Una navegación necesaria

Eugenio Torrecilla.
Escondido en nuestro silencio. Editorial Libros del Aire, 2023.

(Cuando un índice es también un poema:)

  • Vas por el camino más largo
  • Silbas gymnopédies de Eric Satie
  • En noches tenebrosas
  • Por tu mano sometida
  • Perpetuamente urdidas
  • No en Berlín
  • En las tierras estériles
  • Y vuelta a encender
  • Todavía
  • En la Bahía de las Ballenas
  • Para negar la prisa
  • A pesar de las amenazas
  • En la existencia colonial
  • Bajo una celebración
  • Con una convicción
  • Para ser inmolado
  • Para convertirse en pestes
  • Para obligar al cumplimiento
  • Interminables
  • Por las consecuencias
  • En lo más hondo
  • Perduran
  • Inalcanzables
  • Praderas entumecidas
  • Hace treinta mil años
  • Evocas
  • En ausencia de vida
  • En el último rincón
  • Impuro
  • Enaltecido
  • Ausente
  • Sin valor
  • Resignado
  • Alguna noche
  • En el fondo de la patera
  • Una mañana de domingo
  • Divisiones casuales
  • Metamorfoseadas
  • Apático, insípido
  • Callados
  • El hastío responde
  • Cópula sin amor
  • Inicias los sorbos
  • Sin ofrecer apenas
  • De los cerros
  • Pequeña, delicada
  • Única
  • Insinuada
  • Te acercas por la ruta
  • Sólidos espejismos
  • Levitas
  • Y así deben ejecutarse
  • Dominando el temblor
  • Desgraciadamente
  • Avaricias y metales
  • En el vínculo
  • Aturdido
  • Ahora
  • Os besáis atrevidos
  • Derramados
  • Para salvarnos
  • En la Torre del Mar

(A propósito del poemario Escondido en nuestro silencio, de Eugenio Torrecilla)

No quiero emplear muchas palabras en comentar un libro que posee la longitud y la densidad justas. Se lee de un tirón, navegando en un vaivén de poemas enlazados por entradas y salidas evolutivas que giran con una geometría no euclidiana (ni siquiera regida por una curvatura constante) formando una doble hélice que entrevera la obstinación genética y el albur de la historia en una estructura hipnótica. No son casuales las presencias de Satie y Bach: tarde o temprano descubriremos que se trata de advertencias iniciales para un recital tramado como una exhortación sincera por cuya rara ligereza (es decir, por el placer de la lectura) aceptamos que no nos deje escapatoria. El discurso desencadenado rompe sin ruido el silencio (de nuevo, estábamos avisados) y, con él, el blindaje que permite a cualquiera sentirse único miembro de una especie única o postularse ante sí mismo como su mejor y más indiferente representante. La nueva desnudez denuncia que apenas disponemos de una pobre versión de la no-máquina del tiempo del Matadero número 5 de Kurt Vonnegut (no sé si me sorprende que un novelista superviviente del bombardeo de Dresde sea el único escritor citado en esta reseña) para huir, después de cada retablo criminal, hacia los remansos de paz y felicidad que hay que reconocer, narrar, extender y defender.

Abran y lean. Déjense llevar.

María Blanchard, un desnudo y un vestido

María Blanchard. Desnudo femenino de pie (Eva). Óleo sobre lienzo. 197,5×82,5 cm. 1912. Von der Heydt-Museum. Wuppertal.

María Blanchard.La comulgante. 1914. Óleo sobre lienzo. 180×124 cm. Museo Reina Sofia. Madrid.

Sólo dos años separan estos cuadros de María Blanchard. El primero, ‘Desnudo femenino de pie (Eva)’, lo pintó en París en 1912 y osó exhibirlo en 1915 en Madrid, donde obtuvo sobrados motivos para no volver a exponer en España. Entonces ya había pintado el otro, ‘La comulgante’, de 1914, pero no lo expondría hasta 1920, en el Salón de los independientes de la capital francesa, cuando el mundo proclamaba uno de tantos falsos regresos a la normalidad y ella estaba preparada para afrontarlo retomando la figuración sin olvidar lo aprendido en la vanguardia.

