Trama pírrica con final troyano

YU o lo inexplicado

Artículo publicado en eldiarioesCantabria.

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El otro día supe que X (la variable más útil) ha conseguido un trabajo mejor que el que tenía (y del que estaban a punto de echarle por fin de temporada) gracias a sus dotes de persuasión y a una lejana relación familiar. Estaba contratado en el kiosco-bar de una gasolinera para hacer de todo, especialmente para limpiar y desatascar los servicios, que es lo más usado en esos sitios. Su contrato decía que tenía que trabajar seis horas diarias, pero nunca hacía menos de doce. Mientras empezaba a declinar la temporada, descubrió que un primo segundo o tal vez tercero era el responsable del restaurante de comida rápida (una mezcla local de hamburguesería y asador de pollos) que veía al otro lado de la carretera como una estampa solitaria en un páramo raro por estos pagos, junto a una explanada desproporcionada para la cantidad de clientes que solía recibir.

Esa explanada tuvo cierta fama cuando una asociación cultural organizó en ella un concurso similar al de ‘Acaso no matan a los caballos’ (‘Danzad, danzad, malditos’ en los cines españoles) y algunos hablaron de la crueldad de la crisis de 1929. El debate no duró mucho. Al parecer, nada estaba relacionado con nada. Se celebró el maratón de baile con poco éxito y no hubo suicidios; sólo algún desmayo.

Desde su posición privilegiada en medio de la nada, X veía un lateral y la parte trasera del restaurante, con la puerta de servicio, los contenedores de vidrios y basura y algunos objetos inexplicables, restos de una segadora, por ejemplo, y una pareja de espantapájaros de poliuretano, inmovilizada en un paso de vals, que había adornado el concurso.

Había también una mesa de plástico blanco, que se apreciaba desnivelada incluso a distancia, y dos sillas del mismo material. En ellas solían instalarse dos empleados de uniformes negros y delantales verdes para fumar y tomar unas cervezas. No es que lo hicieran muy a menudo, pero X los estuvo observando durante días, desde que alguien le dijo que el franquiciado era su pariente hasta que decidió empezar a pasarse por el local de vez en cuando.

Fue un proceso lento el de retomar la relación con su primo, al que apenas había tratado de niño. La ansiedad remarcaba la lentitud: ya le habían avisado del fin del contrato. Quedaban quince días. Acudió un día al local en su tempo libre, con su novia (ella sigue en paro, hace algún trabajo sumergido, le han hablado de varias cosas…), como por casualidad, y fingió sorpresa por la presencia de un familiar. Hablaron, recuperaron algunas risas no muy claras de la infancia, evocaron a los ancestros. Luego X empezó a dejarse caer por allí casi todos los días, al cerrar el kiosco, como jovial degustador de cervezas y hamburguesas, pero también como buen conocedor del ramo hostelero. No ha trabajado en otra cosa desde que, hace cinco años, terminó un módulo formativo de comercio internacional. Y en ello sigue.

Empezó después a hacer alusiones a los dos ayudantes de cocina, a los que el encargado no tenía mucho aprecio (otro primo más carnal hacía de cocinero, la mujer de éste y un cuñado hacían de camareros) y a exagerar sus estancias en el exterior. Fue fácil: eran los elementos externos, llegados a saber de dónde mediante una subvención de contrataciones cuyo plazo ya había acabado. Un par de días después habían desaparecido las sillas y la mesa, pero los dos tipos seguían saliendo a fumar y beber, de pie, con las latas en las manos, aunque se daban más prisa. Son cosas que pasan. En realidad, no estaban faltando a sus deberes; apenas había clientes; pero había empezado a funcionar el principio según el cual toda autoridad insegura (o sea, toda autoridad) debe evitar fiarse si puede desconfiar.

Las conversaciones se hicieron cada vez más más técnicas. Hablaban de tiempo y capacidad de trabajo. Una tarde se fueron de copas y X convenció a su primo (durante la velada pasó del tercer grado al segundo y luego desapareció el ordinal) de que podía hacer lo mismo que los ayudantes por menos de lo que ganaban entre los dos. Y mejor, por supuesto. Improvisó toda una teoría de la eficiencia en la que, sin saberlo, aunque quizá intuyéndolo, estaba reescribiendo el dilema del prisionero, ese juego de perdedores egoístas cuya mejor opción consiste en que nadie juegue. Pero lo suyo era una invitación al juego. Se creyó un ser audaz que huía hacia delante. Incluso afirmó que aumentaría la clientela. El primo no tenía mucho que perder. Atrapado por la propaganda del emprendimiento, la autonomía del fracaso y el fracaso de la falsa autonomía le hacían receptivo a cualquier idea, siempre y cuando hubiera alguna forma de rentabilidad inmediata.

