La rueda de Barros

Cuenta Henri Breuil en un artículo de 1915 que, hasta que Hermilio Alcalde del Río estableció la antigüedad y el carácter de símbolo solar de la estela de Barros, se alternaron  sobre esta piedra dos curiosas consideraciones. El clero católico veía en ella una representación de la rueda donde los paganos no pudieron torturar a santa Catalina. Los trazos angulares recordarían las cuchillas del instrumento. La tradición votiva, más popular, la señaló como una ofrenda de algún viajero a la virgen de la capilla contigua en agradecimiento por la protección durante el trayecto. Sería entonces una simple rueda de carro o carreta con el buje, el cincho y la maza trazados de un modo esquemático. En ambos casos, la hagiografía mandaba sobre el cosmos y la interpretación sobre la representación. Luego llegaron los eruditos para fijar la piedra en un tiempo oscuro y reemplazar por hipótesis astronómicas los toscos relatos sobre la santa y el transeúnte. Ahora está en el escudo de Cantabria. La verdad es que me cuesta dejar de verla como una simple o una terrible rueda.

Santa Catalina - Fernando Gallego

Santa Catalina: Los ángeles impiden el suplicio de la rueda. Fernando Gallego. Siglo XV. Museo del Prado.


 Henri Breuil - Rueda de Barros

Dibujo de Henri Breuil

Francisco Iturrino cuatro veces retratado

En la biografía de Elías Ortiz de la Torre escrita por Fernando Vierna(1)Fernando Vierna. Elías Ortiz de la Torre. Su presencia en la vida cultural santanderina. Centro de Estudios Montañeses. Santander, 2004. aparece una carta que el arquitecto y crítico escribió en 1924 a José del Río Saínz, Pick, por aquel entonces director del diario La Atalaya, reivindicando la condición montañesa de Francisco Iturrino (Santander, 1864 – Cagnes-sur-Mer, 1924). Resulta curiosa esa reclamación sobre un artista de familia vizcaína que partió con tres años e hizo toda su carrera en otros lugares(2)Quizá a causa de este mínimo lazo haya que agradecer que el Museo Municipal de Santander posea ocho obras de Francisco Iturrino, aunque no todas … Continue reading, pero lo que me ha llamado la atención es que la carta cita el retrato que le hizo el belga Henri Evenepoel en 1899. Recién fallecido el artista, parecía deberle más fama al hecho de haber sido pintado que al de ser pintor. También son conocidos los retratos de André Derain en 1914 y Juan de Echevarría en 1919, y queda una sombra picassiana de 1901.

Evenepoel puso al barbudo Español en París (así se titula el cuadro: De Spanjaard in Parijs) ante el Moulin Rouge, por evidentes motivos iconográficos y cromáticos. Iturrino tiene un aspecto imponente; bajo su sombrero negro, la mirada intensa; su mano izquierda sujeta con firmeza lo que parece un largo echarpe que resalta, como la camisa y la corbata anaranjada, en la oscuridad del capote negro. Y detrás están el molino rojo y el tránsito abigarrado de la capital.

Henri Evenepoel.  El español en Paris. 1899

Henri Evenepoel. El español en Paris. Retrato del pintor Francisco Iturrino. 1899.

El cuadro de Derain, al contrario, lo presenta ajeno al mundo, sobre un fondo entre gris, azul y tierra. El hombre enjuto ya tiene pinceladas claras en la barba. No usa sombrero. En la ropa no hay rastro de color; apenas vestigios de una camisa blanca.

André Derain. Retrato de Iturrino. 1914.

André Derain. Retrato de Iturrino. 1914.

No sé si pensar que, mientras el belga y el francés evocaban en Iturrino (como se ha dicho al menos en lo que a Derain se refiere, y es evidente que por la figura del español, no por su obra, llena de color y desnudos) la memoria artística de Zurbarán y del Greco (el aventurero Gautier había escrito sobre ello), su compatriota Juan de Echevarría quiso presentarlo en consonancia con su idea del arte, su viaje al fauvismo, su gusto por la luz y el erotismo. En eso influyen, claro, la ausencia de la barba y la suavidad de los rasgos del rostro. Pero, sobre todo, la situación en un salón azul y malva con flores y cuadro con paisaje al fondo, el traje a juego y la actitud relajada de Iturrino sugieren una relación más evidente entre el retratado, el retratista y la obra de ambos.

 Juan de Echevarría. Retrato de Iturrino

Juan de Echevarría. Retrato de Iturrino. 1919.

