Artículo publicado en eldiario.esCantabria.
HOY
Los días empiezan a hacerse más cálidos. Un ligero efecto foehn vacía de razones la ladera desde la costa hasta el barrio. En el café-bar de la esquina, el vecino Anfitrión García (su nombre facilita las cosas), pide un café con hielo y dice: “Han llamado los madrileños”. Es el aviso del comienzo del ciclo. “Ahora, la bronca”, añade tras una pausa irreflexiva.
El hombre que se llama como el bar de toda la vida se ve obligado a preguntarle por qué al cliente de toda la vida. “Los críos no quieren irse”. Los llama críos, pero ya están crecidos. Habrá discusión familiar, lo habitual en los últimos años. “Pero que se aguanten; igual con el tiempo les toca a ellos”.
Vendrá el cuñado de la furgoneta, cargarán con todo lo que necesiten y con todo lo innecesario que pueda molestar a los veraneantes, y se irán a la casa de los suegros, que hace tiempo cambiaron la vivienda del pueblo, muy pequeña, pero en un entorno no blindado, por un adosado sólo un poco más grande en el extrarradio, cerca de una zona intermareal biológicamente rica, casi inaccesible y sin interés playero.
“Los chavales y mi mujer se aburren. No sé de qué se quejan, si me paso el verano haciendo de taxista. Y no hay ni una mala tasca en cinco kilómetros. Hay que tirar de coche para todo”. Seguirá pasándose por allí casi todas las tardes, en los huecos que le deje la servidumbre del nudo estacional que le hace sentirse antiguo y viene a añadir un lastre al paso del tiempo por si el calor asurado fuera poco peso.
Y alguna vez aparecerá con el inquilino, aunque éste es más de zona cara (se lo puede permitir, con lo que se ahorra de hotel) y tiene ya sus tertulianos, algunos de los cuales proceden, como sus veranos en la ciudad, de hace tres generaciones, y vienen también de regiones interiores. “Somos salida al mar, qué vamos a hacerle. Pero sólo para los baños, por lo visto. Bueno, han dicho de buscarle un trabajo al mayor, pero la cosa tampoco está fácil allí…”.
Al dueño del bar, que lleva algún tiempo siendo parte de la ceremonia, le da entre pena y miedo esa santa unión de las dos estirpes, sobre todo desde que oyó una vez a Anfitrión, al recibir el aviso, pensar en voz alta: “¿Hasta cuándo se deben mantener esos acuerdos?”. Y no dijo más, pero después de la interrogación quedó el eco de una irreverencia. ¿Lazos sagrados?, ¿compromisos asentados?, ¿contratos que no pueden romperse porque no son de papel y fueron subproductos de una derrota irreversible?
Ahora, mientras el cliente se entristece mirando cómo se deshace el hielo, el del bar murmura que igual por eso somos tan como somos, y enseguida se siente obligado a cambiar de tema, pero tampoco acierta: “¿Qué tal en la fábrica?”, pregunta. “Se avecina otro ERE”, responde García. “Otro motivo para seguir alquilando el piso”.
AYER
Cuando el padre de Anfitrión no tenía teléfono, los madrileños llamaban al bar, entonces en manos de un ex legionario devoto de la Virgen del Pilar, dejaban recado y luego confirmaban las fechas desde el mismo aparato tragaperras colgado en la pared al final de la barra, entre una fotografía que mostraba a un grupo de gente muy seria a los pies del monumento a Pereda y una postal del Valle de los Caídos. Pronto, los madrileños aceptaron una subida a cambio de instalar teléfono en el piso, y ayudaron a comprar el televisor alemán federal en blanco y negro, porque ya no podía ser un veraneo sin tele. Los programas dominantes eran de promoción mediterránea. Pero no había competencia. La gente que venía aquí era distinta, tanto la rica como la que empezaba a creerse clase media. Con el tiempo, venir a Santander de veraneo (lo de turismo era más cosa del sur) se convertiría para muchos en una actitud casi militante. Quizá se veían destinados a ahondar el cortafuegos del Norte, como continuadores de una cruzada en una retaguardia tranquila.
Las dos familias apenas tenían relación. Sin embargo, compartieron un par de momentos de obligada comparecencia. En julio de 1964 (XXV Año Triunfal) asistieron a la erección de la estatua ecuestre de Franco en la plaza del Ayuntamiento. En 1968, visitaron los acorazados de la Semana Naval. Ambas contaban ya con abuelos, hijos y nietos, y se hicieron fotos cuadradas con una instamatic traída de la capital (1.490 pesetas con estuche), como mandaban las convenciones desarrollistas aunque no hubiera cámaras ni Seat 600 para todos.
Tener veraneantes era una suerte. Y no sólo por los ingresos extra. Daba prestigio y envidia, valores ambos positivados en la mezquindad oficial, etimológicamente pura, del régimen, y proporcionaba favores. El hijo del primer inquilino, su sucesor, ocupaba una jefatura en el Ministerio de Industria. El padre de Anfitrión estaba flamante con el mono de trabajo de la fábrica de cables.
El viejo primer anfitrión rozaba la senilidad cuando alguien mencionaba la República.
ANTEAYER
El barrio fue construido después del incendio del 41. Los abuelos García habían perdido su hogar y tuvieron algún problema para la adjudicación de la vivienda de la Obra Sindical porque él había estado en el frente incorrecto. Los informes eran favorables, la catástrofe le garantizaba el trabajo y hacía chapuzas gratis para quien hiciera falta, pero en algún rincón quedaban dudas que disipar.
El fundador de la dinastía de veraneantes, sargento en el Cerro de los Ángeles, había encajado un tiro de un garibaldino, lo cual le había proporcionado un ascenso rápido y un buen puesto. Era teniente de oficinas cuando lo enviaron para comprobar las actas de la reconstrucción. Su labor principal consistía en ignorar retranqueos. Alguien los presentaría.
Era un mundo hambriento en todos los sentidos. Las colas de racionamiento eran largas y lentas y las autoridades se exasperaban por la situación de los frentes en Europa. Los periódicos todavía alababan los motores DEMAG y en los tranvías, que circulaban entre ruinas, solares y casetas, quedaban absurdos carteles de matarratas Biberkopf, desconocido en las droguerías.
En este escenario a medias onírico y expresionista, de caras pálidas y carne prohibida, el escribano de uniforme resolvió algún papeleo e ingresó en la tradición mesocrática (la aristocrática y la burguesa le quedaban muy lejos) de los veraneantes de la ciudad, envidiados en la Corte desde 1847. Acababa de casarse. Se alojaba en el cuartel del Alta. Su esposa languidecía en Madrid, aunque destacaba en las labores de la Sección Femenina para olvidar que había estudiado en una escuela laica. Por suerte, el piso no estaba en uno de los barrios que habían expulsado a las afueras. El cerro lo abrigaba del viento del norte y quedaba a dos pasos del centro.
“Tengo una idea que nos conviene a los dos; seguro que llegamos a un acuerdo”. Por aquel entonces, las cosas eran muy simples.
Quedaba bien en la vecindad, con su esposa del brazo, aquel joven de uniforme que iba ganando estrellas. A veces los recogía un vehículo de gobernación para llevarlos a la playa. Cogían color, pagaban sin demoras, cumplían todos los estereotipos de belleza del régimen y hablaban mucho de destino, justicia y patria.
Y, total, un mes de hacinamiento en casa ajena no era para tanto.