Kitschtown

Lo ha escrito Milan Kundera: “El kitsch es la negación absoluta de la mierda” y “el ideal estético de todos los políticos”.

Kitschtown. | Rafael Pérez Llano

38 grados a la sombra en una estación castellana. Pájaros de ceniza graznan en el páramo. El tren llega con media hora de retraso y acompañado de un hedor insoportable. Se ha roto un depósito de aguas negras. La gente intuye que el interior de los vagones está aislado (de lo contrario, no habría pasajeros vivos dentro) y los asalta. Viajamos apartando de la vía cualquier vestigio de limpieza, perforando la atmósfera caliente, justificando el abatimiento de las amapolas y los precipitados círculos de los buitres hacia alturas no soñadas. Llegamos a Kitschtown 4328N348W ya de noche. Llovizna sucedáneo de agua de rosas. Las pocas cosas que tienen olor no huelen a lo que parecen. Lo ha escrito Milan Kundera: “De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch. Es una palabra alemana que nació en medio del sentimental siglo diecinueve y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso su original sentido metafísico, es decir: el kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable”. Y también: “El kitsch es el ideal estético de todos los políticos”. Esa definición no contradice la de Hermann Broch, que lo entiende como la introducción de la maldad en el arte, el fin de la ética y el triunfo de lo bonito. El austriaco dice “de lo bello”, pero esa palabra empieza a resultar lejana por el maquillaje de profundidad que le imponen los gritadores televisivos. ‘Bonito’ es un grado menos solemne, popular. Sin embargo, prefiero la claridad del checofrancés porque, cuando lo kitsch (esa réplica de réplicas) ha tenido que prestigiarse como propaganda cultural, la jerga de la corrección ha impuesto lo ‘creativo’, excelente producto de limpieza: en Kitschtown 4328N348W la ‘creatividad’ sirve para denominar la Fundación de Fundaciones encargada de expulsar los malos olores con una mercadotecnia de lo cibersimpático que todavía cuela como avanzada y está a punto de ser un negocio más viejo que la cuadratura de un huevo roto cubierto de lentejuelas de cerámica, ese museo de yema azulgrís que ya está anticuado antes de nacer y últimamente se publicita como un mirador-terraza. No me digan que no es kitsch. Ya deslumbra desde los maltratados jardines. Cuando hagan miniaturas empotradas en metacrilato e imanes de nevera, se venderán junto a los escapularios, vírgenes de conchas, bailaoras y barcucas pesqueras. En las animaciones promocionales, la luz no tiene nada que ver con la astronomía. Creo que lo inaugurarán con toboganes. Ocupa el patio central de la ciudad y se cree con derecho a desarbolar la grúa de piedra como quien hace embestir un Maserati de juguete (con pijo de playmobil dentro) contra el Gran Vidrio de Marcel Duchamp. Es un emblema del totalitarismo liberal, la adaptación del doblepensar a la beatitud democrática. Comparte con la crisis que dice venir a solucionar la condición de inevitable; cayó del cielo como ella y eso le hace ser aplaudido por todos los gustos. La ciudad inodora de Kitschtown 4328N348W tiene que ser apellidada por sus coordenadas porque es una más entre las muchas de una franquicia de franquicias en proceso de conversión en macrocentro comercial con cientos de espacios vacíos que se venden o alquilan o permutan para que se instalen las cadenas todo-a-un-euro de lujo (si les parece un contrasentido, piensen en el poder hipnótico de los gatos chinos de plástico dorado), ya que los compradores de diamantes son más de viajar a Amsterdam o a Intenet. El espacio urbano, que antes se repartía por funciones y clases, se quiere ahora resolver en departamentos al servicio de los feudos residenciales. Todo cuanto huela a otra cosa que ambientador caro de aroma barato debe ser expulsado.

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Revista de sueños

No voy a descubrirles nada que no hayan soñado.

