Sentimentalizaciones

Habiendo percibido la incomprensión del público (el cual, no obstante, no recuperará el importe de sus billetes), procede a retirar el antisistema de transporte llamado ‘MetroTUS’.

Honoré Daumier. En el ómnibus (1864).

Dice la última moda de la opinión que el nacionalismo es una sentimentalización de la política, la lucha de clases es una sentimentalización de la economía, el deporte (espectacular o intimista) es una sentimentalización del ejercicio físico; el coleccionismo de arte, una sentimentalización del deseo de poseer objetos bellos, inquietantes o repulsivos o ideas y palabras de los tres tipos; la reivindicación del AVE, una sentimentalización del deseo de huir o de venir… Eso era la última moda hasta hace unos instantes, porque de pronto recibo un email que me informa de que durante los próximos diez minutos los medios rendirán pleitesía a un joven y enfurecido teórico que afirma que toda protesta es fútil porque de inmediato es integrada y que toda demostración es ociosa porque lo que mola es la perspectiva periodística y no el ensayo, y lo hace sumando en pocos tuits a doña Ana Botín, Federico García Lorca y Frida Kahlo. A Federico y Frida me atrevo a tratarlos con reverente tuteo, pero con la banca no hay que tomarse confianzas, y a los columnistas de guardia no hay que cederles emociones, que luego ponen papeles y redes como tertulias de la sexta tuerca. Me parece que me he vuelto a hacer un lío. La publicidad bancaria -retomo- es una sentimentalización de la riqueza, aunque se venda convirtiendo en peripatéticos consejeros a comerciales como Nadal, Loquillo o un tipo con aspecto de vampiro que dirige una ETT.

Pero todo sucede muy deprisa en la realidad y, mientras se promociona lo imposible, salta la noticia local que comprime todas las sensaciones en una exhibición de turbomixers con dj desertor: el Ayuntamiento de Santander declara que, habiendo percibido la incomprensión del público (el cual, no obstante, no recuperará el importe de sus billetes), procede a retirar el antisistema de transporte llamado MetroTUS. Lo hace sin vergüenza ni contrición, pero lo hace. Es una trampa, advierte alguien con cara de simpático calamar-casandra. Es una broma, dice otro con más motivo: mantienen el disparate dos meses más. ¿Y mientras? El vacío, que por cierto ya existía, porque los últimos parches habían traído augurios de caos definitivo. Incluso algunas líneas habían apagado las obscenas pantallas panfletarias azules, y los vehículos parecían sortear los abismos de Babel. Una tercera voz se lamenta: quedarán ruinas ostentosas, como esas paradas faraónicas y esos autobuses enormes y desiertos de la Línea Central, con mayúscula sentimental. Y en el horizonte acechan nubarrones privatizadores.

Esa noticia sí que ha tocado sentimientos; y sin jerga sociológica: es que, simplemente, digamos, nos han tocado a muchos los desplazamientos cotidianos. El Ayuntamiento, por supuesto, elaborará una negación de los fracasos, es decir, una sentimentalización de la confianza en uno mismo y su equipo de ingenieros después de haber engañado a la mayoría tantas veces que parece increíble que todavía sigan votándonos esos pardillos. Considerará que el triunfo de la plebe (por miembro de ella me tengo) es una sentimentalización de su incapacidad para comprender que toda la desfachatez empleada en justificar el disparate era por el bien común y corriente de negocios necesarios que no necesitaba conocer. Pero la vieja y baja comunidad que tantas broncas ha aportado a la historia mantiene una potencia separada de los discursos municipales. La pena es que sólo la use en cuestiones muy inmediatas (y con demasiada frecuencia para aplausos a tiranos, pogromos y otras barbaridades; no vayan a creer en la pureza, que ciudadanos hay para todos los gustos, como la autodenominación de algunos indica) y que el ambiente habitual nos haga estar encantados de desconocernos.