La sombra citada se trata de una fotografía de grupo hecha en el estudio de Pablo Picasso. Muestra a Pedro Mañach, Torres Fuentes y Picasso posando ante un retrato que éste había pintado de Iturrino, probablemente en 1901: en esa fecha lo expuso Vollard, y es también la de la imagen. El retrato desapareció en 1905, cuando Picasso reutilizó el lienzo para crear una de las obras más celebradas de su período rosa: La acróbata de la bola. Por lo que se aprecia en la foto, el cuadro de Picasso, muy bien integrado, como un amigo más, en la actitud de los figurantes, más próximo en el tiempo al de Derain y más aún al de Evenepoel, representa al Iturrino de ambos, de fuerte presencia física, en una actitud sin embargo más cercana a la de Echevarría, como para tomar distancia entre la figura exótica que quizá quisieron ver aquéllos y una comprensión más cercana del retratado.

Manach, Torres Fuentes y Picasso ante un retrato de Iturrino.

Manach, Torres Fuentes y Picasso ante un retrato de Iturrino. Fotografía anónima tomada en el estudio de Picasso, Boulevard de Clichy, 130. 1901.

Es habitual que los pintores se retraten y autorretraten, y no sólo en tiempos de carestía de modelos. Eso proporciona un amplio campo de estudios y gozos comparativos sobre la estética, las teorías de la percepción, la historia de las mentalidades y todo cuanto se nos ocurra. No sé si hay más retratos de Iturrino debidos a otros autores. Su estampa, aparentemente en contradicción con su vida y obra hedonistas, se me antoja un buen estímulo para la creatividad. En todo caso, como creo que falta en este breve recuento su propia versión, pongo, pues, uno de sus autorretratos.

Francisco Iturrino. Autorretrato.

Francisco Iturrino. Autorretrato. 1910.

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Artículo relacionado:
Dos cuadros

Notas

Notas
1 Fernando Vierna. Elías Ortiz de la Torre. Su presencia en la vida cultural santanderina. Centro de Estudios Montañeses. Santander, 2004.
2 Quizá a causa de este mínimo lazo haya que agradecer que el Museo Municipal de Santander posea ocho obras de Francisco Iturrino, aunque no todas estén expuestas.

Santander, ética y estética (apuntes apresurados)

Etimologías

Gentrificación: ing. gentry [similar a ‘hidalguía’] <- fr. ant. genterise (s.XIV) 'de buena cuna', 'bien nacido', 'de alta alcurnia' [La socióloga Ruth Glass usó el término 'gentrificación' en 1964 para estudiar el desplazamiento de los trabajadores de clase baja de los barrios urbanos por las clases medias.] Ética: lat. ethĭcus <- gr. ἠθικός [êthicós] <- ἦθος [ëthos], 'carácter’. Estética: gr. αἰσθητική [aisthetikê] <- αἴσθησις [aísthesis], ‘sensación’, ‘sensibilidad’, 'percepción'.

Cita

6.42 Por lo tanto, puede haber proposiciones de ética. Las proposiciones no pueden expresar nada más alto.
6.421 Es claro que la ética no se puede expresar. La ética es trascendental. (Ética y estética son lo mismo.)
6.43 Sí la voluntad, buena o mala, cambia el mundo, sólo puede cambiar los límites del mundo, no los hechos. No aquello que puede expresarse con el lenguaje. En resumen, de este modo el mundo se convierte, completamente, en otro. Debe, por así decirlo, crecer o decrecer como un todo. El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.

Ludwig Josef Johann Wittgenstein.
Tractatus logico-philosophicus, 1921.

Conmemoración

Después del incendio que en estas fechas conmemoramos, hubo una reconstrucción con trampas propias de la época, que no se diferenciaban gran cosa de las actuales. Poco después, el régimen se vio próspero y la ciudad se abandonó lánguidamente a una curiosa condición de ágora culta y cortafuegos del norte.

Descripción (descaradamente connotativa)

