Cae la noche electoral

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Clowns - Cae la noche electoral

(Aportación desde un microespacio al anecdotario de un macroespectáculo).

En el restaurante hay tres salas sólo separadas por iluminaciones variables elegidas, dicen, según un estudio específico de tonalidades e intensidades. Se supone que los clientes, al llegar, deciden cuál de ellas se acomoda a su estado anímico-estético. Lo de anímico-estético lo pone en la página web, en una larga explicación con toques orgónicos muy moderados, pero el caso es que cada uno se coloca o lo colocan donde hay sitio, y además sólo los iniciados entienden lo que se pretende, cuáles son esos probables estados del alma y si los que van en grupo deben tener el mismo para no sentarse en mesas separadas.

-Se podían haber ahorrado el rollo.

-Algunos han venido porque no han entendido lo de las luces, seguro.

-Yo sí lo entiendo.

-Ya.

Así que, quizá por error, nos sentamos cerca del espacio central, donde los miembros enlutados de un ballet se mueven siguiendo los tictacs de un metrónomo para hacer y deshacer un castillo humano. El techo forma una bóveda en la que revolotean holografías de quiméricas oropéndolas.

Los camareros son todos hombres altos de cabelleras y barbas largas enmalladas y trajes blancos de apicultores marcianos. Se desplazan con suavidad, como si caminaran entre enjambres de velutinas.

La disonancia no programada (suponemos) aparece a dos mesas de distancia. Un tipo más que maduro y evidentemente beodo grita:

-¡Tengo hambre, me cago en la puta, y este cóctel azul sabe azul, y lo azul no es comida, hostias!

El joven que lo acompaña, de aspecto más acorde con el local, sonríe como pidiendo disculpas al público. Acude un sujeto en traje de Reservoir Dogs y explica que el jargo laminado con su piel crujiente e infusión de sus espinas está en camino.

-Bueno -dice el cliente cabreado-, pero no quiero colorantes, que yo también soy ecologista, no te jode, y más vale que sea jargo de verdad.

En la mesa de al lado, un macho alfanumérico explica a una chica que la distribución de colores tiene algo que ver con las series afectivas de Fourier. No hay manera de seguir el discurso completo, sin duda un metarrelato, aunque llegan frases sueltas y bastante efectistas. “Socialismo utópico”, repite ella tres veces antes de que una negación transversal rompa el ambiente peculiarmente rosado.

El grupo que formamos es variopinto y no importa demasiado quién diga cada cosa. Eso también es parte de la esencia del lugar. Nuestro estado anímico-estético propende a la discusión.

-Sitio hipster, ¿eh?

-¿Qué pasa? Yo también soy hipster.

-Pero los camareros lo parecen y tú no.

-Bien, desplegaré la letanía: soy hipster porque soy alternativo, independiente, contrario a las convenciones sociales y la cultura comercial predominante, amante del jazz, lo indie, el rock alternativo…

-Has repetido alternativo.

-… los clásicos, el cine independiente…

-Has repetido indie.

-He dicho independiente.

-Es lo mismo.

-No es lo mismo. Sigo: el arte, las redes sociales, la alimentación con productos ecológicos…

-Cuando dices que estás en contra de la cultura comercial predominante te refieres a que no compras barato, ¿no? Luego vais de progres. El proletariado os odia. Por eso muchos votan a Rajoy.

Hay unanimidad en que ha sido un golpe bajo, sobre todo porque ha dicho “proletariado” con tanto orgullo como sorna.

-Queremos lo mejor para todos. Y el proletariado no existe. Ha desaparecido del imaginario.

-Sí, claro. Al quedarse en paro pierde el nombre… Vamos de culo y sin clases sociales. Ya sólo hay gente y gentuza; y a vosotros ya ni siquiera os llaman burgueses bohemios.

Nos traen la carta y pedimos. El más callado, fascinado hasta ahora por las aves de la bóveda, interviene de repente:

-Mira, hay una estantería con libros.

Nos levantamos a fisgar. Hay un ejemplar de ‘El impacto de lo nuevo’, nuevecito, impregnado de olor a librería con toques de cardamomo. Una monografía sobre Fibonacci junto a un ensayo sobre cine con el póster de Ultimátun a la tierra (1951) por portada. Un manual de PROLOG muy manoseado.

Llega la comida. Fusión total. No sabe mal, tiene las texturas adecuadas, utliza productos incuestionables, el teriyaki sabe a lo que debe (de) saber el teriyaki y han puesto un poco de picante en los langostinos para servir una palabra náhuatl en una fuente decorada con dibujos mayas. Fusión interprecolombina, pero el chipotle apenas pica. El gazpacho de algas está rico, pero es una sopa fría de pescado.

