Diorama de epístolas (una lectura de Pereda pintado por sí mismo, de Salvador García Castañeda)

Salvador García Castañeda ha recopilado en tres volúmenes mil trescientas cincuenta y tres cartas de José María de Pereda y las ha publicado en pdf en el sitio web de la Sociedad Menéndez Pelayo. Es la consecuencia del trabajo de años de uno de esos especialistas de los que dependemos los lectores comunes (gracias, Virginia Woolf) para tratar de entender un poco mejor el mundo. El estudio que precede a las cartas sería motivo suficiente para saturar la zona de descargas, pero los que no somos estudiosos -y, además, tendemos al hedonismo- no debemos dejar pasar la oportunidad que nos ofrece la publicación electrónica de vagar por itinerarios de búsquedas y referencias desordenadas, reordenadas o disparatadas, es decir, de una lectura lúdica: a cada uno la libertad de su desorden.

No descubro nada nuevo si digo que en la distancia entre los libros que se leen y los que se consultan caben muchas desviaciones. Al fin y al cabo, aunque nuestras evocaciones del pasado se quieren lineales, el acceso a los recuerdos tiene mucho de aleatorio. La navegación informática ha consagrado ese reino del azar en el que todos confiamos cuando le damos al botón ‘buscar’ para ver qué sale.

Estas propuestas son injustas, lo sé: algunos se curran las investigaciones y publicaciones mientras otros nos divertimos sin pudor con ellas desde el vértigo de la postmodernidad, sea eso lo que sea, incluso pretendiendo reflexionar sobre las paradojas de la lentitud y los desafíos contra los ritmos impuestos… Pero será mejor que volvamos al juego, es decir, al epistolario:

Conviene leer atentamente la citada introducción para saber a qué nos enfrentamos. Esa ortodoxia prepara la heterodoxia: a partir de ahí, cualquier búsqueda conducirá a una sucesión de párrafos que podemos poner en abismo o conectar con otros rastreos. De todos modos, además de facilitar las huidas hacia delante, la experiencia no impide (incluso incita a ello) volver atrás para recuperar la cronología de las misivas y el ciclo de sus mareas: las fugas y regresos prolongan la lectura y las páginas se recorren como fractales. Soy consciente de que lo que sigue es (¿escandalosamente?) irracional.

Tal devaneo por un compendio monumental me hace creer que Pereda no se manifiesta en sus cartas como una personalidad extraordinaria. Sus débiles intentos de impostura (inmodestas declaraciones de modestia, negaciones de ambición, autojustificaciones innecesarias), sus momentos de furia, desdén, ironía, sarcasmo o pena no lo muestran, en mi opinión, demasiado humano ni demasiado beato. Aunque a veces se ponga en el papel de santo varón matadragones (ahí está el apelativo que dedica en varias ocasiones a Emilia Pardo Bazán: “tarasca”, acompañado de un rotundo “mujer al fin”), esperaba encuentros más transgresores, tanto en lo personal como en lo literario. Una esperanza absurda, por supuesto.

Me atrevo (aquí el lector común enarbola su osadía) a seguir coincidiendo con los que, ya desde su época, han tachado la obra de Pereda de carente de matices (entre ellos, doña Emilia: “¡qué tarasca de mujer”). Lamento también que su calidad descriptiva tropiece muchas veces con la estiba de un mundo de valores rígidos y deudas morales. Las hipótesis más audaces, si se plantean, concluyen como leves erupciones pasajeras. Sotileza cede en su empeño interclasista, de amor imposible, pero no condenable (¿existe el deseo venial?), y retoma su condición de Casilda porque “entra en razón”: la persuasiva Providencia mantiene el orden. Con esas reglas, toda sublevación está abocada al fracaso. Cuando uno de sus mentores le reprochó haber relatado un beso, el autor se excusó diciendo que lo hizo para mostrar el camino de la perdición.

Si bien disfruto leyéndolo, el universo perediano no me ha parecido nunca muy complejo y, como debí suponer, la recopilación, tras varios vuelos, no me ha cambiado esa percepción, quizá determinada por el alcance de mi interés y por mi apego a la maldición proustiana, según la cual la vida del artista no explica su obra: más bien, ocurre lo contrario. Lo cual me obliga a concluir con una pregunta: la correspondencia privada de una persona, ¿ocupa una suerte de limbo entre su vida y su obra?