La “muy noble, siempre leal, decidida, siempre benéfica y excelentísima” ciudad de Santander expresa por todos los medios que la definen un concepto dúctil de sí misma. Sus habitantes (nombremos sin pudor a la mayoría por la totalidad) aceptan con entusiasmo que los creadores profesionales de opinión rediseñen cualquier mito informe y lo adapten como un fluido viscoso a una idea preestablecida. El objetivo, aparte de la satisfacción de los egos, suele ser difundir como memes las claves parasitarias de un mundo rentable a corto plazo para los intérpretes interesados de las vidas y habitaciones ajenas.
Es una ciudad paradójicamente desierta. Está tan llena de cosas y anuncios de milagros por venir que es difícil encontrar referencias sólidas en sus solitarias laderas de aliento austral. Laderas que, aparte de su funciones de abrigo y huerta, antes despreciaba la ciudad funcional, comercial y harinera, donde las partes del conjunto estaban bien delimitadas y jerarquizadas (zonas populares, centro histórico, centro renovado o ensanches, muelles y zonas de industria, mercados, barrios céntricos y periféricos, estaciones, instituciones, cuarteles, etc…) y que ahora urge encajar en la opereta postindustrial, posfordista o especulativo-financiera (tómenlo por donde quieran) para que algunos grupos sociales bien organizados obtengan rentabilidad económica y política e impongan al paisaje la estética correspondiente. Y me remito a lo dicho por el ingeniero austriaco: la estética es la ética. El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.
Sin embargo (pero con embargos de ancianos enfermos), la doctrina oficial, que también es la más aceptada, mantiene con gran aparato electrónico (esos autobuses municipales repletos de pantallas) y eficaz papel tradicional (Santander es una sociedad de periódico único) que fuera de sus murallas infográficas hay un mundo en crisis, burdo y mal alimentado. Somos los mejores. La crisis fue una tormenta sin culpables. Ni siquiera la asunción de una ruina económica que llegó del cielo parece poder apartarnos del camino a un futuro futurista, narrado desde la prospectiva de aplicaciones cómodamente descargables y muy útiles para el turismo, es decir, para todos, porque en esta ciudad peculiar todos los habitantes somos turistas además de hidalgos, y a todos se nos presenta la urbe cada día como si acabáramos de descender de un vapor trasatlántico y preguntáramos en la chalupa por el nuevo casino de Monsieur Marquet.
Con esa tenacidad digna de figurar en los anales de la historia de las mentalidades que ha hecho innecesaria durante las últimas ocho décadas cualquier forma de transición local, la mayoría de la población acepta, como culminación de una historia dedicada al arte, la cultura, la prosperidad y la belleza de los espíritus, lo último en cesiones a la Banca y sus Fundaciones: los principios inamovibles de un Centro de Arte en medio del muelle y paseo marítimo, bloque blanquecinoirisado sombrío sobre unos jardines de asfalto resbaladizo teñido de azul grisáceo, continuidad de la historia de la ciudad disfrazada de contenedor cultural (una mala imitación del único centro similar de éxito de las inmediaciones) que cae del espaciotiempo cuando en la Europa que hemos hecho modelo empiezan a desinflarse (véase el artilugio anal de McCarthy) esas propuestas de vanguardia sin rupturas y conceptualismo sin concepto que han venido a continuar el arte sin conflictos dictado por Rockefeller cuando rompió con aquel rojo de Ribera. Cuestión de pactar el conflicto; la postmodernidad sin desconfianza produce bellas pegatinas sin expresionismos ni siquiera abstractos.
La gestión cultural municipal, ya de paso, ha sido entregada en nombre de la creatividad a una fundación de fundaciones y administraciones (Fundaciones Botín y Banco de Santander, Gobierno, Ayuntamiento) contra la que, al parecer, los agentes culturales y sociales tienen muy poco que decir, incluidas por supuesto las llamadas ‘opciones de progreso’, y se muestran dispuestos a colaborar con entusiasmo en el atrezzo. Lo mismo sucedió con el edificio: al fin y al cabo, todos lo querían; sólo molestaba un poco el sitio.

Paisaje expulsando figuras

Todo lo cual sería por supuesto una casi irrelevante cuestión de gusto y negocios dudosos si el relato de la ciudad ideal, su espectáculo y el lábil imaginario de la absoluta mayoría no sirvieran para velar tragedias. Pequeñas tragedias, las más dolorosas, sin el consuelo de grandes cantores. Porque entre el exceso de cemento y los acantilados rotos aparece un desplazamiento de la población al que no me parece desproporcionado llamar limpieza de clases.
Las definiciones más asépticas establecen que la gentrificación es una consecuencia del desarrollo de las poblaciones urbanas relacionada con las variaciones del poder adquisitivo de sus habitantes.
Dicho de otro modo, es el proceso por el cual un barrio pasa de ser pobre a ser de de otra clase más pudiente. La política urbanística es política de clases: no me digan que no se habían dado cuenta. Algunas (cada vez menos) recuperan barrios y protegen a sus habitantes, otras, las más, las que están acordes con la continuidad de la barbarie económica que nos trajo la ‘crisis’, gentrifica/nobiliza/elitiza el espacio, no las personas. A éstas las expulsa mediante métodos más o menos sutiles. Mientras el antiguo barrio y sus habitantes sufren el deterioro de las edad y/o la pobreza, las especulaciones hacen variar el valor de la propiedad. Los pobres, en lo sucesivo, no podrán comprar o alquilar nuevas viviendas; con el mismo fin, se hacen variar los impuestos municipales, que se convierten en un filtro de residentes. Es decir, todo se encarece para que sólo los ricos puedan pagarlo. Los comercios tradicionales, incapaces de pagar las tasas y competir, son reemplazados por nuevas tiendas exclusivas, franquicias, nuevos establecimientos de hostelería. Las casas arruinadas son reformadas o sustituidas por otras más lujosas. Sus moradores, obligados a aceptar ofertas y someterse a presiones que poco a poco van abandonando las sutilezas gracias a un aparato legal implacable, son reemplazados con bajo coste por personas de ingresos altos.

