Anfitrión prisionero

Artículo publicado en eldiario.esCantabria.

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Noray

HOY
Los días empiezan a hacerse más cálidos. Un ligero efecto foehn vacía de razones la ladera desde la costa hasta el barrio. En el café-bar de la esquina, el vecino Anfitrión García (su nombre facilita las cosas), pide un café con hielo y dice: “Han llamado los madrileños”. Es el aviso del comienzo del ciclo. “Ahora, la bronca”, añade tras una pausa irreflexiva.

El hombre que se llama como el bar de toda la vida se ve obligado a preguntarle por qué al cliente de toda la vida. “Los críos no quieren irse”. Los llama críos, pero ya están crecidos. Habrá discusión familiar, lo habitual en los últimos años. “Pero que se aguanten; igual con el tiempo les toca a ellos”.

Vendrá el cuñado de la furgoneta, cargarán con todo lo que necesiten y con todo lo innecesario que pueda molestar a los veraneantes, y se irán a la casa de los suegros, que hace tiempo cambiaron la vivienda del pueblo, muy pequeña, pero en un entorno no blindado, por un adosado sólo un poco más grande en el extrarradio, cerca de una zona intermareal biológicamente rica, casi inaccesible y sin interés playero.

“Los chavales y mi mujer se aburren. No sé de qué se quejan, si me paso el verano haciendo de taxista. Y no hay ni una mala tasca en cinco kilómetros. Hay que tirar de coche para todo”. Seguirá pasándose por allí casi todas las tardes, en los huecos que le deje la servidumbre del nudo estacional que le hace sentirse antiguo y viene a añadir un lastre al paso del tiempo por si el calor asurado fuera poco peso.

Y alguna vez aparecerá con el inquilino, aunque éste es más de zona cara (se lo puede permitir, con lo que se ahorra de hotel) y tiene ya sus tertulianos, algunos de los cuales proceden, como sus veranos en la ciudad, de hace tres generaciones, y vienen también de regiones interiores. “Somos salida al mar, qué vamos a hacerle. Pero sólo para los baños, por lo visto. Bueno, han dicho de buscarle un trabajo al mayor, pero la cosa tampoco está fácil allí…”.

Al dueño del bar, que lleva algún tiempo siendo parte de la ceremonia, le da entre pena y miedo esa santa unión de las dos estirpes, sobre todo desde que oyó una vez a Anfitrión, al recibir el aviso, pensar en voz alta: “¿Hasta cuándo se deben mantener esos acuerdos?”. Y no dijo más, pero después de la interrogación quedó el eco de una irreverencia. ¿Lazos sagrados?, ¿compromisos asentados?, ¿contratos que no pueden romperse porque no son de papel y fueron subproductos de una derrota irreversible?

Ahora, mientras el cliente se entristece mirando cómo se deshace el hielo, el del bar murmura que igual por eso somos tan como somos, y enseguida se siente obligado a cambiar de tema, pero tampoco acierta: “¿Qué tal en la fábrica?”, pregunta. “Se avecina otro ERE”, responde García. “Otro motivo para seguir alquilando el piso”.

AYER
Cuando el padre de Anfitrión no tenía teléfono, los madrileños llamaban al bar, entonces en manos de un ex legionario devoto de la Virgen del Pilar, dejaban recado y luego confirmaban las fechas desde el mismo aparato tragaperras colgado en la pared al final de la barra, entre una fotografía que mostraba a un grupo de gente muy seria a los pies del monumento a Pereda y una postal del Valle de los Caídos. Pronto, los madrileños aceptaron una subida a cambio de instalar teléfono en el piso, y ayudaron a comprar el televisor alemán federal en blanco y negro, porque ya no podía ser un veraneo sin tele. Los programas dominantes eran de promoción mediterránea. Pero no había competencia. La gente que venía aquí era distinta, tanto la rica como la que empezaba a creerse clase media. Con el tiempo, venir a Santander de veraneo (lo de turismo era más cosa del sur) se convertiría para muchos en una actitud casi militante. Quizá se veían destinados a ahondar el cortafuegos del Norte, como continuadores de una cruzada en una retaguardia tranquila.

Las dos familias apenas tenían relación. Sin embargo, compartieron un par de momentos de obligada comparecencia. En julio de 1964 (XXV Año Triunfal) asistieron a la erección de la estatua ecuestre de Franco en la plaza del Ayuntamiento. En 1968, visitaron los acorazados de la Semana Naval. Ambas contaban ya con abuelos, hijos y nietos, y se hicieron fotos cuadradas con una instamatic traída de la capital (1.490 pesetas con estuche), como mandaban las convenciones desarrollistas aunque no hubiera cámaras ni Seat 600 para todos.