Portada Drosera nº 4

En el número 4 de la revista de comunicación onírica Drosera (aconsejable, sin embargo, por todo su contenido), me llama la atención el artículo de Kristoffer Flammarion (traducido por Vicente Gutiérrez Escudero del original publicado en Hydrolith: Surrealist Research & Investigations) titulado Sobre la estadística de algunos sueños antárticos que podría tener cierta relevancia en el avance superior de las investigaciones relacionadas con la estructura, significado y procesos ocultos de nuestras experiencias diarias y nocturnas.

Theodor W. Adorno escribió algunas frases inquietantes -intuyo que a modo de exorcismo- que luego los editores de su recopilación de sueños(1)Theodor W. Adorno, Sueños, Akal, Madrid, 2008. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz usaron como introducción a uno de los libros escritos por filósofos más divertidos que conozco. Creo que esta viene al caso:

Nuestros sueños no sólo están vinculados entre sí en cuanto “nuestros”, sino que forman también un continuo, pertenecen a un mundo unitario, lo mismo, por ejemplo, que todos los relatos de Kafka transcurren en “lo mismo”. Pero cuanto más estrechamente conectados entre sí están los sueños o se repiten, tanto más grande es el peligro de que ya no podamos distinguirlos de la realidad».

Aprovechando su estancia en la Antártida como miembro de una expedición científica, la forzada adaptación a una vida metódica, la noticia de un no-descubrimiento (un barco sueco tuvo un fugaz encuentro con un animal que dejó un rastro biológico desconcertante) y un redescubrimiento literario cuya lectura impuso a toda la base, K. Flammarion desarrolló un estudio estadístico sobre sus sueños y los de sus compañeros que le permitió contabilizar lugares y situaciones y, aunque en sus conclusiones apenas esboza una hipótesis, parece aproximarse con método y sin proponérselo (no hay ningún sesgo en su investigación) a la definición de una estructura material que encaja con la percepción de Adorno. Puede que sea prematuro decirlo, pero quizá estemos cerca de la máxima decadencia de las visiones metafísicas y/o idealistas de la interpretación de los sueños y, por ello, de la irrupción en la ruda realidad de la tramoya platónica: del fin del ocultamiento.

No es sorprendente que, en un mundo que pasó en menos de dos siglos del racionalismo al probabilismo atravesando el relativismo, la estadística se adueñe del más oculto reducto de la indefensión. Los sueños saltan así de la mitología filosófica a la ficción científica con la misma precisión con que los supervivientes de las expediciones a las mal llamadas montañas de la locura contaban los hechos que no comprendían. Nada se relata mejor que lo que no se entiende. No hay relación más precisa que la de un cuento de terror. En los sueños producidos por el descanso ordenado, según el estudio, los lugares soñados se fijan en pautas compartidas. Lo mismo ocurre con las situaciones tipificadas, aquellas que estudiosos como Fromm trataron de explicar como un lenguaje natural olvidado, con su sintaxis y toda la puesta en escena; ese lenguaje que, al volverse palabras, desapareció para dejar desnuda la carnalidad del verbo que antes cubría la cálida envoltura erótica de lo onírico.

Una de las implicaciones más conflictivas de este análisis es, sin duda, la constatación de que la disciplina ayuda a la comprensión de lo onírico, algo que choca frontalmente con la liberación que aporta abandonarse a la molicie hedonista. Creo que sería de interes general debatir si el desciframiento de los mecanismos colectivos de los sueños pondría en peligro el placer de la pereza y, por tanto, la libertad. Asunto que dejo en manos de los editores de Drosera. Seguro que no defraudan.

Notas

Notas
1 Theodor W. Adorno, Sueños, Akal, Madrid, 2008. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz

Entreactos impuros

Ocultación oficial, anunciada y pública: lo último en transparencia. Es una pena que el aguafiestas la haya parado.

