Reconstruir una lengua

Si tuviera que elegir una lengua perdida para que fuera reconstruida, estudiada y utilizada, creo que escogería el sabir o lingua franca del Mediterráneo.

Era el idioma vehicular que desarrollaron los navegantes, mercaderes, soldados y habitantes de los puertos. Está documentado su uso desde el siglo XI hasta el XIX, pero es muy probable que empezara a formarse mucho antes, a partir del latín vulgar, el griego y las lenguas de la costa asiática, hasta que el avance de las lenguas romances ocupó el núcleo principal, compuesto primero por las lenguas del norte de la península italiana y occitano-romances, a las que se añadieron después elementos españoles, portugueses, árabes (con fuerte influencia en la sintaxis), bereberes, turcos, y llegó a ser empleado ampliamente para el comercio y la diplomacia, y también entre los esclavos de los baños (según Cervantes, en toda la Berbería, y aun en Constantinopla, cautivos y carceleros se entendían en una lengua que era mezcla de todas las lenguas), los piratas y los renegados europeos del norte de África precolonial.

En 1662 apareció en Bruselas la Relación del cautiverio y libertad del señor Emanuel d’Aranda, antiguo esclavo, donde se muestran ejemplos y datos sobre el uso vulgar y diplomático del idioma. Se sabe que Rousseau lo usó en Suiza para entenderse con un otomano. Goldoni y Molière lo citan en sus obras. Daudet retrató a un turco, combatiente de la Comuna, que apenas hablaba el sabir: “esa jerga argelina compuesta de provenzal, de italiano, de árabe, hecha de palabras abigarradas recogidas como conchas a lo largo de los mares latinos”.

En 1830, cuando los franceses empezaron a colonizar Argelia, publicaron un Diccionario de lengua franca o morisca seguido de algunos diálogos familiares y de un vocabulario de las palabras árabes más útiles, para uso de los franceses en África. Pese a esa impresión, el impulso colonial de las distintas potencias, con la introducción masiva y reglada de las lenguas europeas, provocó el declive de la lingua franca, que había alcanzado su máxima extensión en el siglo XVII.

Sin embargo, abundan los rastros de este idioma impuro. A través de los portugueses, llegó a América, Asia, África y Oceanía: se enfrentó a las lenguas autóctonas y perdió la mayor parte de su vocabulario, pero a algunos filólogos les sirve para explicar las similitudes entre las lenguas pidgin y criollas. En Inglaterra formó parte de la farándula y se unió a las jergas de los ladrones y marginados (polari). También se refugió en el argot urbano del Magreb.

Ya en el siglo XX, Blaise Cendrars afirmaba que el sabir lo hablaban todos los marineros de Levante. Poco antes, en 1893, Pierre Loti escribía así de una joven griega: “Con una sonrisa, se detenía, le daba alguna flor, una brizna de naranjo (…), a veces le decía dos o tres palabras en una mezcla de francés y sabir”.

Si alguna forma de emotividad intelectual (o el simple aburrimiento) nos llevara a hacer el esfuerzo de rehacer un idioma olvidado, definir su gramática nunca escrita, dotarlo de neologismos, pragmática, literatura, hablarlo y, en suma, usarlo como instrumento de comunicación (sin desdeñar, por supuesto, constricciones potencialmente liberadoras y simples diversiones), ¿encontraríamos labor más bella que vivificar una lengua de marineros, saltimbanquis, esclavos, soldados, filósofos, mercaderes, bufones, putas, piratas y ladrones?

Diccionario para uso de los colonos franceses en Argelia - 1830.

Diccionario para uso de los colonos franceses en Argelia – 1830.

Llibro de Emanuel d'Aranda - siglo XVII

Libro de Emanuel d’Aranda – siglo XVII

Página del Diccionario de 1830

Página del Diccionario de 1830

Un viajero del otoño de 1894

El escritor francés René Bazin, agrarista, católico y tradicionalista, se dio una vuelta por Santander en septiembre de 1894. En Bilbao, el padre Coloma le había aconsejado visitar a Galdós y a Pereda. Encontró al primero en su residencia (“un sitio maraviloso desde donde la mirada puede vagar por toda la bahía”) y don Benito, que admiraba a Pereda y su obra, y quizá conocía las afinidades de Bazin, insistió en que lo visitara en Polanco. Lo hizo. Le entusiasmaron la sabiduría literaria de Pereda y su defensa del medio y la cultura rurales, y parece que se sintió algo desconcertado por su carlismo militante. Se despidieron “como dos personas que empiezan a quererse y no van a volver a verse”.
Anécdotas de escritores aparte, el recorrido de Bazin por Cantabria no le proporcionó una actividad social muy intensa, pero le permitió a cambio escribir algunos párrafos con descripciones y sensaciones que, creo, merecen una lectura. Si algo me ha sorprendido de ellos, es el raro acuerdo entre un desconocido desconocedor y un imaginario asumido en estas tierras. Pero no se trata ahora de entrar en profundidades.

