Sequía

A finales del siglo XIX, cuando el populacho de Santander le quemó el piano al alcalde durante un motín por el desabastecimiento de aguas, las cosas estaban muy claras. Antes, las autoridades habían hecho venir a un ingeniero-fontanero francés de cuyas recomendaciones sólo hicieron caso para satisfacer las necesidades de las vecindades pudientes. Había fuentes públicas y privadas. También trajeron de Francia a un abate zahorí que no tuvo éxito en la búsqueda de nuevos manantiales. Eran otros tiempos.

Hoy, la dimensión global del problema permite a los gobiernos locales hacer como que la cosa no va con ellos. Apenas mencionan el cambio climático y tratan de convertir el mundo desertizado en paraíso turístico. Según los gurús del emprendimiento, todo cambio en el territorio es una oportunidad para nuevas transacciones.

Veo en el mismo periódico fotos de la Cantabria seca y anuncios de instaladores de piscinas, y no puedo evitar mover el dial del imaginario hacia las distopías áridas. Por ejemplo, ahí está la novela La sequía (1965), de Jim Ballard, una sinfonía patética de piscinas anegadas en barro y paisajes con figuras que siguen el curso de los ríos menguantes. Soy de los que crecieron leyendo y apreciando esas historias de profecías evitables frente a las sagradas inevitables. Quizá por eso pocas cosas me sorprenden, aunque siga fingiendo asombro y detestando la obscenidad de lo exclusivo tanto como la barbaridad de lo masivo.

Los mercadotécnicos de nuestro tiempo, con su heroica simplicidad fetichista, también parecen salidos de fabulosas narraciones. Compiten para vender la lluvia que sólo los ricos pueden pagar. Son personas optimistas, emprendedoras hasta morir de sed lamiendo las huellas de pisadas húmedas alrededor de una piscina vacía después de que los dueños huyan a otros paraísos blindados. Si hay una situación catastrófica, la miseria del colapso será socializada, pero los refugios se cobrarán por categorías. Muchas devotas gentes de medio pelo, aunque se crean de rica clase más que media, se quedarán vagando por caminos polvorientos, como aquel nadador de John Cheever que trataba de recorrer una urbanización de lujo saltando de piscina en piscina y parándose a delirar con los vecinos que simulaban no conocer su fracaso.

Los diseñadores de liderazgos multiplican las justificaciones. Hay que satisfacer tanto el fetichismo consumista de la multitud como el orgullo individual de poseer un bote salvavidas, una piscina y, por supuesto, una escolta contra la mendicidad sedienta de las masas. Si les parece contradictorio, es porque lo es, pero eso tiene tan poca importancia como el mantra del barco común que nos salvará del naufragio por imperativo de la naturaleza.

Los utopistas liberales devaluarán su beatitud y recurrirán al autoritarismo cuando haga falta para tapar las fugas de contradicciones. El lento preapocalipsis da para muchos negocios. Luego, ya se les ocurrirá otra combinación de muros para que todo y nada siga igual o, si es necesario, improvisarán un diluvio seco para empezar de cero desde sus arcas. Mientras tanto, el piano bosteza junto a la piscina.

La berrea y la máquina de contar billetes

La policía ha encontrado en el domicilio de un funcionario acusado de cohecho 530000 euros en efectivo y una máquina de contar billetes. Voy a celebrar que los chanchullos digitales no hayan acabado con los analógicos recordando a un tipo de un pasado con el que nunca rompimos y sobre el que siempre transaccionamos.

Allá por los años 80, poco después de que un famoso grupo empresarial fue intervenido por el gobierno, un director de sucursal de una de las empresas confiscadas, huyendo del sur, vino a parar a mi barrio de entonces. Alquiló un piso para él, su esposa y sus dos hijos, tomó en traspaso un bar lavadero y continuó, en la medida de lo posible, una vida que relataba a la vez como pícara y épica.

Contaba sin tapujos que, cuando se anunció la intervención, arrambló con todo el dinero negro que pudo, que era mucho, y olvidó repartirlo con sus colaboradores. Eso explicaba que los empleados del bar parecieran más matones que camareros.

