Turismo de masas

M. C. Escher jugaba con hormigas en la banda de Moebius, una superficie sin oriente ni fin ni asideros y asomada a un abismo que divierte mucho a la mayoría de la gente.

Variación de una estampa de Belcebú del Diccionario infernal de Jacques Collin de Plancy

Variación de una estampa de Belcebú del Diccionario infernal de Jacques Collin de Plancy | RPLl.

Belcebú es el demonio que atrae a las moscas. Los niños náufragos de la isla de Golding lo adoraban bajo la forma de una cabeza de jabalí podrida. En mi infancia, las tiras adhesivas que se cuelgan de los techos para atrapar a los insectos me provocaban pesadillas. Proliferaban en verano como los ventiladores de aspas. Parecían cartuchos de escopeta en los anaqueles de las tiendas de ultramarinos. Ahora se usan poco. La gente prefiere, con razón, las jaulas de luz azul que liquidan las presas mediante descargas eléctricas antes de dejarlas pegadas a una membrana invisible. Las tiras engomadas, sin embargo, reaparecen de vez en cuando y siguen vigentes para fabricar metáforas de agosto.

Antes, algunos espolvoreaban con azúcar las serpentinas (ese debía de ser el último tinto de verano de los dípteros), pero las actuales vienen con sus propios atractivos, que se retroalimentan siguiendo un programa de escalofriante simpleza. Los insectos capturados se debaten durante horas y sirven de cebo para que otros acudan con intenciones predadoras o amatorias o ambas cosas a la vez; puede que incluso porque, como demostró un príncipe ruso, el apoyo mutuo es un factor de la evolución compensatorio de la competencia y ese suicidio es lo más parecido al anhelo de solidaridad que intuyen. Se quedan pegados y zumban la bachata inexplicable de un odio feliz mientras la cintas, generalmente amarillas como playas de cuento, se van llenando de puntos negros vibrantes.

M. C. Escher jugaba con hormigas en la banda de Moebius, una superficie sin oriente ni fin ni asideros y asomada a un abismo que divierte mucho a la mayoría de la gente. Pero las trampas colgantes apenas tienen las propiedades topológicas de un trampolín en un acuaparque donde las salpicaduras nunca llegan al suelo (todo son cuerpos guardando la proximidad tensa y sicalíptica de una aglomeración puritana) o las de la fila para entrar en el aparcamiento de las procesionarias sobrevoladas por avispas asiáticas: los saltadores miedosos oscilan pegados a las tablas y las orugas entran, salen y vuelven a ponerse a la cola.

Los adheridos, incapaces de acercarse más acá del azar, se llaman a voces y bocinazos. Molestan. Producen quejas que el poder llama fobias porque ha decidido que toda protesta no reglada es una patología. Esos zumbones ociosos que ocupan los espacios con vacío de revuelos son ahora más exasperantes porque los hemos atrapado para intereses elevados a comunes por la vía del chantaje y ahora tenemos que aguantarlos hasta que revienten el aforo. Buscaban la quimera de la paz de temporada y se ven envueltos en un paraíso blindado, cebados con comida monogusto, bebida a granel y una vaga idea de sexo fácil y ritos caníbales. Es frecuente que en la cinta esté impreso el nombre de la marca como el del complejo hotelero en las pulseras del todo incluido.

Cuando la franja dorada se vuelve negra, manos sudorosas de camareros en precario las descuelgan y las tiran a la basura. Las de fin de temporada suelen permanecer mucho tiempo: nunca se llenan del todo y quedan para esas pocas moscas privilegiadas que disfrutan de vacaciones hasta los primeros fríos del otoño.

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Construcciones y constricciones

La gran constricción de los constructores son las leyes de la física, el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. Aducir ilusiones es de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Lovis Corinth. Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Lovis Corinth | Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Los magos de la literatura potencial que suelen juntarse desde hace décadas en el OuLiPo entienden que las constricciones son tan liberadoras como las paradojas, así que la idea ya viene avalada por las falsas apariencias. También son expertos en autorreferencias y plagios por anticipación, la mayoría provocados por la necesidad de dejarse tentar por lo lúdico para no enloquecer de adustas trascendencias, pero muchas veces además para esquivar los tópicos asentados o reescribir los viejos cuando los nuevos se vuelven aburridos. Sin las obligaciones de la cuaderna vía, la poesía no habría alcanzado nunca el verso libre, ni éste sabría repisar huellas de ritmos clásicos.