El tipo hambriento del principio empieza a vocear una ranchera. De pronto, descubre que todos lo observan, se calla y baja la vista etílicamente avergonzado, y enseguida empieza a soltar carcajadas cada vez más grandes. Se levanta blandiendo un telefóno móvil.

-¡Mirad que guachap me acaban de mandar! ¡Mamones! ¡Ha ganado Trump! ¡Jodeos!

Hay un silencio excesivo, sea eso lo que sea en medio de los tictacs. El joven acompañante, alterado, se levanta y obliga al otro a salir del comedor. Éste no se resiste. Parece que le asusta la calma chicha que ha provocado. Salen hacia la zona reservada al personal.

En la mesa del utopismo, el orador informa:

-Son el gerente y su padre. Cada vez que se emborracha, el viejo arma una bronca. Es el que puso la pasta para el negocio.

La opereta de la transferencia cultural

Opereta

No me apetece nada escribir sobre este asunto. Me aburre. No me da ni pereza; la pereza es un estímulo lleno de paradojas. Me la trae floja, vamos. Pero, por otra parte, ¿por qué no va uno a escribir sobre lo que le apaga la libido? Total, Freud está crepuscular y sus términos sirven para todo, como las palabras que afloran por ahí -creatividad, tejido cultural, agentes culturales, economía del ocio…- en un tobogán de consignas.

Los curiosos incidentes entre la Fundación Santander Creativa (FSC) y el Ayuntamiento de Santander y la Fundación Botín (FB), presentados como un proceso de desarticulación de no sé qué urdimbre, no me parecen sino la manifestación de un acuerdo fundamental. O sea, un conflicto falaz donde sólo se discuten pequeñas áreas de poder y algunos beneficios personales dentro de las reglas del juego que todos aceptan.

El dinero va, viene, fermenta en propagandas y desgravaciones y a veces produce espejismos curiosos, como que las ideologías de ambas fundaciones son cosas diferentes o inexistentes. Pero una es parte fundamental de la otra. Así que, si la FSC sucumbe porque la FB recorta gastos, será a causa de su propia condición.

Hay una evidente reordenación del dinero que aporta, desgravando, la fundación bancaria (y el propio Banco de Santander, a cargo, creo, de su departamento de Comunicación: de nuevo la propaganda) para hacer ese espectáculo que llaman cultura, que no es sino un conjunto de actos administrativos con efectos discutibles sobre el ocio de la población.

Resulta patética la aparente lucha entre el Ayuntamiento y la FB, que parece ir a trasladar su dinero a otras cosas precisamente cedidas por la sumisión del municipio. Los próceres de la ciudad manifiestan la torpeza del que sabe que su pelea no es más que un acto de mendicidad.

Los más afectados son los profesionales de la gestión cultural. Los de ámbito o encomienda públicos son como los profesionales de la política. Sólo se diferencian en que los primeros no han alcanzado todavía el descrédito que tienen sus homólogos. Y los que trabajan para el sector privado son comerciantes y están obligados a presentar su producto como el mejor, pero muchos de ellos saben que sin subvenciones no sobrevivirían sus negocios. Manda el mercado. No pueden negarlo, pero intentan soslayar el hecho pidiendo que se supla su debilidad inversora, se les cree la clientela y se les cubran pérdidas con la coartada de la cultura municipal, concepto que reúne todo tipo de manifestaciones.

Se trata, pues, de forzar la mano invisible entregando el dinero que debería ser gestionado por las instituciones a cambio de conseguir más creando una estructura semiprivada permanente que aparta de la gestión municipal directa la organización de un área concreta de lo que debería ser parte de la soberanía ciudadana. La oposición política, por lo visto, no tiene gran cosa que decir al respecto. Es decir, no tiene alternativa a la ideología dominante en el tema y tiende a ver en la FSC algo intocable -porque sustenta el beatífico “tejido cultural”- o divaga elogiando la labor y no la forma. Por lo visto, la forma ya no lo es del contenido.

Sin embargo, todo es ideológico, y la clave está en fomentar una mezcla de circo televisivo, promoción hostelera musical, vanguardia acrítica (oxímoron perfecto), incluso diversidades y divergencias homologadas y mínimas suplencias de servicios sociales, mezclarlo todo en planos veloces y echarlo al saco de neón de la creatividad. Insisto en lo de la ideología. Precisamente el pretexto es su negación, la falsa neutralidad. Como en esas películas asépticas en las que todos asumimos que los que ganan tienen razón. Es más: ya lo sabíamos desde el principio. Al fin y al cabo, mandan los que apoyan a los que ganan las elecciones.