Sin embargo, la única visita indeseada que recibió fue la de una antigua empleada y amante, con la que tenía un hijo al que consideraba una trampa y de la que huía como de sus acreedores y excolegas, aunque ella siempre lo encontraba y le sacaba lo que podía hasta la próxima fuga. Le buscó un alojamiento barato y se esforzó en mantenerla alejada mientras proclamaba que había sentado la cabeza y sólo aspiraba a vivir tranquilo.

Pero bastaban un par de copas para que expresara una fuerte nostalgia por un pasado que él mismo llamaba, con orgullo, depredador. Como se verá, era un amante de cierta idea de la naturaleza.

Narraba exultante una alucinada sucesión de hechos delictivos, orgiásticos y pantagruélicos paralelos a hechos conocidos relacionados con poderes fácticos y gestores. Es probable que la mayor parte fueran falsos o exagerados, pero no era cosa de ponerse a cuestionar la veracidad de lo verosímil. Hablaba sin parar, sobreactuando (se daba un aire a Al Pacino), hasta que, indefectiblemente, le asaltaba una especie de fatiga lúcida y evocaba, con una emoción casi mística, un rito otoñal de la empresa-tribu: todos los años, mientras duró el chollo, en horda trajeada de montería, asistían a la berrea de los ciervos en un bosque extremeño.

Describía lentamente -y representaba con la mirada encendida- los bramidos de los machos, encorvados contra el atardecer, que se disponían a chocar las cornamentas, la tensa expectación mientras los vencedores se revolcaban en barro de orina, la sumisión de las hembras, la extenuación de los coitos, el silencio salaz de los espectadores en los apostaderos y la burda réplica posterior de la juerga humana en los burdeles de carretera. ‘Aquello era vida”, remataba.

Y entonces reaparecía la rabia. El día de la expropiación, después de cargar el portamaletas con las bolsas de dinero sin olvidar la máquina de contar billetes (no sabía cuánto se llevaba) y llamar a su mujer para decirle que ya tendría noticias suyas, se había largado con la amante hasta un complejo hotelero levantino. Encargaron provisiones, descolgaron los espejos de la habitación y estuvieron varios días esnifando cocaína, bebiendo champán y contando billetes. De allí había salido el hijo inaceptable. “La máquina era una metralleta y yo otra, y gritaba como un ciervo rojo”, decía.

Cuando se aburrió y su abogado le confirmó que los jueces buscaban otros peces, volvió con la familia y se vino al norte. Sólo estuvo un verano. Debía de estar empezando la berrea en los bosques cuando descubrimos el bar cerrado.

Cambio de retablo

Me tiene un poco alucinado la controversia desatada por el previsto reemplazo de los lienzos del retablo de la iglesia de la Anunciación de Santander. Los pintó en 1953 María Mazarrasa Quijano, que era hija de una de las familias más pudientes de Cantabria y se hizo cargo de todos los gastos. Conozco poco su obra, apenas media docena de cuadros, todos posteriores al retablo, temas marineros que rozan la abstracción grométrica y retratos femeninos con sugerencias místicas que evocan velados vitrales. La madera del retablo la talló Andrés Novoa y la pintora interpretó las escenas bíblicas con un manierismo entusiasta y una cierta ingenuidad técnica

El retablo va a ser cambiado porque, según el obispado, muchos feligreses lo han pedido reiteradamente durante años y, sobre todo, porque, en opinión del sacerdote Joaquín González Echegaray (1930-2013), historiador, arqueólogo y experto en la Biblia, los lienzos no se corresponden con la catequesis católica. Al parecer, pecan de lenidad en la observancia de la tradición. No es asunto mío tratar con esos piélagos doctrinales, pero el 12 de abril de 1953, ante numerosos fieles, el obispo José Eguino y Trecu procedió a la bendición de la obra y afirmó: Así como Dios inspiró a David y Salomón para que construyese el Templo de Jerusalén, así también ha inspirado a la señorita María Mazarrasa para hacer esta obra con destino a la iglesia de la Anunciación, pobre iglesia necesitada de todo.

