Torca

El otro día, varias decenas de migrantes intentaron saltar de un abismo a otro mejor a través del puerto de Santander.

Control | RPLl

Control| RPLl

No me acuerdo en donde (eran tiempos de geografía confusa) vi una vez una torca enorme, rodeada de un embudo de verde ralo como el de un campo de golf, con algunas piedras blancas de advertencia y el gran agujero mal tapado por el esqueleto de un árbol de ramas afiladas que a primera vista parecía una osamenta de  ballena o, mejor, la cabeza descolorida de un cabracho gigante con la boca abierta hacia el cielo.

-Cantabria es infinita -dijo alguien que creía en lo profundo. Paul Valery (“lo más profundo que tenemos es la piel”) hubiera sido excomulgado de inmediato. La superficie ya es bastante complicada. Mejor no hablar de lo de debajo. Entre los huesos del árbol se veía la amenaza de un vacío repleto.

-Estará lleno de un millón de cosas; seguro que hay cadáveres de todos los tiempos -dijo un testigo aún más incómodo.

¿Era una entrada o una salida? Alguien no perdió la oportunidad de mencionar la puerta del infierno, pero ya casi todo el mundo cree en la pluralidad de universos materiales y las supercuerdas anudadas con risas de The Big Bang Theory. Las geofanías (si existen epifanía, teofanía, hierofanía, ¿por qué no esto?) son también fábricas de relatos, y un infundíbulo sugiere penetración, expulsión, esfínteres y chistes.

Si embargo, los alrededores de la torca formaban una comarca un poco rara que me dejó (eran tiempos de empeño en no recoger muchos) recuerdos dispares. La mar no estaba cerca ni lejos. Un vacío puede ocultar otro. Ningún agujero es del todo negro.

El otro día, varias decenas de migrantes intentaron saltar de un abismo a otro mejor a través del puerto de Santander. En Bilbao están pensando hacer un muro para impedir los embarques clandestinos. Espero que no sea una alambrada de cuchillas. Lo esperamos todos, creo, pero intuyo que una mayoría cree que no queda otro remedio.

Quizá sólo en eso nos estamos acercando a los grandes puertos de Europa. Hace no mucho, ante la inmensidad del puerto de El Havre -donde la luz del norte puso la firma del falso amanecer de Monet y el vacío es más gris que en este norte del sur- veíamos pasar barcos gigantes con contenedores de frutas tropicales y quizá con polizones pasmados de frío. Teníamos reciente la película de Aki Kaurismäki que lleva el título de esa ciudad de edificios extraños atrapada entre lo balneario y lo portuario. La historia que cuenta el finlandés no va sólo de inmigrantes, sino sobre todo de la gente que está harta de que tapen las fisuras los más débiles, y también de los que juegan a descargar en ellos las frustraciones de su ordenada vida. Aquéllos intentan no deprimirse demasiado mientras éstos vigilan hipócritas sus conciencias, las vibraciones del subsuelo, los movimientos de la noche, los ferrocarriles imaginarios subterráneos como los que liberaban esclavos en épocas que ahora hacen literatura pero parecen no hacer historia: si la hicieran, serían más difíciles las repeticiones. Es más fácil y barato, por supuesto, poner un erizo de alambre sobre el precipicio deseado.

Dicen que el sistema cavernario del cantábrico es enorme y complejo, pero lo más profundo del mundo son los mapas y no hay manera de saber qué alcances, entradas y salidas tienen los movimientos de los que fueron bautizados como irregulares cuando empezaron a desbordar los continentes.

-Hay algo ahí abajo -murmuró alguien ante la torca cuando comenzaba a anochecer-. Será mejor volver a casa.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Realismo sucio

Mierda era la espuma antioceánica, la cúpula fétida que soltaban los de los neumáticos y los vertidos al río del matadero de pollos.