Durante seis años, se había centrado en el cubismo, pero ya antes estaba ahí esa reinterpretación del desnudo por antonomasia (casi siempre unido al de Adán, claro, excepto en la escena crucial de la serpiente) en el expansivo ámbito judeocristiano, que parecía destinado a borrar todos los desnudos paganos y acabó reforzándolos. Con ella, el arte integró la paradoja de multiplicar el instante en que el nudismo fue expulsado del paraíso. Eva y su contexto: la culpable, el marido engañado y los últimos desnudos del Edén. El ángel con la espada puede adquirirse por separado.

Esta Eva es una suma de ausencias. No parece arrepentida. Es una Eva exultante y preadanita. Al verla rodeada de oscuridad, sabemos que no hay nadie agazapado en un rincón masculino de ese supuesto espacio ajeno a la Creación mayúscula. En el universo del cuadro, la mujer se ha adelantado; Adán no ha sido modelado; ella pisa el barro y no parece echarlo en falta. Aquí no cabe plantear una inversión del interesado y nada convincente mito de la costilla.

El desnudo se perfila con la refracción de una belleza sumergida. Los trazos característicos de la autora remarcan y vibran a la vez. Las manos largas, primitivas, contradicen las de la María real que tanto gustaban a Diego Rivera -Adán desmesurado-, y se abren paralelas a los pies nudosos mientras la torsión del cuerpo niega el equilibrio. El rostro ha recogido las lecciones de Van Dongen y de las máscaras africanas que aquella horda de Montmartre convirtió en arte para apropiárselas.

Me había propuesto esquivar la evidencia del autorretrato, pero he decidido cumplir con la obligación de mencionar la discapacidad física de María Blanchard para burlar el tópico de su presunta debilidad. Se repite demasiado su deseo frustrado de pintar muchas flores. Sin embargo, debió de celebrar con humor más o menos negro las caricaturas de Fresno y Bagaría y las casi caricaturas literarias de Gómez de la Serna y García Lorca (para eso están lo amigos) y desdeñar sin complejos la muy española crítica que tachaba de monstruosa la obra de la extraña mujer que triunfaba en la disoluta Europa. ¿Autorretrato? Pues sí, pero salvaje y desnudo, de cuerpo entero, abierto; despiadado, y no sólo consigo misma.

Superado este remanso, visitemos a la comulgante en su dudoso recogimiento:

Su rostro descolorido está pintado con arrebol, desbordado por mechones negros. Mira con seriedad y aprieta el carmín. ¿No lleva demasiado maquillaje para recibir una hostia consagrada? Alrededor hay un palio-rebaño de ángeles-nubes, un cortinón púrpura, un reclinatorio a juego, un altar blanco como el vestido. El vestido: esa exageración de blondas, velos -obscenamente abiertos-, lazos, esa inflación de enaguas. Y ese pañuelo, ese misal, esa especie de cetro florido: esas armas que empuña con las mismas manos que Eva. Los pies están enfundados en hielo cerrado con corchetes, pero también son los mismos.

No encuentro otra explicación: Eva se ha soñado a sí misma como comulgante. El disfraz ritual es una pesadilla de la verdad desnuda. El cuerpo blindado con el hiperbólico envoltorio matrimonial de la ceremonia de deglución del sacrificio recuerda con rabia la osadía del origen. Parece estar diciendo: sólo soy deforme cuando me vestís con vuestros dogmas; después del espectáculo, buscaré un espejo y volveré desnuda al paraíso.

Un puto andamio

Atrapo dos frases al vuelo en el autobús sobrecargado:

-Si aceptamos que un puto andamio es un árbol, aceptamos cualquier mierda.

-Es la magia de la Navidad.