Recapitulación (con ira no disimulada)

La ciudad de Santander, atenta a las corrientes ideológicas dominantes que justifican el desplazamiento de dinero público por los cauces que lo llevan a bolsillos privados (es decir, más claramente, cargada de ideología y clasismo) ha emprendido hace años un proceso de remodelación que conlleva la expulsión de los que no encajan en el parque temático capitalino que forma su mundo ideal, de secciones bien reguladas: deportiva, comercial, veraniega, artístico-contemporánea. Alcalde, concejales, asesores y estetas dicen lamentar el daño producido a las personas que añaden a su condición de pobres la de estorbos. Parecen impelidos a actuar así por un designio superior que vuelve banal el mal provocado. Pero todo análisis desde perspectivas globales y locales denota, sin que las connotaciones anteriores lo alteren, que (aunque lo nieguen mediante la afirmación categórica “no puede ser de otra manera” o la más relativa “es que si no sería peor”), su elección es totalmente ideológica, calculada, interesada y ajena al bien común.
El supuesto designio superior puede ser claramente definido con los nombres y apellidos de los beneficiarios. Eso permite denunciar que un falso determinismo pretende engullir y separar la ética y la estética. Al escupir la primera enseguida por superflua, la segunda queda en manos de fundaciones creativas que pintan las paredes de las zonas de esparcimiento con audaces frases que piden pensar con el corazón o se quejan del exceso de policía; ya se sabe: es esa ingenua rebeldía vanguardista de los que pueden pagarse los cubatas.
Un repaso al plano de la ciudad permite comprobar el proceso, que abarca todos los barrios asentados en zonas que suponen atractivas para la construcción de viviendas que sólo podrán comprar los ricos o los que todavía pueden endeudarse, y un paseo real permite comprobar el deterioro de casas y calles que corresponde a la primera fase de la gentrificación: el abandono de los servicios y de las ayudas sociales para la recuperación de zonas y viviendas.
Para colmo, el mundo aparentemente idílico de la especulación inmobiliaria se sustenta sobre unas premisas ideales que, para empezar, no hallan réplica en la supuesta buena voluntad de los depredadores del beneficio fácil e inmediato. ¿Recuerdan que esta llamada crisis procede de una alianza salvaje entre los que sacaron y sacan beneficios de ella, es decir, bancos, constructores, políticos y economistas economicistas?
La propaganda afirma que una ciudad de menos de 200.000 habitantes, capital de una comunidad autónoma de 500.000, con cuyo territorio mantiene una escasa integración, devendrá una suerte de gran superficie, un mercado a la vez de élites culturales y náuticas, masas playeras, hostelería de todos los niveles… Y los santanderinos de a pie seremos a la vez turistas y empleados bien pagados de turistas.
Pero la experiencia acumulada parece mostrar que se trata simplemente de una rentable huida hacia adelante, basada en la sistemática credulidad de una mayoría absoluta que ve progreso en cualquier obra, que aprovecharán las empresas adjudicatarias de las obras y de las gestiones posteriores, expertas en el chantaje del beneficio mínimo asegurado y los puestos de trabajo en precario.
He aquí otro curioso efecto de la falacia de la comunidad de destinos: como ningún pudiente va renunciar a sus ingresos, todos los demás pagamos la diferencia; el dinero público seguirá sirviendo para empobrecer a los pobres y asegurarse de que los ricos no dejen de ganar.
Pero, sobre todo, conviene no olvidar que el sufrimiento de personas como la recientemente fallecida Amparo Pérez no es el lamentable efecto colateral de una política de progreso, sino la consecuencia directa de un saqueo planificado con agravantes de desdén y soberbia institucional.
Hay grandeza ética y estética (son lo mismo) en recordarlo.

Luxemburgo

Su-Mei Tse (con Jean-Lou Majerus), 2009. Tinta, piedra y hierro fundido, 220 x Ø 450 cm. Colección Mudam Luxemburgo

Su-Mei Tse (con Jean-Lou Majerus). Many Spoken Words (2009). Tinta, piedra y hierro fundido, 220 x Ø 450 cm. Colección Mudam Luxemburgo.

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Caballo de Mimmo Paladino

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No tengo claro por qué fuimos a Luxemburgo aquella vez. Creo que fue por azar, quizá por una lectura aleatoria del calendario.

