Qué fácil

Qué fácil es escribir cerca de la lluvia. La máquina del agua proporciona el estado de ánimo. La lluvia no es monótona; sólo lo son los cristales. Las gotas varían en densidad y ritmo. La luz tarda en hacerse poderosa. Los días son más largos. La tierra gana impactos, frío, solidez de paradoja-esponja y, si al anochecer escampa, espejos. Las palabras adquieren la calma de las bajantes de flujo continuo. El sonido es todo.

Un asunto familiar

El otro día me dijo un amigo que había estado en Carmona y que parece opinión unánime de sus habitantes que mi abuelo, el escritor y periodista Manuel Llano, nació allí y no en Sopeña. Esta es una cuestión que reaparece cíclicamente en la historia familiar.
Ya que no conocí a mi abuelo, el testimonio más próximo que tengo es el de su viuda, mi abuela María Lázaro. Ella siempre dijo que su marido había nacido en Sopeña. Era un pregunta clásica de los parientes y conocidos durante las visitas en las tardes de invierno, poco antes de la partida, que es cuando se hacen esas preguntas, después de que el visitante haya recordado que tiene que coger la línea o el tren y, con las palabras de despedida, aparece el recuerdo de los muertos, como si un hasta la vista evocara un adiós extremo. Un rito funerario más: por cierto que escribo esto el día asignado por el santoral a los difuntos.
El caso es que de vez en cuando alguien, cabuérnigo o no, resucitaba la duda: “María, perdona, ¿dónde nació Nel (o Manolo, o Manuel)?”. Y mi abuela: “En Sopeña. Él siempre dijo que era de Sopeña”.
Sin embargo, la polémica se ha mantenido a lo largo de los años. Pareció desactivada cuando mi madre se hizo con una copia literal de la partida de nacimiento, donde se establece que Manuel Llano nació en Sopeña, pero la persistencia de las supuestas memorias de los carmuniegos no ha perdido intensidad.
Dice mi amigo que no ha encontrado persona en el pueblo que no pueda aportar testimonio directo o indirecto del nacimiento de mi abuelo, de su crianza o de la casa que habitó. “Y todos parecen sinceros”, afirma. Le digo que yo tampoco creo que mientan. Lo cual no quiere decir que el dato sea cierto. De hecho, lo que más me interesa de este asunto no es dónde nació mi abuelo, sino los mecanismos de la memoria que, asociados a los resortes del deseo, determinan situaciones de este tipo.
Querer algo implica muchas veces una beata falsificación que nos libra de la incertidumbre, que llena los huecos que ocuparía la duda y que fija el mundo en un estado ideal y quieto. Y también, claro, está presente una cierta tendencia a la privatización de la Historia, la cual, al parecer, será ultraliberal o no será.
Es posible que el registro de un escribiente de 1898 que recogió los datos de una simple declaración verbal sea tan fiable como cualquier testimonio trasmitido durante dos o tres generaciones por los habitantes de un pueblo. El problema es que hay otras personas que suman al asiento burocrático argumentos del mismo género: el recuerdo, la costumbre, lo contado.
En ambos casos, es la tradición la que establece las certezas personales. Todos están convencidos de que se debe asignar a su ámbito el nacimiento (no basta que viviera allí muchos años; parece que el acto del nacer, el salto del útero, la primera luz o el primer aire son maś importante que la tierra que se pisa y la yerba que se pace) de una persona a la que consideran estimable, lo cual, por supuesto, es un honor (un doble honor) para el difunto, que, de vivir, es casi seguro que también dudaría sobre su lugar de nacimiento: nadie lo recuerda; la memoria empieza mucho más tarde a falsificar los hechos.
Sesudos científicos (me acuerdo ahora de Elizabeth Loftus, a quien quiero creer personaje de novela, pero que ha estudiado con dolor propio y ajeno los falsos recuerdos) sostienen que hasta en los testimonios más directos puede haber falsedades inducidas o autoinducidas, que todas las historias son construcciones y que las arquitecturas que las definen están cimentadas sobre nuestras débiles mentes, nuestros pobres espíritus, nuestras lábiles necesidades. Así que lo único cierto son las cicatrices y las sonrisas.
No importa que algunos incluso hayamos tenido la suerte de haber conocido (además de a nuestras madres, pero ¿son ellas fiables?) a las comadronas que nos empujaron al mundo, y hayamos escuchado sus relatos. Aun así, nunca tendremos la seguridad de que no nos confundieran con nuestros hermanos o vecinos.
Es triste, pero sólo los objetos (documentos, piedras, manuscritos, fosas, huesos) son ciertos. Ellos no tienen sentimientos. Aunque los datos que aportan sean tan falsos como los caprichos del alma, ellos son las sonrisas y las cicatrices.