Tuvo mucho éxito aquel anuncio en el que el dueño del tablero obligaba a definir el pulpo como animal de compañía. La frase entró en el lenguaje cotidiano y todavía se oye cuando alguien se resigna con humor ante la imposición de interpretaciones interesadas de normas y hechos. El poder y la propiedad no aprecian el sarcasmo ni la ironía. Si el humor crítico llega a alterar sus caras de piedra, toman medidas. El pulpo es un animal simpático y polivalente: lo mismo sirve como kraken que como adivino o juguete infantil. Desde luego, es mucho más aceptable que un andamio de tablas y varillas metálicas rebozado en ledes como árbol. Pero si el alcalde dice que es un bien para el pueblo, como cantaba Javier Krahe, ¡alcalde, lo que nos eches!

Los medios no paran de azuzar (ellos dicen que sus cantinelas son información) la competencia entre poblaciones por tener el sucedáneo de árbol más largo e iluminado. Así que ese engendro que no sirve ni como símbolo fálico deviene epítome de las musarañas navideñas.

Al escribir sucedáneo, he recordado una palabra exótica: ersatz. Durante la Primera Guerra Mundial, saltó del alemán a otras lenguas porque la rotundidad germánica le daba más matices que las de un simple producto sustitutivo en tiempos de escasez. Surgido en un mundo de racionamiento bélico, encaja muy bien en nuestra actualidad consumista: siempre estamos en guerra para mantener el nivel de producción y gasto.

La sucedaneidad es una cualidad que apenas esquiva términos como falsificación o imitación, pero me parece que a sucedáneo le falta fuerza y entonces pienso ersatz y recuerdo carteles de propaganda militarista, cánticos de retaguardia y personas mal alimentadas mezcladas con la actualidad de pantallas publicitarias desorbitadas y alcaldes y electores presumiendo de putos andamios y participando de una orgía de neolengua y doblepensamiento.

Los sucedáneos suelen aceptarse porque no queda más remedio si no se quiere abandonar el juego. Además, el precio módico no engaña, los convierte en una verdad imperfecta, pero verdad al fin y al cabo, algo sincero que reemplaza al objeto deseado inalcanzable. Parece que lo que importa es la intención, que la autenticidad es graduable y todo puede ser apenas falso o casi genuino, como si las definiciones de las cosas, a base de discurrir en círculo, sirvieran tan poco como las de arte y cultura.

Sin embargo, la acumulación está borrando la hipotética ventaja de lo barato. El progreso es cada vez más agresivo: amenaza con regresiones mientras la cantidad de ersatz aumenta (como la de su mellizo el kipple) y -presunta paradoja suprema- se encarece por la insostenibilidad de las producciones masivas.

Los árboles-andamios, esa enorme nada con lentejuelas que asfixian cualquier mérito de la abstracción, han venido a abanderar la miseria consumista. Me pregunto si se mantendrán en el mercado de lo ideológicamente rentable y me respondo que es muy fácil olvidar que lo barato siempre ha costado más de lo que vale.

La parodia de los gaznápiros

Me ocurrió de falondres. El televisor dijo Crimea y me acordé de Esteban Polidura Gómez y de las familias santanderinas que se enriquecieron con la guerra de 1853-56. En el Reino de España, los harineros desabastecieron los mercados locales de trigo para forrarse con la exportación. Eso, a su vez, generó una oleada de motines del pan que fueron duramente reprimidos. La harinocracia de las moliendas y puertos cántabros multiplicó sus ingresos. Hubo nuevos ricos y ricos remozados. Polidura cuenta que se les subió a la cabeza, que sus fiestas de sociedad y ostentación proliferaron hasta la náusea y que la gente de a pie los llamaba gaznápiros.

Al parecer, había una gran capacidad organizativa para la chanza entre la población popular. La evidente zanja entre clases tenía la virtud de mantener separadas las orillas del humor. La plebe y una pequeña burgesía cuyos intelectuales y profesionales jugaban con radicalidades y a veces se sentían con derecho a la imprudencia proletaria optaron por parodiar las ceremonias, bailongos, puestas de largo, acuerdos matrimoniales y recepciones por delante y por detrás (según el viento que soplara) de los enriquecidos hasta la estupidez.