Ahora X es ayudante de cocina. Los dos despedidos -si consiguen algún trabajo antes de convertirse en parados de larga duración y luego en obreros descatalogados que dejarán de buscar empleo- aceptarán cosas cada vez más precarias y peor pagadas. Es el ciclo económico que algunos consideran natural, argumento irrefutable desde que una supuesta naturaleza de las cosas impide por decreto que puedan ser distintas o resolverse en otro marco.

En el módulo que no le sirvió de gran cosa, le hablaron a X de Pirro de Epiro, aquel rey que ganaba guerras a altísimo coste. Era a propósito del cálculo de inversiones. Sonaba bien eso de calcular inversiones; casi como la fórmula de la felicidad. Se ha dicho del rey griego que era un hombre sin objetivos; su idea de felicidad se limitaba al territorio y al poder e improvisaba constantemente para conseguirlos; y para acabar con él no hicieron falta semidioses; bastó una refriega en una plazuela de Argos.

La felicidad es para X una idea que alguna vez percibió como material, incluso creyó rozarla con los dedos, pero ahora pertenece al ámbito de los deseos indefinidos. Ya no sabe en qué consiste. Quizá sea algo muy complejo, quizá deba renunciar a hacer una definición elemental que le obligue a buscarla y pensarla en el futuro imposible, un nuevo espacio verbal, narcótico, sin sueños ni angustia por el ciclo paro/empleo cada vez peor pagado y en peores condiciones, como un limbo en donde no sufrir esperando que una lotería amañada (el bombo lo mueve la mano invisible que nadie enfoca) le entregue algo distinto, sea lo que sea. Pero, de momento, puede permitirse el lujo de engañarse negando que su victoria contra el paro estacional contiene la derrota como una caja-trampa, un regalo troyano que no puede dejar de abrir pese a los signos que ofician de Casandra, la profetisa de lo evidente a la que los dioses de la normalidad (esa fábrica de miedo) condenaron a no ser creída.

La noche se mueve (y desborda los paréntesis)

Después de la fiesta - contenedor de vidrio

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El bien intencionado y razonable defensor del orden, la limpieza y el silencio ha estado a punto de dejarse llevar por el primer impulso al informarse o creerse informado de los hechos que se producen en Cañadío y otros lugares de reunión nocturna. (Todo esto se complica desde el principio, puesto que se habla de intenciones, raciocinio, higiene, calma, información, sistema y noche. Demasiados conceptos para una introducción). Ha estado a punto de dejarse atrapar por la criminalización del bajo poder adquisitivo (no quiero hablar de pobreza, aunque debería), el prejuicio sobre las taras sociales de los que no son pudientes o no les da la gana ejercer de tales, pero tratan de participar de un espacio de ocio público que parece (ahí ha descubierto la trampa) pertenecer a un mercado privado (el de los bares, en este caso). Lo que se dice una súbita activación de los estereotipos. En agosto, el calor y la referencia a la noche hace que cualquiera pueda caer, desprevenido, en los sesgos más burdos. Sin embargo -creo que es el hecho básico-, las plazas son de la gente: de toda. El llamamiento a la juerga lo reciben todos los oídos.

Resulta que hace décadas que la plaza se llena de gente las noches de verano y que los vecinos protestan por el ruido y la suciedad. Sin embargo, cuando las protestas arrecian, los hosteleros se quejan del botellón y le atribuyen todas las culpas. Los bienpensantes más autojustificativos, esos que odian pagar impuestos, pero reclaman lo que sea en nombre de ellos, han introducido como supositorio propagandístico la asociación botellón-vandalismo, y nuestro bondadoso ciudadano tiene que realizar un esfuerzo para sustraerse a la identificación del consumo en la vía pública de bebidas adquiridas en supermercados o tiendas, es decir, fuera de los establecimientos hosteleros, con esa útil etiqueta culpabilizadora.

Vamos que, si usted adquiere un cubata en un bar y lo pasea con sus colegas por la plaza, eso no es botellón ni aunque abandone el vaso en las escaleras de esa iglesia que es una segunda catedral (a algunas fuerzas todavía muy vivas no les bastaba la primera), tire confettis y bengalas o cante himnos esperantistas de exaltación noctámbula acompañado de vuvuzelas. (Por cierto, las celebraciones de victorias deportivas no cuentan como vandalismo ni contaminación acústica: que se sepa). Pero, si se trae su bebida, es usted un incívico. Molesta lo mismo que los que poseen un ticket de consumición (si se lo han dado en la barra o son tan poco compinches que lo han exigido), pero el estatus de comprador homologado determina el ser social, y el cargador de litronas, aunque comprador también, es un indeseable. Los marginados por los precios (estudiantes, obreros precarios, parados y/o rebeldes con o sin causa reconocida o reconocible) no se resignan a no integrarse (ya sé que suena a paradoja hacerse marginal para integrarse, pero es que creo que los que se quejan de los paréntesis deben asumir la alternancia de planos del pensamiento porque, si no, no vamos a ninguna parte) en el modelo veraniego que defiende esta ciudad. La noche es joven, móvil y caliente, afirma la publicidad (el día es más de yincanas “emocionales” en los jardines de Botín); pero hay que pasar por la caja indicada, claro.