Otras constricciones a la creación, como las de los dineros y rituales de obispos, emperadores y banqueros, han cambiado poco, pese a que los artistas suelen proclamar su libertad a los cuatro vientos, ya que en su mayoría son gentes simpáticas que gustan de provocar hilaridad en las tertulias. No sé si esto compensa mis citas a Platón y Duchamp en un artículo anterior. Me parece que no. El caso es que voy a hablar de constructores, que comparten con los creadores de todo tipo el origen artesano, la pasión por llenar el mundo de objetos y puede que, en muchos casos, el ánimo de lucro fácil. (Me doy cuenta de que este texto tiene un recorrido lateral, de cangrejo violinista, y me alegro, porque creo que ese bicho siempre llega a donde pretende).

Una vez establecido que las restricciones forman parte del acto de creación y lo determinan (ya saben: aquello del medio y el mensaje), el problema se reduce a compaginarlas con la lógica (el objetivo debe ser comprendido y aceptado por un mínimo de pagadores) y con el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. La gran constricción de los constructores son las leyes de la física. Aducir ilusiones resulta de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Supongamos, mientras esperamos que se haga justicia, que un empresario se impone a sí mismo la tarea de gastar un par de cientos de miles de euros en transformar un local en un lugar agradable, un ‘locus amoenus’ (el latín mola, pero creo que los antiguos preferían encontrar el lugar ya hecho; en Arcadia, por ejemplo), y para ello estima que las ventanas y los muros se adaptarán a sus deseos. Puede que alguien le aconseje no hacerlo así, pero encuentro muy probable que nadie se atreva o que simplemente él no haga caso, porque quizá esté acostumbrado a tener licencia rápida para todo y alguien le ha adoctrinado convenientemente con los versículos de la mano invisible.

Los liberales de nuestro tiempo son grandes predicadores; los gurús le habrán explicado a nuestro hombre (podría haber sido mujer, pero ha sido imaginado como hombre) que, cuando una persona como él se pone en marcha, la providencia se moviliza a su favor. Esta idea, medio robada a Goethe, debe de ser una de las más repetidas desde que existen el coaching y la inteligencia emocional (convertir la emoción en adjetivo de un supuesto debería estar penado), pero es cierto que a veces la providencia de los intereses y relaciones se moviliza, los trámites se agilizan, se saltan denuncias, se cambian licencias, enmudecen los técnicos que deberían decir esto no puede ser, y todo se pone al servicio de un impulso superior.

Entran las excavadoras para dar forma al paraíso y se derrumba el edificio. Varias familias pierden sus hogares. Un hogar es mucho más que una casa o un negocio, pero sufre las consecuencias de la purísima satisfacción del principio de propiedad autorregulada sin constricciones, exigencia del mercado basada en el dogma de que al creador-constructor siempre hay que ponérselo fácil. No estoy de acuerdo: hay que ponérselo difícil; obligarlo a aplicar la ética y la inteligencia o, si no las tiene, a pedirlas prestadas a alto interés.

Quizá haya que acuñar, a modo de preverdad, el término “emprender al descuido” como acción y efecto de construir sin trabas. Gracias a las teorías liberales de la libertad económica (las otras libertades no son imprescindibles, como demostró la Escuela de Chicago en el Chile de Pinochet), las burbujas revientan o implotan porque, en medio denso, sólo contienen aire y, en medio débil, sólo las contiene el aire. Pero, por mucho que se adornen las obras, las constricciones no son sólo funciones de un juego estético, sino constantes que hay que respetar para evitar accidentes. Los que quieran hacer obras, que se lo trabajen como Miguel Ángel trabajó para quitarle al David el mármol que le sobraba.

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Bochorno

Es uno de los conceptos más poéticos que puede producir la ciencia. Viene a ser, si no lo he entendido mal, como la proporción de amor en el deseo o viceversa

Calor en la bahíh. RPLl.

Calor en la bahía | RPLl.