Y surgió un evento báquico, pánico, orgiástico, goliárdico, un banquete con procesión marina en peregrinación a la isla de Citera o, mejor dicho, Pedrosa, entonces tan abandonada como ahora. Una fiesta de locos que recuerda a las que la Iglesia empezó a perseguir en el siglo XV para contener el regreso del paganismo. Un Carnaval fuera de estación -a finales de julio- que no preludiaba el ayuno: más bien avisaba de todo lo contrario.

Los detalles los encontrarán en el artículo citado(1)Se trata del titulado De falondres. Publicado por primera vez en El Cantábrico el 27 de octubre de 1925, está recogido en la antología Cosas de … Continue reading. Conviene releer esas ‘Cosas de antaño’ para desintoxicarse de otros pasados más presentes y de la homogeneidad de las fiestas instituidas.

Mientras se animan, les bastará saber que dos mujeres del margen cotidiano más profundo -que no lejano ni invisible- y de fealdad/belleza menos convencional (o, si lo prefieren, más extrema) fueron entronizadas en una barquía disfrazada de góndola que encabezó una flota abigarrada. Esquifes, chinchorros, botes, lanchas y hasta muertos desatados, repletos de oficiantes y viandas, recorrieron las canales encendiendo un rastro de murgas y fuegos etílicos. Parecían escapados del amanecer de Walpurgis para recrear los mitos de los mundos invertidos cambiando escobas por remos. El desembarco tuvo que ser un despojamiento de espumas olímpicas. El banquete, los bailes y el regreso, a la luz de achotes y santelmos alucinantes, transcurrieron sin otros incidentes que los que manda la desmesura.

La pérdida de la autonomía frente al poder de los festejos es una constante histórica. Las tradiciones lúdicas irreverentes, subversivas o licenciosas (es difícil que estos calificativos no se presenten aliados) se han convertido en ritos modosos uniformados por el consumismo. Las fiestas de un tal Santiago, tabernero del Alta, fueron ocupadas por Santiago Matamoros. Hay demasiada gente orgullosa de ello. Orgullosa, fingidora y vigilante.

Algunas explosiones de alegría, como la réplica a los gaznápiros embobados por la fortuna caída de la guerra, son hoy irrepetibles. La historia está llena de momentos así, pero no quedan islas abordables y su memoria apenas pelea contra el olvido patrocinado por el culto a los próceres: nos invaden las hagiografías y las genealogías justificativas.

Menos mal que casi siempre hay un Polidura que, a diferencia de otros cronistas más propagados, es capaz de asombrarnos, divertirnos y advertirnos con una perspectiva política y literaria peatonal y activa.

Notas

Notas
1 Se trata del titulado De falondres. Publicado por primera vez en El Cantábrico el 27 de octubre de 1925, está recogido en la antología Cosas de antaño. Historias del viejo Santander. Editorial Librucos, 2019.

Fracaso de una fiesta

Hace años, fui invitado a una fiesta en un apartamento situado en un edificio muy alto de una localidad costera de Cantabria que multiplica su población en verano. Creo que entonces sólo la duplicaba -ahora la triplica-, pero la gran mayoría de los pisos del bloque ya eran, como el de los anfitriones, segundas viviendas.

Ocurrió en pleno invierno. No recuerdo qué confluencia de situaciones condujo a esa anomalía. La familia propietaria percibía la rareza del hecho incluso más que los extraños: se sentían ajenos al lugar que sólo reconocían durante un mes de cada verano. Fuera de temporada, estaba lleno de sonidos vacíos; era un arquetipo de los lugares fantasmáticos. Hasta el ascensor hizo su trabajo con pereza y parecía colgado de un penitente tintineo de cadenas.

