Kafka mirando pasar la guerra

El 2 de agosto de 1914, Franz Kafka escribió en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. — Por la tarde, Escuela de Natación”. Se ha establecido la costumbre de señalar esa anotación como una muestra de indiferencia. Lo han desmentido sus traductores y biógrafos(1)Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros … Continue reading pero es inútil: el Kafka que pocos leen y muchos citan (porque fabricó mitos actuales con la misma entidad que los homéricos) es el estereotipo de un tipo triste fulminado por la burocracia y la incomunicación, y quizá no merezca la pena insistir en otras percepciones que abarquen su humor, negro o blanco, o su legítimo extrañamiento o su muchas veces inesperada condición de cronista. No es que él sea ajeno a esos prejuicios. A veces es fácil tomar su sarcasmo por sinceridad, su ironía por desesperación y, en todos los casos, viceversa; ‘kafkiana’ sería entonces la sensación, entre la risa y el escalofrío, que nos produce leer, en una anotación poco anterior a la de la declaración de guerra, algo como esto: “29.VII 1914. (…) He hecho la observación de que no rehuyo a los seres humanos para poder vivir tranquilo, sino para poder morir tranquilo. Ahora me defenderé. Tengo un mes de tiempo durante la ausencia de mi jefe”. Pero, dos días después, (se) reconoce: “31 [de julio de 1914]. No tengo tiempo. Hay movilización general. Karl y Pepa [sus cuñados] han sido llamados a filas. Ahora recibo la recompensa de estar solo. Con todo, casi no es una recompensa, pues estar solo comporta únicamente castigos. (…) A pesar de todo, escribiré, pase lo que pase, es mi lucha por la supervivencia”. Una soledad que apenas exige una fórmula de despedida rutinaria y lateral: “1 [de agosto de 1914]. He acompañado a Karl a la estación. En la oficina, los parientes rodeándome por todas partes”. Pero no tarda en aceptarse como observador de la retaguardia (“6.VIII [1914]. La artillería que desfilaba por el Graben, flores, gritos de ¡Viva! y ‘Nazdar!'[‘¡Viva!’ en checo]) sin apartarse de su autobservación habitual, que ahora entendemos como una autoexposición al abismo: “El rostro silenciosamente crispado, asombrado, atento, moreno, de ojos negros. — En vez de recobrado, estoy deshecho. (…) Lleno de mentira, odio y envidia. Lleno de incapacidad, estupidez, majadería. Treinta y un años”. Y a odiosas comparaciones: “Hombres jóvenes, frescos, que saben algo y que son suficientemente enérgicos como para practicarlo en medio de los seres humanos, los cuales necesariamente ofrecen un poco de resistencia. — Uno de ellos conduce a los hermosos caballos, el otro está tumbado en la hierba y asoma entre sus labios la punta de la lengua, en una cara por lo demás inmóvil y absolutamente digna de confianza”. Nunca renuncia a lo que define como su inclinación a describir su onírica vida interior, que desplaza “al reino de lo accesorio todas las demás cosas, las cuales se han atrofiado de un modo horrible y no cesan de atrofiarse” y es su único contento: “5 [de agosto de 1914]. No descubro en mí nada más que mezquindad, incapacidad de tomar decisiones, envidia y odio a los combatientes, a quienes deseo apasionadamente toda clase de males”. Ese mismo día, se asoma al escenario de la autoridad: “Desfile patriótico. Discurso del alcalde. Luego desaparece, aparece de nuevo y grita en alemán: «¡Viva nuestro querido rey! ¡Viva!». Asisto a ello con expresión torva. Estos desfiles son uno de los más repugnantes fenómenos que acompañan a la guerra. Son promovidos por comerciantes judíos, que un día son alemanes y otro checos, lo cual reconocen, ciertamente, pero nunca como ahora podían gritar tan alto. Naturalmente, arrastran consigo a muchos. Estuvo bien organizado. Parece que se repetirá cada atardecer, mañana domingo dos veces”.