No sé si hace falta decir que en el fondo de todo está un reparto de dinero sin debate previo sobre los contenidos, las funciones, la relación con la educación o el aprendizaje, la realidad social de los distintos espacios urbanos y los actores y espectadores. Una barra libre que cuenta concurrencias y pasa sin huellas. No crea ni transforma, pero afirma lo contrario con desparpajo hipster y simpáticas rotondas que se tienen por audaces.

Nada de esto va a detenerse si cierran la FSC, pero que nadie me pida que la apoye. No tiene la misma importancia, pero estoy tan en contra de ella como de la privatización de la educación o la sanidad. Y además todo indica que el Ayuntamiento está buscando forzar cambios en el mismo sentido privatizador en otras entidades y ampliar el ámbito con nuevos inventos, como esa de pronto resonante Fábrica de Creación (de nuevo la palabra, ya claramente como producto industrial) y otros complementos paralelos al cajón usurpador de paisajes que nos va a situar en la contemporaneidad de la burbuja de los contenedores artísticos. Un asunto que ya se debate en otras latitudes y está fracasando en bastantes. Pero aquí FSC, Ayuntamiento, FB y Gobierno autonómico comparten esa retórica y siguen en lo suyo, escenificando los microeventos cotidianos, los eventos-panacea (casi siempre “fracasos” rentables para la minoría) y en general la fachada de una ciudad al borde del PGOU, es decir, de otro abismo para la mayoría.

El caso es que, ocurra lo que ocurra con la aportación de la FB a la FSC, ningún dinero va a salir del circuito establecido, que además se diversifica cada vez más en conceptos y edificios y fanfarrias. Algunas empresas y agentes culturales se verán perjudicados, claro. Pero otros nuevos o viejos los sustituirán. Cosas de la competencia. Trucada por la banca, pero competencia.

La FB ha puesto en marcha los vasos comunicantes de grosor variable, con la FSC como tubo obligado a adelgazar, pero el recorrido es el mismo, la inversión la misma y la ingeniería financiera la misma. Se cumplen las leyes de la trama y la urdimbre y estoy por apostar que el siguiente movimiento de dinero será de manos públicas a privadas. O sea, como siempre. Es una apuesta fácil. Y aburrida.

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El otoño desvela la pobreza

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Es uno de los personajes más tristes y a la vez vitales que conozco. Está en una novela de Oswaldo Soriano:

Me volví y descubrí un tipo que arrastraba una valija enorme mientras juntaba algo entre los yuyos. Llevaba una manguera enrollada a la cintura, un prendedor con la cara de Perón y a medida que se acercaba cargaba el aire con un olor de perfume ordinario. Todo él era un error y allí, en el descampado, se notaba enseguida.