La mejor manera de ir de Bilbao a Santander es por mar. El ferrocarril da un gran rodeo, y baja hasta Venta de Baños para luego volver a subir hacia el norte. Una línea de vapores, que, por desgracia, sólo funciona durante los meses de verano, sigue la costa cantábrica y pone las dos ciudades a cinco horas la una de la otra.
(…)
Doblamos una serie de cabos con acantilados enormes, desnudos, desmoronados, hendidos por las olas, y, de repente, se abre una bahía lo bastante profunda para que no se vea su fin, y las montañas que cortaban el horizonte se alejan en menudos encajes malvas, y la orilla derecha se llena de islotes verdes, de arboledas que rodean pequeños cuadrados blancos que se aproximan, que se mezclan, que se convierten en una ciudad. Avanzamos lentamente; hay tanta luz, tanto cielo, tanta bruma fina sobre las cosas, que pienso en los dos escritores, y comprendo.
Ya pueden ustedes suponer que, con semejante suavidad en sus costas, una ciudad no puede dejar de adormecerse. Santander es menos activa que su rival Bilbao; tiene lagos muelles donde amarran algunos navíos a vapor, veleros, dos grandes steamers que calientan motores para algún destino lejano; tiene casas de baños, artistas, ricos comerciantes, todo en la costa elevada que bordea el golfo y que acaba en un espolón de rocas de un amarillo ardiente flanqueado por dos playas.
(…)
Si quieren saber, amigo mío, lo que he hallado de novedoso en estas leguas de campo recorridas al trote lento de mi coche, le diré que, primero, la propia carretera, llena de baches, polvorienta, bordeada de árboles enfermos; después, los bosques de eucaliptos, que abundan en la costa, bosques muy altos, tupidos sólo en lo alto, olorosos y sombríos como pinares sin brillo en las hojas; una mujer que llevaba sobre su vestido gastado el cordón negro de una orden terciaria; hombres en blusas muy cortas, color salmón con rayas negras o azules con rayas blancas; una caseta de perro, delante de una granja, con la inscripción “guardia jurado”; un tenderete lleno de bonitos cántaros modelados en forma de pájaros con círculos de pintura roja alrededor de los cuellos; casas pobres que parecen abandonadas y dejan colgar junto al camino sus ristras de cebollas rojas y de maíz dorado.
(…)
En el muelle de Santander, donde compro un cigarro, la vendedora me saluda con esta expresión de despedida encantadora: “¡Vaya usted con Dios!”. Un aduanero se pasea por el lugar donde se produjo la explosión. Se envuelve en un abrigo escarlata y negro que le da un falso aire de turco. De la terrible catástrofe del 4 de noviembre de 1893, apenas quedan algunos rastros: un agujero en el muele de carga al que estaba amarrado el buque repleto de dinamita; barras de hierro retorcidas, dispersas por la calle o en los jardines descuidados de la catedral. Las veintitrés casas destruidas por el incendio han sido reconstruidas más bellas que antes. Los muertos han sido olvidados. Hace una noche luminosa, templada, de una paz casi demasiado grande, por encima de este teatro de tantas agonías. Los muelles se pierden hacia la mar; la mirada los sigue por el reguero de luces de gas cada vez más cercanas y brumosas; la bahía, de un azul irreal, transparente, sin una arruga, aclarada por la luna, refleja los barcos, las luces de a bordo, las estrellas; en la orilla opuesta, se adivinan confusamente montañas con formas de nubes y cimas de plata. Parece uno de esos paisajes románticos, trazados con mosaicos de nácar, de los veladores antiguos. Antes me reía de sus colores inverosímiles. Y ahora encuentro aquí, en esta noche de otoño, el sueño realizado de los artesanos de Nuremberg.

René Bazin. Tierra de España (1895).

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Dos fotografías (una sencilla cuestión de tiempo y de distancia)

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La fotografía del coche número 6(1)El vehículo, un Théodore Schneider, era uno de los participantes en el Gran Premio del Club del Automóvil de Francia de 1913, en el circuito de de … Continue reading fue tomada en 1913 por el adolescente Jacques-Henri Lartigue. A pesar del gran desarrollo tecnológico de la época, todavía faltaba mucho para que se produjera la ruptura que suprimió la espera entre la captura y el revelado. El vehículo salió truncado, los espectadores movidos, las ruedas adquirieron formas elípticas. Lartigue, dicen, se llevó un disgusto. Guardó la foto y no la hizo pública hasta los años 50.

Desde entonces, muchos consideran esa imagen una de las más representativas del siglo XX porque contiene velocidad, distorsión, impulso, dinamismo, formas incompletas, elementos por lo visto constituyentes del canon que metaforiza la época que parece inaugurar. Está tomada muy poco antes de la inmersión de mundo en la primera barbarie altamente tecnificada, en un momento en que los creadores de las vanguardias todavía asistían aturdidos al abismo futuro. Pero su efecto se hizo esperar dos guerras.

Premio WFS

La otra foto es de nuestro contemporáneo Michel Quijorna(2)Sitio web del autor. La foto fue una de las premiadas en los Wedfotospain Awards., que ya me parecía un gran fotógrafo antes de que, por esa y otras cualidades, nos hiciéramos amigos. Es una fotografía de género, un encargo para una boda, un acto comercial que, por supuesto, no excluye la creatividad.