Santander en verano es maravillosa. Se detiene, se embotella y no colapsa. Parece soñada por un viajero extravagante, por ejemplo Raymond Roussel, que se desplazaba a lugares remotos para no salir de la intimidad universal del camarote, la habitación de hotel o la caravana que él mismo diseñó sin ventanas. No me hagan caso. Son lecturas de verano, párrafos disfrazados para fingir que todo trasciende.

Dicen que la ciudad fue construida en la ladera sur del cerro para dominar la bahía y protegerla de los vientos del norte y del noroeste. Pero en realidad fue para exponerla a los excesos del sur con algún resquicio para el nordestuco cabrón esquinado. El bochorno, que para los romanos venía (‘vulturnus’) del oriente, tiene la complicidad del sol, que delinea con su maquinaria analemática las fachadas de la ribera dejando en penumbra las trastiendas y, si además está nublado y la multitud no va a la playa, hace aflorar el poder de la masa, y entonces la urbe de 172 656 habitantes parece millonaria y concentrada en un lugar con una sola salida y una sola entrada. Aunque hay cientos de recovecos y escaleras y casas con balcones torcidos y patios trasteros traseros (no todo iban a ser miradores o mansardas) dispuestos como jardines colgantes venidos a menos, la mayor parte de las desviaciones parecen abruptas e inconfesables. El resto es paisaje nublado y espejo empañado.

(Bocinazos, imprecaciones. Aúlla un perro. El camarero no ha conseguido esquivar al tercer patinador y se ha caído encima de un quizá spaniel. El encargado de la cafetería acude iracundo al ruido de vajilla, pero hay demasiadas evidencias: la larga correa de lo que alguien del público no duda en definir como puto perro de los cojones sólo para que la dueña pida tolerancia; el obtuso tripulante de la plataforma patinadora como se llame o los niños jodiendo con la pelota como en aquella vieja canción. Hace un rato, para una señora literalmente estirada, no era más que el camarero imbécil que se cree simpático y confunde las comandas. Ahora es una víctima, y eso que todavía intenta sonreír como si le gustara trabajar doce horas diarias por el sueldo de ocho. Y se ha levantado y recoge la bandeja. Y pide disculpas no se sabe a quién. El encargado está mirándole y él se mira en la bandeja caída como Narciso en el pozo y repite lo siento, lo siento, y rueda un botellín de cerveza: ya sabíamos todos que el ayuntamiento no se ocupa de que las aceras estén bien niveladas; rueda y cae por el precipicio del bordillo, cruza la calle sin incidentes y se detiene ante los adoquines del otro lado, cerca del martillo neumático gigante que el operario ha dejado clavado en el cemento como una polla de acero; díganme que el símil es excesivo si se atreven.)

El bochorno es uno de los conceptos más poéticos que puede producir la ciencia. Combina la temperatura aislada de toda influencia con la humedad presente en el aire en proporción a la máxima que podría tener, lo cual viene a ser, si no lo he entendido mal, como la proporción de amor en el deseo o viceversa. No sé por qué estos conceptos me llevan siempre hacia ensoñaciones tropicales; quizá sea para desmentir la naturaleza norteña del fenómeno.

Como los carriles-bici reduciendo aceras han trasladado a los peatones el conflicto entre conductores de motor y ciclistas y corredores y patinadores de distintos tipos, las vías no motorizadas ofrecen un espectáculo innovador de zigzags y sustos. En donde las terrazas no alcanzan el nivel de desorden necesario, se instalan casetas. Un hombre vestido de prisionero de guerra se ha puesto a salvo en el espigón, mira la dársena y se abanica con las actividades de verano. Desempaca una phablet, le murmura un nombre e informa. Hay mucha cultura por medio: danza, aeróbic, magia, talleres para aprender a amarse… Stendhal hubiera reelaborado su síndrome tras una estancia en el Paseo Pereda.

Han acelerado las obras como en una stop-motion. Algo está ocurriendo. No han acabado de arruinarse los barrios destinados a la gentrificación, pero ya los están rodeando de novedades. Deben de tener prisa para algo. Rampas, ascensores, accesos. Quizá se trata simplemente de insinuar la posibilidad de movimiento en un lugar que no parece ir a ninguna parte. ¿Cómo se puede caminar en círculos en una ciudad-pasillo? Murales: también murales, con alegrías triunfales. Una frase de ‘La esfinge maragata’ en los muros del quinto pino sentencia una horterada sin contexto al pie del terraplén. Por cosas así nos amarían los dadaístas si no estuvieran a punto de ser archivados en un edificio bancario.