Lujo extremo | RPLl

CONTRABANDO. Leo que la condecoración a Álvaro Uribe le será entregada por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) en la clandestinidad y se me pone cara de santanderino medio bajo la llovizna del entretiempo con que la primavera demora el verano. Me pregunto qué métodos seguirán para convocar a los elegidos al acto privado de introducción del ex mandatario en la nobleza local del verano universitario (¿nocturnidad?, ¿llegada por turnos y puertas de atrás de los próceres?, ¿variados disfraces?) y descubro que lo que me pregunto en realidad es para qué sirve la UIMP si no es para poner medallas a gente como Uribe (bueno, o igualarla a gente diferente que simplemente, académicamente, tolera) y pagar los aplausos de cierta casta. Qué poco se usa ya esa palabra tan nuestra, tan menendezpelayiana: “rencor negro y tenebroso contra la propia casta, como si pretendiéramos librarnos de grave peso, echando sobre las honradas frentes de nuestros mayores los vituperios que sólo nosotros merecemos”.

REDADA. Me informan desde el punto aleph de que una vez más la conjetura de la autorregulación tenaz se ha cumplido. Uribe (con una lista larga de procesos abiertos por presuntos delitos contra los derechos humanos) exhibe poder, rechaza el galardón, se muestra indignado con sus aduladores, capaces de celebrar en un agujero antes que enfrentarse a la opinión del populacho. Él, que se ha enfrentado a un acuerdo de paz, no acepta el juego cobardica de esos flojos de la UIMP, que se han amilanado enseguida ante una inesperada reacción de la sociedad. El personaje, desde luego, no defrauda. Pero sobre los contritos próceres universitarios y su intento de disimulo se multiplican las gruesas pinceladas del esperpento.

JERGA. Escribo esto entre la mojiganga ya realizada del Brexit (parafernalia liberal que supongo sin otros efectos reales que el ruido y la furia contra los inmigrantes y más mimos a Gran Bretaña) y el plato principal (o quizá la eyaculación prematura) de las elecciones generales, así que esta anacronía lo es de veras porque el lector canalla sabe lo que yo no sé y estos párrafos han viajado en el tiempo hacia el futuro con su equipaje de prejuicios y deseos que -traidoramente- se habrán cumplido o no y que, al revés que la nave del Doctor, son más grandes por fuera que por dentro. Por eso voy a fingir que no estoy hablando de las elecciones (hay muy poca distancia entre la ‘l’ y la ‘r’) y me voy a montar casi un minifix-up (todo está lleno de slans, señor Van Vogt) o un casi cut-up sólo para ver si se animan a vagar por algunas zonas raras de internet. Busquen, busquen.

JAB. Y dicen que la concesión de la chapa y la ocultación de la ceremonia no son cuestiones políticas. Están obsesionados con despolitizarlo todo. Como aquel general golpista que nunca se metía en política. ¿Se acuerdan?

INDÍGENAS. Aquí cito la Guía del Veraneante Galáctico: “Aunque puede parecernos que el medio ideal del santanderino medio [sic, por la doble doblez] es inestable y que adora la terminología lluviosa (escampar, arreciar, calar, asubiar…), se trata de todo lo contrario, de una prevención o impetración contra lo variable; es casi siempre fachada, cartel, bochorno, taimado pragmatismo. Estamos hablando de un municipio que llama a la gestión cultural, es decir, a la propaganda, ‘economía del ocio'”.

MUNDANAL. El tipo del coche chunk tunk chunk jersey azulina sobre camisa blanca que insulta sobrao con la música a tope a los peatones que no se dan prisa en el mundo-cebra los llama gilipollas; excepto si los ve morenos: entonces los llama panchitos, tiraflechas, monos… El racismo es una máquina estúpida llena de vocabulario.

DADOS. Una hipótesis absolutamente anticonspiranoica sobre las decisiones del poder nos llevaría a negar cualquier posibilidad de que la concesión al señor Uribe de la medalla de la cúspide de nuestro emporio promontorio cultural veraniego (propaganda, economía del ocio) sea otra cosa que obra del más puro azar. Compulsiones o pulsiones de la libido hexaédrica de los que pueden ordenar esas cosas provocaron una secuencia de actos y entreactos irremediables y don Álvaro se vio merecedor del sino del obsequio que ahora desprecia (no me echáis ni me ocultáis, dice con su aire atildado de intelectual paramilitar, me voy yo porque quiero). Raras y aún más dispersas fuerzas semejantes se aliaron como los cristales de un caleidoscopio para avergonzar a la Institución (así, en abstracto mayúsculo) y forzar la ceremonia del escondite. Ocultación oficial, anunciada y pública: lo último en transparencia. Es una pena que el aguafiestas la haya parado.