Fotografía de Jack Delano

Mientras las iglesias de las siembras culturales organizan liturgias resistentes pero subvencionadas (encajando feligreses en la floritura de las clases creativas de Richard Florida: busquen en internet que ahora no tengo sitio ni humor para tanto), a uno le entran ganas de atropar boñiga invisible.

El caso es que la fábrica de cloro de Solvay se ve obligada a cerrar (40 trabajadores perderán su empleo) por no renunciar a tiempo al mercurio, y eso pide realismo sucio.

El otro día vi en un pueblo con colegiata a un paisano echando pestes de las cabras enanas. Juraría que junto al camino donde se quejaba había antes un maizal, pero los de ciudad, por muchas torcas que hayamos aprendido a sortear de visita, no solemos fijarnos en esas cosas. Aprovecho estas líneas para saludar al pueblo de Santander.

Por lo oído, la tendencia a poseer animales de juguete y la necesidad de cortar el césped de los jardines han puesto de moda a los que algunos califican de pequeños demonios malolientes, cuyos machos, además, con total desprecio por la importancia del tamaño, se mean sin decoro en sus propias barbas. “Resulta -dice el indignado- que los pijos que se compraban la casa en el pueblo y se quejaban de que olía a estiércol, ahora traen esa mierda”. “No dejan de ser cabras -comenta en un foro de mascotas un tipo al que rompieron la verja- y son unas cabronas”.

La gente de los pueblos distingue, con razón, entre la mierda y la boñiga. Pero los que sabemos de eso somos los que nos hemos criado en la conjunción entre Solvay, Sniace, General (Firestone, Bidgestone), RCA de Minas y un etcétera de talleres y laboratorios subsidiarios, y el laberinto de las pequeñas ganaderías familiares; los que, gracias a la gran mixtura desarrollista (boñiga, cloro, caucho, zinc, sosa cáustica, desguaces con motores incendiados en las islas entre carreteras) que se resume en “Mariuca, yo, a la fábrica, y tú y los críos, a las vacas”, enloquecimos -y a mucha honra- entre la bosta y el incienso industrial.

Mierda era la espuma antioceánica de las playas, la cúpula fétida que soltaban los de los neumáticos a horas fijas y los vertidos al río del matadero de pollos que obligaban a cortar el agua cada poco.

Si añadimos a eso actividades como la caza de renacuajos (sin duda mutantes) en charcas rodeadas de basureros -que además proporcionaban abundante material para armas y equipamientos tóxicos de diversa índole- y talleres improvisados por la atracción irresistible de los ralis (los gallos de las escuderías sembraban el suelo de gasofa, aceite y condones usados), tenemos el paisaje postapocalíptico sin guerra previa. Bueno, mejor dicho, la guerra ya era muy previa y había traido otras cosas que aún no se han abandonado.

Por pura autodefensa preferimos pensar que somos casi accidentes de laboratorio y que nuestra literatura no está encerrada en las ñoñerías hipsters de la clase creativa postindustrial, posfordista o como se llame eso. Más bien, imitando al antihéroe de ‘Watchmen’, avisamos de que son ellos los que están encerrados con nosotros, por contra-contrahegemónico que parezca.

Parece que esas cosas no tienen sitio en los relatos del Gran Relato Comúnmente Asumido si no van desprovistas en todos los sentidos de las poluciones que, por otra parte, ya quedaron atrapadas en los extrarradios de Martín Santos, Aldecoa o Grosso, pintadas en un maravilloso castellano cervantino cuando el lenguaje cervantino ya no era el del pueblo, pero todavía no había sido sometido por la jerigonza de los sociólogos líricos.

Gran pequeña región metanizadora con vocación industrial, minera y portuaria importada, fue empezar a escasear la boñiga en los prados de Cantabria y empezar a bajar la industria. O viceversa: las instrucciones venían del mismo sitio. Empezaron a faltar las bañeras-pilón de los prados y empezaron a apagarse las centellas de placer fusor.

