Plagas

‘Veneno’ es una palabra maldita aunque la naturaleza esté llena de ponzoña

Cornelis de Heem. ‘Bodegón con gorriones copulando’ (1657).

Cornelis de Heem. Bodegón con gorriones copulando (1657).

Pasado de sobra el punto vernal, avanza en nuestro hemisferio la temporada en que hasta la belleza es una plaga.

Los grandes monocultivos están protegidos por blindajes transgénicos de obsolescencia programada para el mercado de futuros, como las lavadoras, los teléfonos y -desde la reunión de cierto cártel en 1925, no en Medellín, sino en Ginebra- las bombillas. Pero las pequeñas huertas sin ánimo de lucro, apenas entretenimientos con el aliciente de degustar lechugas, calabacines o tomates de origen conocido, reciben ataques masivos de especies saqueadoras. La pulsión de lo diverso no perdona los órdenes menores.

Los dueños de los plantíos devorados indagan soluciones entre sí y en las redes sociales. Muchos no quieren usar productos químicos porque ‘veneno’ es una palabra maldita aunque la naturaleza esté llena de ponzoña.

Algunos usan métodos que, si bien a esos niveles sensoriales es difícil tacharlos de crueles, no dejan de ser repugnantes. Madrugan o anochecen masacrando babosas con tijeras de podar. Me han hablado de uno que lo hace semidesnudo y dando grandes saltos y alaridos. Quizá el retorno a las luchas neolíticas contra lo salvaje y la incultura recolectora estimula las ceremonias en la agricultura suburbana.

Otros van sumando métodos y defienden el terreno con una parafernalia compuesta de trampas de cerveza, botellas de plástico convertidas en embudos sin vuelta atrás o alegorías del equilibrio zen con fuentes de piedras estriadas, sahumerios fétidos (que los vecinos maldicen), círculos mágicos de ceniza y cáscaras de huevos molidas, familiares reclutados como recolectores de caracoles y cubrimientos de redes nebulosas que, de pronto, cuando menos lo esperan, tienen que elevar para detener las avispas asiáticas uniformadas como supervillanos.

Lo de las avispas da para mucha literatura, pero existe un escarabajo de nombre involuntariamente cántabro que defolia los árboles: la galeruca. Hay variedades de colores vivos, todas odiosas. Combinan torpeza y voracidad de un modo fascinante: el universo -zumban sus élitros- es contradictorio.

Y no hay que olvidarse de los pájaros. Desde Zeuxis (el artista cuyas pinturas de frutos picaban las aves: la victoria de la mímesis frente a la poesía), los pájaros tienen una relación peculiar con nuestra realidad, como si la interpretasen con un acierto sádico; Hitchcock y Daphne de Maurier trataron de definirlo; por algún motivo, no encontraron mejor instrumento que el miedo. Trinan entre amenazantes y desesperados por comer y fornicar las mañanas radiantes y nos parecen alegres.

Los plantadores ponen búhos eléctricos, emisores de ultrasonidos (dicen que para desesperación de perros y gatos), molinillos con diseños dignos de ángeles del infierno. Hay huertas que parecen aldeas de tótems excesivos.

Los bichos de toda laya bullen en sus escondrijos mientras se aparean sin reposo, hacen hambre y preparan la próxima incursión. Topos y ratones se mofan de la lechuza de Minerva, que en los remansos de los ríos delira entre moscas negras.

Al mismo tiempo, los invasores vegetales ocupan el terreno por culpa de una estética sin ética, es decir, de la fealdad de las modas. Plumeros (¿quién llamó a eso flor de la pampa?), lechetreznas, juncias, estramonio (¿lo extendieron las brujas para humillación del beleño?), uñas de gato, acacias, cañas, margaritas gigantes, tés castellanos, hierbas de las mariposas, escobas, flores de la pasión huidas del calvario de los cultivos con sus clavos y todo, hiedras, gramas sin sangre ni fúlgidos aletazos, sutiles capuchinas seductoras, calas virginales y todo cuanto puede fugarse de un jardín no comestible y aliarse al imperio de los trífidos celestes para devolver los parterres al caos improductivo.