Pero algo es algo: el gobierno municipal se ha fulminado a sí mismo para sobrevivir porque sabe que la oposición que tiene que temer no es la política al uso, sino el sencillo cabreo de la gente, que todo lo sentimentaliza -igual hay que decir que lo siente- sin pudor.

Como tengo que poner un colofón, helo: para llegar a lo serio, hay que reírse primero de esas palabras-autobús, tan largas y vacías que sólo sirven para ocupar líneas centrales mientras el debate real está en otra parte. Por más vueltas que le doy, no entiendo para qué sirve un verbo tan resentido. Quizá se plantan demasiados arbustos ornamentales en el bosque del lenguaje. Repitan un rato ‘sentimentalizar, sentimentalizar, sentimentalizar…’ y no tardarán en detestarlo como al olor hipnótico de los narcisos.

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Sucios sentidos inéditos

Confórmense con conceder que el turbio paseo nos lleva a una metáfora privada: lo público está en decadencia.

Ofrenda de verano (1911). | Lawrence Alma-Tadema

La frase del título es de Juan Carlos Onetti. Les aconsejo que, como lectura playera, la busquen por toda la obra del uruguayo sin usar métodos electrónicos. Llenen la bolsa con sus libros como si fueran best-sellers. La cita es, por supuesto, prescindible, pero siempre queda bien referirse en agosto a un aguafiestas. Las tres palabras envuelven a una pareja fugada de una pista de baile con un acuerdo impuro, imprevisto y carnal (y sobre todo táctil, olfativo, sonoro: sudor, pócima ácido-alcalina, jadeos) que deja un rastro pornográfico muy difícil de borrar, reescribir, dulcificar o censurar incluso para los moralistas más desalmados. Vienen bien esas tríadas en un momento anacrónico de una ciudad en verano, durante un paseo sin vergüenza después de una tregua de calor no declarada por la multitud, cuando la masa provisional ha despejado las calles en sumisa sincronía antes de la siguiente oleada de hipótesis con sombrilla bajo la lluvia. Este recurso introductorio y sin embargo evasivo sólo puede ser invocado con comodidad en un escenario lleno de falsos diamantes calientes comprimidos por el ambiente de invernadero con parterres de bisutería cultural, que no lo es porque sea barata o pobre o de baja calidad, sino por esa abundancia que cumple a rajatabla las reglas del adocenamiento triunfal. Somos los mejores. Cuantos más turistas vienen, menos caja se hace: algo no cuadra; pero somos los mejores. Cuando baja el desempleo, aumenta la miseria. El paraíso es increíble, pero todos queremos blindarlo y venerarlo.

Ahí al lado hay unas cuantas botellas de después del botellón (es obligatorio hablar de la lacra oficial aunque este artículo no lo financien los esforzados hosteleros) tan ordenadas en la escalinata ceremonial de la segunda o tercera (si contamos la cripta, el vientre de la ballena) catedral que dan miedo porque parece que, además de juerga, ha habido misa negra. Todas iguales, de la misma marca, pero cada una con un nivel distinto de un líquido digno del ‘Piss Christ’ de Andrés Serrano, formando una escala de mapas y notas con sus somorrostros, senos y valles. Pero no: no quieran saber cuánto arranque hay disuelto ni porqué flotan colillas. Confórmense con conceder que el turbio paseo nos ha llevado a una metáfora privada: lo público está en decadencia. Pensábamos que eso era desorden, pero, si dicen que la máquina funciona, habrá que creérselo.

