El otro día me dijo un amigo que había estado en Carmona y que parece opinión unánime de sus habitantes que mi abuelo, el escritor y periodista Manuel Llano, nació allí y no en Sopeña. Esta es una cuestión que reaparece cíclicamente en la historia familiar.
Ya que no conocí a mi abuelo, el testimonio más próximo que tengo es el de su viuda, mi abuela María Lázaro. Ella siempre dijo que su marido había nacido en Sopeña. Era un pregunta clásica de los parientes y conocidos durante las visitas en las tardes de invierno, poco antes de la partida, que es cuando se hacen esas preguntas, después de que el visitante haya recordado que tiene que coger la línea o el tren y, con las palabras de despedida, aparece el recuerdo de los muertos, como si un hasta la vista evocara un adiós extremo. Un rito funerario más: por cierto que escribo esto el día asignado por el santoral a los difuntos.
El caso es que de vez en cuando alguien, cabuérnigo o no, resucitaba la duda: “María, perdona, ¿dónde nació Nel (o Manolo, o Manuel)?”. Y mi abuela: “En Sopeña. Él siempre dijo que era de Sopeña”.
Sin embargo, la polémica se ha mantenido a lo largo de los años. Pareció desactivada cuando mi madre se hizo con una copia literal de la partida de nacimiento, donde se establece que Manuel Llano nació en Sopeña, pero la persistencia de las supuestas memorias de los carmuniegos no ha perdido intensidad.
Dice mi amigo que no ha encontrado persona en el pueblo que no pueda aportar testimonio directo o indirecto del nacimiento de mi abuelo, de su crianza o de la casa que habitó. “Y todos parecen sinceros”, afirma. Le digo que yo tampoco creo que mientan. Lo cual no quiere decir que el dato sea cierto. De hecho, lo que más me interesa de este asunto no es dónde nació mi abuelo, sino los mecanismos de la memoria que, asociados a los resortes del deseo, determinan situaciones de este tipo.
Querer algo implica muchas veces una beata falsificación que nos libra de la incertidumbre, que llena los huecos que ocuparía la duda y que fija el mundo en un estado ideal y quieto. Y también, claro, está presente una cierta tendencia a la privatización de la Historia, la cual, al parecer, será ultraliberal o no será.
Es posible que el registro de un escribiente de 1898 que recogió los datos de una simple declaración verbal sea tan fiable como cualquier testimonio trasmitido durante dos o tres generaciones por los habitantes de un pueblo. El problema es que hay otras personas que suman al asiento burocrático argumentos del mismo género: el recuerdo, la costumbre, lo contado.
En ambos casos, es la tradición la que establece las certezas personales. Todos están convencidos de que se debe asignar a su ámbito el nacimiento (no basta que viviera allí muchos años; parece que el acto del nacer, el salto del útero, la primera luz o el primer aire son maś importante que la tierra que se pisa y la yerba que se pace) de una persona a la que consideran estimable, lo cual, por supuesto, es un honor (un doble honor) para el difunto, que, de vivir, es casi seguro que también dudaría sobre su lugar de nacimiento: nadie lo recuerda; la memoria empieza mucho más tarde a falsificar los hechos.
Sesudos científicos (me acuerdo ahora de Elizabeth Loftus, a quien quiero creer personaje de novela, pero que ha estudiado con dolor propio y ajeno los falsos recuerdos) sostienen que hasta en los testimonios más directos puede haber falsedades inducidas o autoinducidas, que todas las historias son construcciones y que las arquitecturas que las definen están cimentadas sobre nuestras débiles mentes, nuestros pobres espíritus, nuestras lábiles necesidades. Así que lo único cierto son las cicatrices y las sonrisas.
No importa que algunos incluso hayamos tenido la suerte de haber conocido (además de a nuestras madres, pero ¿son ellas fiables?) a las comadronas que nos empujaron al mundo, y hayamos escuchado sus relatos. Aun así, nunca tendremos la seguridad de que no nos confundieran con nuestros hermanos o vecinos.
Es triste, pero sólo los objetos (documentos, piedras, manuscritos, fosas, huesos) son ciertos. Ellos no tienen sentimientos. Aunque los datos que aportan sean tan falsos como los caprichos del alma, ellos son las sonrisas y las cicatrices.
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Rescoldos
Escrito por los estudiantes de la Universidad Burdeos-III en el pasillo que conduce a la sala de reuniones del Comité de Movilizaciones contra la Ley de Reforma Universitaria:
Ya va siendo hora de reavivar las estrellas.
Guillaume Apollinaire.
Aviso
Viaje de abril
Hicimos un viaje a Amsterdam y a París. Tomé notas a vuelaboli e hice fotos. Junté los escritos con las imágenes tomadas más al desgaire y me ha salido algo que, por suerte, no parece un album ni una crónica ni un diario. Lo he puesto en un archivo pdf al que se accede mediante este enlace que aquí véis…
Sociedad capitalista
En un blog que se tiene por literario no pueden faltar los números.
He leído en fuentes poco sospechosas (naveguen y cotejen) que la diferencia media de salario entre los directivos de las empresas y los empleados de más baja categoría laboral es de 13 veces. Es decir que, si un obrero gana unos mil euros al mes, es muy pobable que un miembro del consejo de dirección se apropie legalmente de 13000. Dicho de otro modo: el tipo de arriba se levanta en un mes lo que el de más abajo no pilla en un año; es un hecho probado, aunque no sea delito. Si se trata de una obrera, la diferencia es aún mayor, porque la discriminación habitual le puede suponer un 29% menos de ingresos. Parece ser que esto sí es ilegal, e inspira campañas institucionales del tipo ande no sea usted malo y pague a la chica. Si se trata de una mujer directiva, no habrá diferencia con sus colegas hombres, y además tendrá derecho a las mismas ayudas por ser madre, ya que el concepto de igualdad liberal se aplica en compartimentos estancos.
Puesto que me siento panfletario, haré algunas preguntas. Esa diferencia salarial, ¿implica que la formación, dedicación, responsabilidad y capacidad de un alto cargo de una empresa, juntas o por separado, representan trece veces la de un empleado de a pie? Suponiendo que la calidad de vida de una persona pueda trepar hasta el infinito y que a partir de cierto nivel no se trate de una acumulación degradante de riquezas sin sentido, ¿los servicios prestados justifican esas cifras? ¿Los ejecutivos son seres terciodécuples nacidos de la conjunción de un rayo de Zeus y una jaculatoria de Adam Smith para impetrar la autorregulación del mercado? Una vez integrada toda esa riqueza en la mente y el cuerpo de los elegidos, ¿quedará algún lugar para los escrúpulos a la hora de conservarla o aumentarla?
Un libro
El caso es que, casi sin avisar, algunos relatos empezaron a parecer conjuntados y, aunque probablemente se tratara de la farsa de un instante, me dije ¿por qué no?, y sólo hubo que ponerle al objeto título y portada.
De manera tan sencilla surgen los libros.
Así que ahí está el enlace, humilde, sin ánimo de lucro, pero comercial al fin y al cabo.
A mí me gusta, claro; si no, no lo publicaría.
En Letralia
El equipo editor de la revista Letralia, Tierra de letras ha decidido publicar tres relatos míos cuyos enlaces iré poniendo aquí porque un poco de autohalago no le viene mal a nadie.
Letralia se hace desde Cagua, Venezuela. Se ha propuesto ser la revista de los escritores hispanoamericanos en internet y lo está consiguiendo, así que me hace ilusión que me alberguen. Aconsejo un primer paseo por sus Preguntas frecuentes y, por supuesto, una larga indagación en sus contenidos.