A veces, una sencilla descripción refleja o resume el hundimiento, la tristeza que trae la pobreza, con una intensidad inexplicable, y de paso la lucha desesperada por convencerse de que todavía se puede ser y hacer algo. Por ejemplo, convertirse en nómada autónomo (emprendedores, dice la mercalengua) y deambular por la pampa con una ducha portátil vendiendo manguerazos a los lugareños siempre y cuando haya un grifo donde enchufar el ingenio.
A medida que las estadísticas de otoño van limpiando lo que queda del verano y se liberan las terrazas de turistas y camareros, y las máquinas de rodillos limpiadores hacen barrizales antizén, se contrasta la pobreza en sus diversas variantes y eufemismos. A pesar de que el viento del tardío nos hace pensar en el amor (y en el sexo: no seamos tímidos) de otra manera y percibimos el arte a la manera de las hojas de caídas titubeantes (sea por la poesía o por el cambio climático); a pesar de la parafernalia oficial que se empeña en hacer de todo una aplicación para móvil que captura guiñoles hípsters en un escenario pseudohistórico con argumentos de cluedo; a pesar de la prisa por redescubrir el vacío en las playas y la necesidad de aproximarse al espacio de naufragios y miasmas de antes del descubrimiento de la pasión litoral, la realidad urbana está ahí, bajo andrajos de parasoles, como un perro sin raza que corre entre garabatos de algas.
Por las calles se esquinan personas empobrecidas que contienen y exhiben inmensos errores de los que no son culpables más que como crédulos de la propaganda. Y muchas veces ni eso: quizá sólo lo son de pensar que no puede ser de otra manera. Los medios siguen hablando más de paro o crisis que de pobreza deliberada, planificada o fríamente colateral. Pobreza material, contante y sonante; hay que insistir en ello para que nadie ponga la coletilla del espíritu, ese gran igualador de culpas. Se citan datos y umbrales, es cierto, pero se pintan de desgracias ajenas en las contraportadas de los telediarios.
Hay que hablar más de pobreza que de paro. El empleo no garantiza ni un ápice de riqueza. Es el chantaje perfecto: se puede ser pobre trabajando como un esclavo y pobre sin cobrar un euro. Se puede ser pobre del margen tradicional, de los neoghettos de servicios temporales, de las urbanizaciones que un día fueron medias y se pensaban altas, pobre de ciclos asumidos o pobre sin fluctuaciones. Y pobre como los que se sientan a las puertas de los supermercados (ahora a ellos también se les ve mejor, pero el frío los irá encogiendo) y tratan de tararear la música navideña que empieza a llegar de entre los expositores del interior.
Los que ya han llegado a la mendicidad son los pobres perfectos, suplicantes y agradecidos, incluso susceptibles de ser expulsados hacia donde nuestro consumismo provoca las guerras, que sirven para diferenciar su pobreza de la de los 13,3 millones de personas en riesgo de exclusión social o los 3,7 millones que cobran menos de 300 euros al mes (87.000 y 16.000 en Cantabria) y forman la legión que todavía presenta papeles en oficinas. Sirven para que no llamemos pobres a los desempleados, receptores de pensiones de miseria contributivas o no, de rentas básicas y menos que básicas, que todavía se ven con algunos derechos. Sirven también para que algunos de esos no-pobres les echen la culpa de su miserable no-pobreza.
Con el otoño, empiezan a surgir personajes como el duchero del páramo y otros modelos necesarios. Eso es bueno, literariamente hablando, porque la estética es una cruel devoradora de dramas reales, pero lo que urge de verdad es que los afectados y los que todavía tengan conciencia social se agarren un cabreo épico y bien organizado. A ver si después alguien puede escribir una epopeya democrática.

Dos hermanas

Detalle de ‘Les deux soeurs’ (1921), de María Blanchard.

Detalle de ‘Les deux soeurs’ (1921), de María Blanchard.

En la exposición de la Fundación Abanca en el Museo de León, me topé con el cuadro Dos hermanas de María Blanchard y me acordé de Aurelia Gutiérrez-Cueto Blanchard, la hermana maestra de la pintora.

Aurelia fue asesinada poco después del golpe de estado de julio de 1936. Casi nunca se habla o escribe de ella por estos pagos. Son esas cosas de la memoria. Basta que un artista o siquiera famoso de temporada haya pasado por aquí una tarde de nubes de estío y haya dejado la huella del cubata en un posavasos para que se le celebre como ciudadano de honor, siempre y cuando ni su vida ni su obra entren en conflicto con el sopor oficial, el de antes o el de ahora, que es una acomodada adaptación del primero. La palabra transición oculta un vulgar fundido a gris plástico. Memoria histórica, sí, pero negociando los nombres de las calles y poco más. Negociar cosas así debería tener entrada propia en la Enciclopedia de Sesgos Cognitivos. Quizá la tiene, ahora que lo pienso. El imaginario, antaño tan poderoso, deviene cada vez más confuso.

La familia franco-cántabra Gutiérrez-Cueto Blanchard era una de esas células de burguesía progresista que acabaron pagando caras las veleidades igualitarias e ilustradas que las llevaron a pactar con las izquierdas obreras la idea y el acto de una República Española. Una pedagoga laica, feminista, socialista de las de antes y ejecutada por todo ello sin piedad sigue resultando un tanto molesta, asociada o no a una pintora que, por otra parte, suele sufrir por aquí más conmiseración que reconocimiento. Sin embargo, de la fortaleza de la hermana artista se me hace tan difícil dudar como de la que debió tener la maestra. A María Blanchard siempre se la retrata como débil y sobreprotegida. Hasta sus amigos y admiradores Federico García Lorca y Ramón Gómez de la Serna se dejaron llevar por ese aspecto cuando redactaron (sospecho que casi automáticamente) sus homenajes. Pero me parece que su vida los contradice. Sola (aunque obtendría de su clase entonces influyente becas para acceder al arte de vanguardia, pagó el precio de la precariedad bohemia), se abrió paso en el mundo de una pintura que todavía se mareaba en un mercado sin espejismos financieros.