En abril de 1915, Franz viajó en tren con su hermana a Nagy Mihàly, cerca del frente, para visitar a su cuñado, oficial de reserva. Esas aproximaciones a espacios donde la sociedad parece diluirse en la fragilidad del territorio de límites borrosos son tan buenas oportunidades literarias como las treguas o los impases en las ciudades abiertas. En una larga entrada, relata el trayecto, las paradas, subidas y bajadas -¿teatrales?- de pasajeros, las conversaciones, rumores, noticias, un ambiente multiétnico de mujeres y hombres, civiles y militares, que Kafka -o uno de sus K- escudriña para anotar conductas, ademanes, describir rostros y expresiones y ejercer un distanciamiento irreprochable -que le hace sospechoso de esforzarse en parecer culpable- del bullicio de gente viajando por el panorama invisible de la guerra. “Yo, casi siempre mudo, no sé qué decir, la guerra no desencadena en mí, al menos en este círculo, la menor opinión digna de comunicarse”.

Poco a poco, la anomalía militar se fue integrando en los paisajes cotidianos. “Como mañana me incorporo al ejército, vengo a licenciarme de ustedes”, se despidió un joven en octubre de 1917. En noviembre, un año antes del armisticio, Franz sueña con la batalla del Tagliamento (“una llanura, un río que en realidad no está, muchos espectadores que se agolpan excitados…”) y, a partir de esa fecha, se interrumpen las anotaciones hasta el verano de 1919. No hay, pues, comentarios sobre el final de la guerra en el diario y solo una alusión de unos meses antes sobre el “ruido de los que llegan” del frente en uno de los cuadernos en octavo, quizás intuyendo el cansancio de los combatientes. Eso es todo: una paz vacía. Puede que, durante el año y medio de silencio, olvidara sus “pasos firmes” en los cursos de natación.

Notas

Notas
1 Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros contextos la tragedia histórica que significaba la contienda europea”.

El sueño de las alambradas

Sueño que un comercial intenta convencerme de instalar alambradas con cuchillas en una propiedad que no tengo. Estamos en los Jardines de Pereda. Han convertido el Centro Botín en un centro de detención de inmigrantes. En el interior, una multitud de todos los géneros pobres se agolpa contra los ventanales. También hay gente acampada en la terraza: “Póngase en nuestro lugar”, gritan. Sé lo que dicen, pero no lo oigo por culpa del ruido de las escamas de cerámica al caer. “No haga caso; considérelo una ‘performance’; son una peste: se comen todas las protecciones”, dice el vendedor, muy serio y uniformado, y vuelve a la carga. Afirma que me han nombrado dueño del mundo y tengo que asumir mis responsabilidades. Se transforma en una imagen del presidente regional y manifiesta que nuestra pequeña autonomía es infinita y debe protegerse del exterior. Es un busto parlante de dos dimensiones. Lleva un escapulario de Nuestra Señora de la Oportuna Ecuanimidad. Parece un personaje de South Park o un colaje de Eduardo Arroyo. Quiero soñar que me despierto entre sudores fríos buscando la definición de biopoder, pero todavía no es una pesadilla. Alguien cuenta un chiste de carniceros: se quejan de la competencia institucional. El presidente se convierte en el de los hosteleros y pide que le sirvan. Acude una legión de autómatas. Ahora lo entiendo: sobran camareros. Vuelve el vendedor. Me doy cuenta de que el uniforme es de baja calidad. Se le despegan los logotipos de tantas subcontratas. Le pagan poco y tiene que poner él la bicicleta. Pero no le importa: cuando llegue el Gran Asalto, tendrá alambradas con las mejores navajas. Lo pone en el convenio. Por eso cree que va vestido de general. En los sueños, se sabe todo. Seguirá esforzándose para que no lo despidan y, aun así, lo harán, porque, aunque hay cercos de sobra (pero no: nunca están de más), llegará un momento en que las alambradas se venderán solas. Rechina un bandoneón desafinado, un tango horrísono: son sus pensamientos. “No estamos hablando de mí -protesta herido en su orgullo-. Salga de mi mente, por favor, y recuerde que esto atañe a la historia de las civilizaciones. Hay que proteger ese patrimonio. Hay que asegurarlo todo en todos los sentidos”. Le pido disculpas y le digo que me lo pensaré. Se va desconfiado después de darme una tarjeta que no consigo tirar a una papelera. Me la devuelve una y otra vez. No me queda más remedio que despertarme.