Entre ambas imágenes hay cien años de distancia, pero, al traerlas aquí como si doblásemos por la mitad una larga hoja de papel con un gradiente cronológico en cuyos extremos se hubieran fijado, con haluros de plata una y con una impresora láser la otra, al coincidir en el tiempo y el espacio, dialogan sin ningún problema de comprensión ante nuestras miradas saturadas de diaporamas. Es casi demasiado evidente que se expresan en el mismo lenguaje. Sería demasiado fácil decir que se trata de la grandeza atemporal del arte; y, en mi opinión, también sería una falacia.

La foto de Lartigue ya provoca en la incierta comunidad de amantes de la fotografía el efecto de sublimidad que le solemos atribuir al concepto de obra clásica. Digo esto sin matizarlo para no tener que pegarme con el diccionario.

La foto de Michel Quijorna no es clásica; no ha entrado en la clase exclusiva de la emoción estética porque ésta se ha diluido por la proliferación de imágenes y la facilidad de reproducción que caracteriza nuestra época; lo tiene tan mal como cualquier otra excelente fotografía actual para situarse en la historia del arte, que ya no puede ofrecer modelos, sólo ejemplos de uso didáctico. (Por cierto, una pregunta fuera de campo: sin modelos que subvertir, ¿dónde queda la vanguardia?)

Entre ambas imágenes hay millones de fotos. En la primera, las leyes de la velocidad impusieron sus sólidas distorsiones; pasaron décadas hasta que el embrujo de la realidad se apoderó de los buscadores de nuevas estéticas. En la segunda, aparecen o se sugieren todos los enemigos de la fotografía: la sombra, el movimiento, la distancia imprecisa, y además se permite jugar con la idea (errónea, claro) de que un reportaje de boda debe responder a ciertas convenciones más bien estáticas y uniformadas. Ha obviado la saturación de imágenes de nuestra época para recrear con la técnica de la actualidad la espontaneidad de la vanguardia. Lo cual, por supuesto, es una contradicción flagrante, pero efectiva: las sombras azarosas han sido capturadas con precisión científica por alguien que estaba atento a los indicios de lo casual.

No es ninguna novedad afirmar que todas las reflexiones felices sobre el arte se resuelven en paradojas esenciales; es decir, nunca se resuelven del todo.

La imagen de Lartigue fue producto del azar manejado por manos inquietas, del disparo de un joven fotógrafo contra los primeros movimientos desorbitados del siglo XX; tenía todo a su favor, pero en contra de su voluntad: el obturador de cortinilla horizontal, la velocidad angular del movimiento de la cámara intentando encuadrar el coche, la velocidad de éste.

La habilidad de combinar técnicas precisas para mostrar la aleatoriedad del mundo de una manera creativa (la sombra de una grupa, el contraluz de un vestido blanco, la fuga de un paisaje) salió de los hallazgos de los que encontraron lo mismo mientras buscaban ver el mundo esquivando el azar.

Notas

Notas
1 El vehículo, un Théodore Schneider, era uno de los participantes en el Gran Premio del Club del Automóvil de Francia de 1913, en el circuito de de Picardía, en Amiens. Iba pilotado por René Croquet, a quien acompañaba el mecánico Didier. La velocidad era de unos 112 km/h cuando se capturó la imagen. Quedó el décimo de los once vehículos que llegaron a la meta, a 1 hora, 16 minutos, 0 segundos y 3/5 de segundo del ganador.
2 Sitio web del autor. La foto fue una de las premiadas en los Wedfotospain Awards.