Cuando el verano tienda su manto teórico de calor, una calma chicha de tumbonas, turistas y cigarras (abajo las hormigas imparables y aburridas) servirá de lienzo al recuento de después de la batalla por la cosecha.

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Bocartes

Recorrían la ciudad dando gritos para ofrecer a otras mujeres hombres a tanto el número.

Pescado (1921). Chaim Soutine

Pescado (1921). | Chaim Soutine

El 11 de mayo de 1884, La Voz Montañesa publicaba esta noticia:

Anoche se personó en nuestra redacción un pacífico ciudadano a quien molesta la añeja costumbre de las pescaderas que pregonan ‘hombres’ a voz en cuello cuando venden bocartes.

(…) Venía a que dijésemos -y dicho está- que encontramos reprensible y altamente perturbador el hecho de que se dé el nombre del rey de la naturaleza a unos ruines pescadillos.

Cuatro décadas después, Esteban Polidura Gómez, el periodista que le puso maretazos de realidad al costumbrismo, entró en detalles en El Cantábrico, aunque entonces ya hacía mucho que las autoridades habían intervenido para amordazar a las vendedoras:

Cuando les dio por llamar ‘hombres’ a los bocartes (anchoas), costó Dios y ayuda abolir aquella mala costumbre.

-¡Llevar hombres, abajar! -gritaban por las calles.

-¿A cómo son, sardinera?

-A dos reales el ciento.

-No quiero más que dos docenas.

-Con dos docenas de hombres no tienes tú ni para empezar.

Una serie de equívocos intencionados, que llegó a rayar en verdadero escándalo, obligó a un alcalde -republicano por cierto- a cortar por lo sano aquel mal.

Recorrían la ciudad dando gritos para ofrecer a otras mujeres -éstas asomadas a los balcones para el ritual del regateo entre las ropas tendidas al sol del tiempo de las costeras- hombres a tanto el número, un dato preciso que probablemente a muchos parecía una etiqueta barata. Seguro que además era una pequeña venganza. Los hombres ‘de verdad’ se quedaban con la gloria y la tragedia de las navegaciones. Si venían galernas y arrasaban la flota (ahora quiebran el mito del turismo: el drama deviene bufo), las mujeres lloraban en los muelles; si llegaban barcos repletos, ellas los descargaban, se echaban los carpanchos a las cabezas y se ponían a vender por las calles. Los hombres contaban la epopeya del enésimo paso de la barra y las mujeres se pegaban con la policía, los inspectores de consumos, las vecinas y entre ellas.

Aunque se arriesgue a que le digan que no se ha defendido lo suficiente, cada una se rebela como puede o sabe. Por ejemplo con el silencio o con los desplazamientos semánticos, cuanto más radicales, mejor. A veces, el lenguaje de los sometidos sólo es consuelo, pero cuando se hace consciente o crea consciencia, pasa a ser revuelta. Aproximar cosas sin relación es la audacia de la que surgen las libertades. A veces tropiezan dos palabras en una calle pindia y un vocablo merece un cambio de objetivo. Un alcalde republicano en plena monarquía acabó por prohibir aquel uso de la palabra ‘hombre’ en vano. En el poder, todo se mistifica.

El lenguaje es norma y delación: según quien lo imponga, denunciará el mundo o lo describirá como inamovible; y el habla, el texto y los gestos se debaten siempre entre la sumisión y la resistencia. Por suerte, contiene también los mecanismos de la subversión. Las sardineras percibían lo que muchas veces se olvida: que la pobreza y la discriminación por oficios, y las diferencias de consuelos, méritos e ingresos, se refuerzan con las cárceles del género.

Aquellas mujeres eternamente embarazadas (decía Polidura que parecían llevar un chinchorro añadido en la proa) subían y bajaban de los muelles a los barrios para gritar la mercancía y jugaban con las palabras, se dejaban llevar a la juerga de los pareados, tendían dobles sentidos sobre el abismo de la precariedad y dedicaban metáforas al género que vendían y a los roles del que soportaban solapado con el clasismo. Lo de los bocartes es sólo una muestra que trajo consecuencias, pero dicen que muchos paseantes de canotier celebraron la ocultación del espectáculo y sus desafíos cuando desapareció la venta ambulante y los muelles pesqueros fueron segregados del centro de la ciudad.