Laberinto

Paso junto a un árbol en el que anidan unos mirlos. No consigo saber cuántos son porque entran y salen del ramaje constantemente y muy deprisa. Las hembras son marrones y los machos negros con el pico anaranjado. También debe de haber urracas cerca: se oyen sus burlas. Las gaviotas, sin embargo, se muestran sin miedo; lo mismo pasean por la acera con torpes andares palmípedos que planean en círculos elegantes sobre los tejados que han adoptado como formas caprichosas de un mar sin mareas. También están muy presentes las palomas, pero esas no cuentan: resultan aburridas y parece que lo saben y no les importa. De los gorriones, es difícil hablar; son demasiado pequeños, aunque consiguen que los gatos callejeros miren fijamente sus brincos. Varios de esos gatos comparten con las gaviotas un terraplén entre los meandros de la calle en cuesta que sortea una comunidad de vecinos cada vez más blindada. Compartir es mucho decir: se vigilan mutuamente desde distancias que parecen acordadas, repartidos por el terreno en un orden inquieto que alterna aves y felinos. Compiten por los restos de comida que tiran algunos vecinos desde la parte de atrás de un edificio. Es un asunto conflictivo; también los vecinos se vigilan entre ellos. Cuando cae del cielo algún desecho, siempre hay alguien que se asoma para buscar al delincuente, pero no presta atención a la ceremonia que se representa en la franja salvaje. Si está claro cuál es el animal más cercano a la presa, éste se apodera de ella de inmediato. Pero, si hay equidistancia, empieza una danza que puede acabar en escaramuzas e incluso, aunque no es frecuente, en batallas sangrientas. En cuanto alguno de los acechantes reduce la distancia, aparecen las señales del desafío. Primero, las gaviotas medio abren las alas y los gatos se ponen de pie sin abandonar todavía la actitud previa de esfinges indiferentes. Crece una tensión de cuellos estirados y lomos erizados. Picos y garras adquieren nuevas dimensiones. Se esbozan avances y ataques. Sin embargo, la mayoría de las veces, en cuanto un animal se apropia de la pieza y sortea los primeros picotazos o zarpazos, huye con ella y los otros se dan por vencidos. Ante esa economía de la violencia, un griego clásico hubiera dicho que entre los animales no hay hibris, no conocen la desmesura. Me cuenta un vecino de la urbanización (se puede atravesar por un laberinto escalonado con avisos de propiedad privada) que a veces hay enfrentamientos similares en las reuniones de la comunidad. No obstante, los motivos son menos explícitos, puede que inconfesables, difíciles de justificar con hechos concretos como la caída de algo necesario de las alturas. Por ejemplo, una vez, llegaron a las manos dos propietarios porque no estaban de acuerdo en que sus respectivas propuestas eran idénticas. Tenía algo que ver con el aparcamiento subterráneo. Parecían disputarse el monopolio de la prevención por miedo al subsuelo. Solo una vez se habló de los gatos y las gaviotas o, mejor dicho, de la prohibición de echarles comida. Se habló poco: el administrador recordó las normas sobre detritus, se miraron unos a otros de reojo tratando de detectar a los culpables y hubo un silencio cautelar hasta que alguien mencionó las ratas. Las ratas siempre provocan una inusual unanimidad. Son útiles para desviar la atención, me dice el confidente. Las palomas, sin embargo, casi nunca aparecen -sin que nada lo justifique- hasta el otoño, cuando las hojas caídas atascan los pesebrones y alguien recuerda que se posan muchas. Y, en cuanto se nombra a las palomas, vuelven las ratas. Las asambleas son insoportables para la mayoría. Cada vez va menos gente; gobierna la minoría. Desde el principio de la reunión, todos se observan manteniendo distancias y proximidades disfrazadas de aleatorias fingiendo saber cosas que no quieren decir. Se dejan pasar las cuestiones tenidas por fútiles hasta que surge el tema controvertido. Entonces, el que primero consigue el turno de palabra se apodera de inmediato de la presa y se esfuerza en no soltarla. Pero es difícil, porque -a pesar de los esfuerzos del administrador, que modera aburrido con la ley en la mano y lo graba todo con un ordenador portátil, auténtico signo de autoridad- se suceden las secuencias de interrupciones que culminan en refriegas zanjadas con llamadas a la calma de los litigantes de cuellos estirados y ademanes encrespados. A veces, algunos avanzan al hablar como si quisieran saltar a una arena imaginaria. Sin embargo, salvo en raras ocasiones, el miedo a subvertir la idea fundacional o, mejor dicho, la intuición de ser parte de una urbanización cada día más blindada porque afuera hay monstruos y las advertencias no parecen suficientes, esa ilusión de masa cerrada que los diferencia y mantiene unidos en el lado bueno de las alambradas, hace que la tensión se relaje en forma de rencor civilizado. Pero, como no se disputa una presa concreta, el valor que la reemplaza, una abstracción frustrante, no puede ser olvidado. El miedo al exterior está dentro y nadie escucha a Casandra. Afuera hay guerra y en el interior acecha el desdén por el futuro. De vez en cuando, el coro de gatos y gaviotas entona el canto ctónico de las furias.