Expulsados del paraíso (Santander, felices años 20)

Josef Schulze no aceptó de buen grado que Santander fuera su último refugio: optó por el crimen y el suicidio. Emmy Holz no pudo elegir. Ya había intentado abandonarlo en París, pero siguió acompañándolo hasta llegar a la habitacion de lujo del sanatorio de Peñacastillo, donde, el 31 de octubre de 1923, amanecieron sus cadáveres. El de ella estaba arropado en la cama y el de él, dependiendo de la versión, sentado al escritorio con una pistola de pequeño calibre en la mano o caído en el lecho. La investigación estableció que Schulze había disparado a Emmy mientras ésta dormía y a continuación se había suicidado.

Las fotografías de Samot en El Pueblo Cántabro muestran un evidente contraste entre la expresión desesperada del hombre y la de sueño apacible de la mujer. Los testigos no dejarían de insistir en la increíble belleza de la fallecida con la misma unanimidad con que los que se cruzaron con ella en vida evocaban su risa imparable. Algunos periodistas llegaron al delirio necrófilo de pedir detalles a los forenses. Querían confirmar que se trataba de un crimen previo al suicidio de un hombre enfermo que temía perder el amor de una mujer de inagotable vitalidad. Pero, aunque tal vez había algo de cierto en ello, se trataba de un asunto más complejo.

El chófer y la dama de compañía del supuesto matrimonio, que se alojaban en pensiones de la ciudad, no pudieron dar más datos. Ambos habían sido contratados en San Sebastián por la pareja, que disfrutaba de una suite del hotel María Cristina y se había hecho notar por su animado tren de vida hasta que Schulze empezó a tener problemas de salud y alguien le recomendó una estancia en la clínica regentada por el doctor Morales(1)El sanatorio fundado por el doctor Mariano Morales Rillo en 1908 y ya desaparecido es hoy más recordado porque allí estuvo ingresada (desde el 23 … Continue reading.

En el escritorio había un montón de documentos en varios idiomas(2)La aparición en el sumario de una mujer polaca políglota (Weronie Berchtold), que se encontraba de paso por la ciudad y se ofreció como … Continue reading, cheques y fajos de billetes de distintas divisas, y una nota de Schulze ordenando el pago de algunas deudas y de los salarios de sus empleados. En la mesita de Emmy había pocas joyas, pero de buena calidad.

La noticia excitó la imaginación de la ciudad y suscitó un breve revuelo de interpretaciones ensoñadoras que pronto apaciguó un baño de tibia realidad. Ni siquiera mereció un jarro de agua fría.

El viajero había dicho que era judío, nacido en Rusia y con doble nacionalidad sueca y también argentina. El consulado argentino no pudo confirmarlo, pero la policía española descubrió que Suecia había emitido, hacía meses, una petición de búsqueda internacional contra su súbdito Josef Schulze por fraude y estafa.

Emmy Holz no era su esposa -él tenía mujer e hijos en Suecia-, sino una bailarina que de inmediato quedó señalada como el ángel del deseo alucinado que impulsó al macho emprendedor a cometer delitos financieros. Acaso no sea apropiado decir que esa valoración injusta, al despojarla del aura de la inocencia, intensificó la realidad de su atractivo, pero siempre es bueno remover los cánones de la fantasía.

Schulze se había establecido en Estonia en mayo de 1922 y ya era un estafador antes de conocer a Emmy en Tallin, quizá paseando por los muelles donde la flota soviética se asomaba de vez en cuando. Tenía 42 años. Era alemán -algunos dicen que alsaciano- de origen judío, pero entonces ya tenía la nacionalidad sueca. Una de sus primeras imposturas consistió en hacerse pasar por cónsul de Argentina falsificando unas acreditaciones holandesas para conseguir mercancías a crédito. No tuvo éxito, pero enseguida se presentó como intermediario comercial de productores de mantequilla estonios ante varias empresas suecas, que le adelantaron mucho dinero en concepto de garantías de importación, y viceversa: ante los productores estonios como representante de los importadores suecos.