Un comerciante del Santander de casi siempre

Es una de las pocas personas que conozco que todavía usan la palabra “raquero” como insulto. Debe de ser atávico. Los chavales les hurtaban a sus antepasados miserias de abarrotes en plena descarga de los pataches de cabotaje o directamente del mismísimo colmado de “ultramarinos y coloniales” en los tiempos en que todo era tan transparente que el horizonte coincidía con la memoria y los muelles con la calle de la Ribera. Son relatos familiares que imprimen carácter, aportan circunspección, añaden tipismo y vocabulario a las coordenadas de la autohistoria que hay que establecer nada más acabar el primer párrafo.
En la subcápsula espacio-temporal medianamente inmediata de la ciudad las cosas ocurren antes o después del incendio del 41. En una subsección un poco más amplia habría que referirse al antes y al después del intercambio atlántico de la harina, lanas y algo de hierro por productos de las colonias (ron, azúcar, cacao, café, palo campeche…), un comercio nada vergonzoso si lo comparamos, por ejemplo, con el triángulo de oro de la esclavitud.
-Nos hemos pasado la vida perdiendo oportunidades a propósito -dice-, y lo tenemos a mucha honra.
Pero en el ámbito prosaico del presente ya no hay lugar ni para renunciar a la aventura, pese a esa retórica que quiere hacer a los parados autónomos y a éstos protagonistas de una epopeya emprendedora. Las pantallas superpuestas de las grandes superficies, las franquicias, las marcas y el consumo popular de bibelots asiáticos (donde los pobres pueden comprar a lo loco, como nuevos ricos) empañan la salida de escena de una clase de pequeños y no tan pequeños comerciantes que, como la nada sufrida clase media, pero con más propiedades, hasta hace poco se creía rica o, por lo menos, acomodada hipótesis de equilibrio social. La salida del escenario es real; no hay metáfora: se privatizan las calles, se encarece el suelo, se controlan los precios de los suministros, los clientes se blindan en sus coches a las horas que les da la gana; sólo los grandes o los muy unidos pueden competir.
Es momento de un respiro. Nuestro hombre despliega el periódico parroquial. Afuera pasa El Sardinero de verano. Las casetas azules y blancas evocan chistes de velocípedos. Él es un comerciante del centro, pero la jubilación lo ha alejado (en todos los sentidos) de lo que fue su territorio.
-Siguen haciendo murallones.
Señala una foto a toda página del nuevo centro de exposiciones, todavía en construcción. A pesar de los esfuerzos del fotógrafo, oculta la parte principal de la bahía y parece caído sobre un lamedal azul cemento.
-Y da mucha sombra.
-Y han puesto unos montajes con letras grandes: CULTURA, ARTE… Se nombra la cultura y viene sola. Había más cultura en la guantería de mi abuelo de la calle de la Blanca que en toda la ciudad actual.
Si le pregunto qué entiende por cultura, nos desviaremos del tema. Mejor lo dejo. Dicen que la tal Blanca fue una prostituta del siglo XVIII. Estamos de acuerdo en que nunca debió desaparecer del callejero. Había en esa calle varias tiendas de complementos, y algunas competían por organizar tertulias. Hablaban de próceres, amores y naufragios y trataban de dirimir si alguna de las sombras de mendigos que merodeaban entre los bultos de estiba de las machinas era la del capitán del Machichaco, quien, como todo el mundo sabe, sobrevivió a la catástrofe y se volvió loco porque nadie quiso reconocerlo. Tampoco conviene discutirle eso a nuestro hombre.
-La mayor preocupación de mi abuelo cuando vendió el almacén y se volvió tendero elegante era que en el muelle no estibasen cerca de los tabales de arenque los pedidos de cabritilla, que son pieles muy delicadas y cogen olor, como las personas. Contaba que de joven le había dejado una novia por culpa de las salazones. Digan lo que digan, en esta ciudad no gustan los aires demasiado portuarios, me refiero a los de verdad, no a los de la literatura. Ciudad náutica, puede; ciudad portuaria, por necesidad, y cada vez menos, hasta llegar a lo de ahora, o sea, taponar los muelles. Y, en cuanto se perdió Cuba, se perdió todo lo exótico, los últimos en desaparecer fueron los loros, que son longevos. A mi padre le gustaba la palabra “ultramarinos” y enseguida empezó a echarla de menos en las muestras: si no vendemos lo producido aquí ni lo que traemos de otros sitios, ¿qué vendemos?, decía. Hasta se compró un libro titulado “Ultramarina”, de un borracho llamado Malcolm Lowry, sólo por el título. Lo leía con dificultad: “es de un chico rico que quiere ser querido por la tripulación de un mercante y no sabe si ir de putas”, decía, “no se si lo entiendo: desde luego, no es Pereda.”
Ahora ha llegado al final del periódico y mira con desprecio los cotilleos de la contraportada.