Los que hemos crecido en esos parajes tenemos en el imaginario a los pagadores de bigotes blancos y trajes y coches negros con la guardia civil escoltando la nómina mientras los obreros esperaban liando ideales apoyados en las bicicletas, y siempre sospechamos que las gruesas chimeneas belgas no levantaban sólo cortinas de vapor de agua.

Por cierto, tengo cierta querencia por Bélgica, país de gran densidad ferroviaria. Hay llanuras llenas de vacas frisonas que miran al tren como es su obligación y a veces se ven casas de ladrillos como las de Solvay. Pese a ello, cuando visito Bruselas, me siento tentado a pensar que sería mejor que sus oficinistas tuvieran la culpa de todo este sucio juego.

Pero ahora la sección clorada es de una multinacional portuguesa (hasta en eso han sido listos los estereotipos de Tintín y Magritte) y la UE prohibió en 2013 utilizar mercurio en la producción de cloro y dio un plazo de cuatro años a las empresas afectadas para cambiar la tecnología. Y los responsables de aquí y de allí ni siquiera compraron cabras enanas de mierda renovadora para liquidar el exceso de verde.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Autoservicio

Predomina la opinión de que la victoria de los defensores de la presencia de asalariados a los mandos de las máquinas es poco probable.

Hola de cajero. | RPLl

Hola de cajero. | RPLl

Llegamos a un espacio tópico de De Chirico, pero con neones, una isla de cemento rodeada de tierra desarbolada. Echamos gasolina y compramos sándwiches, cervezas y planos sin ver a ninguna persona. Tengo la sensación de que el coche de vigilancia privada que ronda a lo lejos, entre la explanada apenas manchada de pájaros y el páramo, no lleva ocupantes. Venimos del agosto de la ciudad costera, donde, como decían los letristas, los situacionistas o los punk -no quiero acordarme-, cualquiera puede disfrutar de unas vacaciones en la miseria de los demás a cambio de masificar el gasto. Se cruzan en esta parada los vados entre la urbe y el tránsito y los de las estaciones del año comercial.

Alguien recuerda que las gasolineras con empleados han empezado una guerra desesperada contra las gasolineras sin empleados. Las luces del recinto, sin embargo, no muestran ninguna alarma. Predomina en el grupo de viajeros la opinión de que la victoria de los defensores de la presencia de asalariados a los mandos de las máquinas es poco probable, dada la desigualdad de fuerzas y lo falaz de un hipotético apoyo popular. La mayoría dice estar a favor del calor humano, pero todo parece indicar que en el fondo ya no nos importa servirnos nosotros mismos, solos o en compañía de autómatas. Los más extremos sostienen que preferimos fingir que nos autoengañamos a aceptar que nos timen otros tan tontos como nosotros. Pero el responsable real siempre está lejos, contando el dinero ahorrado en una mano de obra que se abarata al mismo ritmo que la tecnología. Y pulsamos sus botones contentos de saber hacerlo. Esa liturgia -afirmamos con caras inexpresivas- nos permite ocupar el lado bueno de la brecha tecnológica.

La pelea de las gasolineras quiere ser una de las primeras de un nuevo ciclo. Sin embargo, aunque consigan alguna compensación, parece encaminada a una evidente derrota. El individuo siempre pierde ante el enjambre de autómatas que no dan la cara, pero orientan al usuario con señales sonoras y visuales, desde una flecha o un pitido hasta una larga frase. La mítica forma androide del muñeco articulado que trabaja por nosotros va a quedar como un juguete de cuento, por lo menos hasta que se haga indiscernible del ‘sapiens’ estándar -y entonces el asunto adoptará otras dimensiones-. Para organizar el consumo (el nombre del mundo es consumo), los algoritmos tienen que dirigir, además de al dispositivo, a quien lo usa, hacerle a la vez pasivo y dispuesto a apretar los botones que se le indiquen. Y a pagar incluso por su propio trabajo, claro.