Probó fortuna en las vanguardias madrileñas y fracasó. Sin embargo, tuvo buenos momentos en su exilio entre los círculos afines europeos, incluso poniendo su evolución estilística por encima de los intereses comerciales: el cuadro referido es uno de los que marcaron su paso desde el cubismo puro a una modalidad figurativa mucho más personal. Las ortodoxias y heterodoxias se contienen como cajas chinas.

María se empobreció en París atendiendo a su familia y falleció en 1932 de tuberculosis.

Aurelia estudió en Madrid, a donde se trasladó la familia en 1904. Pasó por Almería, Granada y Melilla. En la ciudad africana, dirigió la Escuela Normal y debió de ganarse el odio de los militares africanistas y el clero por sus artículos en El Telegrama del Rif y la revista Crisol sobre la educación renovadora, los derechos de las mujeres, la laicidad e incluso un reportaje sobre las condiciones de trabajo en las minas de la colonia. Luego se trasladó a Valladolid, y allí la sorprendió el golpe de estado.

El cuadro (no he averiguado con certeza quiénes son las representadas, pero me basta con el título y las presencias) muestra dos mujeres de rasgos marcados por una luz peculiar, entrelazadas en plena confidencia y a la vez distantes y distintas. Esa distancia analítica tiene la fuerza ejemplar y la ampliación de la representación del mundo del cubismo, y al mismo tiempo la innovación de una cierta rebeldía figurativa, como si la evidente geometría no le bastara. No es un regreso a la tradición, sino otra forma de integración de lo emotivo. No hace falta decir lo evidente, pero hay que saber pintarlo sin espacios neutrales.

La educación tampoco es neutral; por eso los caudillistas del 36, fieles a las cruzadas, mataban a los maestros laicos, que ahora son olvidados con más saña que los artistas pioneros.

Me apetece creer que las dos hermanas reales, de recorridos tan diferentes, se reivindican mutuamente desde el arte hoy envuelto en burbujas oportunistas y desde la escuela lastrada por los herederos de los vencedores.

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Europa: otra vuelta de llave para dormir tranquila

Europa -Rescate
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Lo más parecido a la ausencia de noticias es la saturación. Lo más parecido a la censura es el agobio, el collage arbitrario y uniformizador de malas y buenas nuevas en páginas y pantallas. Estas dos primeras frases casi forman parte de lo que denuncian, pero creo que deben ser rescatadas del pantano. Al fin y al cabo, hace siglos que todo es repetido y nuevo a la vez. En Occidente, desde los presocráticos, por lo menos.

Los galos de las historietas presumían de temer solamente que el cielo cayera sobre sus cabezas. Hoy, Francia corre hacia Vichy como una gallina hipnotizada. El escocés Macbeth temía que el bosque asaltara su castillo. Escocia se ha quedado encerrada en Gran Bretaña. Alemania, más reunificada que nunca, sigue siendo la pesadilla de Gunther Grass. Los intelectuales orgánicos pueden tomarse una pausa para hacer sesudos comentarios sobre las metáforas del bosque, de la conciencia, del lenguaje, del silencio, y justificar con disimulo la viscosa, urticante obscenidad de las desigualdades. Nada impide hacer lo mismo a los constatadores de derrotas. Los cómplices locales pueden seguir ensalzando la obediencia debida.

La Comisión Europea, el FMI, los grupos de cabildeo y los gobiernos son expertos en augurios. No hay nada mejor para detener a alguien que llenar sus oídos de malos presagios omitiendo sus orígenes y ocultando actos de personas o clases concretas. O sea, haciendo la culpa colectiva para exculpar a los culpables. Presagios sin solución: todo está muy mal, dicen los tanques de pensamiento (sus portavoces parecen hologramas proyectados por los premonitores de Precrimen), y enseguida advierten que pretender que vaya bien sería empeorarlo.

El mejor somnífero es una lluvia constante de mil y un pedazos de realidad mezclados al azar e igualados en importancia. Un niño ahogado (después de aquel niño, parece que ya no hay más niños ahogados, ni bombardeados, ni hambrientos) es igual que un espantapájaros alardeando de tener muchos votos; niño y fantoche se alternan en el telediario y, aunque el primer caso es infamia y el segundo es farsa, adquieren el mismo valor informativo. La literatura sabe de eso (lo cual demuestra su inutilidad): con cada una de las mil y un historias se olvida la anterior y queda el sedimento de la saturación, la sensación de que todo es un déjà vu, una anomalía de la memoria sin consecuencias. Y, si se disparan las alarmas, aparecen enseguida los tranquilizantes, las garantías de inmovilismo de los traficantes de esperanzas de lenguaje de lugares comunes, esa idiocia comunicativa que todos apreciamos. El debate real es reemplazado por horas de charla sobre quién es más corrupto o más tonto en un país de listos.

