Situación

Tras una investigación que se proclamó exhaustiva (aunque la historia no está agotada), la emblemática decidió que la ciudad donde vivo es muy noble, siempre leal, decidida, siempre benéfica, excelentísima y la única del norte orientada hacia el sur.

Algunas consideraciones sobre el Prisionero de la Máscara de Hierro, sus guardianes y los testigos

Cuenta Voltaire no sé dónde que el Prisionero de la Máscara de Hierro lanzó cierto día desde la ventana de su calabozo en la isla de Santa Margarita un plato metálico en el que había arañado unas palabras. Un pescador encontró el plato entre sus redes, reconoció las armas de la fortaleza y lo llevó al alcaide, quien le preguntó si había leído el mensaje. El pescador se declaró analfabeto y, después de algunas averiguaciones, fue liberado.
Otra versión sostiene que lo que el prisionero arrojó por la ventana fue una camisa de fino lienzo que había cubierto de palabras usando su propia sangre como tinta y que fue encontrada por un barbero de los guardianes. El hombre creyó ganar méritos al delatar las palabras que sin duda hubieran proporcionado a la posteridad datos valiosos sobre la identidad del enmascarado. Pero era notorio que sabía leer, y al día siguiente apareció muerto en su litera. Otros, más conocedores sin duda de los métodos del poder, sostienen que el testigo desapareció sin dejar rastro.
Desde los relatos más antiguos (ahora me acuerdo de Acteón y Diana, pero me parece que me estoy dejando llevar por lo sensual), la historia de alguien que profana por error o azar los secretos del poder está presente para señalar, denunciar y disuadir a la vez. La idea de que el poder siempre tiene algo que ocultar a cualquier precio (y la vida de los peones se tiene por un precio barato) procede de experiencias contrastadas, y la difusión del hecho real del Prisionero de la Máscara de Hierro en la cultura popular no es sino una crónica, más o menos adornada para las representaciones y los relatos públicos, de lo que de verdad acontecía.
La narración muestra la presencia de una prueba a la que no se puede hacer desaparecer, que no puede ser aniquilada con la contundencia habitual, a causa precisamente de su relación con el propio poder que la oculta. Alguien caído en desgracia, pero ajeno a la plebe y, por tanto, merecedor de distinto destino. Alguien que no debe hablar con nadie porque puede decir lo que sabe o porque puede decir quién es, y dotado por ello mismo, por lo que sabe o por lo que es, de un aura protectora. El escudo lo establece el propio enigma.
Para muchos se trataba de un hermano gemelo o bastardo del rey, es decir, una mancha sobre la singularidad del monarca. Parece lógico que sólo el respeto a la sangre por la que fluía la excusa del derecho a gobernar pudiera impedir la aniquilación y poner en marcha una maquinaria de ocultación que se prolongó durante décadas.
Sin embargo, cuando no se puede eliminar la evidencia, nada impide a los alfiles de la singularidad eliminar a los peones. La anécdota del mensaje peligroso muestra que implicarse en los asuntos de estado no es bueno para los humildes. Hay cosas que no conviene recoger del suelo. De las ventanas de las prisiones reales no puede caer nada bueno. Tampoco de las ventanas de los palacios.

Variación inesperada del tamaño de un arma

La mayoría de las bolsas de basura grandes son negras. Las hay también azules o verdes, pero emplean tonalidades mates que delatan su condición. Parece que alguien se sintió obligado a quitarles viveza a los colores para contener la basura. Las negras, curiosamente, son más brillantes.
El otro día estaba a la puerta de la oficina principal de un banco procurando no parecer un atracador a ojos de un vigilante provisto de un revólver más grande que él (de hecho, el arma no dejaba ver a la persona), cuando salió una empleada de limpieza arrastrando una de esas bolsas negras y brillantes repleta de cosas. La mujer dio los buenos días a la mano que acariciaba el arma y se detuvo un momento para dejar pasar a una clienta que llevaba bajo el brazo un bolsito granate tubular.
La clienta, de pronto, sorprendida, señaló la bolsa y preguntó: Pero, mujer, ¿qué lleva usted ahí?.
La empleada respondió con firmeza: ¿Qué quiere que lleve? Lo único que puedo sacar de un banco: basura.
La dama del bolsito tubular se perdió en la oscuridad interior y el revolver redujo ostensiblemente su tamaño.

Para Clausewitz

Me parece que, aparte de Trampa 22, de Joseph Heller, no he encontrado mejor descripción de gente en guerra que la de Los picihiciegos de Fogwill.