Tener veraneantes era una suerte. Y no sólo por los ingresos extra. Daba prestigio y envidia, valores ambos positivados en la mezquindad oficial, etimológicamente pura, del régimen, y proporcionaba favores. El hijo del primer inquilino, su sucesor, ocupaba una jefatura en el Ministerio de Industria. El padre de Anfitrión estaba flamante con el mono de trabajo de la fábrica de cables.

El viejo primer anfitrión rozaba la senilidad cuando alguien mencionaba la República.

ANTEAYER
El barrio fue construido después del incendio del 41. Los abuelos García habían perdido su hogar y tuvieron algún problema para la adjudicación de la vivienda de la Obra Sindical porque él había estado en el frente incorrecto. Los informes eran favorables, la catástrofe le garantizaba el trabajo y hacía chapuzas gratis para quien hiciera falta, pero en algún rincón quedaban dudas que disipar.

El fundador de la dinastía de veraneantes, sargento en el Cerro de los Ángeles, había encajado un tiro de un garibaldino, lo cual le había proporcionado un ascenso rápido y un buen puesto. Era teniente de oficinas cuando lo enviaron para comprobar las actas de la reconstrucción. Su labor principal consistía en ignorar retranqueos. Alguien los presentaría.

Era un mundo hambriento en todos los sentidos. Las colas de racionamiento eran largas y lentas y las autoridades se exasperaban por la situación de los frentes en Europa. Los periódicos todavía alababan los motores DEMAG y en los tranvías, que circulaban entre ruinas, solares y casetas, quedaban absurdos carteles de matarratas Biberkopf, desconocido en las droguerías.

En este escenario a medias onírico y expresionista, de caras pálidas y carne prohibida, el escribano de uniforme resolvió algún papeleo e ingresó en la tradición mesocrática (la aristocrática y la burguesa le quedaban muy lejos) de los veraneantes de la ciudad, envidiados en la Corte desde 1847. Acababa de casarse. Se alojaba en el cuartel del Alta. Su esposa languidecía en Madrid, aunque destacaba en las labores de la Sección Femenina para olvidar que había estudiado en una escuela laica. Por suerte, el piso no estaba en uno de los barrios que habían expulsado a las afueras. El cerro lo abrigaba del viento del norte y quedaba a dos pasos del centro.

“Tengo una idea que nos conviene a los dos; seguro que llegamos a un acuerdo”. Por aquel entonces, las cosas eran muy simples.

Quedaba bien en la vecindad, con su esposa del brazo, aquel joven de uniforme que iba ganando estrellas. A veces los recogía un vehículo de gobernación para llevarlos a la playa. Cogían color, pagaban sin demoras, cumplían todos los estereotipos de belleza del régimen y hablaban mucho de destino, justicia y patria.

Y, total, un mes de hacinamiento en casa ajena no era para tanto.

Años de hipódromo

La Primera Guerra mundial convirtió la neutral Santander en refugio veraniego de aristócratas y burgueses. No corrían en sus países peligros mucho mayores que el aburrimiento, pero las retaguardias siempre son incómodas. Aquí había baños de ola, casetas rayadas fijas y rodantes, buenas pesca y caza, casino, timbas, casas de citas con entradas por detrás y por delante según el viento que soplara… Además, desde septiembre de 1917, gozaron de la hípica en el hipódromo de Bellavista.

Durante los desayunos, los ilustres residentes veían en los mapas de los periódicos la trincheras cada vez más quietas. La propaganda destinada a la plebe hablaba de victorias inminentes, pero aquello iba para largo y ellos lo sabían. Cada grado en la escala social supone un nivel más alto de acceso a la información. Había que matar el tiempo sin descuidar los negocios. Dilataban los baños sujetos a maromas atendidos por bañeros y buscaban emoción apostando sobre la velocidad de los caballos. Y, de paso, se relacionaban, despachaban, abrían mercados. Austrohúngaros (¡viva Berlanga!), británicos, prusianos y franceses se miraban de reojo, pero sin negarse del todo el saludo porque tampoco era cuestión de dejar que las disputas por el orden mundial se entrometieran en los cánones de la elegancia financiera.

El hipódromo estaba en Cueto, pedanía que dejó de serlo hace poco y que siempre ha visto imponer nombres aparentes en las parcelas que interesaba sacar de la ruralidad. Regentaba la sociedad propietaria Monsieur Marquet, experto belga en negocios homologados por la unión europea del ocio. Los reyes de España de entonces, ella inglesa y él matador de pichones, obraban de anfitriones de rima fácil durante sus estancias, alternadas con las de San Sebastián, la eterna rival: el regalo del palacio de La Magdalena en 1913 no había sido suficiente para conseguir el monopolio.