Gran pequeño libro (“Nadie miraba hacia aquí. Un ensayo sobre arte y VIH/sida”, por Andrea Galaxina)

Portada - Nadie miraba hacia aquí

Título: “Nadie miraba hacia aquí. Un ensayo sobre arte y VIH/sida”. Editorial el primer grito, 2022. .

Contraportada:
«Nadie miraba hacia aquí es un pequeño ensayo sobre la confluencia entre la última gran epidemia del siglo xx y el arte contemporáneo. Sobre cómo la marginación y el abandono al que fueron sometidas las personas que vivían con VIH/sida desató una corriente de rabia, denuncia y tristeza por la pérdida, que dio como resultado algunas de las obras más profundamente políticas y radicales de la contemporaneidad. Este ensayo es un acercamiento a este corpus artístico, a lxs artistas que lo crearon y a un contexto histórico que cambió para siempre la lucha LGTBIQ+ y el arte contemporáneo.»

Creo que este libro podría referirse a sí mismo como una más de las obras que estudia por su modestia, su intensidad, su rigor y su optimismo radical; pero también por ser un objeto situado entre la audacia de lo mínimo y la grandeza del arte de la edición.

Se trata de un ensayo sobre el activismo artístico dirigido a modificar la realidad durante la crisis sanitaria debida a la aparición del VIH/sida, que, aunque nadie estaba a salvo, afectó sobre todo a sectores de la población que ya eran víctimas de la desigualdad, las discriminaciones y los prejuicios.

Los enfermos de sida empezaron siendo invisibles y silenciosos. Se esperaba de ellos que asumieran el papel de víctimas de sí mismos y sucumbieran sin ruido. Gracias, sobre todo, a los artistas de la comunidad LGTBIQ+, no lo hicieron. Ante esa situación desesperada, decidieron utilizar todo el bagaje cultural y comunicativo que poseían, continuador de las primeras vanguardias y los movimientos contestatarios de la posguerra mundial, para enfrentarse al ninguneo, erigirse en sujetos activos y, de paso, reivindicar la necesidad de un arte transformador. Uno de sus eslóganes afirma que el arte no se basta a sí mismo: es una idea desdeñada por todas las reacciones y que suele aflorar cuando las contradicciones sociales agudizan los conflictos y alguien acierta a agitar la tensa relación entre ética y estética, que diría Aristóteles hace 400 años, o entre práctica estética y práctica social, que decimos ahora. Una cuestión desaparecida o, mejor dicho, interesadamente soslayada por los medios (los medios son mensajes) y por los especuladores de las burbujas de gaseosa contemporánea que ganan millones fagocitando supuestas disidencias; pero una cuestión siempre latente en todas las derivas de la sociedad del espectáculo, cada vez más aburrida y quizás menos eficaz de lo que se proclama, aunque el triunfalismo de los vendedores de cosmética fuertemente ideologizada camuflada con asepsia política quiera hacer creer a sus promotores que la rentabilidad de su inversión es ilimitada.