Para sustituir esos cuadros ya no homologados del retablo, se ha designado al pintor Tonino Conti Angeli, del cual sólo he visto dos imágenes: el retrato de San Juan de Ávila de la Capilla Universitaria de San Juan Evangelista de Baeza (Jaén) y el icono de la Cruz de Santo Toribio de Liébana. Ambos remiten a una escolástica de recordatorios para comulgantes y jubileos nada espontánea. Mi impresión es que cumplen con las ortodoxias sin permitirse ninguna libertad, como corresponde y se espera, y también cabe esperar que la nueva versión del retablo no sea mediatizada por carencias técnicas, improvisaciones o defectos litúrgicos, como lo fue la actual. La mediatización mediática quizá sea digna de análisis cuando se produzca la remoción, pero, de momento, dudo que me interese más que el trabajo de Mazarrasa: pintado entre ruinas hace setenta años, ha adquirido una entidad bastante sólida cuando la autoridad religiosa lo ha sacado del olvido y ha decidido cambiarlo por algo que considera más adecuado, prestigioso, neocatecumenal (igual no tiene nada que ver, pero me gusta la fonética) u ortodoxo. La autoridad civil, por supuesto, no sabe, no contesta.

Creo que, de tanto mirar a cielos cada vez más barrocos, el arte sacro y el religioso se han ido asomando a abismos cada vez más monótonos(1)Me dice un hereje que son dos cosas distintas: el arte sacro rinde culto, el arte religioso sólo trata el tema: recuerden los piélagos. Entiendo … Continue reading. Por mi condición postmoderna (la frase ha salido sola al encuentro de su registro armónico), me atrevo a sostener que los lienzos de María Mazarrasa, al perder -¿por una forma suave de anatema?- la inocencia que se les presumía o toleraba, han saltado de un juego de lenguaje a otro. A falta de una estética sublimada por los cánones del arte y descartado por los canónigos el relato de la donación como motivo de permanencia, me parece que el tiempo, la duda y las sombras -acérquense a verlos- parecen haber sumergido la obra en un líquido abisal, y ahora me dan ganas de emparentarla -salvando largas distancias- con el controvertido y agredido Cristo de Andrés Serrano(2)En 1987, Andrés Serrano expuso una fotografía de un cristo de plástico pequeño y barato sumergido en orina para magnificarlo con un halo dorado, … Continue reading.

Es evidente que la voluntad de Mazarrasa iba por otro lado, pero sus estampas rechazadas empiezan a representar, en un medio que se presume ajeno a la ostentación, el papel de la pobreza desdeñada y hacen sospechar que la renovación del retablo busca algo más parecido a la inmodestia que a otra cosa.

Notas

Notas
1 Me dice un hereje que son dos cosas distintas: el arte sacro rinde culto, el arte religioso sólo trata el tema: recuerden los piélagos. Entiendo que, por ejemplo, La Virgen castigando al niño Jesús delante de tres testigos, de Max Ernst, es una obra religiosa, pero no sacra. Lo mismo ocurre con el Piss Christ, tal vez el verdadero protagonista de este artículo (véase más arriba y/o más abajo).
2 En 1987, Andrés Serrano expuso una fotografía de un cristo de plástico pequeño y barato sumergido en orina para magnificarlo con un halo dorado, penumbras y burbujas. Según el artista, que se considera católico, no se trata de una denuncia de la religión, sino de mostrar el abaratamiento de los símbolos en la sociedad. La obra ha sufrido varios atentados. Aunque ha tenido defensores en medios católicos, los más integristas, es decir, los que más suelen incidir en las representaciones tortuosas, torturadas y encarnadas de su divinidad, no soportan la inmersión de un fetiche trivializado por el consumismo en un residuo que quizá entienden como demasiado humano. Pero otros prefieren pensar que la paradoja de la nueva iconografía lo engrandece y lo sitúa en un instante atemporal lleno de melancolía por la ingenuidad primitiva del sacrificio. Algo mucho más cercano a la humildad de la primera simbología de los perseguidos.