Compraba la mantequilla con los anticipos al precio habitual y la vendía en Suecia más barata, de modo que los importadores, para asegurarse envíos futuros, le concedían adelantos cada vez mayores, de los que iba sustrayendo el dinero que exhibía sin pudor. Llegó a ser conocido como el rey de la mantequilla. Mantuvo durante meses esa manipulación del mercado, pero, llegado el momento culminante de la estafa, después de recibir un pago de 380000 coronas y sumar más de un millón acumulado, interrumpió los suministros.

En el verano de 1923, cuando las compañías empezaron a sospechar y se pusieron en contacto con las autoridades bálticas, Schulze ya había roto los lazos escandinavos (su familia quedó olvidada en Estocolmo) y huido a París con su amante, 23 años menor que él.

Emmy Holz pertenecía a una familia modesta. A los 15 años, empezó a estudiar en una academia de danza. Después formó parte de la Compañía de Teatro y Ballet de Tallin y, desde 1918, del primer grupo de ballet profesional del Teatro y la Ópera de Estonia. Intervino en óperas, operetas y coreografías de conciertos, y también en números de bailes orientales y espectáculos de cabarets. Disfrutó del éxito y de los ambientes de la bohemia (cuya alegría quizá procedía de la intuición de vivir entre dos guerras) hasta que, tras interrumpir una gira a causa de una lesión, se rindió a Josef Schulze, que llevaba un tiempo tratando de deslumbrarla con su puesta en escena de triunfador y un gran despliegue de recursos económicos.

Primero fueron a Riga. Después atravesaron Alemania hasta Bruselas y luego se establecieron en París. Parece probable que ella no sospechara que se trataba de una huida hasta que descubrió que la policía francesa estaba investigando sus movimientos. Entonces trató de obtener dinero para regresar a Estonia, pero sus padres no disponían de fondos y las puertas de la farándula estaban cerradas.

Las pesquisas policiales los hicieron viajar a España. Recorrieron Levante, Andalucía, Madrid, Castilla, y pararon a descansar en San Sebastián, donde hicieron vida social de alto nivel hasta que Schulze empezó a tener problemas gástricos. Le diagnosticaron una úlcera y, como decidió no recurrir a la cirugía, le recomendaron un tratamiento en el sanatorio de Peñacastillo.

Llegaron a Santander el 17 de octubre de 1923 en un automóvil con la carrocería de aluminio que habían comprado en Donostia, donde además habían contratado a un conductor y a una señora de compañía.

Mientras esperaban que hubiera una habitación libre en el sanatorio, vivieron en el Hotel Europa y se hicieron notar en la ciudad por las constantes idas y venidas del coche relampagueante, las cenas en restaurantes caros, las veladas de casino y juegos ilegales, las tardes de teatro y las noches de espectáculos flamencos, las degustaciones de champán, las generosas propinas y la actitud sofisticada, sobre todo de Emmy, rubia y risueña fumadora de los cigarrillos egipcios que llevaba en un bolsito dorado.

El día 20 se instalaron en la clínica, en una habitación de la planta baja con recibidor, dos camas y cuarto de baño. El establecimiento ocupaba un palacete rodeado por un parque de diez hectáreas con cinco kilómetros de paseos entre flores, palmeras (había sido la residencia de un indiano), naranjos, cedros, pinos, tilos, estanques y esculturas vestidas de enredaderas.

El miércoles 31 de octubre, a media mañana, las enfermeras llamaron a la puerta de la pareja sin recibir respuesta. El director ordenó forzar la cerradura.

En los recuerdos amarillos que dejaron las crónicas de sucesos, la risa cristalina de la muchacha en los palcos se simplificó con crueldad como la loca inmadurez de una buscona asesinada por un caduco aprendiz de Gatsby y ambos fueron expulsados del paraíso en pleno prólogo de los felices años veinte. Más duro y común sería el epílogo.

Galería

Fuentes: 1-4: FOTIS. 5: Biblioteca Virtual de Prensa Histórica.