PLACER. Me encanta hacer turismo por territorios fronterizos. Hay que aprovecharlos mientras queden.

ORO. Sólo por esa aportación a la historia del doblepensar (ya saben: esa manera de detener la historia) podemos considerar que albergar a la UIMP aquí es un lujo extremo.

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Pícnic PGOU


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Artículo publicado en eldiario.esCantabria – Pícnic PGOU

anacronias-1

1. La novela ‘Pícnic junto al camino’, o ‘Pícnic extraterrestre’, de Arkadi y Borís Strugatski (publicada en 1971, Tarkovski hizo en 1979 una película que, en mi opinión, y pese a su excelencia, estropeó la historia con misticismo), cuenta las consecuencias de una acampada alienígena en nuestro planeta. Grandes zonas quedan contaminadas, llenas de radiación, materia alterada y basura de propiedades desconcertantes. Algunos de los objetos abandonados por los viajeros, que por lo demás han ignorado olímpicamente a la humanidad, son de gran valor para la ciencia, la industria y el mercado negro. Así que los stalkers, cazadores furtivos de deshechos maravillosos, se juegan la vida -y casi siempre la pierden o la arruinan- adentrándose en las zonas y compitiendo para hurtar algún hallazgo que los saque de la pobreza. La presa más codiciada, el producto comercial absoluto, es, por supuesto, un aparato que concede todos los deseos, y que tiene forma de bola de oro.

2. Gracias a las conferencias que está organizando la Plataforma Deba sobre el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de Santander, sabemos que las actuaciones urbanísticas municipales están imbricadas en una trama no celeste, sino prosaicamente azul gris, de ese color financiero del asfalto. Por ejemplo, sabemos que las viviendas sociales están siendo (mal) construidas para satisfacer de antemano el mínimo del 10% de las edificadas y así garantizar los planes de conversión de la ciudad en un disparate balneario, la distopía inevitable si siguen en el poder los interesados en la dislocación del territorio urbano en un espacio blindado para residentes ricos y una periferia donde dormir para los vecinos sirvientes. También nos dicen que la extensión del Parque Litoral (por cierto que la Senda Costera ya estaba ahí y nadie la vio, y ahora es la interrupción de una orgía de cemento) sirve para cubrir con su nombre no resuelto el 5% de espacio verde requerido por habitante (el PGOU está delirado para pasar de 175.000 a 270.000), oxígeno que no tiene por qué ser mejor repartido porque el que hizo la ley sabía cómo hacerla. Que el Centro Botín supone la privatización del único espacio público que los santanderinos consiguieron reservar de los ensanches del muelle. Que pretenden la demolición de 3.000 viviendas sin realojo para los vecinos. Que surgirán nuevos y más marcados guetos. Que después de toda la destrucción, inversión, liquidación de lo público, es muy probable que la burbuja esta vez no llegue ni a inflarse y venga un nuevo abandono de los que se apresurarán a exigir que todos paguemos sus barbaridades y salvemos sus beneficios.

