Hicimos un viaje a Amsterdam y a París. Tomé notas a vuelaboli e hice fotos. Junté los escritos con las imágenes tomadas más al desgaire y me ha salido algo que, por suerte, no parece un album ni una crónica ni un diario. Lo he puesto en un archivo pdf al que se accede mediante este enlace que aquí véis…
Archivo del Autor: Rafael Pérez Llano
Manos
Hay dos momentos de narraciones diferentes que muestran lo que me parece una interesante comunidad de gestos. El primero pertenece a uno de los raros relatos de Edgar Alan Poe con final feliz, aunque para llegar a él su protagonista, un librepensador prisionero de los ancestros de Ratzinger, antes debe recorrer, sin moverse de las tinieblas, todos los laberintos del infierno. Así acaba El pozo y el péndulo (1842):
Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos…
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.
El otro está en el Capítulo V del Libro III de Los miserables (1862) de Víctor Hugo. Jean Valjean se dispone a rescatar a la pequeña Cosette de las garras de los Thenardier, estereotipo de la explotación infantil, que la han enviado de noche al bosque por agua:
Hecho esto quedó abrumada de cansancio. Sintió frío en las manos, que se le habían mojado al sacar el agua, y se levantó. El miedo se apoderó de ella otra vez, un miedo natural e insuperable. No tuvo más que un pensamiento, huir; huir a toda prisa por medio del campo, hasta las casas, hasta las ventanas, hasta las luces encendidas. Su mirada se fijó en el cubo que tenía delante. Tal era el terror que le inspiraba la Thenardier, que no se atrevió a huir sin el cubo de agua. Cogió el asa con las dos manos, y le costó trabajo levantarlo.
Así anduvo unos doce pasos, pero el cubo estaba lleno, pesaba mucho, y tuvo que dejarlo en tierra. Respiró un instante, después volvió a coger el asa y echó a andar: esta vez anduvo un poco más. Pero se vio obligada a detenerse todavía. Después de algunos segundos de reposo, continuó su camino. Andaba inclinada hacía adelante, y con la cabeza baja como una vieja. Quería acortar la duración de las paradas andando entre cada una el mayor tiempo posible. Pensaba con angustia que necesitaría más de una hora para volver a Montfermeil, y que la Thenardier le pegaría. Al llegar cerca de un viejo castaño que conocía, hizo una parada mayor que las otras para descansar bien; después reunió todas sus fuerzas, volvió a coger el cubo y echó a andar nuevamente.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó, abrumada de cansancio y de miedo.
En ese momento sintió de pronto que el cubo ya no pesaba. Una mano, que le pareció enorme, acababa de coger el asa y lo levantaba vigorosamente. Cosette, sin soltarlo, alzó la cabeza y vio una gran forma negra, derecha y alta, que caminaba a su lado en la oscuridad. Era un hombre que había llegado detrás de ella sin que lo viera.
Hay instintos para todos los encuentros de la vida. La niña no tuvo miedo.
En los dos textos encuentro la transparencia de recursos y la sencillez de la literatura que todavía no se recreaba en la conciencia de sí misma. (Huelga decir que transparencia y sencillez no quieren decir banalidad ni simpleza.) Lectores y autores no eran todavía invenciones mediáticas, y el oficio podía entregar una precisa partitura de frases naturales para presentar el curso del miedo y el dolor hasta el remanso de una mano que desciende de las alturas.
En el caso de Poe, la aseveración final tiene un valor de deseo histórico, una apuesta por la libertad, no sólo del prisionero, sino también de una sociedad atenazada por el integrismo del Antiguo Régimen, con el que parece querer acabar en una suerte de Apocalipsis laico: trompetas, truenos, rugidos y huracanes contra los inquisidores.
En el caso de Hugo, la perspectiva infantil, de cuento de bosque y lobos, añade la figura del gigante como una aparición paradójica, enorme y oscura, que sin embargo, con un gesto único, libera a la niña del peso insoportable del cubo, de los terrores de la noche y del recuerdo de la esclavitud que la espera en una casa a la que no quiere volver. Hugo hace además una apuesta por el instinto, y el miedo desaparece.
En los dos relatos, y eso es lo que me resulta más atractivo, la eficacia de la conclusión reside en las manos que surgen cuando todo parece perdido. Ambos eligen como acto liberador el movimiento más primario de ayuda a un semejante: sujetarlo para que no caiga. Y el lector, de pronto, se siente a salvo.
Sociedad capitalista
En un blog que se tiene por literario no pueden faltar los números.