-¿Qué estás leyendo? -pregunta el enamorado en un banco bajo un tamarindo.

-Las bases de un concurso de ideas para una ciudad temática. Pero no las entiendo.

Pasa un coche con King África a tope y parece que el estribillo dice construir construir construir. No puede ser. Deben de estar obsesionados.

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Ready-mades hallados incluso por sus solteras

Platón, puritano y partidario de la censura, expulsó a poetas y artistas de su República ideal porque entorpecían el viaje del ser humano desde la apariencia a la realidad.

Exterior del Museo de Arte Moderno de París (Palacio de Tokio). | RPLl

Exterior del Museo de Arte Moderno de París (Palacio de Tokio) | RPLl.

El poderoso hipnosapo de Futurama siempre -y en todas las épocas- gana los concursos de belleza sin que lo bese una doncella o un doncel. Su éxito es inevitable y los organizadores de los certámenes pueden comer hasta superar los límites newtonianos de la percepción. Según la ‘Guía del Autoestopista Galáctico’, sólo lo supera en ingresos el fin de todo visto desde los palcos del borde del universo. Espectáculo (precios populares, viajes de ida y vuelta incluidos) que está sucediendo siempre, como los mitos clásicos.

Todos los mausoleos son perfectos, pero nadie mira igual a una pirámide después de saber lo que es una momia.

Platón, puritano y partidario de la censura, expulsó a poetas y artistas de su República ideal (bueno, más bien aconsejaba detenerlos amablemente en la frontera) porque entorpecían el viaje del ser humano desde la apariencia a la realidad. Quizá pensaba sobre eso cuando Dionisio de Siracusa lo vendió como esclavo por llevarle la contraria. Lo compró un ateniense filántropo y le puso una academia en la finca dedicada a Academo, el héroe traidor que evitó una guerra.

Iris Murdoch, en ‘El fuego y el sol’ (Editorial Siruela), dice: “Aunque Platón concede a la belleza un papel crucial en su filosofía, prácticamente la define para excluir al arte, y acusa a los artistas, de forma constante y rotunda, de debilidad moral o incluso de envilecimiento. (…) El arte y el artista son condenados por Platón a exhibir la más baja e irracional suerte de conciencia: ‘eikasia’, un estado de vaga ilusión infestado de imágenes. En términos del mito de la Caverna, es el estado de los prisioneros que miran la pared del fondo y ven sólo las sombras que proyecta el fuego”.

El filósofo ponía la moral por encima de las formas y consideraba la imitación artística una simple impostura, y su racionalismo le obligaba a dudar de que la exaltación de los sentidos pudiera proporcionar conocimiento. Por otra parte, los griegos de la época no distinguían entre técnica y arte. (Sé que es un chiste fácil, pero ya no se distingue arte de mercadotecnia, si es que no ha sido siempre así). Luego vino Aristóteles a defender la labor desentrañadora y transformadora del arte. Pero parece que ésta permanece en un movimiento pendular entre lo execrable y lo admirable. De paso, me gusta creer que mi querida Iris eligió el tema para dejar sembrada una duda como Cadmo los dientes del dragón.

Pero me voy a permitir un salto para desatar otro encuentro. El 5 de noviembre de 1928, Marcel Duchamp, artista al que tenemos por iniciador de las vanguardias, escribió a su amiga Katherine Dreier, con la que había fundado la primera asociación de arte contemporáneo, llamada Societé Anonyme Inc. (es decir, Sociedad Anónima, S. A):

“Cuanto más frecuento a los artistas, más me convenzo de que son unos impostores desde el momento en que tienen el menor éxito. Eso quiere decir también que todos los perros que rodean al artista son unos estafadores. Si observa la asociación entre los estafadores y los impostores, ¿como puede usted estar en condiciones de conservar alguna especie de fe (y en qué)? No me sirve que mencione algunas excepciones que justificarían una opinión más clemente a propósito de todo el “jueguecito del arte”. Al final, se dice que una pintura es buena sólo si vale “tanto”. Incluso puede ser aceptada por los “santos” museos, y en la misma medida por la posteridad. Por favor, ponga los pies en la tierra y, si le gustan algunos cuadros, algunos pintores, contemple su trabajo, pero no intente convertir a un timador en honrado o a un impostor (fake) en faquir”.