El piso estaba en una de las plantas más altas. Se veían la playa desierta, del color pardo de la arena mojada, el mar plomizo, trazos y rumores de espuma fría y la calderilla del cielo pobre de estrellas. Anocheció enseguida. Abajo, en la calle, se encendió el alumbrado público como para resaltar que todos los negocios estaban cerrados. Tampoco había muchos: una hamburguesería, un kiosco de zumos y helados, una tienda de ropa de baño y otra de minielectrodomésticos con la persiana forzada por un abrelatas gigante. Pasaban muy pocos vehículos. En los edificios contiguos, idénticos, había muy pocas ventanas iluminadas.

Se distinguía también parte del pequeño casco antiguo, casi segregado del paisaje por la preferencia playera, reducido a líneas y signos confusos, formas y destellos que expresaban a la vez la lejanía y la dependencia impuestas desde nuestra atalaya turística sobre los primeros asentamientos humanos. No era una interpretación espontánea de un símbolo, por supuesto: sabíamos que las casas antiguas se iban arruinando y que se mantenían los tejados y fachadas a fuerza de remiendos, claudicando ante la evidencia de que el peso de la historia acabaría llevándolos a las manos de franquicias temáticas para mantener las riadas de los veraneantes. Algunas pinceladas folclóricas contentarían las conciencias de los inspectores de tipismo.

Me venían a la mente distopías inversas sobre masas desbordando el planeta y me di cuenta de que aquella visión -unida a los contenidos mal orquestados de la fiesta- me estaba produciendo un efecto de psicotrópico, un mal viaje lleno de recuerdos de agobios estivales. Era una sensación entre ridícula y deprimente: la amenaza de la superpoblación temporal deliberada, promovida, que quería ser el motor de una economía de amos caprichosos y esclavos cómplices o resignados y que eliminaba las alternativas a su cielo sembrado de diamantes. Hoy, según las estadísticas, está a punto de conseguirlo. Como el clima del planeta, es probable que haya pasado el punto de no retorno y cada temporada supere a la anterior hasta la ruptura definitiva de los ciclos. Luego será el desierto sin tártaros.

La ley sagrada establece que el número de residentes temporales debe aumentar si los ingresos disminuyen. Las opciones que pretenden reducir el número aumentando el lujo y subiendo los precios requieren nuevas exclusiones, urbanizaciones fortificadas y mayores espacios, instalaciones y recursos. Tanto el ocio elitista como el de masas, cada uno a su manera, exigen intervenciones y ocupaciones extremas. Con voracidad fractal (cada purgatorio temático o residencial reproduce el anterior), las poblaciones flotantes y sus servidores van saltando de escalas territoriales, determinando los modelos productivos y laborales, la ética y la estética.

La minoría sedentaria elige una y otra vez gobiernos que trabajan para extraer riqueza de una mayoría aplastante y fugaz de turistas y de una minoría de plutócratas encastillados. Los primeros consumen ocio barato mientras los segundos celebran conciliábulos en los que los sonajeros y fetiches de la mercancía nunca descansan: compran, venden, coleccionan, revenden, diseñan, especulan, proclaman triunfos y escenifican la religión del mercado-espectáculo, esa exhibición totalitaria que siempre es rentable por burda que sea la presentación (los medios, los medios, el horror, el horror…); dinero llama a poder y viceversa… Sus playas, circuitos y segundas viviendas están al cuidado de excelentes guardeses en las comunidades con vocación de segundas autonomías.

La fiesta extemporánea fue un fracaso. Desde el principio, después de algunas bromas sin gracia sobre los reglamentos vecinales expuestos en el portal que habían tratado de mantener durante el verano un atisbo de civismo, la velada transcurrió envuelta en sarcasmo y aburrimiento.