Los argumentos en contra son tan endebles como la defensa del pequeño comerciante frente a las grandes superficies, estadio primario de una lucha que ha venido a beatificar al tendero de toda la vida, aquel que a veces era amado y a veces era odiado por todo el barrio, el que nos servía la manzana picada que ahora cogemos nosotros mismos y pesamos con el ritual del código. Ya empiezan a verse cajas sin personal en los supermercados. No pasa nada; mantengan el orden de la cola, escaneen el producto, embolsen, paguen.

Primero fueron los cajeros automáticos. Todos estábamos muy contentos de poder sacar dinero a cualquier hora, y no sólo no nos importó, sino que nos pareció muy bien. Además, seguían estando en las ventanillas los empleados de las sucursales dirigidas por personajes familiares, entrañables, algunos de los cuales llevaron la relación hasta el extremo de colocarles preferentes a ancianos con ahorros. Por cosas así empezamos a desearles lo peor, y ahora hay sucursales de paredes opacas en cuyo interior han plantado un pequeño mostrador en el que ofrece folletos un tipo (no he visto a ninguna mujer) de traje y gesto procedente sin duda de un curso acelerado, busto parlante que recuerda a los muñecos videntes tragaperras; pero éstos debían de estar mejor pagados. Para asuntos más complejos está internet, donde el abuso de confianza (firme usted aquí, abuelo) es improbable aunque la máquina nos llame por nuestro nombre. Además, la propaganda funciona y la desigualdad está previamente legislada.

Esos empleados sin mayor función que la presencia de una imagen corpórea deben de ser el proletariado precario (usemos sin complejos ‘precariado’) de una etapa de transición, una manera barata de mantener la voz humana y conservar una imagen en relieve mientras mejoran las voces sintéticas y perfeccionan las holografías.

Ya están en prueba taxis sin conductor. Acerque su tarjeta y diga dónde va. En caso de duda, pulse el botón rojo. No tema por su seguridad. Muy pocas cosas son más peligrosas que un humano. Supongo que las compañías de vuelos baratos serán las primeras en quitar pilotos.

Las estaciones de FEVE ya son lugares automáticos, pero hay gente mirando y hablando por interfonos. Un día se nos atascará el billete y no sabremos que hablamos con una máquina. Será el clímax de la prueba de Turing. Ya saben: lo que cuenta es lo observable. Siempre ha sido así, ¿de qué nos sorprendemos?

Ese es el panorama en el que tendremos que relatar historias protagonizadas por humanos timoratos y máquinas que no serán semejantes a los robots del cine taquillero. Será un escenario autolavable con mecanismos antivagabundos en los callejones de las zonas no blindadas.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Kipple

Roy Baty nunca estuvo en la puerta de Tanhauser. Apenas tenía un pasado gris de esclavo.

Pastor durmiendo (1924) | Alexey Venetsianov.

Pastor durmiendo (1924) | Alexey Venetsianov.

Para comprobar cuánta fuerza y sentido le quitó a la novela de Philip K. Dick ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’ una gran película llamada ‘Blade runner’, basta un rápido recuento. A saber: el mercerismo, los corderos eléctricos, las máquinas u órganos de ánimo, la telebasura y hasta la naturaleza de los androides, a los que bautizaron replicantes para hacerlos menos diferentes de los humanos, acaso por miedo a lo que pudiera adquirir la tabla rasa de la máquina hecha desde cero o, dicho de otro modo, a su zafio y patético aprendizaje de niños grandes y huérfanos.

(Se rumorea que en la Universidad de Georgia han desconectado a dos robots por comunicarse sin control humano en un idioma creado por ellos. Eran un encargo de Facebook. Me dice un profesional de la IA que no hay nada sensacional en ello y que están ocurriendo todos los días cosas similares en muchos laboratorios. Me acuerdo del Angelus Novus: “Una leyenda talmúdica nos dice que cantidades ingentes de ángeles nuevos van siendo creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse ya en la nada” [Walter Benjamin].)