-Lo que quería decir -tabletea sobre el peinado demasiado liso de Su Majestad la Reina como si le pesara haberle regalado un palacio- es que la venta parecía hacerse sola. Mientras los novelistas, poetas, pintores, médicos y abogados discutían en la trastienda, sus señoras encargaban aderezos. Y, cuando los complementos perdieron clientela, el abuelo contrató sastres y aprendices y se puso a vender camisas a medida. No te voy a decir que no fuera algo negrero, la tradición familiar lo sostiene, pero pasó por todas las broncas del siglo sin problemas, con una neutralidad apabullante, incluida la guerra civil, durante las dos ocupaciones siguió con su vida como si nada, y ninguno de los bandos se ocupaba de él, los dos pensaban que era de los suyos, o sea que siguió ganando dinero incluso cuando había hambre, no mucho, nunca se hizo rico, somos pequeños comerciantes, no valemos para más. Y después del incendio tampoco le fue mal en la barraca provisional hasta que recuperó su local y consiguió, consiguieron, que todo siguiera igual, un igual diferente, pero era igual, yo ya me entiendo, y tú también. El negocio llegó a mis manos en los 70. No tuve que hacer gran cosa. Como se habían ido reduciendo los encargos, me pasé a la manufactura, de calidad, eso sí, y sólo necesité hacer ampliar las solapas para aquellos hippies del Río… Ya ves, pasamos de los abastos a una tienda cara y luego a vestir a la clase media, que entonces incluía también a los obreros, o era que no había pobres, no sé cómo era eso…
Se mueve en el tiempo como un personaje de Vonnegut: cuando algo lo hiere, huye. Creo que nunca se ha detenido tanto en el pasado, pero tiene una colección de recortes. Los semanarios de principios del siglo XX nombran el establecimiento como patrocinador de las Fiestas Patronales y lo destacan en los faldones de las páginas derechas con un recuadro de bordes modernistas primero, luego decó, luego nada; aquellos semanarios liberales (insistía Simón Cabarga en pleno franquismo que aquí éramos, somos, en esencia, liberales) se hicieron humo y hubo que recurrir a sobrios anuncios en la prensa del Movimiento y en la ultracatólica e insistir en que los rojos no llevaban sombrero.
Hay cuestiones en las que pierde esa pátina tolerante; la tolerancia tiene eso, que no posee la fuerza de la tinta roja de campeche. Desde que se jubiló, pasa poco por el negocio, que ahora está en liquidación de existencias, lleno de carteles a rotulador con los precios de antes tachados y los de ahora resaltados con fosforescencias. Lo llevan su hija y su yerno. Están en tratos con una franquicia de alimentación. Pretenden venderles delicatessen a los turistas, es decir, han aceptado las instrucciones del alcalde, que quiere superar el veraneo tradicional y basar la economía de la ciudad en escalas técnicas de cruceros, campeonatos de vela, aficionados al arte contemporáneo sin conflictos y visitantes de fin de semana. El problema es que muchos han tenido la misma idea y ya abundan los locales con latas de anchoa preparadas para regalo en cestas de falso mimbre envueltas en film, botellas de aceite con lazos, tajadas de bacalao rodeadas de tarros de pasta de choricero, aceitunas demasiado verdes… Otros, simplemente, venden donuts de colores. Nuestro comerciante de casi siempre ha tenido que replegarse a las cafeterías de las inmediaciones del casino para no enredar sus días en una escala temporal que las autoridades llaman revolucionaria, señera, de progreso…
-Y una mierda -dice-. Pura decadencia. Sólo ganarán los grandes.
El centro de la ciudad ya no le gusta ni en invierno ni en verano. No es una cuestión de exilio interior. Él no es de esos, él no perdió ninguna guerra. Durante décadas, él y otros como él se ocuparon de que no vinieran cambios bruscos ni desde arriba ni desde abajo. Los comercios abrían a sus horas, la gente compraba cuando tenía que comprar, las plazas públicas servían para pasear. Y últimamente, en caso de apuro, siempre había subvenciones; pero el caudal ha sido desviado: ellos no pudieron alcanzar el poder fáctico suficiente para modificar el lenguaje y hacerlas llamar rescates. La clase política nacida de ese silencio rentable se ha hecho devota de la planicie aséptica de las grandes superficies, las marcas que son también tiendas, las devoluciones con reembolso sin problemas, los dependientes proletarios que nunca tendrán la oportunidad de llegar a ser “casi de la familia”. Quién le iba a decir a él que la ley natural de la acumulación del capital iba a llegar hasta este remanso para imponer una brutal libertad de horarios. El gran trasvase los ha alcanzado.
-Canallas. En cuanto han aparecido esos predicadores financieros, nos han dejado tirados. Se han puesto a liquidarlo todo. Lo gracioso, y yo no me meto en política, es que todos esos que mandan son obra nuestra. Dicen que esta es una ciudad muy inmovilista, pero de eso nada; en pocos años se ha revuelto como el mundo desde lo del muro, ladrillazo, especulación, franquicias, turismo a lo bestia. Os quejabais de nosotros porque nos creíamos algo, pero por lo menos vendíamos cosas de verdad, el dinero se movía con prudencia y nuestros intereses coincidían con nuestras ideas, pero ahora las ideas van por un lado y las cosas van por otro, y no hay manera de saber de quién es la cosa porque el que tiene las ideas y cobra no da la cara. Todo es turbio. Cuanto más legal, más turbio. Todos van al raque, y a lo grande, provocando naufragios.
-Pero la mano invisible que regula el mercado…
-¿Me estás tomando el pelo?
-…