Hay muchas fotos de la época. Los príncipes en canotier departen con militares apoyados en la baranda de la tribuna real. Sus majestades pasean. El rey fuma. La reina conduce un alazán por la brida. Al rey le da fuego un lord para indignación mal disimulada de los germanófilos. La reina se acomoda detrás de unos prismáticos. Largas panomáricas muestran grupos dispersos de apostadores, jockeys, carruajes, mozos de cuadra. Todos los empleados eran de confianza, pero es muy difícil reconocer a alguien que no sea figura grave y levitante en el espacio intemporal del hipódromo o por lo menos un secundario de lujo: amas de llaves, señoritas de compañía, esforzados secretarios, quizá un mayordomo torpe que no acertó a hacerse invisible. Son gentes de telón de fondo de paréntesis histórico.

Los idiomas marcan la frontera de los estamentos tanto como la apariencia. Predomina el francés, aunque Verdún queda lejos. Bellavista, trasposición del abundante Bellevue, enlaza con imaginarios situados en limbos semejantes al Davos de Mann, pero tardíos, sin lugar para las reflexiones. Los prados son césped y se llaman Pelouse; el galpón de la báscula se llama Pesage. Todo el tiempo es preterición, limonada, helados (ya traerá la noche las ostras y el champán) y, a veces, algo de estudiada beneficencia.

Esta guerra, repetían los calmos lectores de periódicos, acabará con todas la guerras. A alguno le daría la risa. Los refugiados selectos se complacían con los esclavos equinos y sus pequeños jinetes mientras en Europa eran desplazadas ocho millones de personas y veinte millones eran masacradas. Luego vendrían guerras peores, y en todas se proclamó que sería la última. Habían asesinado a Jean Jaurés por oponerse a la barbarie. El asesino salió impune. Aquí se habían adelantado fusilando a Ferrer i Guardia para mejor hacer una larga guerra en África, pero España se vendía como neutral.

La ciudad que hoy sigue impetrando “economía del ocio” alcanzó entonces un característico éxito inestable gracias a la oferta de estas costas y la demanda de los pudientes, pero la autocomplacencia, entonces como hoy, hacía parecer que el único desequilibrio era culpa de las intermitencias del aburrimiento. Las pescaderas que luego, brevemente, serían republicanas hacían gracias a Sus Majestades. Muchos pobres se creían ricos, incluso cuando lo que se les ofrecía no se parecía en nada a los artículos de lujo de sus empleadores. La mímesis de las cosas caídas al raque del servilismo siempre será mejor que acabar embarrado en el Chemin des Dames. Es lo que hay: viva la neutralidad; pasen y compren; abastecemos submarinos de todos los bandos.

El hipódromo permaneció activo hasta finales de agosto de 1921, dos años después del armisticio, cuando Europa ya gozaba de la normalidad que la empujaría a la segunda guerra mundial después del ensayo español. Los periódicos lamentaron el cierre. Hablaban de oportunidad perdida, como si hubieran visto en aquel episodio la consagración del proceso comenzado en 1847 con un anuncio en la prensa madrileña que buscaba trascender la harinocracia aprovechando el descubrimiento del lujo litoral.

Parece que desde entonces quedó en los estamentos dominantes de la ciudad y en los estereotipos populares la sensación de que tenían un paraíso perdido que recuperar. Imaginaban el mundo ideal como un inmenso hipódromo, pero los caballos fueron perdiendo fuelle. Ahora tratan de convencer a ciertas clases de que paguen por sentirse aristócratas y cultas en un entorno de infografías pintadas de azul sucio. Un videojuego aburrido lleno de remiendos proagandísticos, senderos de costa destrozados y reflejos de cerámica viscosa. Pretextos para expulsar a los pobres, especular, poner dinero fácil en movimiento desde el patrimonio público al privado. Los que mandan en el hoy de Santander, con el apoyo de una gran mayoría de su población y del gobierno regional, están aprovechando la ofensiva de los ricos contra los pobres que llaman crisis para vender la ciudad con el envoltorio de un oasis blindado contra la intraquilidad del mundo.

El miedo de un agente cultural

El agente cultural número 193bis respondió tarde a la Encuesta del Plan Director de la Economía del Ocio y, aunque le permitieron contarse entre los privilegiados que merecían servir de coartada al Gran Proyecto, no consiguió un número propio y apenas figura en algunos registros de uso restringido. Eso le ha causado problemas de identidad, un cierto desprecio de los gestores fácticos y nominales y la displicencia en el trato de muchos de sus colegas, la mayoría de los cuales tiene además intereses directos ya consolidados mientras él pertenece a la minoría que, simplemente, aspira a tenerlos. Pero hoy esas aspiraciones han sufrido un desaliento. 193bis acaba de salir de una reunión y sabe que ha vuelto a meter la pata. La culpa es a la vez de Cornelius Castoriadis y Kurt Vonnegut. No debió mezclar lecturas. Esa alternancia, unida a un recuerdo de Alfred Hitchcock, se ha inmiscuido en sus ideas mientras participaba en un evento propagandístico. A veces, esos eventos se relajan y la mente vuela libre, ajena a la presencia de un avión que busca un blanco en el desierto. Nada de eso parecía venir a cuento, pero alguien ha mencionado al MUPAC y, sin meditarlo, 193bis ha dicho:

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Surgencias

Creo que hay un montón de artículos que comienzan así: “En uno de los relatos más celebrados de Borges…”. Es casi un género. Y es casi un subgénero que el relato citado sea Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde, sin traumas aparentes, un artículo imposible del tomo XLVI de la Enciclopedia Angloamericana (copia barata de la Británica) se desliza en la realidad para trasformarla. Comparten la responsabilidad Adolfo Bioy Casares (feliz culpable habitual en la vida de Borges), los espejos, la noche y una quinta alquilada con biblioteca. A partir de ahí se incorporan a la geografía, con el mismo derecho y efectos que los territorios ya conocidos, primero un país inexistente y sus regiones, y luego todo un planeta, sus sabios ortodoxos y heterodoxos, su filosofía, sus misterios y su cultura clásica, que sólo comprende la psicología, lo cual explica de paso las consecuencias de la intromisión de un mundo que no existe en el que, digámoslo así, existe.

Lo que me hace traer aquí este juego literario no es precisamente ese trasvase de la nada a la idea y de ésta a la realidad, sino una tosca aproximación al mecanismo sutil propuesto para hablar del surgimiento de vestigios de un pasado que el mundo expulsó por la fuerza de las armas. Tal vez a Borges no le haría ninguna gracia el uso de su ficción como punto de partida. Pero Borges ya no es de Borges. No importa que lo que a continuación cuento tenga más que ver con el esqueleto armado que descubrieron en Macondo al buscar oro arrastrando imanes o incluso con aquel tren fúnebre que tampoco existió. Otros vestigios secundarios que no llegan ni a pequeñas leyendas llenas de nostalgia y frustación se hacen también atractivos por su persistencia pese a las negaciones, las mixtificaciones y las obliteraciones del bando victorioso después de un golpe de estado que provocó una guerra, cuatro décadas de dictadura y no sé cuántas de alta densidad de microfascismos. Quizá eso sea más prosaico que el idealismo burlón del fervoroso bonaerense, pero en la literatura (y también en la historia) todo son recursos.

La presencia inquietante, no sé si surgida de la narración de un heterodoxo, aparece aquí también en una enciclopedia, pero lo hace con la ligereza de una cifra apuntada a lápiz en el margen de una página quizá elegida al azar por un administrador. Esta vez se trata de la Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana editada por Espasa, a la que muchos tuvieron en tiempos por un templo de papel.

Cuentan que los 82 tomos de la edición vigente en su época fueron adquiridos por el Ateneo Popular de Santander (1925-1937)(1)A propósito de la principal entidad socializadora de la cultura que ha habido en Cantabria, es imprescindible este libro., con la correspondiente suscripción a los suplementos y apéndices venideros. Por cierto que la evolución y crecimiento de la Espasa merecería una ficción de senderos que se bifurcan para ella sola.

Desmantelado el Ateneo Popular por el franquismo, la enciclopedia desapareció. Algunos dicen que los libros fueron echados a la pira; pero otros sostienen que fueron, simplemente, robados: muchos franquistas eran más aprovechados que inquisidores. Pasaron los años, vino la Transición y, por supuesto, nadie con poder entendió que hubiera nada que reparar. Pero siempre quedan pequeñas emergencias de la memoria.

Un día, una Reconocida Institución Cultural santanderina con cierta tendencia a la suplantación, estando en posesión de una enciclopedia Espasa de la que sus gestores no habían hecho caso durante años, solicitaron a la editorial los suplementos que faltaban. Los suscriptores obtenían un precio más barato que los que compraban los anexos como nuevos clientes. La Reconocida Institución se consideraba suscriptora, pero no poseía documentación que lo acreditase ni figuraba en los registros de clientes. Espasa, sin embargo, tenía una solución: bastaba un código escrito a lápiz en una de las páginas para comprobar la identidad del adquiriente(2)No he conseguido verificar si el método (que un bibliotecario local me ha señalado como curiosamente teutónico) es el habitual. Invito a los … Continue reading. El código resultó ser el del Ateneo Popular.

Esta historia no tiene consecuencias inmediatas perceptibles, como tampoco el descubrimiento de Borges y Bioy de un volumen con un índice anómalo y cuatro páginas de más puede aportar materialidad en un universo construido desde la cita de un heresiarca de Uqbar que consideraba el todo un sofisma. Las tendencias más asentadas de la ciencia ficción postulan que, si se viaja al pasado y se alteran los hechos, sólo el viajero sufre el drama: el presente se adapta sin que los coetáneos tengan conciencia de las consecuencias de los cambios. De hecho, no existen las consecuencias: la historia fue de otra manera, eso es todo. Claro que también está un ruso llamado Ígor Nóvikov, que propone otras derivas. Según él, aunque pudiéramos viajar al pasado y consiguiéramos modificarlo, el presente sería el mismo. No es que los hechos sean inalterables, pero su trayectoria por el tiempo es como la de un proyectil muy pesado lanzado por el espacio a gran velocidad: sólo una catástrofe podría desviarlo. Menos mal que el relato de Borges parte de aceptar la premisa (no se asusten: sólo es un juego) de que las ideas crean la realidad.