Las pescaderas llamaban hombres a los bocartes. Y lo pregonaban. Cuando una mofa se airea, aparecen los ofendidos y, si tienen poder, prohíben. Los actos administrativos, judiciales y periodísticos de la selección cultural (ahora camuflada bajo el epígrafe contradictorio de ‘creatividad subvencionable’) se complementan con la lista de grupos, castas e instituciones que tienen derecho a ser atendidos si se duelen al sentirse cuestionados desde abajo. Al quejoso del XIX le faltó añadir una denuncia por delito de odio de las mujeres a los hombres. Hoy, los oradores orgánicos siguen en ello, mezclando toxinas con oportunismo, pero, después de la gran movida feminista del 8 de marzo, y aunque no ha tenido consecuencias salariales ni legislativas, hasta las anchoas presienten que algo ha empezado a no ser lo mismo.

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Ambiente

Nada que objetar. Salvo el aburrimiento.

Tres manzanas rojas (1871). | Gustave Courbet

Tres manzanas rojas (1871). | Gustave Courbet

Leo en la solapa de una novela que se trata de una obra donde la atmósfera domina sobre la intriga. “Vaya -pienso-, esa es buena excusa para un artículo”. Pero enseguida me digo que la atmósfera está en la intriga como la forma en el contenido y viceversa, y que todos esos no-lugares no sirven para nada por mucho que suenen a topografía muy útil, y añado otras reflexiones (estoy viendo amontonarse tres autobuses de la misma línea, en paralelo, en la parada de autobús de Miranda, uno de ellos obstruyendo sin escrúpulos un paso de peatones…) que resuelven el conflicto por las bravas, cosa que cualquier día van a hacer los usuarios en un arrebato como cuando pasó lo del piano del alcalde, es decir, sin resolverlo… Está decidido: omitamos la trama y postulemos que la atmósfera es muy importante; casi tanto como el concepto, como discutiremos en cuanto nos den lo que es nuestro, que diría el mejor narcotraficante de la ficción ibérica.

Onetti, a su vez, decía que, si un charcutero no ofrece a sus clientes experimentos, sino productos bien cuidados y probados, un escritor no debe hacer lo contrario. Sin embargo, su amigo Cortázar siempre andaba armando modelos y amalando noemas, y la cosa le funcionaba tan bien como al uruguayo.

Los franceses, que históricamente entienden de monarquías, juegos de palabras y metáforas extremas, son capaces de ir más acá de la atmósfera y hablar del fondo del aire como una entidad física. Algún osado lo vierte como esencia, pero no se entiende el alambique, y el castellano lo resuelve declarándolo moral y literalmente intraducible (como cuando el Obispo Ménendez temblaba ante la idea de que harinas revolucionarias contaminaran nuestras hostias) y abomina de ese lugar imposible aunque todo el mundo entiende si se dice que es frío o, como se verá más adelante, tiene color simbólico.

Probablemente el macronismo, la versión gala y momentáneamente exitosa del ciudadanismo (nuestro partido liberal-lepenista debería llamarse ‘súbditos’), apague la tendencia a la subversión (aunque otros no lo consiguieron ni caligrafiando los garabatos de París), pero de momento los currelas le están armando una buena y parece que mantienen ese aire desarrapado de ir a autogestionar de un momento a otro la fábrica Lip, que está en Besançon, la tierra de Proudhom y Fourier: seamos utópicos. Seguro que eso es un sueño mío pasado por un anticuado filtro emocional, pero menos da una piedra.