Luxemburgo está hecha sobre bloques acantilados. Desde la ciudad moderna se ven, abajo, entre árboles frondosos, los tejados de la ciudad medieval como una pizarra en blanco, porque son de pizarra gris oscura.

Es la capital de un Gran Ducado. No llega a Reino, pero dicen que es un paraíso fiscal, es decir, que su riqueza (segunda renta per cápita mundial) proviene de un consenso internacional que le autoriza a beneficiarse de la evasión de impuestos de las multinacionales más importantes. Como para confirmarlo, la mayoría de la gente parece vivir muy atareada y hacerlo en un oasis. A veces, ponen emoticonos sonrientes en las marquesinas.

Todos los súbditos del Gran Duque hablan por lo menos cuatro lenguas, y da la sensación de que lo entienden todo aunque les pregunten en el idioma más ajeno del planeta.

No podía estar en mejor sitio la obra de Su-Mei Tse Many Spoken Words (Muchas palabras dichas) (2009, en colaboración con Jean-Lou Majerus) que en el Museo de Arte Moderno de Luxemburgo, su tierra natal.

Dice la artista que buscaba expresar el proceso completo de creación del lenguaje, el modo en que un pensamiento inicial o una idea se desarrolla, primero en palabras habladas y luego en palabras escritas. Se trata de una fuente con estanque, de estilo barroco, por la que mana un flujo continuo y rumoroso de tinta negra.

Esa polifonía artística y lingüística no impide una cierta amargura uniforme en los edificios que rodean al museo, demasiado grandes, demasiado limpios, demasiado bien hechos. Perfectos y rodeados a su vez de obras expansivas. Pero Luxemburgo, lo viejo y lo nuevo, es un lugar del que es difícil quejarse, aunque me he acordado de ese viaje porque de pronto el país más pequeño del Benelux que nos enseñaban en las escuelas de antes de la Unión Europea (también estaban la CECA, el EurAtom y el Bloque del Este) se ha vuelto últimamente un poco más malvado por culpa de las indicreciones de Juncker, todo un emblema.

Durante nuestra visita, no hubo ni un momento de disgusto. Ni siquiera cuando supimos que la casualidad había enviado al futuro una exposición de Raoul Dufy. Tampoco nos molestó comprobar que la democracia, la cultura, la convivencia armónica entre gentes de origen diverso, son cosas de ricos. No puedo hacer a esas gentes burguesas y amables culpables del desequilibrio ni ante una obra lírica, bella, repleta de historia y a la vez sencilla, de una artista, hija de un violinista chino y una pianista inglesa, que establece una reflexión calmada sobre el arte, el lenguaje y la historia del pensamiento gracias a que una profunda desigualdad ha producido riquezas ingentes.

El lema nacional afirma que quieren seguir siendo como son. Aquí no pasa lo mismo.

Las fotos que hicimos no son muy buenas, pero hay una fuente de tinta, un smiley y un caballo quizá troyano que me parece que ya no está allí.

Santander Littoral City (o La falsificación de la costa)

Entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX, en muchas ciudades costeras europeas, el litoral dejó de ser para la burguesía y la nobleza un vacío arenoso, cenagoso o rocoso, o un espacio de trabajo para la plebe, siempre fétido y malsano, y se convirtió en un ámbito codiciado, un lugar donde cultivar el cuerpo, la estética y las relaciones sociales y poner en escena una exhibición de clases en ejercicio de poder y de ocio saludable.
Los lugares de labor siguieron en sus márgenes productivos, machinas, arrabales y tendederos de redes, pero otros planos urbanos y rurales del fin de la tierra firme empezaron a llenarse de paseantes, sombrillas, bañistas, tertulianos, orquestillas, barquilleros, vapores de paseo, casinos, bailes con carnés, concursos de poesía premiados con una flor natural y reseña en los semanarios de estío…
Los pudientes se hacía llevar en casetas con ruedas al baño para remojarse agarrando maromas bajo la entregada supervisión de apuestos bañeros profesionales. Cuando fue necesario expulsar de los muelles céntricos a pescadores y estibadores, se hizo sin miramientos, y por lo general, a menos que las lagunas históricas se llenen con nuevos datos, el pueblo de nuestras costas asistió sumiso a la intromisión de las clases altas en un territorio que él había disfrutado tanto como sufrido. Con sentido práctico, los pejinos apreciaron enseguida el valor de intercambio del litoral y empezaron a emplearse en los nuevos servicios estacionales. El veraneo regio (Leopoldo Rodríguez Alcalde lo contó muy bien desde su simpatía con el régimen) aportaba populismo además de dinero.
Los balnearios se complementaban con hipódromos, campos de tenis, tiro al pichón, restaurantes. Todo ello supuso una fuerte modificación del paisaje, pero las minorías pudientes no necesitaron, en aquel primer estadio de lo que el historiador Alain Corbin llamó “la invención de la playa”, llevar a cabo un asalto brutal a la orografía. Sus valores no estaban dominados por la pulsión de convertir el espacio en un estereotipo infográfico. La demagogia no nadaba en un cenagal mediático. Los mecanismos de incremento de la riqueza de los privilegiados no necesitaban las burdas tautologías políticas de la ingeniería financiera actual.
Los miembros más aventureros de las clases con derecho a la reinterpretación del litoral como ocio no eran demasiado exigentes. Aceptaban ciertos riesgos. Aprendieron a deambular por los acantilados sorteando los peligros del viento y las torcas. Algunos descubrieron tristemente que los caballos de paseo son sensibles a la furia del mar, como atestigua el Panteón del Inglés que en Santander rinde homenaje a William Rowland.
Más tarde, con la industrialización y el consumo, el veraneo se hizo turismo de masas y ocupó con distintas categorías de urbanismo los espacios disponibles. Aunque los ricos no perdieron posiciones y se siguieron reservando las mejores calas, la masificación de las clases medias asaltó la costa y adaptó el espacio a la ideología del ocio consumista. La evolución de ese desarrollismo, y en gran medida su declive, ha conducido a una reelaboración que tiene mucho de huida hacia adelante o de fracaso premeditado y que, si una sociedad cada día más cabreada no lo impide, cumplirá su función de desplazar dinero y patrimonio públicos hacia manos privadas con una excusa simple: puesto que lo multitudinario no puede ser lujoso (el lujo al alcance de todos es una falacia que aleja a los multimillonarios hacia destinos más exclusivos, exóticos o artificiales), debe ofrecer un espejismo de cemento y ruido, abundante en neón y exhibiciones de aerobic, que simule el ideario vacacional de la propaganda televisiva. Y eso, por supuesto, incluye al paisaje, que no suele valorarse como tal, sino como una pantalla que hay que llenar de estereotipos.
Así, entre hoteles y campos de golf, los paseos deben ser asépticos, regulares, fáciles. Eso no quiere decir que antes fueran difíciles. Todo es mejorable, pero la senda litoral que justifica este artículo ha sido transitada sin problemas desde hace siglos por todo tipo de gentes.
En la misma zona donde el autor de libretos de zarzuelas José Jackson Veyan perdió a su amigo Rowland, que también contiene la playa de El Bocal y lo que queda del Puente del Diablo, el Ayuntamietno de Santander y las autoridades marítimas con competencias para ello se han empeñado en hacer del camino de Cabo Mayor una especie de paseo-mirador, para lo cual, sin contemplaciones, se han destruido las piedras, cementado los caminos y expulsado a la vegetación, supongo que porque, en el modelo turístico imperante, todo lo que no sea ortogonal, esférico y, en general, regular, es un estorbo indigno de formar parte del paisaje o de los accesos a su visión, independientemente de que el paisanaje lleve siglos haciendo un uso continuado del lugar.
Ya que los pobres cada vez son más pobres y los ricos son demasiado ricos, podemos pensar que el estereotipo de turista medianamente acomodado que presentan como coartada los gestores abanderados del bien común es fundamentalmente imbécil y alérgico a las formas naturales. Curiosamente, es el modelo ideal para justificar las obras y el gasto público previo a la privatización de terrenos costeros con la excusa de un desarrollo probablemente inviable por falta de clientela, pero eso no importa mucho, ya que el riesgo económico lo asumimos todos y la supuesta iniciativa privada puede adaptar las condiciones de las concesiones mediante los chantajes habituales. Me estoy acordando del superpuerto de Laredo, pero no quiero salirme de la senda de Cabo Mayor, que ha sufrido a toda prisa (aceleraron las obras en cuanto empezaron las protestas) un proceso planificado de homogeneización, es decir, de destrucción, aplastamiento, anulación de la diversidad geográfica y estética, para adaptarla al funcionalismo sin matices de las finanzas. De este modo, el mantenimiento posterior se reduce al mínimo, se evitan los desequilibrios del medio e incluso se enmienda la erosión, esa técnica escultórica equivalente a una verdadera escritura automática, que tanto molesta cuando, por ejemplo, hace desparecer las pruebas de las llegadas de barcos de piedra cargados con cabezas de mártires.
A la vista de los planes expuestos, es de esperar que se produzcan nuevos y mayores actos de vandalismo institucional, siempre en la misma línea de considerar que las piedras no son geografía, para hacer de los lugares isotipos de la fachada litoral (la autoridades dicen “frente”, como en un lapsus militar que delatara la agresión) que apenas empezó a prefigurarse en los tiempos de los jinetes de los acantilados y que hoy desdeña la ciudad interior y la mar de los marineros con la misma intensidad con que busca convertirse en una postal digitalmente manipulada. Ya saben: puro emblema suplantando su propio paisaje.