Si está usted sentado cerca de una gran enciclopedia en una Institución Cultural Local de Rancio Espectro, piense que en una de esas miles de páginas puede haber un código de falsa quietud que arrastra consigo la historia con una tenacidad insólita.

Notas

Notas
1 A propósito de la principal entidad socializadora de la cultura que ha habido en Cantabria, es imprescindible este libro.
2 No he conseguido verificar si el método (que un bibliotecario local me ha señalado como curiosamente teutónico) es el habitual. Invito a los lectores ociosos a investigar por su cuenta.

El músico que vino de Colorado Springs

Para Mario Corral, que suele hablar de mi abuelo.

Cuentan que el trompetista que vino de Colorado Springs no subió a la furgoneta que se accidentó cerca de Mazcuerras, quizá en los años cincuenta, porque el público se había enamorado de él durante la verbena que la orquesta acababa de animar. Por eso fue Manuel Corral el único superviviente. Falleció de viejo, cuando ya sólo podía tocar teclados. Como buen jazzman, todo en él es leyenda.
Su madre pudo haber sido víctima del naufragio del Titanic, ocupante abnegada de las anegadas clases inferiores, si hubiera podido embarcarse en Southampton en lugar de hacerlo en algún puerto de Levante. Su marido ya la daba por perdida mientras la esperaba en una ciudad que en los miradores de internet se extiende por la llanura entre cerros indios y bases militares. Está lejos de los santuarios de la música clásica del siglo XX (Charlie Parker se escribía con Stravinsky), lejos de los algodonales y del Chicago de los afroamericanos que se fueron a probar fortuna en los mataderos o del Detroit de la expansión automovilística. No es fácil saber qué hacían en Colorado. Las grandes extensiones surcadas por convoyes de contrabando de alcohol no parecen proponer gran cosa a los emigrantes. O quizá era eso: la aventura laboral, con sus crepúsculos, lo que acertadamente se llama “buscarse la vida”. Ni siquiera sabemos si el músico había nacido cuando se reunió la pareja en aquella ciudad de inexplicada elección.
El caso es que nació o llegó allí muy niño. Empezaba a esbozarse lo que sería la Edad del Jazz: Manuel creció en medio de la efervescencia; el ragtime empezaba a pulsar los compases con otros acentos y sus partituras empezaban a ser olvidadas para que los improvisadores recogieran el sedimento de los estándares; la vertiente religiosa de los cánticos, los espirituales, y la profana, los blues nacidos del griterío callejero y del trabajo,  empezaban a revolverse desde el delta al norte. Ya habían grabado los primeros discos las orquestas blancas del dixieland, pero Manuel Corral, años después, cuando trabajaba en los trolebuses de Santander, contaba que tocaba con negros, que iban en camiones de pueblo en pueblo, atravesando los campos de parcelas de Dios, que decía Caldwell, y que hurtaban sandías. Pónganle música a eso: con un banjo, una armónica, una tabla de lavar, una guitarra de cuerdas roncas, una corneta comprada a un desertor… Las blue notes en aquellos tiempos eran veneno. A muchos les bastaba un instante, la vuelta de una esquina en la calleja apropiada, para intoxicarse. Los estudiosos de la mente lo atribuyen al efecto de la síncopa sobre ciertos caracteres impuros, a la lascivia del mestizaje expresada sin tapujos por el aliento de los metales. No hay nada más creativo que las contradicciones: hoy es lo habitual, pero un trompetista blanco era entonces una rareza frecuente. Lo sabían bien tipos como Chet Baker y Boris Vian, autor éste de la más salvaje novela antirracista además de trompetista de corazón condenado.
De muy joven, Manuel ganó una trompeta chapada en oro en un concurso. Puede que la Gran Depresión o las leyes estadounidenses sobre las penumbras de los bares obligaran a la familia a volver a España. Huyeron de las uvas de la ira y vinieron a caer en la guerra civil. Contaba Francis Picabia que Arthur Cravan se había disfrazado con uniformes de todos los bandos para escapar de la guerra, que así había sorteado todos los frentes. Manuel Corral borraba las líneas militares para cambiar de orquesta. Quizá esa fortuna en la contienda era consecuencia de un pacto con el diablo, como los que firmaban los mitos del blues, cuyas tumbas nunca aparecen y cuyas almas quedaron presas en las encrucijadas: los viajeros llevaban cruces de clavos en las suelas para santificar sus huellas y espantar a esos fantasmas, pero no podían silenciarlos. Sin embargo, aquí, lo lograba a veces la posguerra de la cruzada. La Semana Santa era un infierno: estaba prohibida la música. Para colmo, los padres de Manuel regentaban un baile. Debió de ser en la primera Cuaresma de la paz decretada cuando lo acusaron de ocultar armas y lo detuvieron. Alguien así, tan extraño en armónicos como extranjero de acento, tenía que resultar sospechoso. Sólo los registros lo exculparon.
Condujo vehículos pesados y rechazó un buen empleo en un banco. Lo mismo tocaba en las galas del Café Cántabro que en las fiestas de los pueblos. Lo llamaban el Americano. Aunque tenía un aire a Clark Gable, nunca miraba al espectador en las fotos. Quizá viraba a bop los obligatorios pasodobles e inoculaba ritmos lúbricos en las almas contrarreformadas de los romeros. Década tras década, aprendió a rehuir las furgonetas fatales, a “ser buen músico para tocar lo que quisiera”, como dicen que decía los que alguna vez lo oyeron convertir una montañesa en estándar.
Cuentan que en las romerías se paraba el baile para oír sus solos. Lo quiero imaginar tocando What a wonderful world en un templete una noche de verano y a todas las parejas mirando el vuelo de los acordes inauditos por encima de las brañas.
Señoras y señores, con ustedes Manuel Corral, el jazzman que vino de Colorado Springs para improvisar su vida. Su historia se escapa por los huecos entre las palabras y es diferente cada vez que se relata porque está hecha con la misma materia que su música.