El encierro de los Reyes Magos

Circula la especie de que en esas casetas de Atarazanas están encerrados los tres Reyes Magos, protegidos de la parafernalia que genera la expectativa de su llegada. Según unas versiones, se encuentran en animación suspendida, hibernados desde su última aparición. Según otras, están activos y observan nuestras conductas pasadas y futuras mediante pantallas omniscientes. Me parece más verosímil la primera: maldita la falta que les hace permanecer un año ante un videojuego contado por un idiota lleno de ruido y furia. (Nunca sé si lo que está lleno de ruido y furia es el narrador o su historia.)

El caso es que, en sus refugios coronados, los Magos están a salvo de la ciclogénesis consumista que culminará con su aparición. O sea, están a salvo de sí mismos. La mayoría de los mitos son relatos recursivos, circulares, como si los dogmas los blindarán contra los giros inesperados. Ni siquiera el diablo aprecia los desvíos desde que lo expulsaron del cielo por intentar uno entre nubes barrocas, un gran ‘détournement’ en una ‘performance’ reconvertida de inmediato al servicio de la autoridad competente: desde entonces, se ocupa de los castigos.

Digo “ciclogénesis consumista” porque, aunque algunos tópicos la consideran una orgía, se trata de un empujón más hacia la catástrofe y lo más probable es que ésta no llegue con la frustrante, pero sencilla y brutal explosión de un orgasmo precoz, sino con una lentitud exasperante, como las olas de un mar de plástico y cenizas.

No sé si el devenir del cristianismo lo ha cambiado mucho, pero en el conjunto escénico de Belén hay claras jerarquías. Primero, por supuesto, se eligió celebrar la Natividad, y a continuación la extraordinaria visita de los Reyes, con su cometa guía, su séquito y sus regalos caros; no podía ser el día o la noche de los sumisos Pastores y Lavanderas porque tenían que seguir con sus faenas en el decorado. En medio, apenas asoman los Inocentes, y creo que cabe preguntarse por qué los que no pudieron huir de la matanza (no fueron advertidos) son recordados haciendo burlas de la inocencia. Quizá alguna mano hereje intervino en el asunto para denunciar que, si todos fuéramos iguales, no existirían los elegidos. Sin embargo, por si ese razonamiento resulta muy cruel para estas fechas, prefiero preguntar dónde se alojan los pajes y los camellos. Puedo creerme muchas cosas, pero dudo que las casetas municipales tengan la capacidad de la TARDIS.

Abaño y Mombasa

Grafitis en el Fuerte de Jesús de Mombasa

Grafitis en el Fuerte de Jesús de Mombasa (Fuente: Wikipedia)

Entre 1631 y 1895, el Fuerte de Jesús, construido por los portugueses en Mombasa (Kenia) para reforzar su imperio colonial en África frente a los sultanatos del mar Arábigo, fue conquistado y recuperado nueve veces. Durante los largos meses de asedio, los soldados dibujaban barcos en las paredes. Uno de los primeros libros de arte que leí mostraba una imagen de esos dibujos y los consideraba la expresión de un anhelo de rescate. Esa es una de las funciones de las artes aunque muchas veces no nos atrevamos a decírnoslo: necesitamos que nos liberen de los cautiverios cotidianos o, al menos, nos permitan recreos de locos desencadenados.

En las paredes de lo que queda del lazareto de Abaño (San Vicente de la Barquera, Cantabria) hay barcos del siglo XIII pintados por manos más oficiales, heráldicas, pero mucho peor conservados.

Pinturas del lazareto de Abaño (San Vicente de la Barquera) – Fuente: Lista Roja de Hispania Nostra.