El caso es que, al ver las imágenes del espacio público (ese que todos pagamos) lleno de basura, el honrado espectador ha estado a punto de indignarse con los sujetos pasivos del periodismo oficial, pero de pronto ha recordado que las calles peatonalizadas han sido en realidad privatizadas como terrazas de café y postureo y en algunas de ellas era más fácil para los peatones circular cuando había tráfico de vehículos porque, al menos, se sabían dueños de las aceras. Ahora, difuminada la frontera entre clientes y viandantes (hay ciudades civilizadas [aquí vale la redundancia aunque una ciudad incivil no debería ser ciudad] en las que las terrazas se separan con estrictas vallas, celosías, etc., y el porcentaje de terreno ocupado se somete a la transparencia), las dudas sobre el espacio urbano delatan su condición de espacio comercial donde se solapan condiciones de sede de ceremonias y promociones amplificadas, parque infantil, solaz de mascotas, restaurante y, con perdón, abrevadero. Recuerda además nuestro ciudadano la institución del caseteo, de discutible calidad sanitaria, pero intocable por aplaudida (tengo que retomar a Canetti), y que las salidas y entradas de toros y fútbol suelen dejar un rastro que también limpian las tasas del común.

Un día de estos, los comerciantes y hosteleros se quejarán de que todavía transita por sus calles mucha gente que no consume consuficiente constancia y pedirán soluciones a las autoridades. En el caso de los bares de las zonas de éxito, el botellón les viene muy bien para echarles la culpa del deterioro y exigir que se acabe con esa perniciosa libre iniciativa. El movimiento de cámaras de los reporteros y las fotos fijas de la prensa suele mostrar a los botelloneros como incontrolados en zona de guerra, pero nuestro hombre razonable ha asistido a veces al preludio (la logística en las tiendas chinas y supermercados, sobre todo los viernes, aunque en agosto todo se amplía) y reconoce en esos chavales bien organizados, maqueados como figurantes entre el mobiliario urbano de mercadillo, a los vecinos, amigos e hijos habituales que buscan desmadrarse (que también es socializarse) transportando la parafernalia festiva desde el espacio comercial que pueden permitirse hasta el espacio común que todavía no han podido quitarles. Consideran o intuyen que tienen el mismo derecho que cualquiera a hacer sucio, ruidoso e inhabitable ese espacio. La ley es igual para todos, ¿no? Comentan en la cola del súper la jugada de la tarde anterior mientras los que ya tienen 18 se ocupan de la compra y los demás hacen de porteadores. Cerveza, refrescos de naranja, limón y cola, vodka y ginebra, chips, galletas saladas… Camino de la cita comprarán hielo en un kiosco estratégico, para que no se derrita. Luego se sumarán, puede que de un modo un tanto esquinado, al bullicio de los que se pagan sus copas como la Asociación de Hosteleros manda. Si les expulsan, cambiarán de sitio.

El mundo es así. Unos orinan entre los contenedores de basura diseñados para luxar a los ancianos (esos contenedores que iban a ser inteligentes) y otros hacen cola para entrar a un retrete quieroynopuedo inundado. En eso, actores de botellón y clientes de bares son intercambiables. Hay quien dice que los segundos mean más garrafón que los primeros. Pero éstos serán segregados como lo están siendo las clases bajas en este proceso extremo de conversión de las calles y plazas de la vieja ciudad burguesa vertical en secciones especializadas y uniformadas. Lo que de verdad molesta a los generadores de clichés es la mezcla de categorías: enseguida les duele la cabeza.

Nuestro hombre ha decidido no dejarse embaucar: el origen del problema, una vez más, está en otros ámbitos.

De la lluvia de verano

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Es mejor durante o después del anochecer.

Son ideales para nuestro propósito las lluvias de convección, pero, a falta de trópico y teniendo bahía y montañas, vienen bien las orográficas.

El ambiente tiene que estar a una temperatura comprendida entre los 25 y 35 °C, y el agua debe llegar al suelo o a los cuerpos (que deberán esperar, si es posible, sudando entre el deseo y el ensueño) a entre tres y cinco grados menos. No conviene, en todo caso, que iguale la tibieza de las almas beatíficas, porque las virtudes carnales se harían menos apreciables. Debe haber una mínima disonancia pagana. Algunos estudiosos del hedonismo sostienen que sólo es tolerable una fluctuación de 27 a 29°C en el momento del encuentro de la la piel y el líquido.