Objeto encontrado

La impresora de la recepción del hotel (una máquina arcaica y matricial) no dejó de chillar en toda la noche. Al alba, gracias al bate de béisbol olvidado en el paragüero de la entrada por un turista melanesio, pareció evidente que la falacia inevitable del destino también alcanza a las cosas. Los paraguas, no obstante, se mostraron escépticos.

Visitas del porvenir (la máquina del tiempo ha venido para negarse)

Si en un sereno porvenir irrumpe un futuro aún más lejano, sabremos que alguien de ese mañana ha inventado y fabricado la máquina del tiempo. Sin embargo, si será así, ¿por qué no lo sabemos todavía? ¿Será que el alcance hacia el pasado del más avanzado ingenio de viajar en el tiempo es limitado? ¿Será que simplemente nunca querrán visitarnos? Pero, entonces, ¿ningún loco viajará al inframundo? ¿Lo habrán prohibido -lo prohibirán- por miedo a las paradojas?
La hipótesis de la prohibición respetada resulta dudosa: he sido educado en la vieja escuela científico ficticia que, entre otros postulados, mantiene la inevitabilidad de la transgresión; dicho de otro modo, siempre hay personas (generalmente marginales, mercenarias, expulsadas de universidades, vagabundas del espacio o vulgares mutantes) que incumplen las normas. Por otra parte, ya señaló Douglas Adams (¡Que no cunda el pánico!) que los viajes en el tiempo son una invención realizada simultáneamente en todas las épocas.
Claro que los mecanismos de autorregulación del universo, si existen y no son un simple consuelo de cosmólogos, pueden haber determinado que los viajeros del futuro no puedan hacerse evidentes en su pasado (ni los del pasado en el futuro, quizá por motivos más lineales) y esten condenados(?) a entrometerse en frustrantes antaños alternativos.
En todo caso, decir que la flecha inversa del tiempo es imprevisible, expresión tan querida al evocar la máquina steampunk de Wells, es ya un tópico fácil e inexacto, y se hace necesario pensar en círculos, a la manera helicoidal del ADN o a la tosca manera del Gran Colisionador de Hadrones.
Es este mecanismo brutalizador de partículas (las magnetiza, las acelera, las hace chocar para imprimirles el carácter de bosón) el que ha sugerido estas notas, porque acabo de leer que un par de científicos (Holger Bech Nielsen, del Niels Bohr Institute de Copenhague, y Masao Ninomiya, del Yukawa Institute for Theoretical Physics de Kyoto, nombres dignos de un congreso de futurología psicodélico a la manera de Lem) han especulado con la posibilidad de que el laboratorio del CERN esté siendo saboteado desde el futuro, para evitar el éxito de una experiencia aberrante, por la hipotética materia de Higgs que pretende producir.
Hermosa paradoja, y ahí hubiera quedado si el doctor Nielsen, mencionando1 el disgusto de alguna divinidad, no hubiera invocado la sombra irracional de las manifestaciones de lo sagrado. Y con ello mis sospechas: ya apareció la visión del cosmos patriarcal, protector y reaccionario.
En los mundos ideados por la Ciencia, cuya historia está llena de fracasos generadores de hallazgos, las cosas pueden no funcionar, la energía perderse, la radiación quedar como poso del infinito y las cosas ser a la vez ondas y partículas. Y hay objetos reales que sólo pueden ser detectados por sus huellas y de soslayo. En los mundos de las religiones, ocurre lo contrario: todo está quieto, sometido a sus propias cenizas y, sobre todo, vigilado por agentes pertinaces. Personalmente, no creo en las paradojas represivas. A no ser que lo demuestren, claro.
De momento, si tengo que aceptar una idea similar, simpatizo más con la opción de Asimov en Los propios dioses: quizá en el universo de al lado están algo molestos por nuestros hábitos de pésimos vecinos.

Notas
1. Admito que puede tratarse de una frase jovial sacada de contexto, un símil, a la manera del de los dados de Einstein. A los científicos les gustan estas cosas y gasear gatos ideales… Según el New York Times, Nielsen ha dicho: Bien, casi podríamos decir que tenemos un modelo para Dios, que más bien detesta las partículas de Higgs e intenta evitarlas. (Well, one could even almost say that we have a model for God, that He rather hates Higgs particles, and attempts to avoid them.) Y también quiero decir que hacía mucho que no me divertía tanto una hipótesis.