Naturalismo

El tipo dice:
-Me dan mucho asco los que revuelven en la basura.
No hay metáfora en la frase. Y parece sincero: tiene cara de asco, habla con asco; expresa un asco que amenaza con hacerse permanente.
-Ha pisado una mierda -le dice, respetuoso, el camarero.
-¿Qué?
-Que huele usted mal. Ha debido de pisar una mierda. De perro, supongo.
Se mira las suelas de los zapatos. Las muestra al público. Están limpias.
Pero mantiene la cara de asco:
-Es que me molesta tanta tontería -dice ahora, y nadie parece saber a ciencia cierta de qué está hablando, pero tampoco hay expresiones de sorpresa. Se ha instalado la idea de que el sujeto asqueado hiede.
Es uno de los primeros días del calor canicular, cuando la tarde se bifurca entre la cerveza y el café con hielo en un bar-limbo en el que los escasos clientes hablan y se responden o callan sin hablarse ni responderse ni callar. Nadie conoce a nadie, nadie quiere saber nada y de vez en cuando entra alguien y dice algo que parece extraído de un contexto muy lejano aunque venga de la calle que se aburre a contraplano en una humedad de 90%.
-Qué calor -dice uno, y todos le dan la razón mientras lo miran como si acabaran de constatar que se trata de un perfecto imbécil.
-Y las moscas -dice otro.
Entonces, en simultáneos procesos automáticos, elaboran discursos coincidentes sobre las moscas de antaño, que eran más, más grandes, más repugnantes y de un repulsivo color acero.
-La gente duerme en cualquier sitio -se queja el de la basura.
-¿…?
-En verano, los sin techo se esconden menos -dice el camarero.
-Enseguida se instalan a dormirla.
-Ahora todo son instalaciones. También en los museos. He visto un reportaje sobre una cama deshecha.
-No siempre están borrachos.
-Da igual. El caso es que duermen en la calle.
-Y en los cajeros automáticos. Y no se te ocurra dejar el portal abierto.
-Mi primo dejó el portal abierto y se llevaron un espejo enorme que tenían. Era carísimo. No tenían que haber despedido al portero.
-El caso es que, en cuanto encuentran un rincón, lo llenan de cartones y de toda la basura que sacan de los contenedores y se acomodan. El Ayuntamiento debería hacer algo. Como en Londres.
-Cada vez hay menos cajeros automáticos.
-Los de las preferentes los pintarrajean.
-Yo no puedo dormir delante de un espejo.
-¿Qué hacen en Londres?
-Ponen en los huecos de las manzanas y debajo de los puentes y en los pasadizos pinchos de cemento y barras de hierro para que estén incómodos, y aros en los bancos para que no puedan tumbarse.
-Como aquellas jaulas de la Inquisición: ni de pie ni sentados ni tumbados, imposible dormir.
-En Madrid también lo hacen.
Tratan de encajar Madrid y Londres en una proposición comparativa. Renuncian.
-¿Está prohibido dormir en la calle?
-Aquí han empezado a poner sillas en vez de bancos. ¿Será por eso?
-Igual sí.
-Es cosa del diseño urbano. Lo dice el periódico.
-¿La prohibición tiene que ver con el diseño?
-Eso es toda una industria, ¿no?
-Creará empleo, seguro. Hay que sacar empleo de donde sea.
El tipo que hablaba de las personas que buscan en la basura se va. El tedio queda libre de un olor muy desagradable.
-Hambre -dice el camarero-. No me salía la palabra.
-Y sueño -dice alguien-. Un café solo, por favor.

Explanadas para gaviotas

Esa pasión por los resultados inmediatos los llevará a construir cualquier día un puerto que será un superpuerto deportivo destinado a la marinería de recreo de lujo, aunque quizá acepten que ocupen un espacio los pocos barcos pesqueros y las embarcaciones menores (las motor central, ruidosas, pero que tantos chipirones han traído) que queden en la ciudad. El elemento principal será una llamada “área público-privada de servicios”, cuyas instalaciones probablemente ocupen parte de la marina y se adentren de forma lúdico-hostelera en la zona intermareal una vez ocupada la tierra firme más cercana. Será una obra muy cara, pero ellos la llenarán de adjetivos milenaristas de doble vertiente con soporte de fundaciones creativas. Todo azul, muy azul. Edificarán centros comerciales de distintas categorías, hoteles de lujo y otros más modestos, pero no demasiado, porque nadie ha dicho que esto vaya a ser barato. El paisaje dominante formará una extensa trama blanca junto al mar ,compuesta por las líneas paralelas flotantes de los pantalanes, que se proyectará en explanadas de cemento azul por supuesto (real o ideal) para los vehículos terrestres, las clases de aerobic y los festejos.
Si, pese a la implicación del gobierno regional, el Ayuntamiento y las asociaciones de promotores subvencionadas por ambos, no consiguen cubrir en una primera fase los espacios comerciales y hosteleros ni montando en ellos oficinas de reparto de folletos, el asunto puede devenir un tanto polémico, pero sin duda lo resolverán sin temor a la paradoja (neolengua: lo barato es lo caro) aumentando las subvenciones a empresas, bajándoles las tasas y regalando terrenos y licencias para atraer la participación privada, concepto fundamental que deja sin efecto el hecho de que la inversión directa e indirecta de dinero público sea, a la larga, muy superior a la de los beneficiarios, cuyos beneficios, por otra parte, deberán garantizarse o, en caso de no alcanzar el mínimo marcado, compensarse en concepto de gastos derivados, promoción de imagen, interés cultural, etc.; y, en caso de persistente insatisfacción del lucro, el erario público, una vez más, acudirá al rescate.
Se organizarán cíclicamente actos propagandísticos y paseos con la prensa, y se sucederán las declaraciones para dejar claro que el proyecto seguirá en marcha porque es un acto de fe y está inexorablemente condenado al éxito. Se harán concursos de pintura y fotografía que resultarán algo deprimentes incluso para los más entusiastas (azul, azul, azul) y de poesía con los mismos resultados (la mar, la mar, la mar, repetida hasta inmovilizarla, hasta sólo dejar de ella las postales, hasta lo imposible…).
Cuando llegue el verano, llenarán el pavimento de kioscos y se invitará a locales y turistas a volverse figurantes a la moda de principios del siglo XX para intentar impetrar el espíritu, es decir, los fantasmas de la península boscosa con el palacio que le fue regalado al rey. Niños y niñas con aros, bucles y diábolos, jóvenes paseando en velocípedos, saltimbanquis con camisetas rayadas y mostachos, una orquesta de músicos con canotiers, fotógrafos con falsas cámaras de época (serán digitales y enviarán las fotos mediante aplicaciones smartcity), barquilleros con tambores rojos de ruleta, demostraciones gratuitas de aerobic y todo lo que las asociaciones de comerciantes e instituciones sean capaces de concebir.
Es probable que sólo consigan atraer masas de conciudadanos curiosos y poco gastadores y los veraneantes familiares de siempre, los que alquilan habitaciones y pisos enteros en la ciudad, siempre los mismos durante generaciones, los de “toda la vida”, ese concepto que define en la ciudad un período complejo, mítico, ilimitado y a la vez encapsulado en su propio rincón de eternidad como la impronta diseñada según un código siempre propicio, siempre leal y siempre benéfico.
Puede, no obstante, que las relativas novedades atraigan algunos visitantes adinerados que justifiquen unos cuantos contratos precarios más que en años anteriores. Así decorarán el primer verano con un balance de cuentas triunfales. Estructuradas las franjas fija y fluctuante del paro, todo será una alternancia de pobrezas.
(Pero es también probable que todo se quede en infografías: “la gente está muy harta”, dice la gente de la gente, y además los insaciables no quieren invertir ni aunque les salga gratis porque la nube financiera cree que no necesita cimientos.)
En otoño, las especies dominantes de las explanadas serán las gaviotas, que continuarán adentrándose con descaro en la ciudad por los entresijos de los edificios invisibles, emigradas de la mar y las zonas litorales, convertidas en devoradoras de basura y depredadoras de torpes palomas. Cuestión de competencia, de regulación del mercado, de búsqueda de equilibrio.