Santander 1893: piano incendiado en la vía pública

La noche del 9 de Septiembre de 1893, el piano del alcalde en funciones de Santander, señor Almiñaque, ardía en medio del Paseo de la Concepción, hoy Menéndez Pelayo. La cuerdas se soltaban inarmónicas como látigos al rojo. Antes habían tecleado tonadas chuscas los asaltantes de la vivienda.

No era el único fuego de la ciudad. En la plaza de la Libertad, saqueados los despachos del arrendatario de las cédulas personales, una pira acababa con muebles y documentos. Era la hoguera más grande de la noche (los mozos se desafiaban a saltarla), pero en la calle Calderón también se volvían cenizas las posesiones de la oficina de la empresa adjudicataria del suministro de aguas.

Aquella tarde, a eso de las seis, el alcalde había llegado al ayuntamiento vestido de negro y con sombrero de copa para presidir un pleno que derivó en algarada, luego se volvió motín y terminó al día siguiente con la ocupación militar de la ciudad. Todo ello a causa de las fuentes.

El problema no era nuevo. Los manantiales anunciaban su agotamiento desde hacía años.  En dos décadas, entre 1857 y 1877, la ciudad pasó de 17000 a 38000 habitantes. En verano se sumaban unos 10000 residentes más. Las clases altas y el turismo de lujo recibían el suministro mediante fuentes particulares y canalizaciones directas, y no estaban libres de contratiempos, pero la mayoría de la población pasaba sed y tenía dificultades para lavarse, limpiar sus hogares o preparar sus alimentos.

Cuando la situación se agravó, hicieron venir a un abate zahorí francés que señaló dónde excavar, cobró y se fue. No hubo suerte. Del mismo país trajeron a un ingeniero fontanero que hizo un estudio detallado y propuso soluciones: había que profundizar las acometidas, drenar, cambiar los tubos. Como había fuentes públicas y privadas, éstas se llevaron la mayor parte del presupuesto, que estaba lejos de la cantidad recomendada. Las catorce fuentes populares siguieron teniendo problemas.

Llegaron el tifus y el cólera. Se sepultaba a los presuntos fallecidos con alambres atados a los tobillos que, en caso de resurrecciones, hacían sonar campanillas en la garita del vigilante del camposanto. Aunque remitió la epidemia, las autoridades sanitarias se pusieron serias: las fuentes no servían. Así que se concedió a una empresa privada la captación del agua del Pas en el alto de la Molina, su conducción a la ciudad y la renovación de los surtidores.

En 1885 empezó a funcionar el primer depósito, en Pronillo, y se celebró inaugurando una fuente monumental en la Alameda. Sin embargo, el abastecimiento seguía siendo insuficiente y la distribución defectuosa. Había fuentes de pago en el centro y gratuitas en la periferia. Clausuradas las antiguas, las que entraron en servicio sólo daban agua unas pocas horas al día. La situación era provisional, hasta que se completaran los depósitos, pero la cosa se demoró demasiado.

El 4 de septiembre hubo un incendio en Peña Herbosa. Los bomberos no tenían bombas y los calderos tardaban siglos en llenarse. Se perdieron varias casas de marineros. El 5 de septiembre ya hubo alborotos en la fuente de Becedo.