Los rezagados del ‘vernissage’ (qué listos son los franceses, que aprovecharon la última oportunidad de los artistas de lustrar su obra para llamar ‘barnizado’ a las inauguraciones) caminan como barrenderos sin escobas o escobas sin barrenderos. Las autoridades, cuando presentan pliegos de poesía, siguen poniendo caras de gobernadores de promontorio. Son amables y platónicos: le encargaron al genio de la cueva, por contrato temporal, el holograma de Atenas del Norte (ni Avenida de Mayo ni Diagonal), con su democracia, sus esclavos, su éntasis para acomodar la perspectiva. Pero hicieron una pequeña trampa: faltan las votaciones de ostracismo, el gran invento que se cargó la democracia formal cuando acabó con la sensatez y obligó a inventar motivos para todas las columnas.

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Un mundo sin pobres

Mientras espero un informe de la Real Academia, me aferro al diccionario y descubro que un pobre es una persona ‘necesitada, que no tiene lo necesario para vivir’.

Salida de emergencia | RPLl

El alcalde de Torrelavega, supongo que por error, llamó pobres a los pobres, y el Partido Popular ha protestado. Según un concejal, se trata de un exceso inadmisible denominar así a las personas acogidas al Fondo de Suministros Básicos, cuya situación, señala, puede ser momentánea. Parece que entiende la pobreza como una suerte de profesión sin origen ni remedio y que no merece el nombre gente subvencionada que mañana puede ser rica en lugar de no-pobre.

Otra concejala del mismo partido (aprovecho para felicitar al señor Casado de la manera más hipócrita posible) ha dicho que “clasificar a los vecinos entre pobres y ricos es básicamente desconocer el tejido social de nuestra ciudad”. Puede que tal tejido (¿quién maneja el telar?) tenga muchos matices, cada uno con su palabra que olvidar, pero, desde luego, la división entre ricos y pobres no parece una falacia.

Mientras espero un informe de la Real Academia, me aferro al diccionario y descubro que un pobre es una persona ‘necesitada, que no tiene lo necesario para vivir’. Es decir poco, la verdad, sobre una situación tan extensa: no explica si el hecho de insistir en seguir vivo con hambre puede apartar a alguien de la calificación, pero quizá sea aceptable una penosa supervivencia, porque el término también vale por ‘escaso’, ‘insuficiente’. Se diría que solucionarle a alguien lo más básico no lo aleja de la pobreza.

Pero, sin el nombre, no hay pobres. Si acaso, hay consumidores menores, aunque sean subvencionados. La RAE no está actualizada con los variados indicadores que explican la pobreza para dejar claro que, si bien se puede ser pobre y seguir vivo en los niveles más bajos de la pirámide de Maslow, cada nivel crea nuevas necesidades y el más alto, eso que llaman autorrealización, no tiene nada que ver con el lujo; no es prescindible: es un asunto de justicia.

Si una persona es beneficiada (no me gusta la palabra en este contexto, pero la uso para poder poner este paréntesis: tendría que escribir ‘aliviada’) con una ayuda social, se supone que no tiene lo necesario para vivir. O sea, es pobre. Como lo más probable es que la cantidad sea insuficiente para lo que los comunes (sin ser demasiado consumistas ni comunistas) consideramos una vida de normal resignación (pero todo es mejorable, ¿eh?), podemos afirmar que seguirá siendo pobre.

Las estadísticas oficiales muestran que hay en el Reino de España pobres de varios tipos y condiciones sociológicas. A mí me parecen muchos: pueden ser menos o más, pero siempre son muchos. En Cantabria, si no he entendido mal los datos del INE, un 20% tiene riesgo de pobreza y exclusión social, y un 2,2% padece carencias materiales severas.

Los concejales citados, sospecho, nunca serán pobres. Tampoco se lo deseo, por supuesto, pero comprendo su tranquilidad no confesa al saber que no padecerán el apelativo. También su seguridad ideológica (la verdad es que no sé cómo llamarlo) al intentar que nadie lo utilice. Quizá la idea se la ha implantado la imagen de representantes políticos juzgados y condenados que jamás rozarán siquiera los umbrales de la penuria.