3. Mientras los que disfrutaron del pícnic anterior (esos eventos siempre han sido fuentes de negocios) preparan el siguiente contemplando el panorama desde sus paraísos, los buscadores de esperanza tienen cada vez más difícil creerse el guiñol de la igualdad de oportunidades que les venden los predicadores del emprendimiento y empiezan a intuir que acabarán entre la gran mayoría que renuncia a los derechos laborales, compite para turnarse en la precariedad laboral, se vigila entre sí por las propinas, acepta horas no remuneradas y que le descuenten del sueldo las herramientas y las ropas de trabajo o se derrumba en las colas de las miniayudas sociales, unos con esa dignidad de los que después de tantas estafas no aceptan la culpa de sus derrotas y otros con el autoengaño de echársela a cosmonautas incontrolados o, más patético todavía, a los inmigrantes y marginados, porque la miseria vuelve a mucha gente miserable. Parece que la defensa de un urbanismo civilizado (una civilización es una cultura de/con ciudades, pero el pleonasmo tiene excusa), unida a los movimientos contra desahucios y expropiaciones frente a la falacia de la gentrificación (‘gentry’: ‘hidalguía’, como si no supiéramos de esos cuentos por estos pagos), puede ser el factor antiletárgico que necesita esta abochornada ciudad. Ya superan la decena las asociaciones coordinadas para denunciar el PGOU. Cuando los stalkers se convenzan de que la zona tiene que ser de todos por imperativo no hipotético, sino categórico, habrá que empezar a retirar la basura, reciclar la chatarra, construir sin ladrillazos una ciudad integradora y dejarse de mitos de libre mercado. Porque no es solución matarse por los espejuelos digitales que tiran los excursionistas.

Tertulia con oropéndola

Un día, avanzada la primavera, llegó S. empeñado en que había visto una oropéndola (Oriolus oriolus), ese ave de plumas doradas que no debe de ser un pájaro cualquiera. Se la había topado al abrir la ventana, hacia el mediodía, en una rama del árbol de enfrente de su casa.
-Improbable -dijo el que sabía de pájaros.
Según la wikipedia, su plumaje dorado hace frecuente que se la confunda con destellos solares. Destellos solares anidados: un concepto literariamente efectista, pero que no lleva a ninguna parte y deja a un personaje sumido en la duda. La oropéndola es inteligente, escurridiza, inquieta, lo mismo vuela alto que salta de rama en rama. No debe de haber ave más imprevisible.
-Hay miles con esa conducta -incordia el ornitólogo.
Después de desconcertar a S., la oropéndola desdeñó el árbol que estaba investigando al decimoséptimo cambio de quima, sobrevoló la carretera donde las ondas del asfalto parecían florear una roulade inconclusa, luego un prado con unas cuantas rotopacas de yerba ensiladas en polietileno negro (con tratamiento antirroedores), otro con una decena de bañeras convertidas en abrevaderos (la frustración de una urbanización cercana provocó un excedente), pero donde hace mucho que no hay vacas, y luego una explanada con media docena de infraviviendas alineadas en un orden riguroso, formando una calle que acaba en una farola (un poste con bombilla enrejada y electricidad robada) a la que alguien ha abrazado un espantapájaros que mezcla madera, poliexpán, tela, zunchos blancos y, para formar el pelo, bridas ratten multicolores. Al ave nada de eso le produjo el menor desconcierto.
-A la oropéndola no le afectan los espantajos. Es casi omnívora. Puede pasar de los sembrados si hay insectos.
Espantajo, espantapájaros, asustacuervos, simplemente espanto. De los nombres del muñeco patético salen todos los sinónimos de una solitaria silueta en medio de un campo. Paisaje que ahuyenta figuras. El espantapájaros es el amo del prado, pero nunca obtiene beneficios. El pájaro se permitió despreciarlo con un par de círculos burlones. Luego cobró altura hasta divisar a un lado la mar y al otro una columna de humo de neumáticos quemados. Un humo tan negro que parecía sólido.
S. insistía. Había visto lo que había visto.
-¿Hiciste fotos?
-No. Fue por sorpresa.
-Entonces, olvídalo. Los observadores de pájaros son como los pescadores: nadie cree en las descripciones de los peces que consiguen soltarse del sedal o les roban los tiburones.
Alguien preguntó si el mejor punto de avistamiento de oropéndolas no será un punto extremo real o imaginario, algo como el abismo Challenger o el momento en que corremos sin avanzar un instante antes de despertarnos sedientos.
-Esta tertulia degenera -dice el jugador de No-A recién llegado del festival de blues de Chiba.
En un súbito efecto especial, un ave paseriforme de unos 25 cm, propia de las regiones templadas del hemisferio norte, de cuerpo amarillo dorado y alas y cola negras, se coló aleve por la puerta, esquivó el ventilador tipo Corazón de las Tinieblas y fue a posarse sobre el hombro izquierdo de S., quien, lejos de mostrarse ufano, hizo como que no asistía a ningún prodigio.