Es una historia tan presente que este trabajo es además un manual de uso y una invitación a la acción. El problema del sida solo ha sido paliado en los países ricos y sigue siendo grave en los pobres. Es decir: sigue existiendo, igual que el clasismo, la discriminación, la homofobia, el machismo y todo lo que cimentó la serofobia, retrasó los tratamientos y condenó a los enfermos. Quizá la mayor diferencia con las décadas cruciales de los 80 y 90, aparte del desarrollo de los remedios, es la perdida de intensidad del silencio. En muchos países sigue siendo una tragedia negada, pero, gracias a los activistas y artistas de los que trata esta obra, se rompieron (no del todo y no para siempre: no olvidar los abundantes retrocesos cotidianos) muchos prejuicios en el Occidente que tantas veces no deja ver el resto del mundo ni muchos aspectos del propio. Pero la labor no está acabada ni los logros son irreversibles.

“Nadie miraba hacia aquí” y tuvieron que saltar a las calles para atraer las miradas. Construyeron obras y momentos que siguen siendo impactantes en nuestra actualidad saturada de imágenes creadas y desechadas por millones cada segundo una vez cumplida su misión laudatoria (como los ‘angeli novi’ de Walter Benjamin) de una sociedad autocomplaciente.

Lo he leído de un tirón y sé que lo pondré entre los de consulta frecuente. Es un gran pequeño libro muy bien escrito, diseñado, estructurado y documentado gráfica y bibliográficamente. Informa con el poder del arte que relata. Igual que la iconografía que luchaba contra la ignorancia ante la seropositividad, el texto explica con rigor las experiencias de quienes produjeron un sinfín de trabajos multiplicados en carteles, octavillas, pancartas, recurrieron sin pudor a las apropiaciones del marasmo mediático y del arte conformista (y/o “popular”) para transformarlas interviniendo en el contexto y el punto de vista, alteraron con videos la ortodoxia televisiva, retomaron la fuerza icónica de las palabras y los datos con tipografías desnudas hasta tal punto que, muchas veces, incluso las declaraciones oficiales de los gobiernos se convirtieron en reconocimientos de culpa; usaron, movidos por una urgencia lúcida, todos los recursos del arte no inofensivo para debatir, sobrevivir y transmitir la rebeldía.

Acabo esta reseña (seguramente superflua: la fuerza de la portada debería bastar; tenía que haberlo advertido antes) con una frase de la artista Kia LaBejia: “Cuando se trata de afrontar una pérdida, vivir con el VIH, o cualquier otra cosa, el truco es ser dueño de tu historia y ser el que la cuente.”

Cantabria: marcos y postales

Hace casi un mes, me llamó la atención un tuit de un representante de una formación política cántabra no sé si emergente (fue el día de los inocentes; tampoco sé si eso significa algo) sobre un comentario de un miembro de otro partido ya asentado: “No todos los pueblos pueden ser de postal”, dice el primero que le dijo el segundo.

Pensé entonces en escribir un artículo explicando lo muy injusto que me parece el tópico que reduce las tarjetas postales ilustradas a muestras de estética adocenada y belleza académica ignorando una historia llena de guerra y ocio que reúne todos los estilos, géneros, temas, tradiciones, vanguardias (cadáveres exquisitos, readymades, collages, ejemplares únicos o modificados arrojados al mar incierto de los servicios de correos) y, por supuesto, propagandas y usos abyectos, triviales, militantes, doctrinarios, eróticos, rebeldes…

En eso estaba, pero enseguida se me ocurrió que, al fin y al cabo, la afirmación del político solo era una consigna más de las muchas creadas para cerrar o limitar un debate (en este caso, uno tan amplio como el mundo: el del territorio y el medio ambiente) mediante una declaración de impotencia del poder, que se justifica dogmatizando sobre la naturaleza de las cosas: no pueden ser de otra manera. El razonamiento sería irrefutable si la impotencia no fuera voluntaria. Pero eso se disimula agitando ante el máximo común denominador del electorado sonajeros de beneficios colectivos de intereses privados, fetiches de servidumbre voluntaria y toda la parafernalia kitsch del oficio demagógico… Y entonces recordé la frase de Milan Kundera (“el kitsch es la negación absoluta de la mierda y el ideal estético de todos los políticos”) y me topé con lo inexpresable y el aburrimiento.