La DRAE sostiene, además, que un pobre es un ser ‘infeliz, desdichado, triste’. Y encima afirma que es una persona ‘humilde, de poco valor y entidad’ y ‘corto de ánimo y espíritu’. En fin, otra acepción es, sencillamente, ‘mendigo’, y creo que las ayudas y rentas básicas no excluyen el complemento de la mendicidad. Ni siquiera todos los asalariados alcanzan el fin de mes sin cifras negativas, así que las variaciones pueden ser ilimitadas y sin fuga para las víctimas. Los concejales ultraliberales (ellos se seguirán llamando de centro reformista pase lo que pase) me reprocharán tal vez el uso de la palabra ‘víctima’. Pero lo son: precisamente de la desigualdad que gestionan y aumentan esos señores tan cuidadosos con el lenguaje.

Por cierto, no faltan en el tema avisos para rebeldes. Un uso que también recoge el diccionario denuncia que, si es usted pobre y no está contento con la ayuda recibida, es usted un soberbio. La soberbia es ‘altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros’. No voy a entrar en el tema porque tampoco se trata de cabrear a la gente decente más de lo necesario.

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La abolición respondida

Sobre un poemario llegado del exterior más cercano
 John Collier | Restaurante (det.)

Un poema que no respetase los principios de la termodinámica sería la mejor descripción de la soledad de una esponja exfoliante robada a un tritón en un momento obligado de reflexión para advertir que esta no es una crítica seria de un compendio poético, sino una llamada al orden y a la vez una señal de alarma. Postulan engendros como el que aquí juzgamos el desequilibrio, sin más, de una expresión que las contenga todas, como si los los lotófagos pudieran recordar que su nutrición es el olvido. Afirman que lo que no es trabajo es calor y viceversa, y que toda explotación de un cuerpo entraña un frío indefinible. Defienden que ese frío puede entregar luz al desierto de los géneros y obligar a la entropía a viajar hacia un estado inconstante alejado de cero tanto como de la vigilancia y el castigo. Tal actitud no debe ser consentida.

(Alegato fiscal durante el juicio a un rapero surrealista.)

Mientras escribo esto pasan en televisión un reportaje sobre un falso queso muy reputado, pero de pronto la voz en off gira en el cielo y canta cual viento de la noche y aparece un tipo diciendo, como si lo acabara de descubrir, que la grasa de camión es necesaria. Luego bailan asteroides emergentes y unas cuantas chicas parecen entusiasmadas con la obligación de ir a la moda y la mediana, la parábola y la hipérbole. Otro macho corrobora: el lubricante es un agente imprescindible a causa de los roces. Peter Grullo, diplomático en excedencia, se suicida en un burdel de Las Vegas. Un crítico saltimbanqui entrevista a una estrella literaria que de pronto estalla como una supernova en burbujas inmobiliarias. Nuevas bailarinas ocupan boca abajo el espacio de la duda.

Tengo que darles un motivo para permanecer en esta columnata y les proporciono información al uso: trato de hablar del libro titulado La mujer abolida, escrito por Vicente Gutiérrez Escudero, sobre quien, además de no ser neutral (la neutralidad es un insulto), sólo puedo escribir automáticamente. Estoy seguro de que él lo comprenderá, lo cual tampoco es necesario: conozco al tipo. No se vayan ustedes a creer que voy a justificar el subtítulo. No se vayan ustedes a creer. No se vayan.

Sumida la poesía al uso en el ejercicio de la adulación de la crítica crítica (sic), me parece que hay que desempolvar al Marx más cáustico para señalar que la posesión del espíritu absoluto de que hacen gala los poetas de la sagrada familia balnearia (los mejor pagados de verdad, de sí mismos y de su tibia modestia) no tiene nada que ver con este libro ni con su perpetrador, que pregona la acción, la intervención del lenguaje y la búsqueda de pelea. Aprovecho para recomendar sus ensayos sobre el exterioricidio (hay que escribir más sobre la reivindicación de la intemperie) y la escuela (hay que discutir más sobre ese malentendido).

