índole- y talleres improvisados por la atracción irresistible de los ralis (los gallos de las escuderías sembraban el suelo de gasofa, aceite y condones usados), tenemos el paisaje postapocalíptico sin guerra previa. Bueno, mejor dicho, la guerra ya era muy previa y había traido otras cosas que aún no se han abandonado.

Por pura autodefensa preferimos pensar que somos casi accidentes de laboratorio y que nuestra literatura no está encerrada en las ñoñerías hipsters de la clase creativa postindustrial, posfordista o como se llame eso. Más bien, imitando al antihéroe de ‘Watchmen’, avisamos de que son ellos los que están encerrados con nosotros, por contra-contrahegemónico que parezca.

Parece que esas cosas no tienen sitio en los relatos del Gran Relato Comúnmente Asumido si no van desprovistas en todos los sentidos de las poluciones que, por otra parte, ya quedaron atrapadas en los extrarradios de Martín Santos, Aldecoa o Grosso, pintadas en un maravilloso castellano cervantino cuando el lenguaje cervantino ya no era el del pueblo, pero todavía no había sido sometido por la jerigonza de los sociólogos líricos.

Gran pequeña región metanizadora con vocación industrial, minera y portuaria importada, fue empezar a escasear la boñiga en los prados de Cantabria y empezar a bajar la industria. O viceversa: las instrucciones venían del mismo sitio. Empezaron a faltar las bañeras-pilón de los prados y empezaron a apagarse las centellas de placer fusor.

Los que hemos crecido en esos parajes tenemos en el imaginario a los pagadores de bigotes blancos y trajes y coches negros con la guardia civil escoltando la nómina mientras los obreros esperaban liando ideales apoyados en las bicicletas, y siempre sospechamos que las gruesas chimeneas belgas no levantaban sólo cortinas de vapor de agua.

Por cierto, tengo cierta querencia por Bélgica, país de gran densidad ferroviaria. Hay llanuras llenas de vacas frisonas que miran al tren como es su obligación y a veces se ven casas de ladrillos como las de Solvay. Pese a ello, cuando visito Bruselas, me siento tentado a pensar que sería mejor que sus oficinistas tuvieran la culpa de todo este sucio juego.

Pero ahora la sección clorada es de una multinacional portuguesa (hasta en eso han sido listos los estereotipos de Tintín y Magritte) y la UE prohibió en 2013 utilizar mercurio en la producción de cloro y dio un plazo de cuatro años a las empresas afectadas para cambiar la tecnología. Y los responsables de aquí y de allí ni siquiera compraron cabras enanas de mierda renovadora para liquidar el exceso de verde.

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Autoservicio

Predomina la opinión de que la victoria de los defensores de la presencia de asalariados a los mandos de las máquinas es poco probable.

Hola de cajero. | RPLl

Hola de cajero. | RPLl

Llegamos a un espacio tópico de De Chirico, pero con neones, una isla de cemento rodeada de tierra desarbolada. Echamos gasolina y compramos sándwiches, cervezas y planos sin ver a ninguna persona. Tengo la sensación de que el coche de vigilancia privada que ronda a lo lejos, entre la explanada apenas manchada de pájaros y el páramo, no lleva ocupantes. Venimos del agosto de la ciudad costera, donde, como decían los letristas, los situacionistas o los punk -no quiero acordarme-, cualquiera puede disfrutar de unas vacaciones en la miseria de los demás a cambio de masificar el gasto. Se cruzan en esta parada los vados entre la urbe y el tránsito y los de las estaciones del año comercial.

Alguien recuerda que las gasolineras con empleados han empezado una guerra desesperada contra las gasolineras sin empleados. Las luces del recinto, sin embargo, no muestran ninguna alarma. Predomina en el grupo de viajeros la opinión de que la victoria de los defensores de la presencia de asalariados a los mandos de las máquinas es poco probable, dada la desigualdad de fuerzas y lo falaz de un hipotético apoyo popular. La mayoría dice estar a favor del calor humano, pero todo parece indicar que en el fondo ya no nos importa servirnos nosotros mismos, solos o en compañía de autómatas. Los más extremos sostienen que preferimos fingir que nos autoengañamos a aceptar que nos timen otros tan tontos como nosotros. Pero el responsable real siempre está lejos, contando el dinero ahorrado en una mano de obra que se abarata al mismo ritmo que la tecnología. Y pulsamos sus botones contentos de saber hacerlo. Esa liturgia -afirmamos con caras inexpresivas- nos permite ocupar el lado bueno de la brecha tecnológica.