Ahora leo que el vicepresidente y consejero de Cultura del gobierno de Cantabria está haciendo una campaña de promoción turística poniendo marcos gigantes de madera en marcos incomparables. Tanto si han decidido complementar la impotencia voluntaria con una suerte de ironía voluntaria sobre sus propios actos con el fin de aplicar la máxima de que lo importante es el bullicio de los titulares como si ni siquiera habían contemplado esa posibilidad (el acierto por azar también tiene su mérito), se confirma que les urge aplicar el modelo. Me cuesta creerlo -están acostubrados a la falta de oposición real-, pero igual temen que aumente la disidencia.

La selección de los paisajes que merecen un marco y los pueblos que tendrán el dudoso privilegio (palabra que delata una injusticia) de ser de postal está hecha y la exhiben, por supuesto, con impacto sobre el paisaje. No lo pueden hacer de otra manera: el marco está para que ellos se fotografíen a su lado, para separar la forma del contenido.

La política económica basada en el turismo busca la utopía de la mirada perfecta, clientes que sepan apreciar lo que se les ofrece prescindiendo de observaciones superfluas. Eso requiere un dominio de la escena y la tramoya para el halago de los espectadores. Los habitantes deben ser figurantes de paisajes y postales con censura previa (los medios, los mensajes…) o camareros en precario, o guías de temporada o relatores de tiempos pasados para los visitantes, aunque de estos se espera que interactúen lo imprescindible para pagar y no pretendan ejercer de viajeros ni exploradores, ni busquen descubrir nada imprevisto ni en sí mismos ni en los demás: se les dará el tipismo y el folclore justos y necesarios, pero habrá aparcamientos y minigolfs y festejos adaptados para que esa mayoría que viene del vértigo urbano se sienta como en casa, es decir, sienta que no ha abandonado el espectáculo de “su” civilización de ciudades insostenibles.

Los pueblos de postal y los paisajes con marco sufrirán las consecuencias tanto como los excluidos de la categoría. Ambos serán réplicas de las especializaciones de las estructuras urbanas. Unos tendrán marcos y calificativos de postales y otros quedarán fuera de campo, pero la mayoría de los habitantes tendrán que conformarse con los consuelos mal pagados del mismo espejismo y con oír que no hay alternativa hasta que de verdad sea tarde para construirla.

Por eso conviene recordar que las postales, entre otras muchas cosas, también pueden ser denuncias. Y que un marco solo es un recorte.

Simio preso

Hace unos meses, salieron del parque de La pépinière de Nancy (Francia) los últimos animales salvajes. El municipio tomó la decisión en 2020, pero han tenido que buscar centros y refugios naturales donde alojarlos en condiciones más cercanas al origen al que la mayoría no pueden volver. En 2010, descubrimos el lugar por casualidad e hice esa foto del chimpancé. Lo llamaban Jojo, era uno de los cautivos más longevos de su especie y, desde 1995, el único del lugar. No ha alcanzado la liberación ni el traslado a un lugar más acogedor porque falleció en 2012.

Era una de esas horas sin gente en las que sólo pasan por casualidad (ya entonces nunca visitábamos zoos) los turistas que van a otra parte. Algunos pavos reales merodeaban entre los cercados. Había gamos, cabras y burros. Una comunidad de macacos habitaba unas rocas guardadas por pastores eléctricos. Pero nos detuvimos ante el simio solitario. Al pasar junto a la jaula, cuando creíamos que estaba vacía, llegó de repente y se sentó en el límite. Fijó en nosotros una mirada con algunas pinceladas de interés amistoso que no llegaban a ocultar el tedio y la tristeza. Agarraba un barrote con la mano derecha, como los convictos aburridos en las películas carcelarias, y extendió hacia fuera la izquierda, que sujetaba la raíz y algunas hojas de una planta, en un gesto claro y formal de ofrecimiento.

Quizá estaba iniciando alguna ceremonia o juego (¿los animales los diferencian?), algún ritual de reconocimiento mutuo basado en lo más elemental: el intercambio de alimentos. Pero no podíamos participar. Aparte de que no teníamos nada que ofrecerle, una barandilla impedía acercarse a la jaula. Siguió un rato en esa actitud. Le dijimos algo, no recuerdo qué, como cuando te sientes obligado a hablarle a alguien que trata de ser amable contigo. Luego hizo un leve gesto de fatiga (esas caras primates, tan toscas, son muy expresivas) y, con un movimiento teatral de la muñeca (llevaba décadas estudiando a su público), dejó caer fuera de la jaula el presente que nos ofrecía, no con agresividad, sino como cuando los humanos le ofrecemos una galleta a un perro y éste no la quiere coger (señal de que está bien alimentado) y se la dejamos en el suelo, a su alcance, un poco decepcionados porque pasa de nosotros.