Lo conozco por lo menos de vista: un día me envió un autorretrato borroso tomado en una habitación de un hotel de Hong Kong para justificar su ausencia en una cita. Burda excusa irrefutable. Algunos saben hacer las cosas. El libro contiene un poema dedicado a Miroslaw Tichy, autor de fotos sin enfoque (ojo: no desenfocadas) cuya excelencia de neoclásico del arroyo hace reales a las ‘remotas mujeres desconocidas’ frente al desequilibrio del preciosismo publicitario. Ese poema y el central (Despatriarcalización) me parecen muestras complementarias: el primero contrapesa la falacia del imaginario y el otro explica el deseo diciendo lo que no debe ser llamado libertad. Lo que no debe. Lo que no tiene deudas.

No voy a ser el primero en decir que este libro exige otro round a partir de la hipótesis de la derrota del feminismo libertario (no sé, por cierto, si puede haber otro, pero no me adentraré en esa ciénaga). Vale, pongamos que han ganado ‘ellos’, las sombras que no se nombran, pero a estas alturas ya están más identificadas que una serpentina en la jaula de un vodevil. Qué fácil sería ahora decir vil. Empecemos otra vez recorriendo lúbricamente los efluvios. De pronto, las carrozas de todos los géneros agraviados se llenan de oportunistas y suena el mantra: para que todo siga igual. Para que todo siga. Para que todo. Pero, para que no se den por vencedores, tomo unos versos porque la obra merece el sano veneno de la sinécdoque:

… pues tendemos a creer
que toda ‘amada civilizada’
oculta en su interior
un tesoro que nos hubiera sido reservado.
En realidad
no existe
esa ‘verdad interior’ de nuestros cuerpos.

Volvamos a las andadas y a las andanadas. No voy a ponerme a recontar bibliografía para demostrar que lo indemostrable sólo puede ser mostrado. Ha juntado el poeta tres lustros de textos activistas que no pierden el pulso de la innovación; ningún aprendizaje de las vanguardias, situaciones y subversiones ha caído en cópula rota. No está reñido el activismo social con el literario ni es cuestión de buscar cuál sirve a cuál: parece mentira que haya que decir esto, pero es que uno está harto de los perfumistas de tesis líricas con sujeto, verbo, predicado, universidades de verano y todas esas caras asomadas a los photocalls de oportunidades.

Déjense de tímidas lecturas de estío. Si detestan la exposición playera del intelecto patrio, les encantará La mujer abolida, pero nada les impide leerlo sin condiciones.

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Basurotopía

Las fotos de Liencres me recuerdan instalaciones con objetos de la cosecha marina. Pero aquí la marea es humana y motorizada, una pleamar de botellón, gasolina y polietileno.

Fotograma de Junktopía. Chris Marker.

Fotograma de Junktopia | Chris Marker.

La acumulación de desechos dejados por los amantes del ocio natural (rásguense las vestiduras aunque no sean nudistas) en la costa de Liencres me parece una siniestra réplica a los depósitos intermareales. Ya no hace falta que el océano nos devuelva lo que vertemos después de haberse envenenado con lo orgánico. Hasta hace pocas décadas, esos regresos se veían como fuentes de enigmas e incluso recordaban epístolas embotelladas y lacradas con mimo o desesperación. Luego empezaron a ser preocupantes y han llegado a asfixiar las playas en competencia con las medusas sobrealimentadas por los vertidos de nitratos.

Entre esas dos percepciones, de los pecios románticos al caos todavía calmo, está el cortometraje filmado por Chris Marker (con John Chapman y Frank Simeone) en 1981 sobre los trabajos de varios artistas desconocidos con objetos traídos por las corrientes a las marismas de Emeryville (California, USA) y expuestos en el mismo paisaje. Junktopia, se titula la película: Basurotopía.