Aquí los filtros-fondos vigentes son de Okuda y Ágata Ruiz de la Prada y la épica la pone Ruth Beitia. Nada que objetar, por supuesto: hay que empezar a omitir las objeciones por mínimas que sean. Cientos, miles de personas viven de acomodar las objeciones (a un título, a una falsa noticia…) o de inventarse otras (a una garantía del derecho a la vivienda, a una moción de censura…) y les va tan felizmente como a los creadores de atmósferas citados o por citar. Nada que objetar, repito. Salvo el aburrimiento. Acaban de inaugurar el pub multiambiente de la temporada y aplauden un repintado que suda horror al vacío.

Propongo como antídoto para las tibiezas primaverales dejarse llevar por la atmósfera de ‘Le fond de l’air est rouge’, documental de Chris Marker. La culpa es de la solapa de una novela. Ya ven: me importa tanto la inminente feria del libro que les recomiendo una película.

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In taberna quando sumus

…y menos por el capricho de los adoradores de los rayos uva que pintan el polvo risueño de la surada…

 John Lewis Krimmel. La taberna del pueblo (s. XIX).

Apenas alcanzan seiscientas monedas
si se bebe sin moderación ni medida.
Pero, aunque todos beben alegremente,
es a nosotros a quienes regañan
y somos desposeídos.

Que los que nos difaman sean malditos
y sus nombres no figuren en el libro de los honrados.

Cármina burana (siglos XI-XII).

 

… el señor obispo rechazó el Cármina Burana y prefirió irse a Valladolid a pedir perdón para los corruptos y los científicos juntos en el mismo saco moral y enseguida se han apagado en el deficitario Año Jubilar los ecos del anatema iba a hablar del clima pero me da pena dejar de lado ese asunto de las escolleras que tan bien se presta al prestigio del arte en esta capital empeñada más que Bilbao que tiene metro y tranvía en ser ciudad cultural después de perder el concurso cuando lo suyo es la opereta de chiringuito género que se me antoja abandonado y debería ser elevado a Bien de Interés local como lo fueron los Jardines de Pereda antes del cemento mierda de paloma porque ese asunto de las escolleras se ha entendido tan mal como se ha explicado y eso es una estupidez que me gusta porque los íncipit son muy importantes y suelen ser falsos y no pretenderán que hablemos del tiempo ¿no? si lo que queremos es hablar de arte y sólo nos acordamos de la dimensión estética del asunto cuando llueve y no hay mamparas en las paradas o ya no queda en la playa arena que por otra parte nadie necesita detener frente a un mar justamente vengativo y menos por el capricho de los adoradores de los rayos uva que pintan el polvo risueño de la surada no ve usted que lo que ha hecho el ayuntamiento es un ejercicio de land art complementario al mirador de Calderón muelle sin barcas de provisionalidad cada vez más evidente donde los contenedores no soportan la mediocridad y pasado el impacto vejestorio de la porcelana y aceptado son cuatro cañas cinco vinos y un lingote de orujo el estorbo la gran caja de arte contemporáneo se hunde en el aburrimiento con permiso de Miró y las nuevas viejas abstracciones tercermundistas de lujo plop plop champán azul radicadas en Nueva York es lo que hay dice el Plan Director de los métodos de traslado de sacas de dinero cuando hablan de subvencionar la cultura y un furgón nocturno está punto de sufrir un cambiazo en la niebla de ciudad total ciudad región mientras unos músicos con cicatrices esperan jugando al póquer en un sótano y en una ucronía de cine mudo el vicealmirante FitzRoy el hombre que inventó la meteorología piensa en suicidarse de nuevo al oír al presidente que la culpa del fracaso de las rogativas es del hombre que preguntado por las teorías de Darwin exhibió una biblia pidió confianza en los cielos y explicó cuánto le dolía el origen de las especies y eso sucedió mucho después de que los piratas holandeses secuestraran la imagen que se defendió a base de tempestades y apagones de mareas…

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El futuro pasado

Hemos esperado grandes cosas de esa promesa, pero no ha habido nada. Incluso me atrevo a afirmar que tantos sensores desplegados le han quitado sensibilidad a la ciudad

Portada de la revista Galaxy. Años 50.

Santander, ciudad leal y vanguardista, es parte de la Red de Ciudades Inteligentes. En su día, allá por 2011, la cosa tuvo mucho ruido mediático que llegó al clímax hacia 2014, cuando se dio por creada la infraestructura cuyas ventajas no hemos notado la mayoría de los habitantes.