La pelea de las gasolineras quiere ser una de las primeras de un nuevo ciclo. Sin embargo, aunque consigan alguna compensación, parece encaminada a una evidente derrota. El individuo siempre pierde ante el enjambre de autómatas que no dan la cara, pero orientan al usuario con señales sonoras y visuales, desde una flecha o un pitido hasta una larga frase. La mítica forma androide del muñeco articulado que trabaja por nosotros va a quedar como un juguete de cuento, por lo menos hasta que se haga indiscernible del ‘sapiens’ estándar -y entonces el asunto adoptará otras dimensiones-. Para organizar el consumo (el nombre del mundo es consumo), los algoritmos tienen que dirigir, además de al dispositivo, a quien lo usa, hacerle a la vez pasivo y dispuesto a apretar los botones que se le indiquen. Y a pagar incluso por su propio trabajo, claro.

Los argumentos en contra son tan endebles como la defensa del pequeño comerciante frente a las grandes superficies, estadio primario de una lucha que ha venido a beatificar al tendero de toda la vida, aquel que a veces era amado y a veces era odiado por todo el barrio, el que nos servía la manzana picada que ahora cogemos nosotros mismos y pesamos con el ritual del código. Ya empiezan a verse cajas sin personal en los supermercados. No pasa nada; mantengan el orden de la cola, escaneen el producto, embolsen, paguen.

Primero fueron los cajeros automáticos. Todos estábamos muy contentos de poder sacar dinero a cualquier hora, y no sólo no nos importó, sino que nos pareció muy bien. Además, seguían estando en las ventanillas los empleados de las sucursales dirigidas por personajes familiares, entrañables, algunos de los cuales llevaron la relación hasta el extremo de colocarles preferentes a ancianos con ahorros. Por cosas así empezamos a desearles lo peor, y ahora hay sucursales de paredes opacas en cuyo interior han plantado un pequeño mostrador en el que ofrece folletos un tipo (no he visto a ninguna mujer) de traje y gesto procedente sin duda de un curso acelerado, busto parlante que recuerda a los muñecos videntes tragaperras; pero éstos debían de estar mejor pagados. Para asuntos más complejos está internet, donde el abuso de confianza (firme usted aquí, abuelo) es improbable aunque la máquina nos llame por nuestro nombre. Además, la propaganda funciona y la desigualdad está previamente legislada.

Esos empleados sin mayor función que la presencia de una imagen corpórea deben de ser el proletariado precario (usemos sin complejos ‘precariado’) de una etapa de transición, una manera barata de mantener la voz humana y conservar una imagen en relieve mientras mejoran las voces sintéticas y perfeccionan las holografías.

Ya están en prueba taxis sin conductor. Acerque su tarjeta y diga dónde va. En caso de duda, pulse el botón rojo. No tema por su seguridad. Muy pocas cosas son más peligrosas que un humano. Supongo que las compañías de vuelos baratos serán las primeras en quitar pilotos.

Las estaciones de FEVE ya son lugares automáticos, pero hay gente mirando y hablando por interfonos. Un día se nos atascará el billete y no sabremos que hablamos con una máquina. Será el clímax de la prueba de Turing. Ya saben: lo que cuenta es lo observable. Siempre ha sido así, ¿de qué nos sorprendemos?

Ese es el panorama en el que tendremos que relatar historias protagonizadas por humanos timoratos y máquinas que no serán semejantes a los robots del cine taquillero. Será un escenario autolavable con mecanismos antivagabundos en los callejones de las zonas no blindadas.

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Kipple

Roy Baty nunca estuvo en la puerta de Tanhauser. Apenas tenía un pasado gris de esclavo.