Logo-rally de Sotileza

Un logo-rally o recorrido obligado es una constricción oulipiana que consiste en escribir un texto en el cual aparezcan obligatoriamente, en un orden previamente establecido, una serie de palabras. A modo de esbozo de pastiche en homenaje a José María de Pereda, he elegido el glosario de voces técnicas y locales que añadió al final de su novela Sotileza. Puede consultarse aquí.

Caboteaban arenques. Como abarrotes llevaban mallas de limones y ristras de ajos y cebollas. La mar estaba tan quieta que habían puesto alas en todas las velas. El patrón peroró sobre aligotes y amayuelas como un predicador del Pequod mientras sacaban a las amuras, bajo las arrastraderas, las artes de pescar. Consiguieron unas piezas hermosas que devoraron asadas. Al acercarse a la barra, se cruzaron con varios grupos, los remeros apretados contra las bagras para soportar los bandazos, buscando ganar un espacio tranquilo donde barloventear las barquías y salir del despotismo del barquín-barcón. También alcanzaron buques mayores con pasajeros ociosos en las batayolas y marineros que revisaban parsimoniosos las bitaduras, veleros ufanos de hacer bolinas hasta rozar el agua con las bordas y otros más de agua dulce que enseguida encontraban un pretexto para hacer bota arriba a la banda. Nada nuevo entre la brisa ni bajo el sol, que, a ratos, parecía teñir la calima con botabomba. En cuanto entraron, sin esfuerzo, en la bahía, prepararon las bozas para liberar el ancla. El branque oponía menos resistencia en aquellas aguas civilizadas; arriba, las burdas perdieron tensión.
Acodados al cabel, los tripulantes, con la fachada de la ciudad todavía a varios cables, alimentados por la cacea, pensaban en las cafeteras de ritual. Los reflexivos de los muelles calaban aparejos; algunos buscaban mayor calo lejos de los pantalanes cancaneados de algas y chapapotes; otros capeaban en botes las escasas corrientes del puntal. El groom, que quería aprender, liberó el capón. Cargaron todas las velas. Fijaron los cubos a las carlingas. Había sobrado carnada y las gaviotas lo sabían. Sobre las maderas renegridas del embarcadero, mujeres con carpanchos formaban un carrejo parlanchín, cazaban cabos de bultos de estiba, ceñían viento, luz y neblina con ropajes de mahón y se burlaban de los pescadores que se exhibían ante las más jóvenes ciando como borrachos, cinglando botes entre los pataches o fingiendo querer cobrar a pulso las amarras para trepar a las cofas y apostar sobre coles imposibles contreminándose los unos a los otros. Los recién llegados, pequeños mercaderes y formados en costeras, no eran cubijeros; y, en efecto, sin cubijos ni ceremonias, gritaron a los que dormitaban en las chopas de las lanchas que no estorbasen la maniobra y sacasen los remos de las chumaceras si no querían acabar como chumbaos perdidos.
Esa misma tarde, en la taberna, el patrón contó la deriva torpe que casi les había llevado a desborregar la carga, desguarnida con el buque dormido cuando un cabo se había roto como una driza barata.
La taberna lucía empavesaduras de banderas lejanas, aparejos que nunca habían sido encarnados y grandes espejos. Había que descender tres escalerones desde la calle y, en tiempos de lluvia, todos se burlaban por la ausencia de escobenes. Una gran lámpara, hecha de una rueda de timón, de la que colgaban quinqués sujetos por escotas a las nueve cabillas, iluminaba toda la eslora del salón. Para encenderla, había que bajar la rueda mediante una polea y un cabo que se sujetaba mediante un estrobo a una cornamusa situada detrás de la barra. Era un espectáculo ver al propietario, antiguo bañero, subir el montaje de una sola estropada o hacerlo filar con una sola mano sin que las filásticas le hicieran ni un rasguño. Exhibía en un lugar destacado un retrato veraniego en el que ostentaba músculos, bigote, sombrero de ala ancha y camiseta a rayas apoyado en un bauprés para destacar, bronceado, contra la blancura del foque.
Se hablaba en las tertulias, por supuesto, de galernas y olas que alcanzaban los galopes, de garetes angustiosos, de garreos largos como travesías americanas, de bandazos hasta las guindas y de monstruos marinos que incendiaban las lascas.
Pero también del mal gobierno de los puertos y de privilegiados exentos del limonaje, normalmente navíos enlucidos hasta las lumbres de agua que entraban temiendo las salpicaduras de los macizadores, pero cuyos dueños condecorados no despreciaban unos buenos maganos a la plancha y acudían en manjúas de estío, sin mezclarse con los mareantes, a los restaurantes bien asentados en la costa, siempre a salvo de maretazos, con masteleros de adorno en los jardines, y engullían mediosmundos de sulas y mocejones mientras oteaban con prismáticos germánicos los movimientos del Muelle-Anaos y las inclinaciones de las pedreñeras que sacaban muergos al otro lado de la bahía. Y encima afirmaban sin rubor que eran capaces de orzar un velero como cualquier habitual de las quebrantas.
No hace falta decir que los navegantes de la taberna vestían más bien de pallete, calzaban suelas ásperas para no resbalar en los paneles, limpiaban los pantoques con orgullo por necesidad, y no para presumir, eran en su mayoría parciales, pero sin exageraciones, apreciaban la parrocha fuerte, se hacían llamar pejinos, llevaban siempre un pernal en el bolsillo, sabían geometría porque el pico de cangreja tiene ángulo, respetaban lo mismo una pinaza que un vapor y se hacían respetar a piñas aunque con ello no ganasen ni un fardo de porreto.
Después de la primera noche de arribada, el patrón se sabía obligado a pasear parte de la mañana (era un caluroso tardío, húmedo pero sin lluvias) por las dársenas y careneros; mejor en el momento de la bajamar, para ver las pinturas que descubría la marea.
No faltaban los raqueros. Se aventuraban furtivos hasta los raseles de los buques. Saltaban al agua, entorpecían las remas, hurtaban esquifes y obligaban a las naves a rendir las bordadas antes de tiempo. Pescaban mules de reñales ajenos, se burlaban de las resacas, rodeaban a largas brazadas los resalseros, desplazaban rizones y despreciaban por igual la ropa de agua y la de tierra. Para vivir a la santimperie y escamotear sargüetas no hacían falta sotilezas ni suestes. Y siempre era más bella la plata de una sula que la de una copa de surbia.
Bajo los entoldados de la machinas, trataba de robar tabales, rollos de tanza, lo que fuera. Y casi siempre tenían que huir en tapas para ganar la orilla segura donde escondían el tabaco y allí hacer círculo y apenas meditar, fumando tapándolas hasta la asfixia, que los hubieran apalizado con toletes de trincarlos o que en la fuga podrían haber sucumbido a una troncada y explotar como ufías. También iban a buscar ujana para venderla, pero sólo cuando upar estaba muy difícil porque los carabineros se empeñaban en hacerlos virar por avante y mantenerlos alejados de los zonchos.
Todo lo cual se reflejaba en el pasado de nuestro navegante como las nubes se confundían con la mar.
Hacia el mediodía, la nueva carga estaba apalabrada.
Quizá sólo los marineros comprendan de verdad el clínamen.