La fotografía está desenfocada; el zum mal utilizado limita la profundidad; es una aproximación inútil, aunque no puede difuminar la mirada del mono. Pero quizá el error óptico incrementa el poder del recuerdo: cada vez que veo un animal preso, me acuerdo de aquel tipo borroso, triste, serio y obstinado en sobevivir. Demasiado humano, por supuesto: hay que decir ese y otros lugares comunes, y también señalar que en esos casos no se sabe quién mira a quién, y luego fingir sorpresa por la otredad de un animal, tantas veces percibida con la inquietud de vislumbrar que ahí hay alguien al que podemos imaginar meditando sobre nuestra propia mirada. Incluso podemos (renunciando a la soberbia de sapiens cobardes) ponerle palabras, idear una corriente interior de pensamiento que nos tome por objetos como nosotros a él. Si Julio Cortázar pudo hacerlo con un ajolote (un anfibio que lo único que hace es pensar), cualquiera puede hacerlo con un mono, un pariente tan cercano, y sentirse molesto al verlo prisionero.

Del devenir del maniquí y la revolución de los caprichos

Por pura casualidad, se me han juntado dos lecturas del mismo autor (un descubrimiento tardío y una publicación reciente) y casi caigo en la tentación de hacer una segunda parte del primer artículo, pero de pronto me di cuenta de que el maniquí devenido Mannekind (‘maniquidad’ sería su naturaleza, calidad o principio generador) no merece esa dependencia, ni por su pasado, ni por su conversión en singularidad. Recién llegado a su propia especie, tal vez ajeno todavía a las trampas de la humanidad aunque ha evolucionado en un mar de prosopopeyas, bastante tiene con vivir entre humanos, en esa simbiosis asimétrica que arrastra desde su inerme estado anterior de la que no sé si se desatará algún día.

En su origen, no tenía programa que reemplazara a un timonel: los científicos van a tener que estudiar mucho sus entradas y salidas para explicar el advenimiento de esa singularidad no cibernética. No sabemos cómo ha llegado a apropiarse de los roles que le imponían los contextos. Igual hay que volver a creer en la metafísica (el autor señala, entre las primeras manifestaciones, las de los paisajes de Giorgio de Chirico) para pergeñar una justificación que él, evidentemente, no necesita, ya que su movimiento es invisible: sólo se demuestra en cada parada y nunca se muestra andando.

Durante siglos, sirvió de soporte provisional a las composiciones estéticas y, cuando disminuyó su uso (nótese la diferencia radical con la profetizada singularidad tecnológica, que surgirá de la proliferación de máquinas que parecerán tan inteligentes que no podrán no serlo), se capacitó para trascender su minimalismo -sin complicarlo- hasta ocupar el espacio de las figuras que aprovechaban sus poses. Pasó de protagonizar bocetos a la forma firme, salió a la superficie (“lo más profundo es la piel”), se desnudó de los disfraces que le imponía el oficio, se reveló bailando bajo la lluvia. Sería fácil decir que quizá un fenómeno cuántico lo mantuvo estático y lo animó a la vez, pero eso no significa nada; sólo aumenta el misterio; además, aun cuando se le retrata en pleno vuelo, posee una elegante pesantez newtoniana.

El caso es que, después del acontecimiento, y porque la nueva condición lo mantiene sujeto a los artistas (creo que Duchamp le aconsejaría lo contrario), alguien tenía que representar la situación actual del muñeco articulado, y J. Martimore se ha puesto a ello en Los caprichos de Mannekind. Tras un texto introductor que explica la historia del ente (por él comprendemos la oportunidad de lo ocurrido y su concordancia con las variaciones que promete nuestra época), recurre a la libertad goyesca y ofrece ochenta láminas inagotables para entregarle al modelo el protagonismo como actor antineutro, dotado de todos los géneros y sexos, que puede ejercer la combinatoria existencial en todos los sentidos y escenarios.