Lo de Smart City está mutando a toda velocidad de concepto emergente a obsoleto. Ya es casi parte del futuro pasado -los Moody Blues me perdonen- de una ciudad empeñada en vaciarse en más de un sentido. Si extraemos la propaganda, la prometida aplicación de tecnología avanzada al funcionamiento de los servicios urbanos es una estructura de más de 20.000 sensores cuyo uso no pasa de anecdótico. Las farragosas explicaciones municipales afirman el reconocimiento en los foros del autobombo, pero los logros de la ciudad imaginada no parecen afectar la vida de los habitantes reales. Los hay de dudosa relevancia (podemos saber si en una zona hay alguna plaza de aparcamiento libre, pero no dónde está ni si seguirá igual cuando la encontremos) y alguna apuesta espectacular ha resultado un fiasco, como la medición y coordinación de la recogida de basura, que desapareció de las obligaciones del adjudicatario. Creo que el asunto está en el nivel de los superpuertos sin atracadores millonarios caídos del cielo o los parques industriales sin industria.

La tecnología aplicada a la vida urbana sirve tanto para que los automovilistas aflojen unos 12 euros cada vez que se asoman por Londres como para pagar peajes más baratos en Ámsterdam si se toman vías alternativas o calcular el impacto ambiental de cada kilo de residuos. O para ver las calles recién maquilladas de flores y pasado glorioso cuando acaban de despertar del botellón. O para que las grandes superficies y e-comercios le aburran con mensajes si pasa con el móvil geolocalizado por donde igual usted no quería que se supiera, lo cual será culpa suya por estar en la zona de peligro, ahí, justo al lado tonto de la grieta tecnológica, cerca de los que sólo saben usar el aparato para hablar mal de los que llegan en patera y ¡tienen teléfono! y ¡quieren televisores!, como si hubieran descubierto que aquí no se puede vivir sin esas cosas…

Los propios apóstoles del concepto y sus voceros (precarizadores de periodistas que sufren la especialización en innovaciones y palabras devoradoras de matices), dicen que se encuentra en permanente revisión, algo que debimos sospechar en cuanto supimos que se entrevera con la mercadotecnia sin solución de continuidad, forma parte de burbujas de todos los colores y, a veces, muchas, usa la demagogia de supuestas políticas de desarrollo que, como los monocultivos o la beneficencia, llevan años salvando al mundo del hambre, la guerra y la peste.

En su día, el señor De la Serna usó con orgullo la expresión ‘laboratorio urbano’ para definir el proyecto, y prometió dotar a Santander de un cerebro que gobernaría para el bien común todos esos tentáculos, ojos y rastreadores. Y nadie se sintió conejillo de indias. Sospecho que la inmensa mayoría de la población asumió sin problemas que todo laboratorio es bueno y que los experimentos erróneos producen superhéroes que corrigen los desastres. Hemos esperado grandes cosas de esa promesa, aunque algunos nos hubiéramos conformado con poder acceder sin complejos a algún disparate ciberpunk. Pero no ha habido nada: esto es muy aburrido.

Incluso me atrevo a afirmar que tantos sensores desplegados le han quitado sensibilidad a la ciudad. Ya: ya sé que nunca tuvo mucha, pese a la abundancia de galas florales. Pero quizá tengamos que empezar a pensar que se ha producido alguna forma de abducción. Sólo falta que algún humano abuse del concepto de rentabilidad en la programación de los ordenadores para que éstos se pongan a eliminar todo lo prescindible. Por ejemplo, los barrios humildes. Me dan ganas de pensar que el cerebro se puso en marcha en secreto, salió entre torpe y malo, y ha empezado la tarea organizando el falso metro.

