Cuenta Mario Vargas Llosa que, cuando supo que le habían concedido el Premio Nobel de Literatura, estaba releyendo El reino de este mundo, obra de Alejo Carpentier, comunista, diplomático del gobierno cubano, musicólogo y precursor (viajero a la semilla, habría que decir) de lo que vino a llamarse el boom de la literatura latinoamericana, cuyos asignados también pertenecen, por lo general, a órbitas ideológicas alejadas del liberalismo del galardonado hispanoperuano. En el caso de Vargas, sin duda, es fácil y casi obligado elegir al escritor y olvidar al político, y viceversa. Dudo que a José María Aznar, de leerla, le gustara ‘La casa verde’, por la que Hugo Chávez manifestó su admiración mientras le recordaba al escritor que él sí había ganado las elecciones. La derecha peruana, por cierto, no quiso votar a Vargas Llosa: prefirió a Fujimori. Pero a veces, y no sé si por su culpa, me parece que nuestro autor está preso en un laberinto mayor de lo común en las existencias contradictorias de los seres creativos, un embrollo de caminos en el que cada vuelta lo envía desde su pasado de niño bien militarizado a sus primeros oficios de literato de izquierdas, desde su literatura crítica y sus estudios sobre Gustave Flaubert y Juan Carlos Onetti a las novelas evasivas que nunca lo harán alcalde de Santa María y, quizá lo menos importante, pero lo más pertinente ahora por imposición de la unanimidad de los medios, desde su presente de por fin premiado a esa situación intemporal en la que un lector/escritor disfruta de un libro de Alejo Carpentier sobre Haití sin dejar de escuchar los sonidos del exterior, por si se abre una puerta y consigue este señor de derechas dejar de ser prisionero de la izquierda literaria, sea eso lo que sea.
Archivo del Autor: Rafael Pérez Llano
La máquina de los deseos humildes
En la instalación playera de Martial Rayse en el centro Pompidou-Metz, la estrella es un juke-box mucho más luminoso y curvo que los que había en los bares de nuestra adolescencia, que eran cuadrados y grises, pero éstos también concedían un par de minutos de alegres deseos a cambio de una moneda. Creo recordar que Peter Handke escribió un ensayo sobre esos aparatos. Lo apunto como lectura pendiente, otra de tantas. Nunca vi ningún juke-box en la playa; no sé si lo imaginé alguna vez. Es posible que en algún chiringuito, por la noche. ¿En qué película o novela alguien ponía canción tras canción en un bar vacío mientras esperaba algo o a alguien bajo la mirada aburrida del camarero que sacaba brillo a los vasos? No me acuerdo. Pero me estoy acordando de los cuadros de Edward Hopper. ¿Estaré contando un cuadro suyo?
“Left behind” de Jim Shaw en el CAPC de Burdeos
El Centro de Artes Plásticas Contemporáneas (CAPC) de Burdeos está situado en un antiguo almacén de productos coloniales, un espacio de grandes dimensiones que por sí solo merece la visita. Conserva el aire, el sonido y los grafitis de su misión original. Es un lugar lleno de ecos mercantes con tintes de templo laico donde las piezas de la exposición Left behind, de Jim Shaw, se acomodan sin contradicciones. Sigue leyendo
Viajes
-¿Qué va usted a buscar allí?
-Espero a estar allí para saberlo.
Tres afirmaciones
Raymond Roussel cruzaba los océanos para no desembarcar o no salir del hotel. Permanecía en su camarote en puertos exóticos, Singapur, Shanghái, Otaheite, atisbando como mucho aguas turbias y bultos de estiba por un ojo de buey y sintiendo sin embargo la emoción estética y aventurera que ha hecho de viajar un arte.
Conocí a un tipo para el que todas las playas eran la misma, y esta idea le obligaba a visitarlas una tras otra, a tumbarse en arenas de texturas que nunca coincidían, alejadas entre sí miles de kilómetros, bañadas por aguas cuyas tonalidades variaban desde la transparencia (y le daban miedo las estrellas de mar del fondo) hasta la oscuridad azul impenetrable (y le aterrorizaban los monstruos marinos de ojos de fósforo que adivinaba), pasando por todas las luces de la molicie estival, los más complejos salitres, recibiendo rayos solares de intensidades y latitudes diferentes. “Pero son todas iguales”, decía.
