Tradición

Ocupó la plaza un grupo de hombres vestidos con blusones blancos y pantalones negros, calzados con alpargatas, protegidos con capas de cuero de cortes irregulares y tocados con gorros de fieltro altos, grises y desviados. Llevaban largos bastones que comenzaron a lanzar al aire con todas sus fuerzas. El juego, deporte o ceremonia consistía en evitar que el garrote, afilado por los dos extremos, tocara el suelo. Los participantes podían capturar bastones ajenos además de los propios y, en ese caso, el que había perdido su arma abandonaba la plaza con gran vergüenza, entre los abucheos del público.
Era una actividad peligrosa. Los palos alcanzaban gran altura y caían con fuerza, y los celebrantes ponían tanto empeño en atraparlos que a veces, a pesar de las capas y los sombreros, se producían golpes y arañazos. También se empujaban entre sí, se bloqueaban los unos a los otros y hasta se daban codazos y puñetazos. Todo lo cual lo hacían sin dejar de reírse, al menos mientras estaban en liza.
No quedó muy claro cuándo decidió el jurado, compuesto por las autoridades civiles, militares y religiosas, que se debía dar paso a la segunda parte del espectáculo. El caso es que sonó un cuerno y los hombres dejaron en el suelo de la plaza las capas que los habían cubierto y se retiraron. Entonces entraron una docena de mujeres ataviadas con vestidos blancos sobre los que se pusieron las prendas masculinas, sin importarles la sangre ni el sudor, y empezaron a bailar un baile casi sin movimiento, apenas con medios giros de cinturas sobre los pies estáticos, afianzados en el suelo de piedra. Y con el baile comenzó entre los espectadores un rumor que durante mucho tiempo creció hasta convertirse en un grito.
Cuando la intensidad del grito, prolongado hasta el dolor, se hizo insostenible, irrumpió un silencio tajante que afectó incluso a niños, pájaros y perros. Un silencio excesivo, tenso. Pero enseguida se deshizo la falsa calma y comenzaron las conversaciones, y la gente se fue dispersando hacia los bares y los políticos se subieron a los coches oficiales mientras los secretarios miraban las agendas para saber dónde tocaba a continuación comenzar el verano.

La constitución de la primavera

Hacía calor y lloviznaba como una bendición erótica.
Las gotas microscópicas de agua, templadas por la contención del aliento de la neblina que ellas mismas tejían, pulsaban milímetros cuadrados de piel a temperaturas insensiblemente diferentes para constituir en el conjunto una variedad excitante (es la palabra exacta) de caricias absortas, adsorbentes, y a ellas se agregaban las salinidades del sudor y la saliva, de suerte que la estación se definía, por fin, palpable en moléculas e iones, carnal, real, animal, como la eyaculación de un sueño.

Vuelve el animal flor del viento

Para qué lo voy a explicar yo si está mejor explicado aquí y aquí.

Días sin obras

Antes de que los estadounidenses abrieran el Canal de Panamá, lo intentaron los franceses. La empresa fue impulsada por Lesseps, que había triunfado en Suez abriendo una zanja en el desierto con ideas que no pudo aplicar en la selva. El intento duró más de diez años. No existe un dato aceptado sobre las vidas que costó, aunque se considera que fueron más de 20000. Por lo visto, es mucho más difícil calcular en vidas que en dinero porque los seres humanos son fácilmente reemplazables. Por eso el escándalo de la excavación inacabada, una gran tumba, sólo fue financiero.
Los promotores abandonaron; los obreros supervivientes, venidos de todas partes del mundo, fueron despedidos y repatriados. Los hospitales construidos para apenas paliar los estragos de la malaria, las residencias de los ingenieros, las carreteras, los terraplenes, los talleres, las grandes dragas, las excavadoras a vapor, las líneas telegráficas y telefónicas, todo fue entregado al regreso de la selva a lugares con nombres de arquitecturas fantásticas, como el desviado río Chagres o el tajo brutal de La Culebra.
Mientras los franceses fracasaban y comenzaban a definir el retroceso de Europa, los norteamericanos iban cimentando la política que conduciría a la separación de Panamá de Colombia y a la conclusión del paso que dividiría las Américas.
Durante los años de inacción entre los dos proyectos de juntar los mares, el periodista Richard Harding Davis visitó la zona y se sorprendió del raro orden en que encontró los edificios, herramientas y maquinaria. Pese al empuje de la vegetación, las cosas presentaban una calma cartesiana, inquietante, como de un cuartel rendido sin perder la disciplina a un ejército enemigo que no tuviera prisa por ocuparlo.