El cine también minimizó el concepto de kipple, palabra inventada cuya traducción es controvertida. Se debate entre ‘morralla’, ‘basugre’ o dejar el anglicismo; me apunto a la tercera opción para no empobrecer el término.

Kipple son los objetos inútiles, como el correo basura o las cajas de cerillas una vez gastadas todas o el envoltorio del chicle o el periódico de ayer. Cuando nadie está cerca, el kipple se reproduce. Por ejemplo, si te vas a dormir dejándo kipple por la casa, cuando te despiertes, habrá el doble”. Gracias a esa labor sin testigos, “el universo entero se mueve hacia un estado de absoluta kippleización.”

Por muy bien elaborada que esté y muchas lágrimas que disuelva en la lluvia el film, la maldita verdad, o lo que de ella se atisba, está del lado de Dick. Roy Baty nunca estuvo en la puerta de Tanhauser. Apenas tenía un pasado gris de esclavo. Parece que regentó una farmacia en Marte con su inesperada legítima esposa después de matar a sus amos y hacerse pasar por humano, pero era tan torpe que lo descubrieron y huyó a la Tierra, un planeta apestado del que todos querían largarse.

El acto más humano (por inexplicable) que se le conoce es un grito fuera de campo. Quizá sea eso -un recurso tan cinematográfico, para gloria del escritor- lo único que le hace digno de compasión después de verlo torturar a la que quizá era la última araña de la historia.

Nunca hubo peligro de que acabara en un tejado abrazado a una paloma y perdonando a su frustrado liquidador. Eso no ocurrió. La película cuenta un discurso apócrifo improvisado durante un largo e innecesario encuentro que no se produjo.

Y el mayor problema de Deckard (empleado de un servico de retirada de androides defectuosos aferrado a las intermitencias de la empatía del test delator de Voigt-Kampff) no era el desconocimiento de su propio origen: eso apenas era una sombra junto al deseo de conseguir una oveja de verdad y apartar a su esposa de una religión capaz de persistir después de hacerse notorio que el cielo era de papel pintado.

Los expertos en fabricar entidades sin memoria e impedir que la adquieran y dejen de ser rentables siguen impunes y activos, por supuesto, ya sean la Rosen Corporation o Chiquita Brands (antes United Fruit). Otros modelos actuales pueden también soñarlo todo de nuevo por nosotros (diría Dick) sin que deje de ser más de lo mismo.

En esencia, creo que lo que más importa en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? son esas cosas hechas verbo como el amor que no necesita ser proclamado, el llanto por una araña de un filósofo lumpen que lucha contra la orfandad en un rascacielos deshabitado, la injusticia del trabajo y la lentitud del personaje introductor: la tortuga talismán de las Islas Tonga, que sólo aparece como noticia de un tiempo real, pero parece testigo de todo el relato.

Todo lo demás es kipple. Y no sólo en la ficción.

Tradiciones de reemplazo

Cambiar a la gata negra por un humano tendría su gracia y no sería raro. Muchas tradiciones sobreviven gracias a la autoparodia.

Jóvenes haciendo pelear a dos gallos (1846). Jean-Léon Gérôme.

Jóvenes haciendo pelear a dos gallos (1846). Jean-Léon Gérôme.

Piden que la gata de Carasa sea un ser humano disfrazado. Olvidan que eso sería abolir a la vez el azar y su negación, la superstición. Sobre el azar, debo advertir que un poema de Mallarmé niega la posibilidad de anularlo incluso cuando la tirada de dados se realice en circunstancias tan extraordinarias como el fondo de un naufragio. Sobre la superstición que hace que un felino en fuga desvele lo que ya está escrito en el tosco libro del destino, prefiero remitirme a la llamada a una razón sin sacerdocios que grita a cada paso el universo.