No sé si es exagerado o malvado traer aquí también el modelo del Angelus Novus (Walter Benjamin y Paul Klee me perdonen, ya que ellos lo usaron con mejores objetivos; en el caso del escritor, para representar el huracán del progreso) y comparar a las legiones de la nueva creatividad con el mito judío: “Una leyenda talmúdica nos dice que cantidades ingentes de ángeles nuevos van siendo creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse en la nada.”

Podemos jugar a la reflexión objetiva, a separar el arte del contexto, caer en la tentación de la crítica lírica, enfrentarnos con todas nuestras fuerzas a todas las formas de censura, las de derecho y las de hecho, pero no vemos igual las pirámides, los murales, los retratos ecuestres o pedestres, las catedrales o las ciudades panópticas cuando sabemos cómo y por qué se hicieron.

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Boleras

Sólo puedo pedir que se conserven las boleras desde una íntima e irracional percepción de la materia y el sonido.

Como soy de los que piensan que la identidad sólo es una relación de algo consigo mismo y no sirve de artilugio argumental, no puedo usarla para lamentar la desaparición de boleras.

El recurso a la tradición me resulta igual de inútil; creo que sólo es una mezcla arbitraria de repetición, herencia, acatamiento y entusiasmo más o menos sincero. Son tradicionales en Cantabria o están a punto de serlo, por ejemplo, el fútbol (cuyas épica y retórica detesto), las ferias de abril (¿nostalgia de los tiempos de jandalismo?), el golf (un abuso del territorio a la espera de un héroe nuevo) y la tauromaquia (cuya innegable condición de arte y cultura [ambas pueden ser tortura] me ayuda a aborrecerla).

Así que sólo puedo pedir que se conserven las boleras desde una íntima e irracional percepción de la materia y el sonido. Ofrezco, pues, este artículo como pasto de antropólogos y recreo de melancólicos.

El choque de madera contra madera es más emotivo percibido a distancia y entre laderas o bloques de barriada, a pesar del peligro de la rima involuntaria y la interferencia de cláxones y campanos. Como excepción, alguna vez lo he escuchado flotar sobre las olas generado por un corro costero . Los expertos saben desde lejos si la tirada ha sido buena, y entienden enseguida el rumor de bola en suelo que anuncia el fracaso.

De chaval, oí contar leyendas de absoluta precisión. Algunos habían visto acertarle a una moneda colocada sobre un emboque sin tirarlo. Y no faltaba quien podía, decían, darle un efecto inverso al birle para tirar todos los bolos en orden, fila a fila, como en ese test de puntos que sirve para saber si uno es capaz de salirse del marco.

Recuerdo un mesón lleno de fotos de un zurdo mítico no lejos de una bolera que hace un par de décadas empezaba a ser devorada por la maleza como un templo en la selva. Me han asegurado que no queda ni rastro. No he preguntado por las fotos. Ese recuerdo se mezcla con el de una losa de pasabolo en la que un día vi jugar, luego anegada de barro entre (inevitables) cipreses.

También puedo invocar, para una antología de lugares inhóspitos, una bolera en la trastienda de un bar que había sido gallera clandestina y todavía era ring ilegal de boxeo, y conservaba, no sé si sólo para la imaginación, olor a sangre y sudor y jaulas oxidadas con restos de plumas.

Todo eso, por supuesto, es literatura y no va a resolver gran cosa; no va a influir en los espacios urbanos ni en los rurales ni en eso que llaman paisaje sonoro. En todos los entornos hay elementos armónicos y un buen montón de ruido. La mayoría de los ritmos postindustriales son tan hipnóticos como improductivos y absorbentes. No proceden de la artesanía; muchas veces, ni siquiera de una industria corpórea. No pueden asimilar el violento encuentro acústico del abedul con la encina ni plagiándolo en cajas electrónicas manufacturadas en sótanos orientales y coloreadas con tintes tóxicos.