Enajenación elemental transitoria (versión 0.1)

¿Habéis estado en una imprenta detenida?
Las linotipias acechan como panteras de hierro, las prensas se aferran al eje del planeta, las cizallas bostezan óxido.
¿Habéis visto llover azabaches sobre una charca superpoblada por ranas furiosas?
¿Quedan tantas ranas en el mundo?
¿Podemos llenar con ellas un océano y dejar a sirenas y trotones (sic) sentados a la orilla esperando a que se vayan los anuros para recuperar las olas y que sus pieles se exciten con los afeites salinos? (Porque todo sueño es ondulado.)
¿Habéis tratado de distinguir el zumbido de una sola avispa -la que sin duda os va a picar- entre todas las voces increíblemente menguantes de un enjambre?
¿Habéis hablado con las flores llamadas pensamientos y visto que entendían vuestra lengua en sus caras de gatos azules?
La nueva lingüística es un fracaso de la fonética, un triunfo de los colores.
Rendíos a esa idea. No tenéis pérdida ni canción, swing ni blue-note que os valga.
Sólo risas, sonrisas y juegos de esquimales en calor de iglús os harán libres.

Ciudad sin espejo

Al difundir máquinas de atrapar encuentros, las nuevas tecnologías (que ya no lo son tanto, y pronto habrá que duplicar el adjetivo), han permitido darle un nuevo impulso a la idea de la espontaneidad tan cara a las vanguardias que gemían de placer ante rescates de botelleros, urinarios, caballos o cuerpos desnudos (la rabia de vestirse dio a los humanos la moda) sacados de sus contextos, tan artificiales como los que les esperaban, y expedidos hacia mejores mundos de collages y (re)tra(d)iciones estéticas. Lo cual, por supuesto, no sirvió para nada: ni para detener las guerras ni para hacer mejor el amor ni para evitar la conversión de la cultura en el atributo de un ministerio, una concejalía o la pretensión de una ciudad.

(No se preocupen, que esto avanza; despacio, pero avanza.)

El nuevo urbanismo, por otra parte, parece no existir sino como brumosa expresión de periodistas persecutores de la percusión editorial, contenedor que lo mismo recoge paseos pensados para los paseantes que piedras negruzcas como las que han puesto a parapetar el Ayuntamiento de Santander sacando a escena una presunta ruralidad que sólo puedo entender como humillación de lo rural mediante su incrustación en la urbe, si tal cosa ha sido la idea y no ha respondido a un azar de gusto pobre o a la necesidad de alquilar apoyos comprando piedras.

(Ambigua nostalgia: en esa Plaza del Ayuntamiento hubo en su día una fuente luminosa que ahora está exiliada en El Sardinero y la estatua de un dictador a caballo que lo dejaba todo muy claro.)

Dejando de momento el ni siquiera feísmo y el soberano aburrimiento de nuestras norteñas calles, hablemos del otro lado, es decir, de los paseos pensados para los paseantes. Como tengo un ejemplo a mano, voy a utilizarlo.

En Burdeos funciona desde 2006 el llamado “Jardín de las luces”, que incluye el “Espejo de los muelles”, superficie pulida junto a la media luna del Garona que, además de reflejar, actúa como una fuente cuyo fluir lo mismo imita las nubes que las lluvias. Es cierto que no está libre de críticas (consume mucha energía), pero los viandantes de todas las edades se lo pasan en grande. Era casi obligatorio hacer este vídeo uno de los primeros días del otoño, con medios toscos, mínimos, y de ahí esa celebración en el primer párrafo, ay, del ya viejo consumismo digital.

(Y, como tengo el día optimista, diré que la evolución, creo, nos devolverá la mirada limpia de píxeles y broza cuántica.)

Todo parece indicar que es posible añadir un espacio lúdico donde ya existía un espacio ciudadano. Claro que hacer lo uno sin lo otro viene a ser mucho más difícil. Percibo Santander como ciudad cuando la pienso en la Historia, cuando veo el dibujo de Joris Hoefnagel o evoco a la milicia cristiana requisando las harinas revolucionarias. Pero cuando la miro desde mi cotidiana peatonalidad, no capto esa idea de ciudad tan pregonada, sino la sensación de estar entre edificios tirados al lado de una bahía. Por eso no tengo muchas esperanzas de que alguien de por aquí con autoridad constructora pille del ejemplo el concepto, que, como muy bien decía Pazos, es muy importante. Pero lo dejo por escrito y grabado, por si sirve de algo. Y con ello no estoy pidiendo que hagan una mala copia de nada. Sólo que, para empezar, se bajen del coche un rato y se piensen peatones. A ver si encuentran algo que nos aproveche a todos.

Ardua labor de Quignard

Siempre he querido mostrar algo diferente del lenguaje. Evocar lo que está más cerca del nacimiento, más cerca del origen, cerca de la desorientación. De hecho, lo que me atrae es lo que se encuentra antes del aprendizaje de la lengua. Intento hacer surgir algo más antiguo que lo culto, lo civilizado, lo bien dicho.

Pascal Quignard. Entrevista en Le Monde por Raphaëlle Rérolle