Nota.- Mientras las nuevas tendencias en espejismos vienen con drones y largas panorámicas con fondos azul pádel, el sitio web de la página de ciudades inteligentes está tan atrasado como la idea oficial del progreso. Incluso figura todavía como alcalde el arriba mencionado. Pongo unos enlaces que considero dignos de visita:

http://santander.es/servicios-ciudadano/areas-tematicas/innovacion/santander-smart-city-%28ciudad-inteligente%29

http://www.smartsantander.eu/

Wikipedia: Redes_de_sensores_para_las_ciudades_inteligentes

http://www.redciudadesinteligentes.es/index.php/municipios/ciudades/61-santander

https://www.santandercitybrain.com/

https://blogthinkbig.com/smartsantander

https://www.innovaspain.com/santander-modelo-smart-city/

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Ómnibus

Pese a la etimología de la palabra (‘ómnibus’ significa ‘para todos’), es evidente que los usuarios de transportes colectivos sufren un desprecio histórico sólo comparable al de los puros peatones.

Inundación (1923)

–¿A dónde vamos?

–No hay manera de saberlo. El conductor está loco.

–¿Entonces?

–No se sabe nunca cómo va a acabar. Nadie sube en este vehículo habitualmente. Por cierto, ¿cómo ha subido usted?

–Como todo el mundo. ¿Qué es lo que le ha vuelto loco?

–No lo sé. Encuentro conductores locos por todas partes. ¿No le parece gracioso?

–¡Demonios, no!

–Es la empresa. En la empresa, están todos locos.

(Boris Vian. El otoño en Pekín, 1947).

***

-La señora alcaldesa podría…

-La señora alcaldesa nos ha…

-La señora alcaldesa…

En la hora punta, se añade el tratamiento formal porque la ironía ha calado en las paradas como el agua por carencia de mamparas. ¿Sueña la alcaldesa que le han vendido una moto averiada, una solución inconsistente, un modelo de transporte que sólo empeora lo que no puede funcionar en una ciudad dominada por los vehículos individuales? ¿O ya lo sabía en las vigilias de la planificación?

***

Hace 45 años que André Gorz publicó ‘La ideología social del coche’, un artículo tan denso como breve sobre la sociedad que ha entronizado el automóvil. Desde entonces, ese texto sobre la contradicción que supone la conversión de un objeto de lujo en producto para masas muestra el callejón sin salida del atasco capitalista y consumista y es la rotonda fundamental de las pesadillas y el espectro de los urbanistas avestruces:

A diferencia de la aspiradora, la telefonía sin cables o la bicicleta, que conservan todo su valor de uso cuando todo el mundo dispone de ellos, el auto, como las mansiones en la costa, sólo tiene interés y ventajas cuando la masa no lo posee. Porque el coche, tanto por su concepción como por su destino original, es un bien de lujo. Y el lujo, por esencia, no se democratiza: si todo el mundo accede al lujo, nadie saca ventajas; al contrario, todo el mundo avasalla, frustra y despoja a los demás y es avasallado, frustrado y despojado por ellos.

El autobús MetroTUS santanderino -lo llaman MetroPUS- obedece a una omisión radical y clasista: pese a la etimología de la palabra (‘ómnibus’ significa ‘para todos’), es evidente que los usuarios de transportes colectivos sufren un desprecio histórico sólo comparable al padecido por los puros peatones.

En los últimos años, las evidencias de que la sociedad urbana del automóvil es insostenible han obligado a muchas ciudades a eliminar áreas de tráfico e impulsar el transporte colectivo, pero todo parece indicar que aquí sólo se hace por interés turístico, especulativo o de infraestructuras privatizadas cuyos concesionarios marcan los tiempos. La contradicción del lujo barato es tan fuerte que promete restar votos si no se da solución a la masa de máquinas celulares, aburridas y ruidosas que se embute en la urbe casi monotrema. Y está muy claro que los poderes ni saben ni quieren darla porque son incapaces de planificar algo diferente al beneficio inmediato y cuanto menos común, mejor. Su política -es decir, su economía- tiene muy poco de ómnibus.