Las medidas ideales de las gotas están entre 5 y 10 mm, gruesas y maduras, predispuestas a levantar efluvios del biotopo caliente. (Sin embargo, no desdeñaremos una densa llovizna, que merecería un tratado aparte con capítulos dedicados a la transpiración indiscernible de la ósmosis y la revelación de que todo gozo es estuario). Recomendamos una intensidad de entre 2 y 15 mm por metro cuadrado y hora sin que ello implique aceptar pulsiones contenidas. Si el deseo requiere eliminar constricciones, se utilizarán valores superiores (en el sentido estrictamente cuantitativo y amoral del término) mientras otros factores se armonizarán convenientemente. Es un juego de variables sin concesiones, como todo lo sensual. Las expresiones que lo acompañen no deben ser regladas por agentes exteriores. Todo lenguaje, antes que palabras, es jadeos, gemidos y onomatopeyas. Tampoco debe aceptarse en este espacio la tiranía de la sintaxis. Los meteorólogos, seres admirables, inventaron las curvas Intensidad-Duración-Frecuencia (IDF), relación matemática a la que añadiremos sin prejuicios nuestras propias funciones. La ciencia debe estar al servicio del placer. Queda abolido el decreto que impide empezar un orgasmo con un informe meteorológico y viceversa.

Podemos por supuesto permitirnos ambigüedades y dejar que las cosas se resuelvan entre la lluvia lenta y el chaparrón con intervalos no muy largos: un claro de unos minutos reafirmará el ansia de la piel ante el fenómeno y la provisionalidad de las aceras desiertas, sobre las cuales una lluvia de gruesas gotas cálidas y constantes que hagan rodar botellas vacías y disuelvan confetis y serpentinas representará un nuevo preludio inigualable.

Mejor aún si hubiera parterres, canalones, desagües a punto de desbordarse y un gran gato atigrado cazando goteras desde un alféizar.

Conviene aprovechar la escampada para apartar las trampas del pensamiento. No hay nada menos elaborado que un buen estado de ánimo. Tanto tiempo admitiendo representaciones mecánicas del arte erótico nos está volviendo insensibles a la sal del cielo. Hay que ser luditas del erotismo.

En medio de todo ese antirritual debe haber un instante en que el extremo de un anular lascivo se desplace junto a las gotas desde la sien a la comisura, en una caricia a punto de ser prohibida que, sin llegar a parecer una invasión, sea lo bastante ligera para no empaparlo todo a la primera duda e intensifique el instante en que nos sentimos mojados y felices mientras la lluvia lava la calle después de la huida.

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Kitschtown

Lo ha escrito Milan Kundera: “El kitsch es la negación absoluta de la mierda” y “el ideal estético de todos los políticos”.