Notas

Notas
1 El sanatorio fundado por el doctor Mariano Morales Rillo en 1908 y ya desaparecido es hoy más recordado porque allí estuvo ingresada (desde el 23 de agosto hasta el 30 de diciembre de 1940), tratada con espasmódicos y paseada en coche fúnebre de caballos con cascabeles la pintora surrealista Leonora Carrington por encargo de su padre, el potentado Harold Wilde Carrington, tras haber sido agredida sexualmente en Madrid, adonde había llegado huyendo del avance nazi en Europa. En los tiempos que nos ocupan, el establecimiento era famoso entre las clases acomodadas europeas y su propietario, que había empezado con una consulta para clientela selecta en la calle del Muelle, había ocupado cargos oficiales y era asesor habitual de jueces y políticos. Su opinión pesaba en delitos de enajenados, casos de aguas infectadas y crímenes como el cometido en la península de la Magdalena en 1912, un episodio de violencia machista en un entorno destinado a prefabricar un paraíso. No obstante, en el caso de Holz y Schulze, su intervención fue poco significativa, salvo porque el hecho tuvo lugar en su sanatorio y fue él quien descubrió los cadáveres al ser advertido por el servicio del silencio (sí: sepulcral) que imperaba tras la puerta cerrada a cal y canto. El médico pidió a la prensa -y ésta aceptó, aunque sin ocultar el retraso a los lectores- que demorase 48 horas las informaciones del caso para evitar “la sensación irreflexiva de lo inmediato”. En los años treinta, La Región, periódico republicano de izquierdas, se permitió algunas mofas sobre el historial de suicidios de pacientes en el sanatorio. El nivel de la clientela hizo que algunos casos (un profesor de latín, un militar africanista laureado…) produjeran una resonancia no deseada e insinuaciones de que se habían cometido negligencias.
2 La aparición en el sumario de una mujer polaca políglota (Weronie Berchtold), que se encontraba de paso por la ciudad y se ofreció como traductora, me inspiró hace algún tiempo esta ficción de expatriados que no sé si atreverme a considerar una obra en marcha y abierta: evadida. (Por cierto, lo mismo me ocurre con este artículo).

Una navegación necesaria

Eugenio Torrecilla.
Escondido en nuestro silencio. Editorial Libros del Aire, 2023.

(Cuando un índice es también un poema:)

  • Vas por el camino más largo
  • Silbas gymnopédies de Eric Satie
  • En noches tenebrosas
  • Por tu mano sometida
  • Perpetuamente urdidas
  • No en Berlín
  • En las tierras estériles
  • Y vuelta a encender
  • Todavía
  • En la Bahía de las Ballenas
  • Para negar la prisa
  • A pesar de las amenazas
  • En la existencia colonial
  • Bajo una celebración
  • Con una convicción
  • Para ser inmolado
  • Para convertirse en pestes
  • Para obligar al cumplimiento
  • Interminables
  • Por las consecuencias
  • En lo más hondo
  • Perduran
  • Inalcanzables
  • Praderas entumecidas
  • Hace treinta mil años
  • Evocas
  • En ausencia de vida
  • En el último rincón
  • Impuro
  • Enaltecido
  • Ausente
  • Sin valor
  • Resignado
  • Alguna noche
  • En el fondo de la patera
  • Una mañana de domingo
  • Divisiones casuales
  • Metamorfoseadas
  • Apático, insípido
  • Callados
  • El hastío responde
  • Cópula sin amor
  • Inicias los sorbos
  • Sin ofrecer apenas
  • De los cerros
  • Pequeña, delicada
  • Única
  • Insinuada
  • Te acercas por la ruta
  • Sólidos espejismos
  • Levitas
  • Y así deben ejecutarse
  • Dominando el temblor
  • Desgraciadamente
  • Avaricias y metales
  • En el vínculo
  • Aturdido
  • Ahora
  • Os besáis atrevidos
  • Derramados
  • Para salvarnos
  • En la Torre del Mar

(A propósito del poemario Escondido en nuestro silencio, de Eugenio Torrecilla)