Lo que Renzo Piano no va a hacer en Santander

En el siglo XIX, cuando se definió el plan de reformas de Haussmann que gentrificaría París de un modo tan brutal como eficaz, el antiguo barrio medieval de Beaubourg, en el corazón de la ciudad, recibió la cartesiana denominación de conjunto urbano insalubre n°1. Sin embargo, mientras el racionalismo imperial se desarrollaba a su alrededor, la única intervención durante casi un siglo consistió en demoler las casas en ruinas y convertirlo en un solar que sería utilizado como aparcamiento de servicio para el gran mercado de Les Halles, señalado por Zola como el vientre de la ciudad-luz, órgano digestivo-lucrativo que fue trasladado a finales de los años 60 a las afueras en lo que se llamó “la mudanza del siglo”. Casi al mismo tiempo, el presidente de la República, Georges Pompidou, decidió crear un Centro Nacional de Arte y Cultura que reuniera el Museo Nacional de Arte Moderno y Creación Industrial, el Instituto de Investigación y Coordinación Musical y la Biblioteca Pública de Información. Era una idea ambiciosa y requería un lugar céntrico de la capital. El antiguo solar parecía apropiado para una recuperación semejante.

Beaubourg

Beaubourg: la plaza antes de la construcción del Centro Pompidou

El proyecto fue presentado en 1969. Para la construcción del edificio se convocó un concurso internacional de bases muy poco restrictivas al que se presentaron 681 estudios de arquitectura. El jurado escogió el proyecto nº 493, obra de tres artistas, dos italianos y un inglés: Renzo Piano, Gianfranco Franchini y Richard Rogers. Eran muy jóvenes y habían construido muy poco.

No creo necesario detallar aquí por qué el Centro Pompidou, una entidad pública, se convirtió en un espacio artístico con una fuerte integración en el medio, muy bien asentado en el entorno urbano que vino a recuperar y no sólo a ocupar. Audacia, funcionalidad y rupturismo son las características que se le atribuyen hasta convertirlo en una forma de ortodoxia de la arquitectura contemporánea, lo cual, en mi opinión, posee la virtud de evitar el dogma mediante la paradoja. Si tienen oportunidad, incluso aunque detesten “este tipo de arte”, gocen de un paseo por los alrededores del Centro, asistan a las actividades de la plaza inclinada que por sí sola, jugando con los planos, define su ambiente y se diferencia del paisaje urbano sin necesidad de robarle nada, y mírenlo desde distintos ángulos. Es probable que les desagrade esa estructura rodeada de tubos (hay quien lo llama Nuestra Señora de las Tuberías): convengamos que toda evaluación estética es subjetiva e indiscutible (afirmación esta, en mi opinión, tan discutible como el enunciado contrario). Pero dudo que muchos puedan sustraerse a la sensación de estar en un lugar que se ha ganado el espacio que ocupa y creado un entorno social que va más allá de un simple sitio para exponer arte y dar prestigio. El propio Renzo Piano dijo que la intención del proyecto era demoler la imagen de un edificio cultural solemne que asustara a las personas, y que habían pensado en buscar una relación libre entre los visitantes y el arte en la que, además, se respirase la ciudad. Creo que lo consiguieron. El aliento, por supuesto, lo pusieron la ciudad y la cultura, pero el edificio supo atraerlos sin imposiciones.