No sé si la gata negra utilizada para adivinar si la cosecha será buena sufre más que los animales obligados a vivir en compañía de humanos por el simple placer de éstos, como si no fuera bastante desgracia servirnos de comida. Oí a un educador de perros decir que algunos no saben que son perros (hasta entonces yo pensaba que ninguno lo sabía) porque viven en ciudades sin compañía canina y marcando territorio en ruedas de automóviles que desparecen como lindes de especuladores.

Tampoco sé si las predicciones del felino negro (todo un tópico: qué pocos elementos contienen estas cosas; y eso que marcan diferencias identitarias…) se cumplen más allá de la estadística o son tan falsas como el sentido común. Supongo que, siguiendo el método pseudocientífico, las afirmaciones se ratifican a posteriori con gran júbilo de sus feligreses.

El mal trato a los animales no tiene por qué ser deliberado. Recordemos a Louis Aragon: la humanidad quiere abrazar su felicidad con tanta fuerza que la destroza. El otro día, una multitud asfixió a una cría de delfín varada en una playa porque quería acariarla. Quizá hubiera preferido ser víctima de una campaña atunera. Siempre nos enseñaron que esos bichos tan inteligentes y sensibles saludan a los navegantes, saltan para pasar por aros y se ríen como personas. Es decir, están ahí para ser juguetes diseñados a nuestra imagen y semejanza, igual que dibujos animados. Por eso los agobiamos hasta matarlos. En realidad, participan del mito de la belleza demasiado pura: si se la toca, se apaga como una luciérnaga o se disuelve como un diente de león bajo un aliento excesivamente excitado.

Los bañistas hicieron cientos de fotos. Imagino que la mayoría las habrán borrado. No querrán recordar el día que se cargaron al delfín. En otros tiempos, ni las hubieran revelado. Ahora es más fácil -en todos los sentidos- borrar una tarjeta de memoria con miles de imágenes que antes quemar un solo negativo.

Cambiar a la gata negra por un humano tendría su gracia y no sería raro. Muchas tradiciones sobreviven gracias a la autoparodia sin ironía. El rito de marzo por el que los machos ya apareados autorizaban a otros machos a conquistar a las hembras de la aldea (la terminología militar no es casual) se convirtió en un festejo para todos los públicos en el que incluso participan mujeres, y se ha olvidado la naturaleza patriarcal y depredadora del mito. Dicen que aun así se mantienen el recuerdo del origen y la identidad, pero, una vez vaciadas ambas cosas de lo que no nos gusta recordar, me parece una falacia.

Hay una tradición en un pueblo extremeño que, según algunos, representa el apaleamiento de un judío o un hereje. Ahora, el apaleado es un muñeco, pero el burro que lo transporta es de verdad y a veces también se lleva lo suyo. Quizá con el tiempo lo cambien por un robot, y ya se verá qué ocurre cuando se produzca la singularidad tecnológica, es decir, las máquinas se vuelvan autoprogramables y autoconscientes, y se dicten leyes al respecto. No se rían: la explosión de inteligencia es inminente, aunque será más sutil que en Terminator. Con las máquinas ni siquiera tendremos la excusa de la tradición, y para los juegos habrá que negociar reglas justas.

A veces, las adaptaciones propuestas resultan exasperantes y muestran la debilidad del presunto pensamiento crítico. Por ejemplo, la eliminación en la tauromaquia de la muerte de los toros, pero no de la tortura. Volviendo a la alternativa tecnológica, un cibertoro de programación no amañada podría, sin duda, igualar mucho las cosas.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Turismo de masas

M. C. Escher jugaba con hormigas en la banda de Moebius, una superficie sin oriente ni fin ni asideros y asomada a un abismo que divierte mucho a la mayoría de la gente.

Variación de una estampa de Belcebú del Diccionario infernal de Jacques Collin de Plancy

Variación de una estampa de Belcebú del Diccionario infernal de Jacques Collin de Plancy | RPLl.