He leído en fuentes poco sospechosas (naveguen y cotejen) que la diferencia media de salario entre los directivos de las empresas y los empleados de más baja categoría laboral es de 13 veces. Es decir que, si un obrero gana unos mil euros al mes, es muy pobable que un miembro del consejo de dirección se apropie legalmente de 13000. Dicho de otro modo: el tipo de arriba se levanta en un mes lo que el de más abajo no pilla en un año; es un hecho probado, aunque no sea delito. Si se trata de una obrera, la diferencia es aún mayor, porque la discriminación habitual le puede suponer un 29% menos de ingresos. Parece ser que esto sí es ilegal, e inspira campañas institucionales del tipo ande no sea usted malo y pague a la chica. Si se trata de una mujer directiva, no habrá diferencia con sus colegas hombres, y además tendrá derecho a las mismas ayudas por ser madre, ya que el concepto de igualdad liberal se aplica en compartimentos estancos.
Puesto que me siento panfletario, haré algunas preguntas. Esa diferencia salarial, ¿implica que la formación, dedicación, responsabilidad y capacidad de un alto cargo de una empresa, juntas o por separado, representan trece veces la de un empleado de a pie? Suponiendo que la calidad de vida de una persona pueda trepar hasta el infinito y que a partir de cierto nivel no se trate de una acumulación degradante de riquezas sin sentido, ¿los servicios prestados justifican esas cifras? ¿Los ejecutivos son seres terciodécuples nacidos de la conjunción de un rayo de Zeus y una jaculatoria de Adam Smith para impetrar la autorregulación del mercado? Una vez integrada toda esa riqueza en la mente y el cuerpo de los elegidos, ¿quedará algún lugar para los escrúpulos a la hora de conservarla o aumentarla?
Un libro
El caso es que, casi sin avisar, algunos relatos empezaron a parecer conjuntados y, aunque probablemente se tratara de la farsa de un instante, me dije ¿por qué no?, y sólo hubo que ponerle al objeto título y portada.
De manera tan sencilla surgen los libros.
Así que ahí está el enlace, humilde, sin ánimo de lucro, pero comercial al fin y al cabo.
A mí me gusta, claro; si no, no lo publicaría.
El pez y el deseo
Bajo la lámpara de mi escritorio, en un plato de porcelana blanco ribeteado de rojo, yace una platija, amorfa y viscosa. En el tiempo de una breve meditación, los aromas marinos y yodados van dejando sitio a un olor equidistante de la cocción y del ahumado. ¿Superaré la prueba? He decidido abandonar los libros y la biblioteca para interrogar a la que Linneo llama afectuosamente ‘Pleuronectes platessa’ acerca de lo que la filosofía occidental ha querido decir sobre el amor, el deseo, el placer, desde que un filósofo griego, amante de las cavernas más que de las riberas, se empeñó en comparar a los humanos con los peces planos e incluso con las ostras. Porque me gusta invocar al bestiario acuático y marino para expresar con brevedad lo que los largos discursos no llegan a veces a transmitir. Tomemos, pues, la platija para tratar de aclarar el misterio del deseo.
En Letralia
El equipo editor de la revista Letralia, Tierra de letras ha decidido publicar tres relatos míos cuyos enlaces iré poniendo aquí porque un poco de autohalago no le viene mal a nadie.
Letralia se hace desde Cagua, Venezuela. Se ha propuesto ser la revista de los escritores hispanoamericanos en internet y lo está consiguiendo, así que me hace ilusión que me alberguen. Aconsejo un primer paseo por sus Preguntas frecuentes y, por supuesto, una larga indagación en sus contenidos.
Ciberinocencia
Este blog ha estado últimamente algo inactivo (no, esta no es una de esas entradas de blog en las que se niega la decadencia por la que nadie ha preguntado), y eso se debe en parte a la construcción de un subdominio.
La gracia del lenguaje informático es que uno parece poseer cosas que nunca soñó tener: dominios y subdominios, como feudos jerarquizados, que contienen estructuras, almacenes, bancos de datos, galerías de imágenes…
Bancos: ¿alguien pensó alguna vez disponer de uno, acorazado, con una sola clave de acceso encriptada por eficaces algoritmos que sin embargo (el mal acecha) nunca están a salvo del todo? Aunque no contenga dinero, la exclusividad de ese hueco concede cierta autoestima de especulador con la adrenalina a punto para una crisis de denegación de servicios.
Galerías: cada internauta con su falso museo a cuestas, en la alforja de los jpegs, mientras trama quizás que un día de estos irá al museo de verdad a ver tal o cual cuadro, que por supuesto habrá imaginado más grande o más pequeño, pero siempre más luminoso.
Y todo desde una génesis tan sencilla que produce nostalgia. La del humilde neolítico que empezó a hacer muescas ordenadas en un palo para clasificar los corderos marcados como propios después del primer desbarajuste comunitario. Ya ven: toda la historia está llena de propiedades y apropiaciones. La del ciberespacio también. Y de momento no hay conflicto porque abunda, se paga con publicidad e interesa que se ocupe. Si evoluciona hacia la escasez, ya veremos qué pasa.