No quiero emplear muchas palabras en comentar un libro que posee la longitud y la densidad justas. Se lee de un tirón, navegando en un vaivén de poemas enlazados por entradas y salidas evolutivas que giran con una geometría no euclidiana (ni siquiera regida por una curvatura constante) formando una doble hélice que entrevera la obstinación genética y el albur de la historia en una estructura hipnótica. No son casuales las presencias de Satie y Bach: tarde o temprano descubriremos que se trata de advertencias iniciales para un recital tramado como una exhortación sincera por cuya rara ligereza (es decir, por el placer de la lectura) aceptamos que no nos deje escapatoria. El discurso desencadenado rompe sin ruido el silencio (de nuevo, estábamos avisados) y, con él, el blindaje que permite a cualquiera sentirse único miembro de una especie única o postularse ante sí mismo como su mejor y más indiferente representante. La nueva desnudez denuncia que apenas disponemos de una pobre versión de la no-máquina del tiempo del Matadero número 5 de Kurt Vonnegut (no sé si me sorprende que un novelista superviviente del bombardeo de Dresde sea el único escritor citado en esta reseña) para huir, después de cada retablo criminal, hacia los remansos de paz y felicidad que hay que reconocer, narrar, extender y defender.

Abran y lean. Déjense llevar.

María Blanchard, un desnudo y un vestido

María Blanchard. Desnudo femenino de pie (Eva). Óleo sobre lienzo. 197,5×82,5 cm. 1912. Von der Heydt-Museum. Wuppertal.

María Blanchard.La comulgante. 1914. Óleo sobre lienzo. 180×124 cm. Museo Reina Sofia. Madrid.

Sólo dos años separan estos cuadros de María Blanchard. El primero, ‘Desnudo femenino de pie (Eva)’, lo pintó en París en 1912 y osó exhibirlo en 1915 en Madrid, donde obtuvo sobrados motivos para no volver a exponer en España. Entonces ya había pintado el otro, ‘La comulgante’, de 1914, pero no lo expondría hasta 1920, en el Salón de los independientes de la capital francesa, cuando el mundo proclamaba uno de tantos falsos regresos a la normalidad y ella estaba preparada para afrontarlo retomando la figuración sin olvidar lo aprendido en la vanguardia.

Durante seis años, se había centrado en el cubismo, pero ya antes estaba ahí esa reinterpretación del desnudo por antonomasia (casi siempre unido al de Adán, claro, excepto en la escena crucial de la serpiente) en el expansivo ámbito judeocristiano, que parecía destinado a borrar todos los desnudos paganos y acabó reforzándolos. Con ella, el arte integró la paradoja de multiplicar el instante en que el nudismo fue expulsado del paraíso. Eva y su contexto: la culpable, el marido engañado y los últimos desnudos del Edén. El ángel con la espada puede adquirirse por separado.

Esta Eva es una suma de ausencias. No parece arrepentida. Es una Eva exultante y preadanita. Al verla rodeada de oscuridad, sabemos que no hay nadie agazapado en un rincón masculino de ese supuesto espacio ajeno a la Creación mayúscula. En el universo del cuadro, la mujer se ha adelantado; Adán no ha sido modelado; ella pisa el barro y no parece echarlo en falta. Aquí no cabe plantear una inversión del interesado y nada convincente mito de la costilla.

El desnudo se perfila con la refracción de una belleza sumergida. Los trazos característicos de la autora remarcan y vibran a la vez. Las manos largas, primitivas, contradicen las de la María real que tanto gustaban a Diego Rivera -Adán desmesurado-, y se abren paralelas a los pies nudosos mientras la torsión del cuerpo niega el equilibrio. El rostro ha recogido las lecciones de Van Dongen y de las máscaras africanas que aquella horda de Montmartre convirtió en arte para apropiárselas.

Me había propuesto esquivar la evidencia del autorretrato, pero he decidido cumplir con la obligación de mencionar la discapacidad física de María Blanchard para burlar el tópico de su presunta debilidad. Se repite demasiado su deseo frustrado de pintar muchas flores. Sin embargo, debió de celebrar con humor más o menos negro las caricaturas de Fresno y Bagaría y las casi caricaturas literarias de Gómez de la Serna y García Lorca (para eso están lo amigos) y desdeñar sin complejos la muy española crítica que tachaba de monstruosa la obra de la extraña mujer que triunfaba en la disoluta Europa. ¿Autorretrato? Pues sí, pero salvaje y desnudo, de cuerpo entero, abierto; despiadado, y no sólo consigo misma.