En San Martín de Bajamar liquidaron una bolera para poner una meseta de planos angulosos. En Argoños han hecho lo mismo para instalar un minigolf. Cemento, plástico, bolitas blancas; sospecho además algo parecido a sonajeros delirantes como eco alternativo. Así triunfa la unión sagrada entre el ocio a la moda y la ley de la oferta y la demanda.

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Preverano en Betaciudad

“Tiene usted que tomar precauciones, Herr Heisenberg, y decidir de una vez si se concentra en la postura o en la velocidad”.

Alfred Wallis. Casas junto al mar (1928).

Esta ciudad, quizá la capital más aislada de su hinterland, está orgullosa del tamaño de su esperanza.

En algunas zonas, las mucamas inmigradas están empezando a ventilar las casas de los señores y tienden sábanas mantarrayas mientras los jardines parecen reordenarse solos pese a los chasquidos de las cizallas entre los sauces llorones. En otras calles, apenas se repintan los miradores. Empieza el calor, pero no se espera nada desaforado de puertas para afuera. Ahora que se avecina el verano, se amplían los burdeles, los bares y los mercados blanco, negro y de esclavos en general. Una parte del calor humano se mueve hacia la noche y aumentan en los medios los anuncios por palabras y con fotos de hombres y mujeres de profilaxis plastificada, hoy tan presentes y oficialmente inexistentes como en los tiempos de los veraneos regios, cuando la urbe estaba tan en versión beta como ahora. Hasta en la oscuridad hay un velo sedoso de paz soleada que el viento sur atraviesa sin enloquecerlo. Las plazas se llenan de ofertas, la ciudad se pone en pose de parque politemático, pulcro y de estilo uniforme, identificada muy seriamente con una idea servicial de lo diverso. El resultado es tan homologable que, una vez apartado el hecho natural de la bahía, la fachada sigue pareciendo quiero y no puedo de tópico interrumpido.

La nueva continuidad es una ruptura que encajona el paisaje. Los nuevos carpinteros de ribera trabajan a marchas forzadas para acabar de amueblar un obstáculo que se llenará de arte desconflictuado. Nada hace más inofensivo al arte que un museo con terrazas y jerga de tragaperras pachinko. Los fabricantes de etiquetas ya no dan abasto con el inglés funcional de la city. Esperan en vano sonido de bumpers en lugar del chill-out oficioso en esas turborrotondas de la cultura.

(Es una cita obligada el momento en que el tipo de la palangana de Schrödinger no se sabe si entra o sale, si sube o baja, si se decide a exigirle al cliente el lavado que es norma en la casa. “Tiene usted que tomar precauciones, Herr Heisenberg -le dice el del gato encerrado al colega de la incertidumbre-, y decidir de una vez si se concentra en la postura o en la velocidad”.)

Como anémonas atrapadas en metacrilato, los emprendedores especializados en implementar (sic) viveros (sic) de contenidos (sic) para la economía del ocio, se presentan en la batalla uniformados de vendedores conceptuales que primero publicitan vagas autodefiniciones y luego le preguntan al cliente, a ser posible institucional, en qué pueden servirle. Ponen a nuestro alcance, en este paraíso blindado por marines y drones, los nombres de las espumas que nos llevamos al alma y a la boca, ya sean artes varias o gastronomía, labor que ha hecho de los que antes teníamos por propagandistas ávidos de subvenciones honrados trabajadores al servicio de la creatividad colectiva.

La cobertura cerámica del inmediato referente es capaz de deslumbrar sin dejar de ser gris y aburrida. Me parece que, además, tiene efectos sobre el rumor del oleaje. Esa sordina es otra forma de sombra añadida a la que ya proyecta sobre el paisaje y sobre la historia de la ciudad.

Las estabilidades de neón-led y las instalaciones con toboganes reemplazan a las viejas seguridades: la social, la laboral, las novelas sólidas y los urinarios de Duchamp. Los mensajes que antes se incrustaban en el contenido ahora se exhiben vacíos sin complejos y orgullosos del envoltorio.