Kitschtown. | Rafael Pérez Llano

38 grados a la sombra en una estación castellana. Pájaros de ceniza graznan en el páramo. El tren llega con media hora de retraso y acompañado de un hedor insoportable. Se ha roto un depósito de aguas negras. La gente intuye que el interior de los vagones está aislado (de lo contrario, no habría pasajeros vivos dentro) y los asalta. Viajamos apartando de la vía cualquier vestigio de limpieza, perforando la atmósfera caliente, justificando el abatimiento de las amapolas y los precipitados círculos de los buitres hacia alturas no soñadas. Llegamos a Kitschtown 4328N348W ya de noche. Llovizna sucedáneo de agua de rosas. Las pocas cosas que tienen olor no huelen a lo que parecen. Lo ha escrito Milan Kundera: “De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch. Es una palabra alemana que nació en medio del sentimental siglo diecinueve y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso su original sentido metafísico, es decir: el kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable”. Y también: “El kitsch es el ideal estético de todos los políticos”. Esa definición no contradice la de Hermann Broch, que lo entiende como la introducción de la maldad en el arte, el fin de la ética y el triunfo de lo bonito. El austriaco dice “de lo bello”, pero esa palabra empieza a resultar lejana por el maquillaje de profundidad que le imponen los gritadores televisivos. ‘Bonito’ es un grado menos solemne, popular. Sin embargo, prefiero la claridad del checofrancés porque, cuando lo kitsch (esa réplica de réplicas) ha tenido que prestigiarse como propaganda cultural, la jerga de la corrección ha impuesto lo ‘creativo’, excelente producto de limpieza: en Kitschtown 4328N348W la ‘creatividad’ sirve para denominar la Fundación de Fundaciones encargada de expulsar los malos olores con una mercadotecnia de lo cibersimpático que todavía cuela como avanzada y está a punto de ser un negocio más viejo que la cuadratura de un huevo roto cubierto de lentejuelas de cerámica, ese museo de yema azulgrís que ya está anticuado antes de nacer y últimamente se publicita como un mirador-terraza. No me digan que no es kitsch. Ya deslumbra desde los maltratados jardines. Cuando hagan miniaturas empotradas en metacrilato e imanes de nevera, se venderán junto a los escapularios, vírgenes de conchas, bailaoras y barcucas pesqueras. En las animaciones promocionales, la luz no tiene nada que ver con la astronomía. Creo que lo inaugurarán con toboganes. Ocupa el patio central de la ciudad y se cree con derecho a desarbolar la grúa de piedra como quien hace embestir un Maserati de juguete (con pijo de playmobil dentro) contra el Gran Vidrio de Marcel Duchamp. Es un emblema del totalitarismo liberal, la adaptación del doblepensar a la beatitud democrática. Comparte con la crisis que dice venir a solucionar la condición de inevitable; cayó del cielo como ella y eso le hace ser aplaudido por todos los gustos. La ciudad inodora de Kitschtown 4328N348W tiene que ser apellidada por sus coordenadas porque es una más entre las muchas de una franquicia de franquicias en proceso de conversión en macrocentro comercial con cientos de espacios vacíos que se venden o alquilan o permutan para que se instalen las cadenas todo-a-un-euro de lujo (si les parece un contrasentido, piensen en el poder hipnótico de los gatos chinos de plástico dorado), ya que los compradores de diamantes son más de viajar a Amsterdam o a Intenet. El espacio urbano, que antes se repartía por funciones y clases, se quiere ahora resolver en departamentos al servicio de los feudos residenciales. Todo cuanto huela a otra cosa que ambientador caro de aroma barato debe ser expulsado.

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Entreactos impuros

Ocultación oficial, anunciada y pública: lo último en transparencia. Es una pena que el aguafiestas la haya parado.

Lujo extremo | RPLl

CONTRABANDO. Leo que la condecoración a Álvaro Uribe le será entregada por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) en la clandestinidad y se me pone cara de santanderino medio bajo la llovizna del entretiempo con que la primavera demora el verano. Me pregunto qué métodos seguirán para convocar a los elegidos al acto privado de introducción del ex mandatario en la nobleza local del verano universitario (¿nocturnidad?, ¿llegada por turnos y puertas de atrás de los próceres?, ¿variados disfraces?) y descubro que lo que me pregunto en realidad es para qué sirve la UIMP si no es para poner medallas a gente como Uribe (bueno, o igualarla a gente diferente que simplemente, académicamente, tolera) y pagar los aplausos de cierta casta. Qué poco se usa ya esa palabra tan nuestra, tan menendezpelayiana: “rencor negro y tenebroso contra la propia casta, como si pretendiéramos librarnos de grave peso, echando sobre las honradas frentes de nuestros mayores los vituperios que sólo nosotros merecemos”.

REDADA. Me informan desde el punto aleph de que una vez más la conjetura de la autorregulación tenaz se ha cumplido. Uribe (con una lista larga de procesos abiertos por presuntos delitos contra los derechos humanos) exhibe poder, rechaza el galardón, se muestra indignado con sus aduladores, capaces de celebrar en un agujero antes que enfrentarse a la opinión del populacho. Él, que se ha enfrentado a un acuerdo de paz, no acepta el juego cobardica de esos flojos de la UIMP, que se han amilanado enseguida ante una inesperada reacción de la sociedad. El personaje, desde luego, no defrauda. Pero sobre los contritos próceres universitarios y su intento de disimulo se multiplican las gruesas pinceladas del esperpento.

JERGA. Escribo esto entre la mojiganga ya realizada del Brexit (parafernalia liberal que supongo sin otros efectos reales que el ruido y la furia contra los inmigrantes y más mimos a Gran Bretaña) y el plato principal (o quizá la eyaculación prematura) de las elecciones generales, así que esta anacronía lo es de veras porque el lector canalla sabe lo que yo no sé y estos párrafos han viajado en el tiempo hacia el futuro con su equipaje de prejuicios y deseos que -traidoramente- se habrán cumplido o no y que, al revés que la nave del Doctor, son más grandes por fuera que por dentro. Por eso voy a fingir que no estoy hablando de las elecciones (hay muy poca distancia entre la ‘l’ y la ‘r’) y me voy a montar casi un minifix-up (todo está lleno de slans, señor Van Vogt) o un casi cut-up sólo para ver si se animan a vagar por algunas zonas raras de internet. Busquen, busquen.