Jatrofa, coltan, bananas

A John Wyndham no sólo debemos bellos párrafos en los que describió a Santander invadida por monstruos marinos. También es el descubridor de los trífidos, plantas carnívoras producidas por la ingeniería humana para obtener aceites baratos. El paso de un cometa o astro de características inexplicadas provocó la ceguera de la humanidad y una mutación en las plantas, de modo que la historia del mundo comenzó a resolverse en una feroz competencia entre los creadores, debilitados y en tinieblas, y los creados, que de pronto comenzaron a depredar cada palmo del terreno.
Me parece que la historia de “El día de los Trífidos” podría servir como representación del monocultivo. No me había acordado de ella hasta que supe de la jatrofa. Esa planta de nombre horrible seguramente es inocente en origen, pero resulta que su cultivo es barato, se adapta bien en diferentes terrenos y, mediante un proceso de transesterificación, se convierte en biodiésel. Estas características han hecho que la industria se fije en ella y empiece a proponerla como monocultivo en los países del tercer o cuarto mundo, ya he perdido la cuenta.
Todo parece indicar que, dadas las maneras con que el primer mundo suele aconsejar a los sucesivos, el asunto de la jatrofa puede convertirse en nueva fuente de conflictos y de empleo para militares y blackwaters. Por supuesto, en medio de las masacres, los medios de comunicación hermanados explotarán el lado inhumano del conflicto mientras ocultan cuidadosamente los orígenes del mismo, del mismo modo que pudimos asistir a la aniquilación de los habitantes de África central sin oir nunca en un telediario la palabra coltan, y aún hoy, mientras se mantiene una guerra sorda en la zona, la mayoría de la población occidental está convencida de que lo que se dirime allí son oscuras rencillas tribales. ¿Será que la gestión del mundo sigue las mismas pautas que en los tiempos de la United Fruit Company, cuando todas las repúblicas tenían que ser bananeras?

Un minuto de Marx

¿Cuánto hacía que no aparecía este tipo por ahí? El caso es que de pronto surgió ese viejo discurso. La cosa era así:

Cuando las fuerzas productivas entran en conflicto con las relaciones sociales de producción, comienza una era de revolución social

A ver si va a ser cierto que no hay más que esa desnudez del mundo… Resulta aún más inquietante esto otro:

Están también las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas, en resumen: las formas ideológicas en las que los hombres toman conciencia. (…) Pero no se juzga a un individuo por la idea que él tiene de sí mismo. No se juzga a una época de revolución social por la conciencia que tiene de sí misma.

Y después viene lo más serio:

La filosofía es al estudio del mundo real lo que el onanismo al amor sexual.

Esquinas opuestas

En la esquina de la ferretería. En la esquina de la pastelería. Aunque no es homofonía, una imprecisa homogeneidad sonora se manifiesta en los derivados profesionales, como si el artefacto del lenguaje hubiera sido perezoso a la hora de distinguir los sonidos de los nombres de lugares propicios para las citas; y hay que añadir al problema las malas condiciones de la comunicación: en el teléfono, de fondo, se oía música lejana, parásita, tonta.

El primero en llegar se apostó en la esquina de la ferretería. Hizo lo que todo el mundo: miró el reloj (era un poco pronto), oteó calle arriba, calle abajo, la otra acera. En la esquina de la pastelería se situó poco después el otro, que llegó por la cara oculta del edificio, e hizo los mismos gestos, pero añadió el acto también común de encender un cigarrillo. El otro no fumaba: mascaba chicle. El chicle lo desenvolvió cuando comprobó que su amigo llevaba diez minutos de retraso.

Bajo la esquina de la pastelería, el fumador, al tercer cigarrillo, se quedó sin tabaco, pero no se atrevió a ir en busca de otro paquete por si en eso llegaba el otro y se creía que era él el retrasado. Así que se puso más nervioso. A los quince minutos de espera ya estaba cabreado.

Era el final de la tarde. Por la esquina de la ferretería anochecía primero; en el escaparate, el crepúsculo se apoderó de una llave grifa roja, de un martillo, unas tenazas, unos guantes de operario de altos hornos. Un poco después llegó el ocaso al territorio de los pasteles, ya un poco apelmazados, de la tarde pasada sin golosos. El que esperaba allí no quería mirarlos por no parecer glotón y porque ya no estaba de humor. El otro, sin embargo, no quitaba ojo del martillo. El de la pastelería ya no estaba ni cabreado. Su enfado era lento y cáustico. Entró al bar sin prisas, compró tabaco, encendió un cigarrillo, salió, se alejó de la esquina, miró atrás, paró un taxi, subió. Mientras el vehículo se alejaba, miró atrás de nuevo.

El de la ferretería se alejó caminando con las manos en los bolsillos.