Sólo debemos temer que se hunda la bóveda celeste o que los hayedos asalten la ciudad ideal. Otros incordios menores sirven de fondo de pantalla. Hay plagas de medusas porque enriquecemos/arruinamos el litoral con nitratos y han subido las temperaturas. Esos globos irisados se vuelven molestos al proliferar en las aguas y sembrar las zonas intermareales. Molestos como refugiados deshidratados. Las medusas se atiborran de los abonos de la superproducción mientras los huidos del hambre y de la guerra o, simplemente, de diversas tiranías (un buen número de tiranos son nuestros amables proveedores y clientes) se hunden, yacen en las playas, se enganchan en las alambradas o, si tienen suerte y la pleamar piedad, caminan como sonámbulos hacia los campos de detención.

Los autóctonos bien intencionados desfilan con camisas amarillas para pedir caridad y expresar una solidaridad que quizá deje a algunos con la sensación de haber olvidado algo, pero que otros asumirán con beatitud de efecto placebo. Se hace lo que se puede, por supuesto. Las autoridades alaban la iniciativa humanitaria mientras regatean acogimientos y afilan las concertinas barbadas.

El otro día, en Grecia (sí: en la subastada Grecia), la cumbre de la Unión Europea, entre mucha retórica hueca, vomitó dos conclusiones muy sólidas: que el Brexit es una opción respetable del pueblo británico (la UE sólo es firme con los débiles) y que urge reforzar el blindaje de las fronteras y ampliar el universo concentracionario de la periferia.

De trampas y sombreros

Sombreros en el blneario

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PRETEXTO
Descubro este artículo de Marcos Pereda en oportuna réplica a un tópico (creo que siempre es necesario defender lo evidente frente a los trileros) y me acuerdo del Secretario de Estado de Cultura, don José María Lasalle, posando en pleno agosto ante las mandíbulas desencajadas del sapo cerámico que se ha tragado la bahía para entregar este titular: “A algunos les encantaría que Santander fuera un balneario decimonónico para calarse la boina”.

Entonces casi me sorprendió que el hombre que ha unificado la gestión cultural en Cantabria por encima de ideologías y partidos (esta democracia puede sobrevivir al fin de las ideologías, pero no al de los partidos) confundiera una boina con un canotier o un panamá, pero en seguida me di cuenta de que su afirmación está a salvo de toda crítica porque el excelentísimo veraneante (vocablo de ciudad-balneario para los visitantes cíclicos precedido del tratamiento oficial) avisaba además que es una especie de “liberal franfurktiano”, que vive “su propia e intransferible dialéctica ilustrada” y que posee un pensamiento cuyo “arco narrativo va de Locke a Walter Benjamin y sigue evolucionando”. Con esos comodines para ejercitar el name-dropping (tradúzcanlo si se atreven), todo es indiscutible por mucho que se discuta.

Pero me voy a entretener con el extremo más cercano del arco. La evolución ya la traerán las mareas.

CONTEXTO
En las notas de sociedad de la temporada de baños se hacían saber los días de estancia de los próceres y ‘buenas familias’, las horas de audiencia, sus futuros movimientos, qué intenciones publicables traían, en qué galas florales dejarían deslizarse el estío…

La benjaminiana multiplicación de las imágenes no ha cambiado esas reverencias; sólo los medios. Ha adquirido el escenario fórmulas del arte contemporáneo (como dice algún airado, el arte conceptual es la única salvación de la obra única frente a la imagen multicopiada) y le ha dado movimiento y literalidad suficientes para que el pensador no acuclillado ponga en la misma frase boina y balneario en performances con soporte en medios fieles, y así permitirles a sus mitificadores desatar el mantra: lo ha hecho a propósito, es un vanguardista, afirman. Tanta rebeldía y tanta fidelidad al poder tan bien emparejadas sólo se explican en el contexto de la inmersión de dadá en la industria del ocio. Claro que dadá nunca llegó a surrealista: ha pasado de no defender nada a ser defendido por el contexto. Dadá es historia desde que es rentable, léase subvencionado.

PALIMPSESTO
La alusión a la boina como emblema del regreso frente al progreso (ya nos gustaría regresar a los índices de paro de hace algunos años, ya, con perdón por el inciso prosaico) mantiene inalterado un traslado de la ruralidad y los obreros (despreciados, claro, junto a sus atuendos) al siglo y lugares donde se tramaron las líneas que han conducido a la parodia de ideología que encubre (muchas veces insultando sin remilgos a los disidentes) la práctica cotidiana de la escuela de gestores asociados a arquitectos y negociantes en eso que se ha dado en llamar ‘contenedores sin contenido’.