Belcebú es el demonio que atrae a las moscas. Los niños náufragos de la isla de Golding lo adoraban bajo la forma de una cabeza de jabalí podrida. En mi infancia, las tiras adhesivas que se cuelgan de los techos para atrapar a los insectos me provocaban pesadillas. Proliferaban en verano como los ventiladores de aspas. Parecían cartuchos de escopeta en los anaqueles de las tiendas de ultramarinos. Ahora se usan poco. La gente prefiere, con razón, las jaulas de luz azul que liquidan las presas mediante descargas eléctricas antes de dejarlas pegadas a una membrana invisible. Las tiras engomadas, sin embargo, reaparecen de vez en cuando y siguen vigentes para fabricar metáforas de agosto.

Antes, algunos espolvoreaban con azúcar las serpentinas (ese debía de ser el último tinto de verano de los dípteros), pero las actuales vienen con sus propios atractivos, que se retroalimentan siguiendo un programa de escalofriante simpleza. Los insectos capturados se debaten durante horas y sirven de cebo para que otros acudan con intenciones predadoras o amatorias o ambas cosas a la vez; puede que incluso porque, como demostró un príncipe ruso, el apoyo mutuo es un factor de la evolución compensatorio de la competencia y ese suicidio es lo más parecido al anhelo de solidaridad que intuyen. Se quedan pegados y zumban la bachata inexplicable de un odio feliz mientras la cintas, generalmente amarillas como playas de cuento, se van llenando de puntos negros vibrantes.

M. C. Escher jugaba con hormigas en la banda de Moebius, una superficie sin oriente ni fin ni asideros y asomada a un abismo que divierte mucho a la mayoría de la gente. Pero las trampas colgantes apenas tienen las propiedades topológicas de un trampolín en un acuaparque donde las salpicaduras nunca llegan al suelo (todo son cuerpos guardando la proximidad tensa y sicalíptica de una aglomeración puritana) o las de la fila para entrar en el aparcamiento de las procesionarias sobrevoladas por avispas asiáticas: los saltadores miedosos oscilan pegados a las tablas y las orugas entran, salen y vuelven a ponerse a la cola.

Los adheridos, incapaces de acercarse más acá del azar, se llaman a voces y bocinazos. Molestan. Producen quejas que el poder llama fobias porque ha decidido que toda protesta no reglada es una patología. Esos zumbones ociosos que ocupan los espacios con vacío de revuelos son ahora más exasperantes porque los hemos atrapado para intereses elevados a comunes por la vía del chantaje y ahora tenemos que aguantarlos hasta que revienten el aforo. Buscaban la quimera de la paz de temporada y se ven envueltos en un paraíso blindado, cebados con comida monogusto, bebida a granel y una vaga idea de sexo fácil y ritos caníbales. Es frecuente que en la cinta esté impreso el nombre de la marca como el del complejo hotelero en las pulseras del todo incluido.

Cuando la franja dorada se vuelve negra, manos sudorosas de camareros en precario las descuelgan y las tiran a la basura. Las de fin de temporada suelen permanecer mucho tiempo: nunca se llenan del todo y quedan para esas pocas moscas privilegiadas que disfrutan de vacaciones hasta los primeros fríos del otoño.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Construcciones y constricciones

La gran constricción de los constructores son las leyes de la física, el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. Aducir ilusiones es de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Lovis Corinth. Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Lovis Corinth | Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Los magos de la literatura potencial que suelen juntarse desde hace décadas en el OuLiPo entienden que las constricciones son tan liberadoras como las paradojas, así que la idea ya viene avalada por las falsas apariencias. También son expertos en autorreferencias y plagios por anticipación, la mayoría provocados por la necesidad de dejarse tentar por lo lúdico para no enloquecer de adustas trascendencias, pero muchas veces además para esquivar los tópicos asentados o reescribir los viejos cuando los nuevos se vuelven aburridos. Sin las obligaciones de la cuaderna vía, la poesía no habría alcanzado nunca el verso libre, ni éste sabría repisar huellas de ritmos clásicos.