Superado este remanso, visitemos a la comulgante en su dudoso recogimiento:

Su rostro descolorido está pintado con arrebol, desbordado por mechones negros. Mira con seriedad y aprieta el carmín. ¿No lleva demasiado maquillaje para recibir una hostia consagrada? Alrededor hay un palio-rebaño de ángeles-nubes, un cortinón púrpura, un reclinatorio a juego, un altar blanco como el vestido. El vestido: esa exageración de blondas, velos -obscenamente abiertos-, lazos, esa inflación de enaguas. Y ese pañuelo, ese misal, esa especie de cetro florido: esas armas que empuña con las mismas manos que Eva. Los pies están enfundados en hielo cerrado con corchetes, pero también son los mismos.

No encuentro otra explicación: Eva se ha soñado a sí misma como comulgante. El disfraz ritual es una pesadilla de la verdad desnuda. El cuerpo blindado con el hiperbólico envoltorio matrimonial de la ceremonia de deglución del sacrificio recuerda con rabia la osadía del origen. Parece estar diciendo: sólo soy deforme cuando me vestís con vuestros dogmas; después del espectáculo, buscaré un espejo y volveré desnuda al paraíso.

Un puto andamio

Atrapo dos frases al vuelo en el autobús sobrecargado:

-Si aceptamos que un puto andamio es un árbol, aceptamos cualquier mierda.

-Es la magia de la Navidad.

Tuvo mucho éxito aquel anuncio en el que el dueño del tablero obligaba a definir el pulpo como animal de compañía. La frase entró en el lenguaje cotidiano y todavía se oye cuando alguien se resigna con humor ante la imposición de interpretaciones interesadas de normas y hechos. El poder y la propiedad no aprecian el sarcasmo ni la ironía. Si el humor crítico llega a alterar sus caras de piedra, toman medidas. El pulpo es un animal simpático y polivalente: lo mismo sirve como kraken que como adivino o juguete infantil. Desde luego, es mucho más aceptable que un andamio de tablas y varillas metálicas rebozado en ledes como árbol. Pero si el alcalde dice que es un bien para el pueblo, como cantaba Javier Krahe, ¡alcalde, lo que nos eches!

Los medios no paran de azuzar (ellos dicen que sus cantinelas son información) la competencia entre poblaciones por tener el sucedáneo de árbol más largo e iluminado. Así que ese engendro que no sirve ni como símbolo fálico deviene epítome de las musarañas navideñas.

Al escribir sucedáneo, he recordado una palabra exótica: ersatz. Durante la Primera Guerra Mundial, saltó del alemán a otras lenguas porque la rotundidad germánica le daba más matices que las de un simple producto sustitutivo en tiempos de escasez. Surgido en un mundo de racionamiento bélico, encaja muy bien en nuestra actualidad consumista: siempre estamos en guerra para mantener el nivel de producción y gasto.

La sucedaneidad es una cualidad que apenas esquiva términos como falsificación o imitación, pero me parece que a sucedáneo le falta fuerza y entonces pienso ersatz y recuerdo carteles de propaganda militarista, cánticos de retaguardia y personas mal alimentadas mezcladas con la actualidad de pantallas publicitarias desorbitadas y alcaldes y electores presumiendo de putos andamios y participando de una orgía de neolengua y doblepensamiento.

Los sucedáneos suelen aceptarse porque no queda más remedio si no se quiere abandonar el juego. Además, el precio módico no engaña, los convierte en una verdad imperfecta, pero verdad al fin y al cabo, algo sincero que reemplaza al objeto deseado inalcanzable. Parece que lo que importa es la intención, que la autenticidad es graduable y todo puede ser apenas falso o casi genuino, como si las definiciones de las cosas, a base de discurrir en círculo, sirvieran tan poco como las de arte y cultura.

Sin embargo, la acumulación está borrando la hipotética ventaja de lo barato. El progreso es cada vez más agresivo: amenaza con regresiones mientras la cantidad de ersatz aumenta (como la de su mellizo el kipple) y -presunta paradoja suprema- se encarece por la insostenibilidad de las producciones masivas.

Los árboles-andamios, esa enorme nada con lentejuelas que asfixian cualquier mérito de la abstracción, han venido a abanderar la miseria consumista. Me pregunto si se mantendrán en el mercado de lo ideológicamente rentable y me respondo que es muy fácil olvidar que lo barato siempre ha costado más de lo que vale.