Las ciudades beta son rentables porque siempre están en obras.

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WannaCry Blues

Dentro de cien años, todos neuromantes o rastafaris

Charles Babbage - esquema

Parece que todo cambió cuando William Gibson describió el firmamento de un día muy concreto en el Ensanche. “El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto”. Y además explicó esa cosa del ciberespacio: “Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores, en todas las naciones, por niños a quienes se enseña altos conceptos matemáticos… Una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano. Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad que se aleja…”.

Dentro de cien años, todos neuromantes o rastafaris.

Pero no nos quedemos en el lirismo de 1984, curiosa fecha en que se publicó el libro de Gibson. En 1993, Bruce Sterling, otro maestro ciberpunk, indicó en ‘La Caza de Hackers, Ley y Desorden en la Frontera Electrónica” que el ciberespacio es un lugar real y más antiguo de lo que pensamos. Empezó con el teléfono. La virtualidad que se le atribuye al sitio de los sitios es una manera de que no cunda el pánico, pero la interacción es tan fuerte que afecta lo visible e invisible mediante la proyección, el holograma más influyente: el dinero.

El dinero también es una realidad virtual, por lo menos desde que dejó de representar una equivalencia en metales preciosos. ¿Cómo no iba a encontrarse a gusto en el ciberespacio? Al fin y al cabo, desde los primeros pagarés, su esencia son los códigos de una programación de relaciones entre individuos, ciudades, mercancías, esclavos, trabajadores… Y, en cualquiera de sus formas, billete, cheque, tarjeta de crédito o aplicación de móvil, es una cartilla de racionamiento basada en la desigualdad de las matrices sociales.

En cuanto se abrieron los puertos, la pasta pasó de la mímesis a la poesía y se invirtió en una geografía de lugares que sólo existen como situaciones volátiles y sin sujetos tangibles. En los tinglados financieros, el mercado hace, la economía dice, los consumidores demandan. La red superpone estratos donde alojar las ausencias, hasta llegar a las capas oscuras y profundas, donde sólo se aventuran los pilotos que conocen los ruteros de la cebolla (como TOR, The Onion Router) que, por cierto, son de dominio público y están al alcance de cualquiera que sepa dónde buscar.

El libro de Sterling cuenta, a partir de la caída de AT&T el día de Martin Luther King de 1990, que dejó sin comunicaciones a millones de norteamericanos, cómo nacieron los ciberdelitos y se decretó la vigilancia del ciberespacio. Eso no impide que una mayoría de la población (una gran fisura tecnológica divide el mundo) siga pensando que las únicas fronteras que hay que controlar son las de los mapas. Sin embargo, en esta ya vieja realidad, todo es frontera. Pero, puesto que todas sus resoluciones y conflictos están en relación con el viejo espacio biológico de los territorios instituidos, la cibervigilancia guarda las formas y contenidos y estimula el pánico cuando se producen ataques como el que recientemente ha puesto de moda otra palabra que tampoco es nueva: ‘ransomware’, o sea, secuestro informático.

En efecto, ha llegado el encriptador WanaCrypt0r 2.0 para exigir rescates en bitcoins contantes y sonantes. De momento, mientras se callan si alguien ha cedido a la extorsión, los medios han lanzado la ola de pánico que no lanzan cuando sociedades legalmente constituidas vierten dinero e impuestos por sumideros que desaparecen y reaparecen a toda velocidad sin dejar rastro. Es un decir; siempre quedan huellas: lo que ocurre es que los rastreadores sólo apuntan en la “dirección correcta”.

También es parte de esa corrección la propaganda destinada a exonerar a Microsoft y sus ventanas olvidando las puertas traseras. Por el mismo motivo, hablar de software libre es tabú, pese a sus éxitos silenciosos y a que la mayor parte de los servidores de Internet funcionan gracias a un programa en código abierto llamado Apache.

En fin, todo parece indicar que van a reciclar el ataque echándole la culpa a Wikileaks. Pero conviene recordar que los intereses corporativos potenciaron desde el principio un sistema en el que abundan los callejones virtuales, antros portuarios, ciénagas de electrones, para disfrute de hackers, refugio de crackers y maniobras de negociantes. Un espacio digno de la mejor literatura negra.

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