Benjamin consideraba que no hay diferencia entre forma y contenido: un marxista, don Walter, enamoradizo, elegante, perseguido, asesinado u obligado a matarse por la confluencia de franquistas y nazis en una frontera, y capaz de distinguir, sin duda, entre una boina, una gorra de fogonero y un canotier y señalar que los pobres no tienen más moda que la historia.

Borrón y cuenta nueva. Se borra el sombrerito, se pone la trampa de la boina y se vulgariza sin divulgar. Y si el palimpsesto, como los pentimenti digitales o no, deja aflorar la ceremonia anterior, se emborrona con la luz uniformada de una infografía. El pensamiento del Secretario de Estado (hagámoslo escuela, ya que sus fieles no parecen animarse a romper su modestia) procede, pues, a fingir la liquidación edípica de los veraneantes regios para salvaguardar las nuevas estrategias y asaltar la ciudad desde El Sardinero, que es donde quizá debería estar el Centro Botín, en lugar del Casino, opción tan poco contemplada como nuestra preferida: la de fondearlo en la bahía. Una pena.

PRESUPUESTO
En la época, no ya de la reproductibilidad de las obras de arte, sino de la brutal saturación de imágenes, el lenguaje de los gestores políticos y culturales (entrevistados casi siempre en antijardines azules bajo la atenta mirada del contenedor-desgravador: hagan en su mente variaciones al modo de Andy Warhol) depende del acceso a un repositorio de frases intercambiables que, en Santander, en plena Virgen de agosto, ante ese tapón a la bahía, siempre quedan bien.

No va a asomarse a esos pantallazos ni un ápice de la crítica de la cultura de nuestro alemán leitmotiv, de no ser como desvirtuado mecanismo de integración de un escritor brillante reducido a su brillantez expositiva. Podemos hacerlo aquí también, claro. Total, va dar igual, porque se trata sólo de literatura. Pero apetece recordar inspiraciones del alemán, judío, marxista, heterodoxo, enamoradizo (creo) y víctima del fascismo. Como que los visitantes de las exposiciones muestran en sus rostros la decepción de no encontrar más que cuadros colgados. O que la transformación de la superestructura va mucho más despacio que la de la infraestructura. O sea -digo yo en burdo modo boina- que la cultura va siempre detrás del dinero.

Trama pírrica con final troyano

YU o lo inexplicado

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El otro día supe que X (la variable más útil) ha conseguido un trabajo mejor que el que tenía (y del que estaban a punto de echarle por fin de temporada) gracias a sus dotes de persuasión y a una lejana relación familiar. Estaba contratado en el kiosco-bar de una gasolinera para hacer de todo, especialmente para limpiar y desatascar los servicios, que es lo más usado en esos sitios. Su contrato decía que tenía que trabajar seis horas diarias, pero nunca hacía menos de doce. Mientras empezaba a declinar la temporada, descubrió que un primo segundo o tal vez tercero era el responsable del restaurante de comida rápida (una mezcla local de hamburguesería y asador de pollos) que veía al otro lado de la carretera como una estampa solitaria en un páramo raro por estos pagos, junto a una explanada desproporcionada para la cantidad de clientes que solía recibir.

Esa explanada tuvo cierta fama cuando una asociación cultural organizó en ella un concurso similar al de ‘Acaso no matan a los caballos’ (‘Danzad, danzad, malditos’ en los cines españoles) y algunos hablaron de la crueldad de la crisis de 1929. El debate no duró mucho. Al parecer, nada estaba relacionado con nada. Se celebró el maratón de baile con poco éxito y no hubo suicidios; sólo algún desmayo.

Desde su posición privilegiada en medio de la nada, X veía un lateral y la parte trasera del restaurante, con la puerta de servicio, los contenedores de vidrios y basura y algunos objetos inexplicables, restos de una segadora, por ejemplo, y una pareja de espantapájaros de poliuretano, inmovilizada en un paso de vals, que había adornado el concurso.

Había también una mesa de plástico blanco, que se apreciaba desnivelada incluso a distancia, y dos sillas del mismo material. En ellas solían instalarse dos empleados de uniformes negros y delantales verdes para fumar y tomar unas cervezas. No es que lo hicieran muy a menudo, pero X los estuvo observando durante días, desde que alguien le dijo que el franquiciado era su pariente hasta que decidió empezar a pasarse por el local de vez en cuando.