Marcel Duchamp hastiado de los artistas

Marcel Duchamp, artista al que tenemos por iniciador de las vanguardias, escribió esta carta a su amiga Katherine Dreier, con la que había fundado la primera asociación de arte contemporáneo, llamada Societé Anonyme Inc. (es decir, Sociedad Anónima, S. A.).

Creo que basta echar un vistazo a la biografía del autor para comprender que, si alguien conocía el asunto del que trata la misiva, era él.

5 de noviembre de 1928.

Sus dos cartas anunciando un posible cese de las actividades de la Sociedad Anónima Inc. no me han sorprendido. Cuanto más frecuento a los artistas, más me convenzo de que son unos impostores desde el momento en que tienen el menor éxito.

Eso quiere decir también que todos los perros que rodean al artista son unos estafadores. Si observa la asociación entre los estafadores y los impostores, ¿como puede usted estar en condiciones de conservar alguna especie de fe (y en qué)?

No me sirve que mencione algunas excepciones que justificarían una opinión más clemente a propósito de todo el “jueguecito del arte”.

Al final, se dice que una pintura es buena sólo si vale “tanto”. Incluso puede ser aceptada por los “santos” museos, y en la misma medida por la posteridad.

Por favor, ponga los pies en la tierra y, si le gustan algunos cuadros, algunos pintores, contemple su trabajo, pero no intente convertir a un timador en honrado o a un impostor (fake) en faquir.

Esto debería darle una indicio del humor que tengo. Estoy revolviendo viejas ideas de hastío.

Pero sólo lo hago por usted. He perdido de tal modo el interés (todo el interés) en el asunto que no sufro por ello. Usted todavía sufre.

(…)

Ver Nueva York es siempre un placer, pero demasiado caro, incluso si pagan por ir.

Volveré a escribir pronto.

Afectuosamente,

Marcel Dee.