Según el investigador José Luis Casado Soto, son “un testimonio único de las tipologías navales que protagonizaron la expansión oceánica ibérica”. Entiendo que la intención era loar los antecedentes náuticos de los soñados en África (Portugal pertenecía al imperio español cuando se construyó el fuerte), pero se están borrando y puede que lo haga el edificio entero. Se difumina el orgullo de los colonizadores pese a los esfuerzos y las impetraciones de los cruzados de la Historia sin historias, pero también se esfuma -y eso es lo que me molesta- el recuerdo de un lazareto que sin duda estuvo lleno de locura y deesesperación aunque en este caso no se cumplió el relevo de marginados que describió Michel Foucault: desaparecida la lepra, las leproserías albergaron, primero, a los enfermos de venéreas; sin embargo, enseguida demostraron ser más útiles como encierros de pobres, vagabundos, jóvenes de correccionales y “cabezas alienadas”. La Casa de la Orden de Lacerados Malatos de San Lázaro de Abaño siguió un recorrido más trivial, pasó a manos privadas y permanece abandonada. Sus barcos fletados como emblemas están más cerca del naufragio que los africanos de las glorias imposibles.

No recuerdo en qué libro descubrí los grafitis de Mombasa. Internet permite regresar a muchas cosas y reafirmar el olvido de otras. El fuerte es ahora un museo. Las paredes siguen llenas de navíos entrelazados que quizá nunca llegaron. Los gobiernos postcoloniales los respetaron porque explican cómo se forjó el mundo a base de guerras por los mercados de cosas y personas. En Abaño, la casa, la capilla, los barcos y el sentido del pasado, pero también de la sanidad y la pobreza, se hunden en un mar sin matices: nada de eso parece caber en el parque temático.

Recuerdos de un laberinto habitado

Leo que los habitantes del barrio Vistalegre se quejan del abandono municipal y evoco un itinerario cotidiano del pasado.

Eran tiempos fronterizos. El poder insistía en dar por terminada la transfiguración y a mí acababan de expulsarme de la adolescencia. Era un verano adormecido en una vaga memoria hasta que las noticias me han hecho recuperarlo.

Todos los días laborables, al declinar la tarde, emprendía un camino que iba desde el sitio llamado Las Antenas, en el Paseo del Alta, hasta la bajamar ocupada de lo que fue la sexta ría de la bahía.

Tenía que salvar a la vez la distancia y el tedio. Como no tenía prisa, podía introducir variaciones y demoras, y enseguida aprendí a romper la monotonía del Paseo militarizado introduciendo pausas, rodeos, falsos atajos, pequeños y grandes desvíos y desvaríos.

Pronto descubrí que aquellos lentos regresos me producían una tranquilidad rebelde y lúdica. Le conferí al itinerario una condición de laberinto con mis normas y mis constricciones, como las ratas más felices de la literatura potencial. Y, como ellas, con mis propias trampas, entre las que avanzaba hacia la noche para sentirme en un no lugar sin orden ni concierto externos.

Recuerdo los tramos de Prado San Roque, el Pilón, Vistalegre, parte de la Atalaya, la Plaza de la Leña, las calles y travesías de Liébana, la Enseñanza, San Matías, Cervantes, bruscos cambios de rasantes e islotes, núcleos intermedios y solares tenebrosos que a veces se iluminaban con inesperados fulgores.

Alteraba las derivas ejerciendo de transeúnte en los bares, entonces abundantes y todos diferentes. No hacían falta muchas explicaciones para ser aceptado con una distancia cordial en aquellos círculos ajenos a la uniforme temporada alta que bullía en la ciudad de los planos y planes perfectos.

Como me crie en un barrio creado por una empresa en el que, aparte de una cierta separación entre vecindades según sus cualificaciones y especialidades, reinaba la homogeneidad de clase -un barrio, además, que se había organizado, luchado, a veces ganado, y tenía una épica que contar, derrotas incluidas-, me resultaba sorprendente la diversidad de aquellos núcleos urbanos donde se reunían todos los oficios y gremios nuevos y viejos: éstos oscurecidos por la melancolía y aquellos por la conciencia del paro y la precariedad de los primeros movimientos de eso que llaman crisis o reformas. No había ricos, por supuesto, y solo unos bloques dispersos de población más acomodada parecían avisar de las interferencias futuras sobre las ruinas, los jardines asilvestrados, los solares cimentados sin prosperar de especulaciones anteriores.

Esa mezcla de gentes, edades y labores imprimía un ritmo sincopado, improvisado, alegre, pero con el balanceo de tristeza que pedía Morais para hacer una samba con belleza: “algo que llore, algo que te pierdas”.