JAB. Y dicen que la concesión de la chapa y la ocultación de la ceremonia no son cuestiones políticas. Están obsesionados con despolitizarlo todo. Como aquel general golpista que nunca se metía en política. ¿Se acuerdan?

INDÍGENAS. Aquí cito la Guía del Veraneante Galáctico: “Aunque puede parecernos que el medio ideal del santanderino medio [sic, por la doble doblez] es inestable y que adora la terminología lluviosa (escampar, arreciar, calar, asubiar…), se trata de todo lo contrario, de una prevención o impetración contra lo variable; es casi siempre fachada, cartel, bochorno, taimado pragmatismo. Estamos hablando de un municipio que llama a la gestión cultural, es decir, a la propaganda, ‘economía del ocio'”.

MUNDANAL. El tipo del coche chunk tunk chunk jersey azulina sobre camisa blanca que insulta sobrao con la música a tope a los peatones que no se dan prisa en el mundo-cebra los llama gilipollas; excepto si los ve morenos: entonces los llama panchitos, tiraflechas, monos… El racismo es una máquina estúpida llena de vocabulario.

DADOS. Una hipótesis absolutamente anticonspiranoica sobre las decisiones del poder nos llevaría a negar cualquier posibilidad de que la concesión al señor Uribe de la medalla de la cúspide de nuestro emporio promontorio cultural veraniego (propaganda, economía del ocio) sea otra cosa que obra del más puro azar. Compulsiones o pulsiones de la libido hexaédrica de los que pueden ordenar esas cosas provocaron una secuencia de actos y entreactos irremediables y don Álvaro se vio merecedor del sino del obsequio que ahora desprecia (no me echáis ni me ocultáis, dice con su aire atildado de intelectual paramilitar, me voy yo porque quiero). Raras y aún más dispersas fuerzas semejantes se aliaron como los cristales de un caleidoscopio para avergonzar a la Institución (así, en abstracto mayúsculo) y forzar la ceremonia del escondite. Ocultación oficial, anunciada y pública: lo último en transparencia. Es una pena que el aguafiestas la haya parado.

PLACER. Me encanta hacer turismo por territorios fronterizos. Hay que aprovecharlos mientras queden.

ORO. Sólo por esa aportación a la historia del doblepensar (ya saben: esa manera de detener la historia) podemos considerar que albergar a la UIMP aquí es un lujo extremo.

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Pícnic PGOU


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Artículo publicado en eldiario.esCantabria – Pícnic PGOU

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1. La novela ‘Pícnic junto al camino’, o ‘Pícnic extraterrestre’, de Arkadi y Borís Strugatski (publicada en 1971, Tarkovski hizo en 1979 una película que, en mi opinión, y pese a su excelencia, estropeó la historia con misticismo), cuenta las consecuencias de una acampada alienígena en nuestro planeta. Grandes zonas quedan contaminadas, llenas de radiación, materia alterada y basura de propiedades desconcertantes. Algunos de los objetos abandonados por los viajeros, que por lo demás han ignorado olímpicamente a la humanidad, son de gran valor para la ciencia, la industria y el mercado negro. Así que los stalkers, cazadores furtivos de deshechos maravillosos, se juegan la vida -y casi siempre la pierden o la arruinan- adentrándose en las zonas y compitiendo para hurtar algún hallazgo que los saque de la pobreza. La presa más codiciada, el producto comercial absoluto, es, por supuesto, un aparato que concede todos los deseos, y que tiene forma de bola de oro.

2. Gracias a las conferencias que está organizando la Plataforma Deba sobre el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de Santander, sabemos que las actuaciones urbanísticas municipales están imbricadas en una trama no celeste, sino prosaicamente azul gris, de ese color financiero del asfalto. Por ejemplo, sabemos que las viviendas sociales están siendo (mal) construidas para satisfacer de antemano el mínimo del 10% de las edificadas y así garantizar los planes de conversión de la ciudad en un disparate balneario, la distopía inevitable si siguen en el poder los interesados en la dislocación del territorio urbano en un espacio blindado para residentes ricos y una periferia donde dormir para los vecinos sirvientes. También nos dicen que la extensión del Parque Litoral (por cierto que la Senda Costera ya estaba ahí y nadie la vio, y ahora es la interrupción de una orgía de cemento) sirve para cubrir con su nombre no resuelto el 5% de espacio verde requerido por habitante (el PGOU está delirado para pasar de 175.000 a 270.000), oxígeno que no tiene por qué ser mejor repartido porque el que hizo la ley sabía cómo hacerla. Que el Centro Botín supone la privatización del único espacio público que los santanderinos consiguieron reservar de los ensanches del muelle. Que pretenden la demolición de 3.000 viviendas sin realojo para los vecinos. Que surgirán nuevos y más marcados guetos. Que después de toda la destrucción, inversión, liquidación de lo público, es muy probable que la burbuja esta vez no llegue ni a inflarse y venga un nuevo abandono de los que se apresurarán a exigir que todos paguemos sus barbaridades y salvemos sus beneficios.