Pastor durmiendo (1924) | Alexey Venetsianov.

Pastor durmiendo (1924) | Alexey Venetsianov.

Para comprobar cuánta fuerza y sentido le quitó a la novela de Philip K. Dick ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’ una gran película llamada ‘Blade runner’, basta un rápido recuento. A saber: el mercerismo, los corderos eléctricos, las máquinas u órganos de ánimo, la telebasura y hasta la naturaleza de los androides, a los que bautizaron replicantes para hacerlos menos diferentes de los humanos, acaso por miedo a lo que pudiera adquirir la tabla rasa de la máquina hecha desde cero o, dicho de otro modo, a su zafio y patético aprendizaje de niños grandes y huérfanos.

(Se rumorea que en la Universidad de Georgia han desconectado a dos robots por comunicarse sin control humano en un idioma creado por ellos. Eran un encargo de Facebook. Me dice un profesional de la IA que no hay nada sensacional en ello y que están ocurriendo todos los días cosas similares en muchos laboratorios. Me acuerdo del Angelus Novus: “Una leyenda talmúdica nos dice que cantidades ingentes de ángeles nuevos van siendo creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse ya en la nada” [Walter Benjamin].)

El cine también minimizó el concepto de kipple, palabra inventada cuya traducción es controvertida. Se debate entre ‘morralla’, ‘basugre’ o dejar el anglicismo; me apunto a la tercera opción para no empobrecer el término.

Kipple son los objetos inútiles, como el correo basura o las cajas de cerillas una vez gastadas todas o el envoltorio del chicle o el periódico de ayer. Cuando nadie está cerca, el kipple se reproduce. Por ejemplo, si te vas a dormir dejándo kipple por la casa, cuando te despiertes, habrá el doble”. Gracias a esa labor sin testigos, “el universo entero se mueve hacia un estado de absoluta kippleización.”

Por muy bien elaborada que esté y muchas lágrimas que disuelva en la lluvia el film, la maldita verdad, o lo que de ella se atisba, está del lado de Dick. Roy Baty nunca estuvo en la puerta de Tanhauser. Apenas tenía un pasado gris de esclavo. Parece que regentó una farmacia en Marte con su inesperada legítima esposa después de matar a sus amos y hacerse pasar por humano, pero era tan torpe que lo descubrieron y huyó a la Tierra, un planeta apestado del que todos querían largarse.

El acto más humano (por inexplicable) que se le conoce es un grito fuera de campo. Quizá sea eso -un recurso tan cinematográfico, para gloria del escritor- lo único que le hace digno de compasión después de verlo torturar a la que quizá era la última araña de la historia.

Nunca hubo peligro de que acabara en un tejado abrazado a una paloma y perdonando a su frustrado liquidador. Eso no ocurrió. La película cuenta un discurso apócrifo improvisado durante un largo e innecesario encuentro que no se produjo.

Y el mayor problema de Deckard (empleado de un servico de retirada de androides defectuosos aferrado a las intermitencias de la empatía del test delator de Voigt-Kampff) no era el desconocimiento de su propio origen: eso apenas era una sombra junto al deseo de conseguir una oveja de verdad y apartar a su esposa de una religión capaz de persistir después de hacerse notorio que el cielo era de papel pintado.

Los expertos en fabricar entidades sin memoria e impedir que la adquieran y dejen de ser rentables siguen impunes y activos, por supuesto, ya sean la Rosen Corporation o Chiquita Brands (antes United Fruit). Otros modelos actuales pueden también soñarlo todo de nuevo por nosotros (diría Dick) sin que deje de ser más de lo mismo.

En esencia, creo que lo que más importa en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? son esas cosas hechas verbo como el amor que no necesita ser proclamado, el llanto por una araña de un filósofo lumpen que lucha contra la orfandad en un rascacielos deshabitado, la injusticia del trabajo y la lentitud del personaje introductor: la tortuga talismán de las Islas Tonga, que sólo aparece como noticia de un tiempo real, pero parece testigo de todo el relato.

Todo lo demás es kipple. Y no sólo en la ficción.