Lo descubrí hace años, cuando intentaba comprender las leyes de las mareas, labor imposible para mí. Sólo entendí que, desde la ciencia, como en la geopolítica, la mar no es la misma para todos, pero me consolé con esos seis minutos de cine sin voces añadidas: según el director, “habiendo abusado en el pasado del poder del comentario-dirigente, he intentado devolverle al espectador su comentario, es decir, su poder”.

En 1981, los objetos abandonados en la bajamar todavía invitaban a la reflexión (no sólo a la ira) y las aguas aún podían limar botellas de vidrio hasta formar toscas bisuterías, y los artistas de algunas costas y momentos no habían agotado ni la satisfacción existencial del anonimato ni el placer de medio ocultar sus actos en el pantano. “Artistas no identificados habían dejado sin que nadie lo supiera esculturas realizadas con objetos lavados por la mar”, cuenta el cineasta.

Un objeto encontrado puede ser convertido en arte por la simple exposición (manda el contexto) o una manipulación que cambie su aspecto o desplace su significado sin borrar su identidad. Una mímesis de plástico rojo o una red de arandelas de cerveza pueden salvar corales y tortugas. Abundan los ejemplos, aunque el inconformismo suele ser desactivado mediante los suplementos culturales, los interpretadores, el dinero, los márgenes, el sistema educativo, la accesibilidad, los contenedores y el narcisismo mal resuelto de muchos artistas y sus públicos. En Santander, por ejemplo, cerca del muelle de Albareda, donde casi todo parece fuera de lugar, se muestran los efectos del contexto sobre las propias vanguardias.

Veo las fotos de Liencres y me acuerdo de aquellas instalaciones lejanas abordadas al atardecer con objetos de la cosecha marina. Pero aquí la suciedad ha llegado del interior y no ha sido relavada por el salitre. La marea es humana y motorizada, una pleamar de botellón, gasolina y polietileno. Los objetos no han sido pulimentados por las falsas ondulaciones del oleaje. Tampoco hay recolectores, ni obligados ni voluntarios, ni arrepentidos de su guarrería ni estimulados por la idea de darle otra forma al mundo aunque sólo fuera en un arrebato efímero que acabara cediendo ante el viento o la resaca: los vagantes anónimos serían derrotados por la masa.

Es mucho mejor para el mar y el ecosistema que toda esa mierda se haya quedado en la costa sin dar un rodeo oceánico, sin viaje que le imprimiera el carácter maléfico o aventurero de lo que devuelven los abismos o los sargazos. Pero es peor para la estética, o sea, para la inteligencia: es otra victoria de la estupidez. Se queda en baja literatura de columna periodística más larga y pesada que la obra maestra del cine que sirve de pretexto para dar una débil batalla contra la miseria del ocio.

La calma del reciclaje expuesto sin palabras contrasta con el ruido que dejan intuir las imágenes cercanas. Los objetos reubicados y reestructurados del film, algunos devueltos a las olas y el viento, primer artista cinético, arrastran la inquietud de una belleza automática, de máquinas sin tripulación. En Liencres, los coches arañan las dunas con la furia de un paisajista alienado.

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Ánimas

Los espíritus humildes más afortunados suelen perder el tiempo en depuraciones antes de entrar al paraíso.

James Hamilton. Náufragos (1875).

Sin entrar a debatir la dualidad cartesiana, y con toda legitimidad, los vecinos de la llamada calle Alcázar de Toledo (al parecer, denominación vergonzante de la bautizada en 1937 como Héroes del Alcázar, que antes fue de ambiente izquierdista con el nombre de Primero de Mayo) no quieren vivir en un lugar llamado Cuesta de las Ánimas.

“Ellos se lo pierden”, dice el espectro granguiñolesco del Obispo Regente de Cantabria, para algunos primer presidente autonómico, santiguándose mientras cabalga.