We had read of the pathetic spectacle presented by thousands of dollars’ worth of locomotive engines and machinery lying rotting and rusting in the swamps, and as it had interested us when we had read of it, we were naturally even more anxious to see it with our own eyes. We, however,
did not see any machinery rusting, nor any locomotives lying half buried in the mud. All the
locomotives that we saw were raised from the ground on ties and protected with a wooden shed,
and had been painted and oiled and cared for as they would have been in the Baldwin Locomotive Works. We found the same state of things in the great machine-works, and though none of us knew a turning-lathe from a sewing-machine, we could at least understand that certain wheels should make other wheels move if everything was in working order, and so we made the wheels go round, and punched holes in sheets of iron with steel rods, and pierced plates, and scraped iron bars, and climbed to shelves twenty and thirty feet from the floor, only to find that each bit and screw in each numbered pigeon-hole was as sharp and covered as thick with oil as though it had been in use that morning.

Habíamos leído acerca del lamentable espectáculo ofrecido por locomotoras y maquinaria valoradas en miles de dólares que yacían pudriéndose y oxidándose en las ciénagas, y como nos había interesado al leerlo, estábamos aún más ansiosos por verlo con nuestros propios ojos. Sin embargo, no vimos ni máquinas oxidadas ni locomotoras medio enterradas en el fango. Todas las locomotoras que encontramos estaban firmes sobre el terreno y protegidas con cobertizos de madera, y habían sido pintadas y engrasadas y atendidas como lo hubieran hecho en las Industrias Baldwin en Filadelfia. El mismo estado de cosas encontramos en los talleres, y aunque ninguno de nosotros conocía ni el torno de una máquina de coser, podíamos al menos comprender que ciertas ruedas podrían mover a otras si cada cosa estaba en su lugar, y así hicimos a las ruedas dar vueltas y perforamos agujeros en hojas de hierro con varillas de metal y horadamos chapas y recortamos barras de hierro y trepamos a estanterías situadas a veinte y treinta pies del suelo, sólo para encontrar que cada pieza y tornillo relucía en su casilla numerada bajo una capa de aceite como si hubiera sido usado esa mañana.

Invasiones

Ya son estereotipos las primeras impresiones de una invasión.

En las ciudades portuarias, la inminencia se percibe desde los tiempos clásicos como una calma inopinada de la mar, una ausencia de gaviotas y alcatraces y un amanecer límpido. Ya se sabe: presencias que acechan, que han llegado durante la noche o que esperan su momento más allá del horizonte.

En esas ocasiones, como cuando los veleros demuestran la esfericidad del planeta, se descubre que el horizonte no tiene nada de ideal ni de geométrico, sólo que ahora no es un escalón impertinente, sino una cortina de leyendas tan sólida como un muro.

Pero son más de nuestro tiempo las irrupciones de máquinas o de biotipos transgénicos.

De repente, uno dobla una esquina y se topa con un tanque, un castillo de metal con una máscara antigás en la torre del homenaje. O surgen del vacío resortes gigantes sembrados como dientes de dragón por un depredador intergaláctico que ha pasado siglos tramando aterrorizar a los terrícolas antes de zampárselos. (Ahora me acuerdo de aquel relato de Damon Knight en el que los extraterrestres venían equipados de un libro de cocina titulado Cómo servir al hombre.) O se mimetizan con los detritus de las aceras crecientes amebas hambrientas, de una simplicidad escalofriante, depositadas en los extrarradios de las ciudades por las gónadas de la gran flota estelar. O aletean caricaturas de grifos que se apoderan del aire y obligan a los humanos a recluirse en rascacielos y a no relacionarse más que mediante internet y los materializadores de materia inanimada.

O sobreviene cualquier vanguardia de otro ámbito poderoso asentado en nuestro miedo a ser esclavizados.
Detrás, en lugar seguro, lagartos, ectoplasmas, emperadores o reyes de las finanzas.

Misterios de la rue Berton

¿Qué ocurrió el 4 de junio de 1903 para que alguien maldijera esa fecha en una pintada recogida por Guillaume Apollinaire en 1918 de entre las muchas de una calle de Auteuil? Un poco antes, otro graffiti había llamado la atención del autor: en él Lili d’Auteuil declaraba sobre un corazón flechado amar a Totor du Point du Jour, un nombre que se refiere al alba. Y al final de la calle había un parque maravilloso con un buzón de correos.

Qué fácil

Qué fácil es escribir cerca de la lluvia. La máquina del agua proporciona el estado de ánimo. La lluvia no es monótona; sólo lo son los cristales. Las gotas varían en densidad y ritmo. La luz tarda en hacerse poderosa. Los días son más largos. La tierra gana impactos, frío, solidez de paradoja-esponja y, si al anochecer escampa, espejos. Las palabras adquieren la calma de las bajantes de flujo continuo. El sonido es todo.