No sé que razonamientos, si los hay, e intereses (ya irán apareciendo) han llevado al Ayuntamiento y sus tecnócratas a apartar del centro los autobuses de largo recorrido, los más necesarios, con cambios y fusiones que recuerdan aquel autobús de normas delirantes que tanto le costó tomar a Amadis Dudu en la novela de Boris Vian y que, en manos de un conductor de demencia inevitable, llegó a un desierto superpoblado por el arte de la ficción, o sea, como hizo el abatido PGOU con el Santander futuro.

Como respuesta a las quejas, la primera reacción de la fachada municipal, acostumbrada a recibir por detrás los días de sur o cuando considere oportuno, es proclamar que el que no tiene movilidad es porque no la necesita y, si se queja, es porque no se adapta o no entiende el galimatías desinfográfico. Sin embargo, han bastado unas mínimas movilizaciones para que empiecen a poner unos parches que sólo sirven para resaltar la envergadura del fracaso. Espero que la sociedad civil no acepte el juego de tahúres y contradiga la propaganda de las pantallas que contaminan los propios autobuses.

***

Otra vez Gorz:

Un coche familiar, lo mismo que una casa con playa privada, ¿no ocupa un espacio extraño? ¿No está expoliando a los otros usuarios la calzada (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías y autobuses)? Sin embargo, abundan los demagogos que que afirman que cada familia tiene derecho por lo menos a un automóvil, y que corresponde al estado garantizar que cada uno pueda aparcar cómodamente y rodar a 150 km/h por las carreteras. La monstruosidad de esta demagogia resulta evidente. (…) ¿Por qué, a diferencia de otros bienes “exclusivos” no se reconoce al coche como un lujo antisocial? Hay que buscar la respuesta en dos aspectos:

1: El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa en la práctica cotidiana: funda y mantiene en cada uno la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer sobre los demás y a sus expensas. (…)

2: El automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha sido desvalorizado por su propia difusión. Pero la desvalorización práctica no ha supuesto su desvalorización ideológica: el mito del atractivo y los beneficios del coche persiste mientras los transportes colectivos, si fueran generalizados, demostrarían una superioridad impactante.

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Oblación para una oblata

Ese edificio es la sombra de la sombra de un fantasma familiar protagonista de un episodio común y corriente en la historia de la dominación de género.

Iglesia de la desaparecida parroquia de san Pablo, antigua capilla de las Oblatas | RPLl

Iglesia de la desaparecida parroquia de san Pablo, antigua capilla de las Oblatas | RPLl

Volví a pasar hace poco por la calle del Monte y, una vez más, me paré ante la fachada de la iglesia de san Pablo, que fue capilla del convento de las oblatas hasta que lo derribaron para construir viviendas. El templo fue indultado y convertido en sede parroquial, pero quedó sin uso y sufrió oficial execración cuando la comunidad de vecinos, que había comprado a las monjas propietarias todo el terreno, denunció al obispado por intentar venderlo como si fuera suyo.

Para mí, ese edificio amostazado es la sombra de la sombra de un fantasma familiar protagonista de un episodio común y corriente en la historia de la dominación de género y, por ello, en peligro de unirse a los tópicos y caer en la inutilidad del olvido de tantas redenciones sin reparación que, sin embargo, nunca serán suficientemente narradas, porque cada una es diferente por mucho que se parezcan y cada diferencia vale el aliento de una persona.

En el convento de las Oblatas del Santísimo Redentor, reconocido como lugar de recogida de mujeres consideradas descarriadas, díscolas, rebeldes, delincuentes o prostitutas, estuvo encerrada, desde los diecisiete años hasta su fallecimiento, una pariente lejana obligada a renunciar a todo porque se había quedado embarazada de un minero no sé si seductor o violador: entonces esos términos no formaban parte de discusión alguna. ‘Oblata’ designa a la que renuncia o se entrega o se ofrece en sacrificio; pero la gramática del poder es muy flexible consigo misma; la voluntariedad es prescindible y la doctrina del prejuicio es de amplio espectro semántico.