Más de cuarenta años después, una entidad privada ha elegido sin concurso a Renzo Piano para edificar un Centro de Arte en un muelle de Santander que necesita ser recuperado y reparado, pero no ocupado.

Antes de que alguien corra a señalarlo, diré que no trato de establecer una comparación entre la ciudad más visitada del mundo por motivos artísticos y culturales y una pequeña ciudad del norte de España que ni siquiera tiene un Museo Municipal en condiciones aceptables; tampoco entre una administración pública capaz de invertir en patrimonio artístico y mantenerlo incluso en tiempos de supuesta crisis y otra que se limita a entregar a una fundación privada un valioso terreno junto al mar para que construya allí un museo-mirador. Son obstáculos dialécticamente difíciles de rodear, lo sé, y es innegable que en el origen del problema están las diferencias insalvables entre las dos ciudades que, más allá de la idoneidad o no de los espacios elegidos (en el primer caso se recupera un solar arruinado y en el segundo se invade un muelle histórico y se ocupa un paisaje), han establecido la demanda o indiferencia sociales.

Puede que tampoco sea lícito comparar al Renzo Piano de los 70 con el actual (aunque, con haber visto mucho menos de él que de Piano, me gusta más la evolución de Rogers que la del genovés). Pero, como peatón del lugar de los hechos, tengo derecho a apuntar la decadente deriva que, en mi opinión, implican esas actuaciones.

Renzo Piano no va a hacer en Santander algo parecido a lo que hizo en Beaubourg. En lugar de siquiera recordar (no estoy diciendo imitar ni copiar) el evidente rupturismo de la obra inaugurada el 31 de enero de 1977, el Centro Botín de Santander, en nombre de una hipotética limpieza lumínica (no entiendo tanta pasión repentina por la pureza de quien colaboró en la expulsión a la intemperie de conductos de servicio alegremente coloreados), se une a tendencias tornasoladas y cerámicas ya probadas y se sube a una onda sin choque que, pasado el primer descorche de champán, caerá, sospecho, en las manos del aburrimiento. Consecuencia, claro, de la dedicación del estudio del señor Piano a la satisfacción del modelo imperante: sobre todo, nada de sobresaltos, lema de la banca mientras exige rescates; se trata de ofrecer un espacio bonito, actual y señero en las peores acepciones de los tres términos. Porque el Centro Botín no es una obra pública, sino el resultado de un acto de vasallaje, y eso nunca va a ser obviado ni social ni estéticamente.

En mi pedestre opinión, Renzo Piano es un gran arquitecto (curiosamente, autor de un tercio de su obra cumbre) de trayectoria desigual que ha devenido una especie de resumen venerable de sí mismo y ha venido a resolver un encargo fácil en el que no ha podido evitar la intromisión en el paisaje impuesta por el contratante, pero tampoco ha optado por la ruptura (quizá si se hubiera atrevido a ser más radical hubiera activado nuestro amor al arte en conflicto incluso convenientemente clasificado y con su níhil óbstat) ni ha sabido forzar una audaz integración: me resulta hasta simpático ver en la presentación del proyecto sus esfuerzos por sostener que el edificio apenas se vería.

Me gustaría, por ejemplo, que no hubiera renunciado a unir sus módulos con el antiguo edificio del Banco de Santander (la historia de su construcción es muy similar) mediante una vía aérea. No creo que haya que ocultar las evidencias, y un paso elevado sobre los restos pintados de azul de los jardines quizá hubiera aportado un disparate naíf y necesario. Claro que, al otro lado, impacta aún más el paisaje la antorcha patriarcal del banco al que nuestra ciudad debe su renombre. El caso es que, en lugar de divertirnos, ha acatado un simple sobrevuelo de la bahía.

Ahora que, ya crecida la estructura, se confirma su visibilidad (no han podido el arquitecto ni su contratante con las leyes de la Física), los medios fieles insisten en su condición de mirador del paisaje olvidando que usurpa sin añadir gran cosa. El problema de erigir tal mirador-museo es que se suma como un emblema asfixiante al entorno de una ciudad-fachada y al poder retórico de una bahía de postal aportando escasa diversidad a tanto adorno superpuesto.

Espero sinceramente que los salones sean funcionales y aptos para el uso expositivo y que los visitantes puedan disfrutar de algo más que del paisaje y su separación de la ciudad mediante la elevación del punto de vista, ese lujo antropocéntrico para mentalidades de gaviota que siempre me recuerda al vedutismo dieciochesco y que de todos modos permitirá que quienes no acudan por amor al arte (sospecho una inauguración cuasi circense de Carsten Höller) lo hagan por ver la bahía desde este belvedere interpuesto entre la ciudad y su libertad de mirar como se entromete un gran cartel publicitario en la mirada del paseante incitándolo a abrir una cuenta o un plan de pensiones en la entidad de guardia.

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