Prefieren Calle del Parlamento o seguir como estaban, es decir, la corrección instituida o el homenaje a una matanza del panteón fascista (no es, como se ha dicho, un homenaje a un edificio cuyo origen está más allá de la edad media) antes que una referencia a fantasmas que, sin embargo, descansan más en paz que los guerreros cuya memoria espolean mientras las almas anónimas apenas se distinguen en los restos del camino.

Las ánimas, según la religión dominante en estos pagos, tienen un matiz de gracia provisional y suelen habitar el purgatorio. Sólo están en un período de espera. Pero a los vecinos les parece tétrico recordar que aquello era la cuesta a un camposanto, un convento, un hospital, una iglesia, una gallera, un beaterio, una cárcel, una fábrica, un barrio… Todo lo cual no andaba lejos, en la cúspide y sus descensos, de las putas baratas (las caras moraban en las famosas mancebías donde cuenta Jesús Pardo que el ortodoxo Menéndez Pelayo, devoto del templo mencionado, fornicaba sin quitarse el cuello duro: dicen los malvados que por esa revelación le dieron al santanderino para cuya memoria sólo existe El Sardinero el premio de las Letras de Santander) y tampoco muy a desmano de un pequeño laberinto enfangado que se sumía en el callejón del Infierno, etiqueta nada rara de los pasos inferiores en la Europa latinizada y apenas una mirada etimológica al país de los castigos demoníacos.

Una vez más, resulta patético hablar de ánimas en lugar de nombrar al ánimo. Para que luego digan que el género no importa. O la clase: los espíritus humildes más afortunados suelen perder el tiempo en depuraciones antes de entrar al paraíso; quizá las necesidades los ataron en vida a la materia y preferían trabajar para comer o beber para olvidar que rezar; son oscuras dependencias que los ricos no tienen que justificar. Los ricos no necesitan ni el olvido. Es un mundo raro este, lleno de nombres provisionales y universales de chichinabo. Los homenajes a las intermitencias de la barbarie (Proust hablaba de las del corazón para explicar las de la memoria; por eso por aquí no tiene calles ni éxito) de vencedores o vencidos son aceptados o repudiados sin problemas, pero los hundidos en el anonimato del destino ambiguo dan mal rollo con sus regresos. Creo que en Santander no hubo nunca una calle del Purgatorio ni del Limbo, que tan bien funcionan como símbolos en películas y en novelas distópicas. Sí hubo una calleja llamada Cadalso, sin duda de real origen y bien anclada en la advertencia. Los castellanos, incluso, tienen en el páramo un noble pueblo llamado Tinieblas.

Se puede hablar a muchos niveles de la necesidad de actualizar los nombres. Por ejemplo, igual hay que empezar a pensar en renombrar el Mediterráneo Mar de las Ánimas Sin Refugio, un lugar rodeado de costas malditas y puertos fortificados donde hay que debatir cada rescate con la misma demagogia y crueldad financiera que la deuda pública, como si, una vez fijada la tasa de ganancias geopolíticas y valorada la oportunidad, fuera opcional salvar las vidas de los náufragos.

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Vértigo

La ciudad está llena de tejados y fachadas, y el impacto de lo nuevo ya no es un contenedor de arte, sino, por ejemplo, así, de pronto, dos fotografías ajenas al espectáculo oficial

Santander | RPLl.

En Santander hay más tejados que antes desde que instalaron ese mirador mediocre y escamado al lado de la bahía. Sin proponérselo, la especulación cultural ha desvelado otros aspectos de la fachada elevando la vista hasta casi desnudar el telar del teatro por encima de bambalinas y bastidores de lo que fue calle de la Ribera, que discurría demasiado cerca de la mar partiendo del lodazal de las atarazanas arruinadas después de talar miles de robles y llegaba hasta el lugar donde confluían todos los márgenes, así que se fue alejando de la orilla mediante proyectos inacabados (esta burguesía ha sido siempre más bien perezosa) para hacerse paseo sin peligro de chapuzón, telón pintado a la moda, bancada de consignatarios, joyerías, cafeterías y un gran poco más con arco y todo.