La parodia de los gaznápiros

Me ocurrió de falondres. El televisor dijo Crimea y me acordé de Esteban Polidura Gómez y de las familias santanderinas que se enriquecieron con la guerra de 1853-56. En el Reino de España, los harineros desabastecieron los mercados locales de trigo para forrarse con la exportación. Eso, a su vez, generó una oleada de motines del pan que fueron duramente reprimidos. La harinocracia de las moliendas y puertos cántabros multiplicó sus ingresos. Hubo nuevos ricos y ricos remozados. Polidura cuenta que se les subió a la cabeza, que sus fiestas de sociedad y ostentación proliferaron hasta la náusea y que la gente de a pie los llamaba gaznápiros.

Al parecer, había una gran capacidad organizativa para la chanza entre la población popular. La evidente zanja entre clases tenía la virtud de mantener separadas las orillas del humor. La plebe y una pequeña burgesía cuyos intelectuales y profesionales jugaban con radicalidades y a veces se sentían con derecho a la imprudencia proletaria optaron por parodiar las ceremonias, bailongos, puestas de largo, acuerdos matrimoniales y recepciones por delante y por detrás (según el viento que soplara) de los enriquecidos hasta la estupidez.

Y surgió un evento báquico, pánico, orgiástico, goliárdico, un banquete con procesión marina en peregrinación a la isla de Citera o, mejor dicho, Pedrosa, entonces tan abandonada como ahora. Una fiesta de locos que recuerda a las que la Iglesia empezó a perseguir en el siglo XV para contener el regreso del paganismo. Un Carnaval fuera de estación -a finales de julio- que no preludiaba el ayuno: más bien avisaba de todo lo contrario.

Los detalles los encontrarán en el artículo citado(1)Se trata del titulado De falondres. Publicado por primera vez en El Cantábrico el 27 de octubre de 1925, está recogido en la antología Cosas de … Continue reading. Conviene releer esas ‘Cosas de antaño’ para desintoxicarse de otros pasados más presentes y de la homogeneidad de las fiestas instituidas.

Mientras se animan, les bastará saber que dos mujeres del margen cotidiano más profundo -que no lejano ni invisible- y de fealdad/belleza menos convencional (o, si lo prefieren, más extrema) fueron entronizadas en una barquía disfrazada de góndola que encabezó una flota abigarrada. Esquifes, chinchorros, botes, lanchas y hasta muertos desatados, repletos de oficiantes y viandas, recorrieron las canales encendiendo un rastro de murgas y fuegos etílicos. Parecían escapados del amanecer de Walpurgis para recrear los mitos de los mundos invertidos cambiando escobas por remos. El desembarco tuvo que ser un despojamiento de espumas olímpicas. El banquete, los bailes y el regreso, a la luz de achotes y santelmos alucinantes, transcurrieron sin otros incidentes que los que manda la desmesura.

La pérdida de la autonomía frente al poder de los festejos es una constante histórica. Las tradiciones lúdicas irreverentes, subversivas o licenciosas (es difícil que estos calificativos no se presenten aliados) se han convertido en ritos modosos uniformados por el consumismo. Las fiestas de un tal Santiago, tabernero del Alta, fueron ocupadas por Santiago Matamoros. Hay demasiada gente orgullosa de ello. Orgullosa, fingidora y vigilante.

Algunas explosiones de alegría, como la réplica a los gaznápiros embobados por la fortuna caída de la guerra, son hoy irrepetibles. La historia está llena de momentos así, pero no quedan islas abordables y su memoria apenas pelea contra el olvido patrocinado por el culto a los próceres: nos invaden las hagiografías y las genealogías justificativas.

Menos mal que casi siempre hay un Polidura que, a diferencia de otros cronistas más propagados, es capaz de asombrarnos, divertirnos y advertirnos con una perspectiva política y literaria peatonal y activa.

Notas

Notas
1 Se trata del titulado De falondres. Publicado por primera vez en El Cantábrico el 27 de octubre de 1925, está recogido en la antología Cosas de antaño. Historias del viejo Santander. Editorial Librucos, 2019.

Fracaso de una fiesta

Hace años, fui invitado a una fiesta en un apartamento situado en un edificio muy alto de una localidad costera de Cantabria que multiplica su población en verano. Creo que entonces sólo la duplicaba -ahora la triplica-, pero la gran mayoría de los pisos del bloque ya eran, como el de los anfitriones, segundas viviendas.