Aquella prima enésima, cuyo nombre se borró a fuerza de reemplazarlo en las conversaciones por el de la orden, procedía de un pueblo castellano donde había ovejas, trigo y minas de carbón. Estuve allí algunas veces, de muy niño, visitando a la rama más peregrina de una tribu que ha arrastrado desarraigo de extremo a extremo de la vertiente atlántica sin desdeñar los mares interiores. Eso, por lo menos, enriquece los relatos. Es probable que viera, mientras paseaba entre los cerdos, rebaños de ovejas manchadas de polvo de hulla, pero, por supuesto, nunca fui consciente de las semejanzas entre los marineros y los mineros itinerantes.

Cuando se agotó el carbón, quedaron decenas de silicóticos y carteles que anunciaban peligros de derrumbamientos. Ahora es zona residencial para los hijos de los que supieron emigrar a tiempo. En invierno, es difícil considerarlo habitado aunque haya figuras en el paisaje. En verano, el sol es injusto y predomina el ruido de piscinas.

Decían que, tras gestiones en el obispado (tenemos por lo menos un beato en la familia), el padre de la adolescente, el párroco y el alcalde (nótese la vieja guardia masculina) trajeron a la prisionera en un tren barbitúrico que salió de madrugada y llegó al anochecer. Las influencias debieron de evitarle los peores tratos. En los años de mi torpe referencia, vivía como una monja olvidada en su celda. No hubo noticia de su fallecimiento; sólo la intuición ocasional de que ya tenía que haber ocurrido.

Según mis cálculos, mi pariente debió de inaugurar el edificio del convento y apenas asistir desde una impasibilidad resignada -lo que merece más que nada el nombre de profunda tristeza- a las lentas mutaciones del mundo y a la brutal irrupción de las presas políticas del franquismo, que vinieron a afianzar los recogimientos despiadados cuando parecía que todo iba a mudar por otro lado. No podemos saber si hizo algún efecto en su desesperanza el espejismo republicano. Lo más sencillo es pensar que, para entonces, el miedo ya había hecho su trabajo. El convento fue cárcel sin tapujos hasta mediados de los años cincuenta.

Me pregunto si la entregada sabía de qué se la protegía y de qué se estaba arrepintiendo mientras pasaba los nueve meses de embarazo culpable. Quizá más tarde, liberadas las conciencias exteriores de su carga, comprendió algo más del mundo primitivo y disciplinado en que se le recordaba constantemente que su vida era un producto del mismo pecado que había enviado un huérfano al mundo prohibido para ella.

La recuerdo (pero insisto en no estar seguro; yo era muy pequeño; puede ser un recuerdo inducido por los de otros) como una mujer obesa, ya muy mayor, sentada en una silla entre una cómoda y una cama, un crucifijo en la pared y la luz de un ventano insuficiente para que la recluida bordara en un bastidor ya detenido en una puntada-instante de una flor de santidad y colgado de un clavo como otra renuncia más. En mi memoria, la mujer siempre está callada, pero tengo más certeza del silencio de las hojas caídas en la cuesta y empapadas por la lluvia algún otoño que me llevaron a visitarla.

Me acuerdo mejor de E., del mismo pueblo y parentesco, pero mucho más joven, que había emigrado a París avisando en casa que se iba trabajar a las minas de León. Vivía en Pigalle y venía por aquí cada cuatro o cinco años, para ver el mar antes de sumergirse en el páramo de sus orígenes. Vestía pantalones campana, camisas de grandes solapas equiláteras y gorra de visera, todo ello muy colorido. Traía un coche muy grande cargado de pornografía, tabaco y recambios de automóvil. Un día contó que, en un bar, un hombre se le había presentado, al saber de dónde procedía, como hijo de la oblata: lo habían dado en adopción recién nacido y, décadas después, sólo había averiguado el nombre de un pueblo en donde nadie había querido o sabido decirle nada. Tampoco había insistido mucho. Ya era tarde para todo.

He paseado algunas veces por el atardecer de la falda de Montmartre recordando que, entre las mujeres que enseñaban los pechos a las puertas de los burdeles, envejeció el hijo de la ofrecida sabiendo menos de ella que yo hasta que llegó un desertor del arado y de la mina.

La iglesia está cerrada. Sería bueno darle un uso laico y rendir homenaje a la larga lista de obligadas a la renuncia.

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