Ese casi descubrimiento de la trastienda desde un lugar alzado propiciado por poderes duchos en mirar para otro lado debería ser, cuando menos, motivo de orgullo pintoresco -porque reflexión es mucho pedir-, pero el foco se opone a la doctrina del angra sagrada tan multiplicada en la telebasura de los autobuses como anegada y reducida año tras año mientras deliran esquivando las reglas de las mareas con escolleras. Bahía que se llama como un banco y se apellida como una fundación, pero ya estaba ahí antes de ser nombrada con una vaga mención a unos cuerpos santos ocultos en unas termas romanas. Ahora, el mirador pierde platillos cerámicos sobrevalorados, el suelo vibra, envejece mucho más deprisa que el relicario de la catedral y bosteza de autobombo. En un armario, miles de tarjetas de cántabros con derecho a entrada gratuita esperan a ser recogidas por sus entusiasmados solicitantes.

La bahía, ciertamente, sigue siendo bonita e incluso bella cuando las luces así lo determinan. Pero la ciudad sigue ahí, llena de tejados y fachadas, y el impacto de lo nuevo ya no es un contenedor de arte, sino, por ejemplo, así, de pronto, dos fotografías ajenas al espectáculo oficial.

Mujer limpiando ventana

Mujer tomando el sol en el tejado

Capturas de internet de la fotografías mencionadas.
Ambas han sido muy difundidas en redes sociales, pero no he podido atribuir a nadie su autoría.
(Pulsar en las imágenes para ampliarlas.)

Se trata de dos imágenes de mujeres, lo cual confirma la teoría de que comienzan tiempos venturosos en que la imagen masculina tiende, como el poder patriarcal, al aburrimiento rabioso y decadente. Una mujer que tomaba el sol en el tejado fue capturada por algún ocioso y hemos decidido que sea joven, hermosa y feliz pese a lo desenfocado de la foto y el musgo de las tejas. Otra mujer, que limpiaba una persiana sobre un abismo, vestida como el estereotipo más real del trabajo femenino, ha venido a producir un miedo disparatado con el desequilibrio de sus zapatillas y bata rosas y guantes azules sujeta a la nada en el alféizar de una ventana sin alféizar.

No se puede llegar al verano con la piel blanca ni con las persianas sucias. Puede que ambos riesgos sean productos de dogmas estéticos y perversiones sociales, pero a la vez discrepan en el terreno crucial de las sensaciones; son mundos opuestos: uno estático, receptor de un sol escaso y difícil; el otro activo para quitar la pátina del clima en lamas de plástico. Laxitud y trabajo. Cada acto con su peligro, su necesidad o su insensatez.

Los cuerpos santos eran esqueletos amontonados en los restos de un templo pagano. Puede que se les borraran a golpes de hisopo los antecedentes politeístas y se taparan las huellas de las libertades bacanales. La mujer del tejado buscaba una satisfacción pagana en la ceremonia del tejado; probablemente se imaginaba invisible; pertenece a una tradición lejana reavivada por el consumo del sol en una forma que no molesta a las hidroeléctricas. La de la ventana nos remite a la disciplina del trabajo o de la obsesión por la limpieza; ignora el vértigo y seguramente prefiere la sombra. Pero las dos han ocupado el panorama de los grandes belvederes y mirones con la ventaja de que nadie se ha hecho un selfi ante ellas (nadie anduvo tan listillo) y además han forzado la tensión desenfocada de los grandes maestros de la fotografía tosca e instantánea: Lartigue, Tichy…, vayan buscando referencias; a ver si va a resultar que los objetivos del arte más interesante están lejos del cajón-mirador, en esas formas imprevisibles de las calles…

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