Fue un proceso lento el de retomar la relación con su primo, al que apenas había tratado de niño. La ansiedad remarcaba la lentitud: ya le habían avisado del fin del contrato. Quedaban quince días. Acudió un día al local en su tempo libre, con su novia (ella sigue en paro, hace algún trabajo sumergido, le han hablado de varias cosas…), como por casualidad, y fingió sorpresa por la presencia de un familiar. Hablaron, recuperaron algunas risas no muy claras de la infancia, evocaron a los ancestros. Luego X empezó a dejarse caer por allí casi todos los días, al cerrar el kiosco, como jovial degustador de cervezas y hamburguesas, pero también como buen conocedor del ramo hostelero. No ha trabajado en otra cosa desde que, hace cinco años, terminó un módulo formativo de comercio internacional. Y en ello sigue.

Empezó después a hacer alusiones a los dos ayudantes de cocina, a los que el encargado no tenía mucho aprecio (otro primo más carnal hacía de cocinero, la mujer de éste y un cuñado hacían de camareros) y a exagerar sus estancias en el exterior. Fue fácil: eran los elementos externos, llegados a saber de dónde mediante una subvención de contrataciones cuyo plazo ya había acabado. Un par de días después habían desaparecido las sillas y la mesa, pero los dos tipos seguían saliendo a fumar y beber, de pie, con las latas en las manos, aunque se daban más prisa. Son cosas que pasan. En realidad, no estaban faltando a sus deberes; apenas había clientes; pero había empezado a funcionar el principio según el cual toda autoridad insegura (o sea, toda autoridad) debe evitar fiarse si puede desconfiar.

Las conversaciones se hicieron cada vez más más técnicas. Hablaban de tiempo y capacidad de trabajo. Una tarde se fueron de copas y X convenció a su primo (durante la velada pasó del tercer grado al segundo y luego desapareció el ordinal) de que podía hacer lo mismo que los ayudantes por menos de lo que ganaban entre los dos. Y mejor, por supuesto. Improvisó toda una teoría de la eficiencia en la que, sin saberlo, aunque quizá intuyéndolo, estaba reescribiendo el dilema del prisionero, ese juego de perdedores egoístas cuya mejor opción consiste en que nadie juegue. Pero lo suyo era una invitación al juego. Se creyó un ser audaz que huía hacia delante. Incluso afirmó que aumentaría la clientela. El primo no tenía mucho que perder. Atrapado por la propaganda del emprendimiento, la autonomía del fracaso y el fracaso de la falsa autonomía le hacían receptivo a cualquier idea, siempre y cuando hubiera alguna forma de rentabilidad inmediata.

Ahora X es ayudante de cocina. Los dos despedidos -si consiguen algún trabajo antes de convertirse en parados de larga duración y luego en obreros descatalogados que dejarán de buscar empleo- aceptarán cosas cada vez más precarias y peor pagadas. Es el ciclo económico que algunos consideran natural, argumento irrefutable desde que una supuesta naturaleza de las cosas impide por decreto que puedan ser distintas o resolverse en otro marco.

En el módulo que no le sirvió de gran cosa, le hablaron a X de Pirro de Epiro, aquel rey que ganaba guerras a altísimo coste. Era a propósito del cálculo de inversiones. Sonaba bien eso de calcular inversiones; casi como la fórmula de la felicidad. Se ha dicho del rey griego que era un hombre sin objetivos; su idea de felicidad se limitaba al territorio y al poder e improvisaba constantemente para conseguirlos; y para acabar con él no hicieron falta semidioses; bastó una refriega en una plazuela de Argos.

La felicidad es para X una idea que alguna vez percibió como material, incluso creyó rozarla con los dedos, pero ahora pertenece al ámbito de los deseos indefinidos. Ya no sabe en qué consiste. Quizá sea algo muy complejo, quizá deba renunciar a hacer una definición elemental que le obligue a buscarla y pensarla en el futuro imposible, un nuevo espacio verbal, narcótico, sin sueños ni angustia por el ciclo paro/empleo cada vez peor pagado y en peores condiciones, como un limbo en donde no sufrir esperando que una lotería amañada (el bombo lo mueve la mano invisible que nadie enfoca) le entregue algo distinto, sea lo que sea. Pero, de momento, puede permitirse el lujo de engañarse negando que su victoria contra el paro estacional contiene la derrota como una caja-trampa, un regalo troyano que no puede dejar de abrir pese a los signos que ofician de Casandra, la profetisa de lo evidente a la que los dioses de la normalidad (esa fábrica de miedo) condenaron a no ser creída.