Indianos

Las asociaciones empresariales suelen incluir entre sus manifestaciones identitarias homenajes a los indianos. Alaban a los antepasados de los modernos héroes del emprendimiento y llaman a sus juventudes a seguir sus pasos: “Los indianos son inspiración y motivación para las empresas familiares de Cantabria”, afirman. No dicen cómo seguir esos pasos: las huellas han sido repintadas sobre caminos ideales. Las instituciones aportan marcos de color local y los espectadores y figurantes aplauden y aceptan que no son ricos porque no tienen madera de conquistadores.

La condición de indiano la sellaba el regreso afortunado. El concepto sólo pertenece a los triunfadores. No puede existir un indiano fracasado. Los que se quedaron por el camino, volvieron pobres o tuvieron que conformarse con trabajos modestos -incluso si eran mejores que los abandonados en la tierra natal- sólo eran emigrantes.

Los hijos de la antigua metrópoli tenían entre el criollaje un campo más amplio que otros migrantes y, por supuesto, que la población indígena. Los que acudían llamados por los ya establecidos o eran portadores de recomendaciones que los introducían en las cadenas de inmigración y se formaban para regentar colmados, ampliar ingenios, abrir nuevos mercados, emparentarse con los círculos más activos, etc., tenían más probabilidades de escapar de las masas que formaron la inmigración obrera europea en latinoamerica. Pero no hay que subestimar la audacia de los émulos de Hernán Cortés, como la del prófugo ayudado por los empleadores de su madre que subió al Olimpo traficando con esclavos (uno de los más retratados y esculpidos) o la muy real ficción que José María de Pereda personificó en el paciente Apolinar del Regato, que ahorró durante siete lustros para fletar un bergantín, cargarlo de azúcar y café, y hacer del propio regreso un golpe de fortuna.

La indianidad no es un título de nobleza, pero solía ser un estadio anterior. Una cierta generosidad para suplir servicios sociales (debían ejercer y exhibir la caridad y la beneficencia para no ser tachados de indianos de hilo negro) y una regularidad de las inversiones asentadas en apoyos políticos abrían las puertas de la aristocracia, los veraneos cortesanos y los espacios de poder del sistema caciquil.

Una vez fijado el triunfo, empezaban los regresos temporales, las visitas de ostentación y compadreo, el reasentamiento gradual, la materialización del linaje en el viejo territorio, reconquistado y edificado en preparación del regreso definitivo. Un linaje que podía prefigurarse con matrimonios durante la emigración como parte de las alianzas para el progreso o quedar como un asunto pendiente para la vuelta. (Por cierto, casi nunca se habla de indianas; quizá haya que reescribir unos cuantos silencios…)

Inspiración, motivación, ejemplos a seguir… Siéntese un rato en el noray de los polizones soñadores, posible humilde emprendedor. Cantabria es infinita: repiten la letanía mientras, en ciclos agotadores de turismo y huidas hacia adelante, la envuelven para regalo con papeles chillones de estaciones programadas, urbanizaciones de segundas viviendas y autobombo.

Los modernos aspirantes a indianos no emigran: intentan ser hosteleros afortunados, fundar dinastías de constructores y mixtificadores de tipismo, recalificar y aprovechar los espacios vaciados, plantar palmeras de hierro en jardines de cemento y pasear con parasoles y panamás en un mundo maquillado como un salvapantallas. Haga su América en Cantabria, gritan los neones, empuñe el timón del videojuego de ingenios ultramarinos y obtenga su propia pirámide de Manslow faraónica. Los promotores, ¿se han creído el discurso o sólo esperan el momento de salir corriendo con lo que puedan?

Noticia efímera de un barquillero cántabro en la pasarela de Asnières

Para evitar decepciones, debo advertir que esta historia -apenas un simulacro de alarma- concluyó en un final sin solución y, meses después, obtuvo un colofón lamentable.

El 23 de abril de 1904, el periodista, crítico literario y polemista Luis Bonafoux (francovenezolanoportorriqueño de nacionalidad española con vínculos reinosanos), que entonces era corresponsal en París del Heraldo de Madrid, hizo llegar esta crónica a su amigo José Estrañi, director de El Cantábrico:

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