En la prensa

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Empiezo una colaboración quincenal en la edición de Cantabria de eldiario.es.
Las personas interesadas sírvanse seguir este enlace:

Anacronías

Anfitrión prisionero

HOY
Los días empiezan a hacerse más cálidos. Un ligero efecto foehn vacía de razones la ladera desde la costa hasta el barrio. En el café-bar de la esquina, el vecino Anfitrión García (su nombre facilita las cosas), pide un café con hielo y dice: “Han llamado los madrileños”. Es el aviso del comienzo del ciclo. “Ahora, la bronca”, añade tras una pausa irreflexiva.

El hombre que se llama como el bar de toda la vida se ve obligado a preguntarle por qué al cliente de toda la vida. “Los críos no quieren irse”. Los llama críos, pero ya están crecidos. Habrá discusión familiar, lo habitual en los últimos años. “Pero que se aguanten; igual con el tiempo les toca a ellos”.

Vendrá el cuñado de la furgoneta, cargarán con todo lo que necesiten y con todo lo innecesario que pueda molestar a los veraneantes, y se irán a la casa de los suegros, que hace tiempo cambiaron la vivienda del pueblo, muy pequeña, pero en un entorno no blindado, por un adosado sólo un poco más grande en el extrarradio, cerca de una zona intermareal biológicamente rica, casi inaccesible y sin interés playero.

“Los chavales y mi mujer se aburren. No sé de qué se quejan, si me paso el verano haciendo de taxista. Y no hay ni una mala tasca en cinco kilómetros. Hay que tirar de coche para todo”. Seguirá pasándose por allí casi todas las tardes, en los huecos que le deje la servidumbre del nudo estacional que le hace sentirse antiguo y viene a añadir un lastre al paso del tiempo por si el calor asurado fuera poco peso.

Y alguna vez aparecerá con el inquilino, aunque éste es más de zona cara (se lo puede permitir, con lo que se ahorra de hotel) y tiene ya sus tertulianos, algunos de los cuales proceden, como sus veranos en la ciudad, de hace tres generaciones, y vienen también de regiones interiores. “Somos salida al mar, qué vamos a hacerle. Pero sólo para los baños, por lo visto. Bueno, han dicho de buscarle un trabajo al mayor, pero la cosa tampoco está fácil allí…”.

Al dueño del bar, que lleva algún tiempo siendo parte de la ceremonia, le da entre pena y miedo esa santa unión de las dos estirpes, sobre todo desde que oyó una vez a Anfitrión, al recibir el aviso, pensar en voz alta: “¿Hasta cuándo se deben mantener esos acuerdos?”. Y no dijo más, pero después de la interrogación quedó el eco de una irreverencia. ¿Lazos sagrados?, ¿compromisos asentados?, ¿contratos que no pueden romperse porque no son de papel y fueron subproductos de una derrota irreversible?

Ahora, mientras el cliente se entristece mirando cómo se deshace el hielo, el del bar murmura que igual por eso somos tan como somos, y enseguida se siente obligado a cambiar de tema, pero tampoco acierta: “¿Qué tal en la fábrica?”, pregunta. “Se avecina otro ERE”, responde García. “Otro motivo para seguir alquilando el piso”.