Un día me contó un futbolista que odiaba meter goles. Era delantero centro, un gran ariete. No fallaba. Casi siempre la clavaba por la escuadra. Le gustaba hablar conmigo porque detesto el fútbol. “Es repugnante -explicó- esa situación que se crea cuando metes un gol y el público vocifera y los compañeros se te echan encima, te tiran al suelo y te embadurnan con sus sudores. Tú estabas un instante antes a solas con tu fatiga, concentrado en el juego, en la idea del juego, que es el juego de verdad, no ese plano estrecho del campo que ves, sino el mundo visto desde el aire, todo en un esquema exacto en tu mente, los otros jugadores, la portería, las lineas blancas, el estadio, el balón, el árbitro, las leyes de la gravedad, la Física y la Geometría, y tiene que ser exacto, porque si no, no sale la jugada y el balón no entra. Y actúas en consecuencia. Y cuando aciertas con las coordenadas de todo eso, cuando todo se conjuga, surge la batahola y la felicidad se derrumba en ese griterío”.
Ilustraciones de Henri-Achille Zo para las “Nuevas impresiones de África” de Raymond Roussel.
Tradición
Ocupó la plaza un grupo de hombres vestidos con blusones blancos y pantalones negros, calzados con alpargatas, protegidos con capas de cuero de cortes irregulares y tocados con gorros de fieltro altos, grises y desviados. Llevaban largos bastones que comenzaron a lanzar al aire con todas sus fuerzas. El juego, deporte o ceremonia consistía en evitar que el garrote, afilado por los dos extremos, tocara el suelo. Los participantes podían capturar bastones ajenos además de los propios y, en ese caso, el que había perdido su arma abandonaba la plaza con gran vergüenza, entre los abucheos del público.
Era una actividad peligrosa. Los palos alcanzaban gran altura y caían con fuerza, y los celebrantes ponían tanto empeño en atraparlos que a veces, a pesar de las capas y los sombreros, se producían golpes y arañazos. También se empujaban entre sí, se bloqueaban los unos a los otros y hasta se daban codazos y puñetazos. Todo lo cual lo hacían sin dejar de reírse, al menos mientras estaban en liza.
No quedó muy claro cuándo decidió el jurado, compuesto por las autoridades civiles, militares y religiosas, que se debía dar paso a la segunda parte del espectáculo. El caso es que sonó un cuerno y los hombres dejaron en el suelo de la plaza las capas que los habían cubierto y se retiraron. Entonces entraron una docena de mujeres ataviadas con vestidos blancos sobre los que se pusieron las prendas masculinas, sin importarles la sangre ni el sudor, y empezaron a bailar un baile casi sin movimiento, apenas con medios giros de cinturas sobre los pies estáticos, afianzados en el suelo de piedra. Y con el baile comenzó entre los espectadores un rumor que durante mucho tiempo creció hasta convertirse en un grito.
Cuando la intensidad del grito, prolongado hasta el dolor, se hizo insostenible, irrumpió un silencio tajante que afectó incluso a niños, pájaros y perros. Un silencio excesivo, tenso. Pero enseguida se deshizo la falsa calma y comenzaron las conversaciones, y la gente se fue dispersando hacia los bares y los políticos se subieron a los coches oficiales mientras los secretarios miraban las agendas para saber dónde tocaba a continuación comenzar el verano.
Prospectiva siniestra
Acabados
los tiempos simples de la
Destrucción Mutua Asegurada,
sustituidos los bloques simétricos por imperios en disgregación, feudos en ascenso y reinos tribales hambrientos,
si no hay en lo que llamamos Norte u Occidente una reacción muy firme de sus habitantes que obligue a sus gobiernos y poderes
a dejar de imponer y apoyar en el resto del mundo gobiernos y poderes títeres y cómplices,
negociar con los países no industrializados una distribución justa de la riqueza y de la tecnología para el desarrollo,
reorganizar en todo el planeta los modelos de producción, consumo, comercio y explotación de la naturaleza,
entonces es muy posible que
la lucha por el dominio de las energías fósiles, de las tierras fértiles y de las materias primas en general,
el deterioro del ecosistema,
las oleadas demográficas,
la extensión del pánico
y el deterioro de las libertades
culminen en una multiplicación de los enfrentamientos armados hasta alcanzar un grado que podríamos denominar sin ápice de exageración
Tercera Guerra Mundial.