Pero todo eso es ahora estética de un testimonio perezoso. Yo era un transeúnte varado entre los actores en la tarde intermareal que se dejaba involucrar en conversaciones que irremediablemente confirmaban el antitópico: no hay tantas cosas en el cielo y en la tierra que no puedan ser contempladas desde la filosofía de lo mínimo común.

Estaban el tabernero pluriempleado, padre joven, que me daba consejos para conservar un empleo al que yo ya había decidido renunciar lo antes posible tras jurar odio eterno a los mayoristas de largas distancias; su colega de enfrente, que alguna vez me pidió que lo acompañara a casa, dos manzanas más allá, porque le daba miedo ir solo con el dinero de la caja aunque llevaba un cuchillo enorme envuelto en papel de estraza; el grupo de barrenderos que esperaban el cambio de turno y temían al metano de los vertederos porque habían asistido a una combustión espontánea; la casi anciana que llevaba en la cartera una fotografía de la tumba de Marx pero prefería a Bakunin; el motorista que empujaba la máquina recitando en latín y griego por los callejones cuando iba bebido porque había pasado por un seminario; el emigrante retornado que había trabajado con los verdes alemanes; los ludópatas fumadores de hachís del rincón más profundo de un local de techos muy altos en un edificio con mirador de muros torcidos; el zapatero obeso, convencido de la decadencia de todo, que se planteaba adelgazar porque no cabía en su local; la cuadrilla de recaudadoras de tragaperras, salvajes como sus contadores a manivela; la camarera con trofeos deportivos; los albañiles risueños con monos enyesados que parecían mimos idénticos y cantaban montañesas; los amantes cautivos de un horario estricto, el soldador mago, los expertos de todo tipo, que casi siempre lo eran de verdad (en quinielas, nudos, tornillos, mujeres, hombres, boxeo…); una mujer que todos los días preguntaba si alguien había visto a su hijo yonqui o al menos al otro; las locas del club de alterne que pasaban cargadas con bolsas de hielo, el carpintero que temía los nudos de la madera, la regadora de geranios y paseantes… y la inmensa mayoría cuyas peculiaridades eran inabarcables, invisibles o inefables.

No tiene ningún mérito entender ahora que aquel territorio de fronteras cruzadas empezaba a deslizarse por las dunas de la limpieza social y la gentrificación. Pero creo poder afirmar que la mayoría de aquellas personas tenía conciencia clara de su presente y su pasado: en ellos se basaban para contestar las preguntas sobre el futuro y buscar consuelo en el recuerdo de una solidaridad que iba siendo abandonada ante una ciudad dispuesta a tomar al asalto los vestigios populares que la historia dejó en su periferia interior.

Expresaban con clarividencia su comprensión o intuición de la correlación de fuerzas (después de las transiciones y reconversiones) que les hacía presentir la futilidad de la resistencia, pese a lo cual, años después, muchos han actuado como siempre esperaron de sí mismos, aunque, hasta ahora, solo han podido confirmar el desprecio de las mayorías imaginadas e instituidas, rabiosamente coincidentes, de la ciudad cuya geografía especuladora asfixia su territorio desde el sur del cerro que los encierra.

Acabó aquel verano y la calle, el barrio, los bares, la gente de lo que tomé prestado como un laberinto lúdico y triste a la vez, se alejaron en el panorama como un paisaje se aleja de un tren.

Junto a las escalinatas de rellanos tendidos han instalado rampas y escaleras mecánicas. No buscan mejorar las ruinas, sino preparar el entorno para el asalto inmobiliario siguiendo el dogma del consumo de espacio urbano (un paraíso protegido por ángeles furiosos) que la realidad del mundo hace parecer cada día menos alcanzable salvo para los alucinados del blindaje, lo insostenible y la segregación.

Ya en los tiempos de mi relato, la gente joven pensaba en largarse y la de más edad esperaba no tener que hacerlo. La minoría restante trató y trata de resistir.

Cerezos de la China

Es que hacía demasiado calor para dormir, la gente era demasiado ruin para amar y había demasiado ruido para relajarse y soñar con piscinas y con las sombras de cerezos de la China.