Ocurrió en pleno invierno. No recuerdo qué confluencia de situaciones condujo a esa anomalía. La familia propietaria percibía la rareza del hecho incluso más que los extraños: se sentían ajenos al lugar que sólo reconocían durante un mes de cada verano. Fuera de temporada, estaba lleno de sonidos vacíos; era un arquetipo de los lugares fantasmáticos. Hasta el ascensor hizo su trabajo con pereza y parecía colgado de un penitente tintineo de cadenas.

El piso estaba en una de las plantas más altas. Se veían la playa desierta, del color pardo de la arena mojada, el mar plomizo, trazos y rumores de espuma fría y la calderilla del cielo pobre de estrellas. Anocheció enseguida. Abajo, en la calle, se encendió el alumbrado público como para resaltar que todos los negocios estaban cerrados. Tampoco había muchos: una hamburguesería, un kiosco de zumos y helados, una tienda de ropa de baño y otra de minielectrodomésticos con la persiana forzada por un abrelatas gigante. Pasaban muy pocos vehículos. En los edificios contiguos, idénticos, había muy pocas ventanas iluminadas.

Se distinguía también parte del pequeño casco antiguo, casi segregado del paisaje por la preferencia playera, reducido a líneas y signos confusos, formas y destellos que expresaban a la vez la lejanía y la dependencia impuestas desde nuestra atalaya turística sobre los primeros asentamientos humanos. No era una interpretación espontánea de un símbolo, por supuesto: sabíamos que las casas antiguas se iban arruinando y que se mantenían los tejados y fachadas a fuerza de remiendos, claudicando ante la evidencia de que el peso de la historia acabaría llevándolos a las manos de franquicias temáticas para mantener las riadas de los veraneantes. Algunas pinceladas folclóricas contentarían las conciencias de los inspectores de tipismo.

Me venían a la mente distopías inversas sobre masas desbordando el planeta y me di cuenta de que aquella visión -unida a los contenidos mal orquestados de la fiesta- me estaba produciendo un efecto de psicotrópico, un mal viaje lleno de recuerdos de agobios estivales. Era una sensación entre ridícula y deprimente: la amenaza de la superpoblación temporal deliberada, promovida, que quería ser el motor de una economía de amos caprichosos y esclavos cómplices o resignados y que eliminaba las alternativas a su cielo sembrado de diamantes. Hoy, según las estadísticas, está a punto de conseguirlo. Como el clima del planeta, es probable que haya pasado el punto de no retorno y cada temporada supere a la anterior hasta la ruptura definitiva de los ciclos. Luego será el desierto sin tártaros.

La ley sagrada establece que el número de residentes temporales debe aumentar si los ingresos disminuyen. Las opciones que pretenden reducir el número aumentando el lujo y subiendo los precios requieren nuevas exclusiones, urbanizaciones fortificadas y mayores espacios, instalaciones y recursos. Tanto el ocio elitista como el de masas, cada uno a su manera, exigen intervenciones y ocupaciones extremas. Con voracidad fractal (cada purgatorio temático o residencial reproduce el anterior), las poblaciones flotantes y sus servidores van saltando de escalas territoriales, determinando los modelos productivos y laborales, la ética y la estética.

La minoría sedentaria elige una y otra vez gobiernos que trabajan para extraer riqueza de una mayoría aplastante y fugaz de turistas y de una minoría de plutócratas encastillados. Los primeros consumen ocio barato mientras los segundos celebran conciliábulos en los que los sonajeros y fetiches de la mercancía nunca descansan: compran, venden, coleccionan, revenden, diseñan, especulan, proclaman triunfos y escenifican la religión del mercado-espectáculo, esa exhibición totalitaria que siempre es rentable por burda que sea la presentación (los medios, los medios, el horror, el horror…); dinero llama a poder y viceversa… Sus playas, circuitos y segundas viviendas están al cuidado de excelentes guardeses en las comunidades con vocación de segundas autonomías.

La fiesta extemporánea fue un fracaso. Desde el principio, después de algunas bromas sin gracia sobre los reglamentos vecinales expuestos en el portal que habían tratado de mantener durante el verano un atisbo de civismo, la velada transcurrió envuelta en sarcasmo y aburrimiento.