El día del pleno municipal, entre los asistentes que consiguieron sitio en el consistorio y los que esperaban fuera llegaron a sumar unas seiscientas personas. A lo largo de la tarde, según las autoridades, los manifestantes alcanzaron el millar. La sesión empezó bien, sin incidentes, salvo algún grito de ¡agua! Se aprobó comprar material de extinción de incendios, varias bombas manuales, una de vapor, y entonces arreciaron los gritos: no habría líquido que bombear.

Empezaron los empujones, intervino la guardia municipal, se desalojó el pleno, huyeron los concejales.

En la plaza, entre arengas, se organizaron grupos por edades, sexos y afinidades. Los más jóvenes, algunos niños, zaherían a los guardias. De los mayores, unos volvieron a entrar en el ayuntamiento y la emprendieron con el mobiliario y los papeles. Otros buscaron objetivos en la ciudad. Destrozaron faroles y casetas de obra y reventaron portales de las casas pudientes de la Ribera para sacar en procesión las piletas de mármol rosado y robar los grifos de bronce con formas de tritones y sirenas. Zarandearon a algunos ‘señoritos’ por parecerlo. El fuego de la plaza Vieja casi hizo volar un kiosco de armas y municiones. El peso de la turbamulta lo llevaban trabajadores portuarios, descargadoras de buques y marineros, hartos todos del barro que manaba de los caños de la dársena de Molnedo. No tardaron en agregarse al núcleo más activo obreros, pescadores, pescaderas, carreteros y verduleras, y corrió el rumor de que habían acudido a la revuelta, por pura vocación insurreccional, algunas cuadrillas de mineros.

La Guardia Civil, reforzada con unidades llegadas de la región y dotaciones de infantería, llegó a tiempo de impedir nuevos saqueos en la sede del Monopolio de los Fósforos y la casa del director de la empresa de aguas. No hubo heridos de importancia, sólo contusiones por forcejeos, pedradas y culatazos. Se produjeron media docena de detenciones bajo acusaciones de desobediencia e insultos a la autoridad. A las cuatro de la madrugada, la ciudad quedó tranquila. Al día siguiente se produjeron algunos incidentes menores.

Los apagadores de resonancias del piano del alcalde en funciones crepitaron hasta el alba.

Los pastos de las llamas

Si es cierto lo que dicen las autoridades, en Cantabria, una comunidad con la ganadería camino de la extinción(1)Véase este artículo., hay gente que delinque de un modo organizado para convertir bosques en pastos por la vía del incendio.

Hasta hace poco, el objetivo principal era conseguir terrenos edificables. Ahora, los que queman los bosques o sus inductores se tienen que conformar con menos, pero todo es recuperable, es decir, recalificable. Si el paraíso de las especulaciones inmobiliarias vuelve a realizarse en estas tierras en cualquiera de sus variantes (inmobiliaria, hostelera o parquitemática) los espacios ya estarán abiertos. Si no, por lo menos habrán mantenido un poco más el espejismo de una economía de la miseria subvencionada. Hasta que acabe la tregua, claro, que el cerco liberal se cierra cada vez más, pero este es el mundo de lo inmediato y del titular doctrinario de cada mañana.

A pesar de los esfuerzos psicoanalíticos, creo que tanto la destrucción como la conservación de los bosques se realizan sin grandes pulsiones irracionales. Las tentaciones líricas o apocalípticas las ponen después los poetas y los políticos, palabras que no están nada incómodas en la misma frase: la poesía también suele estar subvencionada.

Recuerdo a un concejal de Medio Ambiente de un pueblo de los valles interiores que había sido condenado por pirómano. Creo que el término es erróneo; ningún informe psiquiátrico señaló nada patológico, y tampoco aparecieron atenuantes basados en temores atávicos a los mitos enfurecidos que habitan la espesura. Sus electores, estoy seguro, no veían ninguna contradicción en lo que era algo muy grave para los constructores del imaginario de la corrección política en sus mejores momentos de impostada solemnidad. La defensa del medio sin cambio de modelos productivos que ha construido para uso polivalente esa corrección es una ecología sin supervivientes, o sea, una contradicción en los términos, y lo que quieren los habitantes de las comarcas ganaderas es, precisamente, sobrevivir. Siempre lo han hecho a costa de los valles y montañas, transformando terrenos salvajes en pastos según fuera necesario. En una economía agrícola y ganadera, los bosques son hostiles almacenes de leña, caza y setas alucinógenas o no, a los que hay que cuidar para que no se vuelvan peligrosos. Son útiles, pero no es fácil enamorarse de ellos. Son bellos, pero también lo son los terneros antes de ser sólo carne. Son respetables emblemas de lo ancestral (y sobre todo de los terrores ancestrales) hasta donde lo permite la comodidad productiva. A partir de ahí, la rentabilidad exige que mengüen o desaparezcan. Antes, los resultados eran concretos, palpables: leche, cultivos, rebaños, trabajo en suma. Ahora vemos que la transformación en pastos es una excusa vacía. No responde a una necesidad de la ganadería; no hay oportunidades para el equilibrio: la quema produce subvenciones aunque no haya vacas para consumir los nuevos pastizales.