Chester Himes. Empieza el calor (The Heat’s On, 1966).

Unos 600 agentes de la Policía y la Guardia Civil reforzarán este verano cinco municipios de Cantabria. El refuerzo, abierto a otras poblaciones, se enmarca en el Plan Especial para el Desarrollo del Ocio.

Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones no solían formar parte de dispositivos sofisticados. Se limitaban a sobrevivir en el horno habitado. Eran otros tiempos. La ficción retrataba las miserias y alegrías con modestia y sinceridad, pero no renunciaba a hacer épica y lírica de las calles. La humanidad acalorada tendía al caos y nadie lo negaba, lo aprobara o no. Todo era física, cosas sólidas, sudor real, fuentes de agua, no de datos torrenciales ilegibles. Hoy, la posficción, después del ensayo general de la posverdad (que desapareció de los titulares una vez implantado el concepto en la dermis de la prensa que ningunea a Assange y hace que Biden sea otra cosa y la guerra no sea la guerra), la forman las noticias cotidianas.

Se adelanta y arrecia la canícula y avisan de que va a haber varias seguidas. El viejo solsticio de verano ya no tiene autoridad. Se barrunta que los impases sofocantes durarán demasiado y se aproxima una situación de eternidad pasajera, el triunfo de lo inconcebible. Pero, a pesar de la eficacia del doblepensar, las viejas leyes universales (la gravedad, la entropía, la ley del más fuerte…) siguen inquietando, como si las sociedades que todavía tienen algo que perder debieran preocuparse y conseguir que lo tengan los que tienen poco, casi nada o nada. Es un temor egoísta, por supuesto, a propósito de unas cuantas cosas esenciales (la sanidad, el clima, la pobreza…) y, además, nada novedoso y muy poco convincente: egoísmo de aguafiestas.

El veraneo, placer de ricos disfrutado en limbos litorales o balnearios blindados, se hizo masivo con las vacaciones pagadas, logro de los frentes populares empeñados en que las clases obreras vivieran como burguesas. La felicidad mediante el sucedáneo consumista no era nueva, pero el modelo creció, el ocio se hizo kitsch y habitamos en él como en un callejón sin salida. Los espacios y niveles se multiplicaron sin que burgueses y aristócratas perdieran un ápice de su exclusividad: ellos están libres todo el año, sólo los desplaza el clima, incluso sacan beneficios del calentamiento global y su presunto trabajo es el ejercicio del poder, ese deporte inconfesable.

Ese llamado Plan de Desarrollo del Ocio (mientras Chester Himes sudaba tinta en Harlem, el franquismo propagaba el primero de sus Planes de Desarrollo) es básicamente policial, pero no para reforzar los muros visibles e invisibles, físicos y mentales, y garantizar la segregación de clases, sino para conservar el equilibrio interior en esas masas rentables concentradas en épocas y lugares que se configuran acatando la estudiada espontaneidad de las promociones turísticas. Se movilizan, preparan la explosión del peregrinaje al bochorno, programan las sesiones de autocastigos con descargas en eventos (Canetti lo explicó fríamente en ‘Masa y poder’) y celebran desmadres instituídos. Los objetivos del orden al servicio del progreso turístico consisten en paliar los efectos colaterales en la población autóctona (que tiene que currar al día siguiente mientras en la calle terraceada compiten los chupitos) y garantizar que, si los fiesteros braman “¡menos policía y más diversión!” y quieren pasar a la acción de balcón a balcón, lo hagan en los lugares designados para ello. Refuerzan los dispositivos represivos, pero saben que solo pueden frenar lo imprescindible: otra economía es imposible, afirman, no seamos radicales y conservemos el malestar justo y necesario. El calor fecunda esa manera de entender el mundo como los nitratos de los complejos playeros las medusas.

Johnson y Jones, policías de su tiempo en su barrio estático, sabían que la caldera social explota cuando el calor lo acelera todo y es imposible siquiera soñar con relajarse bajo los cerezos de la China. Y que ellos estaban para tapar grietas.