3. Mientras los que disfrutaron del pícnic anterior (esos eventos siempre han sido fuentes de negocios) preparan el siguiente contemplando el panorama desde sus paraísos, los buscadores de esperanza tienen cada vez más difícil creerse el guiñol de la igualdad de oportunidades que les venden los predicadores del emprendimiento y empiezan a intuir que acabarán entre la gran mayoría que renuncia a los derechos laborales, compite para turnarse en la precariedad laboral, se vigila entre sí por las propinas, acepta horas no remuneradas y que le descuenten del sueldo las herramientas y las ropas de trabajo o se derrumba en las colas de las miniayudas sociales, unos con esa dignidad de los que después de tantas estafas no aceptan la culpa de sus derrotas y otros con el autoengaño de echársela a cosmonautas incontrolados o, más patético todavía, a los inmigrantes y marginados, porque la miseria vuelve a mucha gente miserable. Parece que la defensa de un urbanismo civilizado (una civilización es una cultura de/con ciudades, pero el pleonasmo tiene excusa), unida a los movimientos contra desahucios y expropiaciones frente a la falacia de la gentrificación (‘gentry’: ‘hidalguía’, como si no supiéramos de esos cuentos por estos pagos), puede ser el factor antiletárgico que necesita esta abochornada ciudad. Ya superan la decena las asociaciones coordinadas para denunciar el PGOU. Cuando los stalkers se convenzan de que la zona tiene que ser de todos por imperativo no hipotético, sino categórico, habrá que empezar a retirar la basura, reciclar la chatarra, construir sin ladrillazos una ciudad integradora y dejarse de mitos de libre mercado. Porque no es solución matarse por los espejuelos digitales que tiran los excursionistas.

Anfitrión prisionero

HOY
Los días empiezan a hacerse más cálidos. Un ligero efecto foehn vacía de razones la ladera desde la costa hasta el barrio. En el café-bar de la esquina, el vecino Anfitrión García (su nombre facilita las cosas), pide un café con hielo y dice: “Han llamado los madrileños”. Es el aviso del comienzo del ciclo. “Ahora, la bronca”, añade tras una pausa irreflexiva.

El hombre que se llama como el bar de toda la vida se ve obligado a preguntarle por qué al cliente de toda la vida. “Los críos no quieren irse”. Los llama críos, pero ya están crecidos. Habrá discusión familiar, lo habitual en los últimos años. “Pero que se aguanten; igual con el tiempo les toca a ellos”.

Vendrá el cuñado de la furgoneta, cargarán con todo lo que necesiten y con todo lo innecesario que pueda molestar a los veraneantes, y se irán a la casa de los suegros, que hace tiempo cambiaron la vivienda del pueblo, muy pequeña, pero en un entorno no blindado, por un adosado sólo un poco más grande en el extrarradio, cerca de una zona intermareal biológicamente rica, casi inaccesible y sin interés playero.

“Los chavales y mi mujer se aburren. No sé de qué se quejan, si me paso el verano haciendo de taxista. Y no hay ni una mala tasca en cinco kilómetros. Hay que tirar de coche para todo”. Seguirá pasándose por allí casi todas las tardes, en los huecos que le deje la servidumbre del nudo estacional que le hace sentirse antiguo y viene a añadir un lastre al paso del tiempo por si el calor asurado fuera poco peso.

Y alguna vez aparecerá con el inquilino, aunque éste es más de zona cara (se lo puede permitir, con lo que se ahorra de hotel) y tiene ya sus tertulianos, algunos de los cuales proceden, como sus veranos en la ciudad, de hace tres generaciones, y vienen también de regiones interiores. “Somos salida al mar, qué vamos a hacerle. Pero sólo para los baños, por lo visto. Bueno, han dicho de buscarle un trabajo al mayor, pero la cosa tampoco está fácil allí…”.

Al dueño del bar, que lleva algún tiempo siendo parte de la ceremonia, le da entre pena y miedo esa santa unión de las dos estirpes, sobre todo desde que oyó una vez a Anfitrión, al recibir el aviso, pensar en voz alta: “¿Hasta cuándo se deben mantener esos acuerdos?”. Y no dijo más, pero después de la interrogación quedó el eco de una irreverencia. ¿Lazos sagrados?, ¿compromisos asentados?, ¿contratos que no pueden romperse porque no son de papel y fueron subproductos de una derrota irreversible?