Los delitos de incendio sólo son un paso más hacia el abismo de la riqueza mal repartida mediante mecanismos aparentemente misteriosos y volubles y finalizada cuando la maquinaria del liberalismo hace rodar la mano invisible bien afirmada en el orden de los estados a los que detesta si cobran impuestos directos para servicios sociales y adora si rescatan bancos, autopistas y superpuestos y legislan contra los obstáculos a la ley del más fuerte.

Los ganaderos ya fueron grandes modificadores del medio cuando, hace menos de doscientos años, aprovechando la oportunidad de una demanda creciente, decidieron arrinconar las bovinas autóctonas (esas de cuernos demasiado largos y poca leche que ahora algunos sueñan con recuperar en plan elitista) para traer suizas y frisonas y crear una riqueza que está pasando a la historia porque, eliminados los máximos y los mínimos de compra y producción de leche, o sea, pasando del estancamiento al libre mercado liberal, no pueden competir en el juego de la industria alimentaria y metanizadora que en algunos sitios está creando granjas de miles de cabezas. Contra una que pretende pasar de mil quinientas y que producirá 1,5 megawatios, lo cual hace casi gratuita la producción de leche, se bate hace ya años la Confederación Campesina francesa en un complejo laberinto político y legal(2)Pero es solo un ejemplo: en Alemania hay unas 200 granjas de más de 1000 cabezas; en China se están creando granjas de 10000 a 15000; en Arabia … Continue reading.

Imagino que las subvenciones que hacen rentables los incendios irán desapareciendo poco a poco, a medida que la UE aumente las condiciones y en cuanto los gobernantes autóctonos puedan echarle la culpa sin conflicto a esa entidad de la que nunca son cómplices pero cuyas normas deben ser respetadas hasta el hambre. La alternativa regional parece consistir en vender paisajes adaptados a un turismo selecto (no sé si eso es otro oxímoron), convertir al paisanaje en servicial si no servil, y ofrecerse como infinito lujo residencial o arqueológico o gastronómico o lo que haga falta. Qué pena que no funcione: cincuenta mil parados, la mitad sin prestaciones, y los que trabajan lo hacen en precario porque el ciclo de las promesas de futuro se cierra en que tenemos que ser currantes baratos para hacernos ricos.

En una comunidad tradicionalmente dislocada entre la costa y la montaña y la capital y el resto, y además de economía ganadera muy a menudo mixtificada con la industria y convertida en auxiliar de un proletariado fabril que también desaparece, la textura emblemática del campo cántabro quedó para los intelectuales (nada o muy poco tiene que ver el término con el de Clemenceau para calficar a los dreyfusistas) que calificaron la región e hicieron épica y romance de valles y brañas mientras las burguesía capitalina se forraba trasladando harinas a América. No es que ese imaginario diera para mucho, pero entonces el hinterland castellano era rentable para el puerto, los belgas e ingleses aprovechaban la minería y los suizos, que lo son, trajeron la industria láctea que todavía funciona como una isla en medio de las mutaciones de una comunidad desarbolada. Así que, en cuanto la comunidad imaginada se topó con la era postindustrial, se descubrió inmóvil, pequeña y fiel a su tradición de cortafuegos del norte, que es la manera que tienen los historiadores de decir que no solemos ser gente conflictiva.

De momento, pese a las declaraciones contra la delincuencia, las subvenciones son políticamente rentables. Es decir, mientras esa corporación bautizada con el nombre de Bruselas (y Santander es un banco) no dé el siguiente paso y decida que eso no sólo no es liberal, sino que queda feo. Para entonces, si fuera rentable construir, es decir, si la sociedad sigue aletargada, el paro estructurado, los salarios en la miseria y las libertades atemorizadas, ya no habrá casi bosques protegidos. Negocio redondo. Los incendiarios apuran hasta las posos la pasta fácil y luego ya se verá que caprichos sugieren los supremos ordenadores: discotecas en el erial, macrourbanizaciones blindadas, convertir la región en un plató de cómicos y guapos ocurrentes o lo que haga falta menos reconocer que el juego que se traen entre manos (Varoufakis sabe de eso) es de suma cero en su variante más retorcida, es decir, todo el que no gana cada vez más, pierde cada vez más.

Notas

Notas
1 Véase este artículo.
2 Pero es solo un ejemplo: en Alemania hay unas 200 granjas de más de 1000 cabezas; en China se están creando granjas de 10000 a 15000; en Arabia Saudí se ha alcanzado el récord de 35000. Todos estos datos crecen día a día en progresión geométrica.