AYER
Cuando el padre de Anfitrión no tenía teléfono, los madrileños llamaban al bar, entonces en manos de un ex legionario devoto de la Virgen del Pilar, dejaban recado y luego confirmaban las fechas desde el mismo aparato tragaperras colgado en la pared al final de la barra, entre una fotografía que mostraba a un grupo de gente muy seria a los pies del monumento a Pereda y una postal del Valle de los Caídos. Pronto, los madrileños aceptaron una subida a cambio de instalar teléfono en el piso, y ayudaron a comprar el televisor alemán federal en blanco y negro, porque ya no podía ser un veraneo sin tele. Los programas dominantes eran de promoción mediterránea. Pero no había competencia. La gente que venía aquí era distinta, tanto la rica como la que empezaba a creerse clase media. Con el tiempo, venir a Santander de veraneo (lo de turismo era más cosa del sur) se convertiría para muchos en una actitud casi militante. Quizá se veían destinados a ahondar el cortafuegos del Norte, como continuadores de una cruzada en una retaguardia tranquila.

Las dos familias apenas tenían relación. Sin embargo, compartieron un par de momentos de obligada comparecencia. En julio de 1964 (XXV Año Triunfal) asistieron a la erección de la estatua ecuestre de Franco en la plaza del Ayuntamiento. En 1968, visitaron los acorazados de la Semana Naval. Ambas contaban ya con abuelos, hijos y nietos, y se hicieron fotos cuadradas con una instamatic traída de la capital (1.490 pesetas con estuche), como mandaban las convenciones desarrollistas aunque no hubiera cámaras ni Seat 600 para todos.

Tener veraneantes era una suerte. Y no sólo por los ingresos extra. Daba prestigio y envidia, valores ambos positivados en la mezquindad oficial, etimológicamente pura, del régimen, y proporcionaba favores. El hijo del primer inquilino, su sucesor, ocupaba una jefatura en el Ministerio de Industria. El padre de Anfitrión estaba flamante con el mono de trabajo de la fábrica de cables.

El viejo primer anfitrión rozaba la senilidad cuando alguien mencionaba la República.

ANTEAYER
El barrio fue construido después del incendio del 41. Los abuelos García habían perdido su hogar y tuvieron algún problema para la adjudicación de la vivienda de la Obra Sindical porque él había estado en el frente incorrecto. Los informes eran favorables, la catástrofe le garantizaba el trabajo y hacía chapuzas gratis para quien hiciera falta, pero en algún rincón quedaban dudas que disipar.

El fundador de la dinastía de veraneantes, sargento en el Cerro de los Ángeles, había encajado un tiro de un garibaldino, lo cual le había proporcionado un ascenso rápido y un buen puesto. Era teniente de oficinas cuando lo enviaron para comprobar las actas de la reconstrucción. Su labor principal consistía en ignorar retranqueos. Alguien los presentaría.

Era un mundo hambriento en todos los sentidos. Las colas de racionamiento eran largas y lentas y las autoridades se exasperaban por la situación de los frentes en Europa. Los periódicos todavía alababan los motores DEMAG y en los tranvías, que circulaban entre ruinas, solares y casetas, quedaban absurdos carteles de matarratas Biberkopf, desconocido en las droguerías.

En este escenario a medias onírico y expresionista, de caras pálidas y carne prohibida, el escribano de uniforme resolvió algún papeleo e ingresó en la tradición mesocrática (la aristocrática y la burguesa le quedaban muy lejos) de los veraneantes de la ciudad, envidiados en la Corte desde 1847. Acababa de casarse. Se alojaba en el cuartel del Alta. Su esposa languidecía en Madrid, aunque destacaba en las labores de la Sección Femenina para olvidar que había estudiado en una escuela laica. Por suerte, el piso no estaba en uno de los barrios que habían expulsado a las afueras. El cerro lo abrigaba del viento del norte y quedaba a dos pasos del centro.

“Tengo una idea que nos conviene a los dos; seguro que llegamos a un acuerdo”. Por aquel entonces, las cosas eran muy simples.

Quedaba bien en la vecindad, con su esposa del brazo, aquel joven de uniforme que iba ganando estrellas. A veces los recogía un vehículo de gobernación para llevarlos a la playa. Cogían color, pagaban sin demoras, cumplían todos los estereotipos de belleza del régimen y hablaban mucho de destino, justicia y patria.

Y, total, un mes de hacinamiento en casa ajena no era para tanto.

Artículo publicado en eldiario.esCantabria.
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