Ahora, mientras el cliente se entristece mirando cómo se deshace el hielo, el del bar murmura que igual por eso somos tan como somos, y enseguida se siente obligado a cambiar de tema, pero tampoco acierta: “¿Qué tal en la fábrica?”, pregunta. “Se avecina otro ERE”, responde García. “Otro motivo para seguir alquilando el piso”.

AYER
Cuando el padre de Anfitrión no tenía teléfono, los madrileños llamaban al bar, entonces en manos de un ex legionario devoto de la Virgen del Pilar, dejaban recado y luego confirmaban las fechas desde el mismo aparato tragaperras colgado en la pared al final de la barra, entre una fotografía que mostraba a un grupo de gente muy seria a los pies del monumento a Pereda y una postal del Valle de los Caídos. Pronto, los madrileños aceptaron una subida a cambio de instalar teléfono en el piso, y ayudaron a comprar el televisor alemán federal en blanco y negro, porque ya no podía ser un veraneo sin tele. Los programas dominantes eran de promoción mediterránea. Pero no había competencia. La gente que venía aquí era distinta, tanto la rica como la que empezaba a creerse clase media. Con el tiempo, venir a Santander de veraneo (lo de turismo era más cosa del sur) se convertiría para muchos en una actitud casi militante. Quizá se veían destinados a ahondar el cortafuegos del Norte, como continuadores de una cruzada en una retaguardia tranquila.

Las dos familias apenas tenían relación. Sin embargo, compartieron un par de momentos de obligada comparecencia. En julio de 1964 (XXV Año Triunfal) asistieron a la erección de la estatua ecuestre de Franco en la plaza del Ayuntamiento. En 1968, visitaron los acorazados de la Semana Naval. Ambas contaban ya con abuelos, hijos y nietos, y se hicieron fotos cuadradas con una instamatic traída de la capital (1.490 pesetas con estuche), como mandaban las convenciones desarrollistas aunque no hubiera cámaras ni Seat 600 para todos.

Tener veraneantes era una suerte. Y no sólo por los ingresos extra. Daba prestigio y envidia, valores ambos positivados en la mezquindad oficial, etimológicamente pura, del régimen, y proporcionaba favores. El hijo del primer inquilino, su sucesor, ocupaba una jefatura en el Ministerio de Industria. El padre de Anfitrión estaba flamante con el mono de trabajo de la fábrica de cables.

El viejo primer anfitrión rozaba la senilidad cuando alguien mencionaba la República.

ANTEAYER
El barrio fue construido después del incendio del 41. Los abuelos García habían perdido su hogar y tuvieron algún problema para la adjudicación de la vivienda de la Obra Sindical porque él había estado en el frente incorrecto. Los informes eran favorables, la catástrofe le garantizaba el trabajo y hacía chapuzas gratis para quien hiciera falta, pero en algún rincón quedaban dudas que disipar.

El fundador de la dinastía de veraneantes, sargento en el Cerro de los Ángeles, había encajado un tiro de un garibaldino, lo cual le había proporcionado un ascenso rápido y un buen puesto. Era teniente de oficinas cuando lo enviaron para comprobar las actas de la reconstrucción. Su labor principal consistía en ignorar retranqueos. Alguien los presentaría.

Era un mundo hambriento en todos los sentidos. Las colas de racionamiento eran largas y lentas y las autoridades se exasperaban por la situación de los frentes en Europa. Los periódicos todavía alababan los motores DEMAG y en los tranvías, que circulaban entre ruinas, solares y casetas, quedaban absurdos carteles de matarratas Biberkopf, desconocido en las droguerías.

En este escenario a medias onírico y expresionista, de caras pálidas y carne prohibida, el escribano de uniforme resolvió algún papeleo e ingresó en la tradición mesocrática (la aristocrática y la burguesa le quedaban muy lejos) de los veraneantes de la ciudad, envidiados en la Corte desde 1847. Acababa de casarse. Se alojaba en el cuartel del Alta. Su esposa languidecía en Madrid, aunque destacaba en las labores de la Sección Femenina para olvidar que había estudiado en una escuela laica. Por suerte, el piso no estaba en uno de los barrios que habían expulsado a las afueras. El cerro lo abrigaba del viento del norte y quedaba a dos pasos del centro.

“Tengo una idea que nos conviene a los dos; seguro que llegamos a un acuerdo”. Por aquel entonces, las cosas eran muy simples.

Quedaba bien en la vecindad, con su esposa del brazo, aquel joven de uniforme que iba ganando estrellas. A veces los recogía un vehículo de gobernación para llevarlos a la playa. Cogían color, pagaban sin demoras, cumplían todos los estereotipos de belleza del régimen y hablaban mucho de destino, justicia y patria.

Y, total, un mes de hacinamiento en casa ajena no era para tanto.

Artículo publicado en eldiario.esCantabria.
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