Otras constricciones a la creación, como las de los dineros y rituales de obispos, emperadores y banqueros, han cambiado poco, pese a que los artistas suelen proclamar su libertad a los cuatro vientos, ya que en su mayoría son gentes simpáticas que gustan de provocar hilaridad en las tertulias. No sé si esto compensa mis citas a Platón y Duchamp en un artículo anterior. Me parece que no. El caso es que voy a hablar de constructores, que comparten con los creadores de todo tipo el origen artesano, la pasión por llenar el mundo de objetos y puede que, en muchos casos, el ánimo de lucro fácil. (Me doy cuenta de que este texto tiene un recorrido lateral, de cangrejo violinista, y me alegro, porque creo que ese bicho siempre llega a donde pretende).

Una vez establecido que las restricciones forman parte del acto de creación y lo determinan (ya saben: aquello del medio y el mensaje), el problema se reduce a compaginarlas con la lógica (el objetivo debe ser comprendido y aceptado por un mínimo de pagadores) y con el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. La gran constricción de los constructores son las leyes de la física. Aducir ilusiones resulta de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Supongamos, mientras esperamos que se haga justicia, que un empresario se impone a sí mismo la tarea de gastar un par de cientos de miles de euros en transformar un local en un lugar agradable, un ‘locus amoenus’ (el latín mola, pero creo que los antiguos preferían encontrar el lugar ya hecho; en Arcadia, por ejemplo), y para ello estima que las ventanas y los muros se adaptarán a sus deseos. Puede que alguien le aconseje no hacerlo así, pero encuentro muy probable que nadie se atreva o que simplemente él no haga caso, porque quizá esté acostumbrado a tener licencia rápida para todo y alguien le ha adoctrinado convenientemente con los versículos de la mano invisible.

Los liberales de nuestro tiempo son grandes predicadores; los gurús le habrán explicado a nuestro hombre (podría haber sido mujer, pero ha sido imaginado como hombre) que, cuando una persona como él se pone en marcha, la providencia se moviliza a su favor. Esta idea, medio robada a Goethe, debe de ser una de las más repetidas desde que existen el coaching y la inteligencia emocional (convertir la emoción en adjetivo de un supuesto debería estar penado), pero es cierto que a veces la providencia de los intereses y relaciones se moviliza, los trámites se agilizan, se saltan denuncias, se cambian licencias, enmudecen los técnicos que deberían decir esto no puede ser, y todo se pone al servicio de un impulso superior.

Entran las excavadoras para dar forma al paraíso y se derrumba el edificio. Varias familias pierden sus hogares. Un hogar es mucho más que una casa o un negocio, pero sufre las consecuencias de la purísima satisfacción del principio de propiedad autorregulada sin constricciones, exigencia del mercado basada en el dogma de que al creador-constructor siempre hay que ponérselo fácil. No estoy de acuerdo: hay que ponérselo difícil; obligarlo a aplicar la ética y la inteligencia o, si no las tiene, a pedirlas prestadas a alto interés.

Quizá haya que acuñar, a modo de preverdad, el término “emprender al descuido” como acción y efecto de construir sin trabas. Gracias a las teorías liberales de la libertad económica (las otras libertades no son imprescindibles, como demostró la Escuela de Chicago en el Chile de Pinochet), las burbujas revientan o implotan porque, en medio denso, sólo contienen aire y, en medio débil, sólo las contiene el aire. Pero, por mucho que se adornen las obras, las constricciones no son sólo funciones de un juego estético, sino constantes que hay que respetar para evitar accidentes. Los que quieran hacer obras, que se lo trabajen como Miguel Ángel trabajó para quitarle al David el mármol que le sobraba.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan