Evocación de la audaz idea de una cultura sin mercado

A principios de los años 90, el sociólogo Pierre Bourdieu y el artista Hans Haacke mantuvieron una conversación en la que ocupó una parte principal el estado (es decir, las contradicciones) de la libertad de expresión en el arte, cuyas producción y exhibición son necesariamente dependientes del dinero institucional, del dinero privado o de ambos en colaboración.

Señalaban una paradoja esencial. Si el arte no quería someterse a la censura de los patrocinadores privados, a los que no se podía exigir respeto a una -supuesta- autonomía de la creación, la única solución era que las instituciones se vieran obligadas por la presión del público y de los artistas a respetar la libertad de expresión incluso cuando ellas mismas y sus entidades colaboradoras, públicas o privadas, fueran cuestionadas.

Hans Haacke es conocido por desarrollar su labor bajo los presupuestos de una crítica institucional del arte, algo muy en concordancia con la disección de la sociedad que realiza Bourdieu para comprender las construcciones de las tendencias, los gustos y los intereses.

La cada vez más complejas relaciones entre mecenazgos, galerías y macrogalerías, marchantes, comisarios, críticos, museos y fundaciones, ingenierías fiscales del coleccionismo, etc., hacen del arte un mercado como cualquier otro (pese a la especificidad del lenguaje y los rituales destinados a otorgar el “aura” benjaminiana o al menos el simple prestigio a la designación de un objeto como obra artística) y dirigir al público hacia el fetichismo de la mercancía y a los negociantes hacia las argucias financieras. Todo ello, además, con el interés propagandístico de una actividad que es esencialmente comunicacional. Todas las artes lo son del espectáculo.

No pretendían los dialogantes descubrir nada nuevo; la crítica del grado superior del capitalismo financiero ya tenía entonces relato de sobra. Ya era dogma de la política neoliberal proporcionar beneficios a manos privadas apoyándose en las entidades públicas para intervenir en las reglas de la compraventa. Aunque tropezaban con más oposición que hoy, ya dominaban el uso del sector público: traspasar dinero al sector privado hasta privatizarlo del todo acusándolo de ser una rémora para el libre mercado.

Los intentos de teóricos del arte y artistas actuales por explicar la situación parecen unir a la reiteración la asunción de la derrota. Hay excepciones, por supuesto, pero la autojustificación de los sectores y agentes culturales precarizados está en consonancia con su forzosa sumisión (los espíritus libres también tienen cuerpos que alimentar) a la evolución de un capitalismo sin cortapisas que se amplia y solaza girando en una puesta en abismo de ingresos vertiginosos.

Entre la libertad liberal de la censura económica (eres libre de vender lo que te compro), censura directa política (oculta en la falacia del conflicto politización/despolitización) y la apreciación social teledirigida, las contradicciones que ya mostraban el artista Haacke y el sociólogo Bourdieu (ambos señalados en más de una ocasión como provocadores profesionales) se han hecho tan evidentes como confusa la vida cotidiana del arte, sus negocios y sus políticas. Confusión que, por otra parte, desaparece -igual que las del mercado laboral y la economía política- en cuanto se enfoca la situación subsidiaria del arte, la citada precariadad de la mayoría de los artistas, equiparable a la de los camareros temporeros, pero más acomplejada y deslumbrada por los apóstoles del éxito, el culto a la minoría de triunfadores y los mantras del emprendimiento. La ilusión del triunfo en la falsa libre competencia de las redes de la genialidad les impide constatar su papel de (muy honorables obreros) artesanos mal pagados en un mundo repleto de imágenes y saturado de noticias de inauguraciones.

La falta de activismo entre los artistas es tan estética como política (son inseparables) y la audaz propuesta de un activismo que aproveche lo institucional para reivindicar un arte sin mercado, aunque siga dejándose querer poética e históricamente entre contradicciones y autorrefutaciones, parece cosa de nostálgicos. La radicalidad depende del contexto y las instituciones y sus patronos y mecenas son tan poderosas que hasta se permiten alentar oportunas irreverencias para insistir en que el arte es apolítico y la publicidad no tiene color.

Ya sé que para introducir el encuentro Bordieu-Haacke no hacía ninguna falta la anterior sarta de prolegómenos, pero me he permitido sin escrúpulos el placer de contribuir con un panfleto al marasmo reinante.

No he encontrado traducción al castellano de Libre-échange. Hay ediciones inglesa y francesa. El archivo adjunto recoge una traducción parcial publicada por la revista A parte rei en 2002:

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Una pérdida de tiempo (Hippe)

Mientras buscaba una palabra que no quería salir de la punta de la lengua, me he acordado de Pribislav Hippe.

Había olvidado cómo se escribe el nombre y he tenido que liberar el tomo cautivo de ‘La montaña mágica’; de paso, Thomas Mann me ha recordado que se pronuncia «Pchibislav».

El personaje aparece en la novela primero como un recuerdo y después como un fantasma que se presenta cuando afloran la inquietud de Castorp, las sospechas sobre sí mismo, la tentación de la autoinculpación (pero no de la autodelación) provocadas por la salvaje monotonía del mundo.

Las mismas sospechas alcanzan, por supuesto, al narrador omnisciente, que respeta el deseo del protagonista de no buscar un nombre para definir lo que sentía respecto al compañero de instituto, admirado siempre a distancia y con el que habló una única vez: fue para pedirle que le prestara un lápiz; sólo lo tuvo una hora; iba envuelto en un estuche de plata con un mecanismo para liberar la punta; freudianos abstenerse.

Hans Castorp no se preocupaba demasiado en justificar racionalmente sus sensaciones y, menos aún, del nombre que hubiera podido dárseles. De amistad no podía hablarse, puesto que ni siquiera «conocía» a Hippe. Pero, en primer lugar, nada obligaba a dar un nombre a aquellos sentimientos cuando ni siquiera se planteaba que pudieran verbalizarse. (…) Hans Castorp estaba inconscientemente convencido de que algo tan íntimo como aquello debía guardarse de una vez por todas de las definiciones y las clasificaciones. Justificados o no, aquellos sentimientos tan alejados de un nombre y cualquier forma de articulación, eran de una fuerza tal que Hans Castorp llevaba casi un año (…) alimentándolos en silencio.

La renuncia de Castorp a la palabra que se obstina en seguir oculta se traiciona con una precisa descripción de la belleza de Hippe. El narrador es más que cómplice, apenas una máscara, un velo tenue. También podemos pensar que Mann fue un gran bromista nada heroico, sin valor suicida para sucumbir en Venecia, un maestro del humor negro, quizá el más contemporáneo de los contemporáneos de Kafka.

Hippe es rubio, mestizo de germano y wendoeslavo, de ojos oblicuos y pómulos pronunciados (lo apodan «el Tártaro»), voz ronca pero agradable, alumno modelo, poseedor de una mirada con futuro y multigénero:

Aquellos ojos de Clavdia que le habían contemplado de muy cerca con una mirada indiscreta y oscura, y que, por la forma, el color y la expresión se parecían de una manera sorprendente y escalofriante a los de Pribislav Hippe (…), más bien eran los «mismos» ojos, como también la anchura de la mitad superior del rostro, aquella nariz un poco chata…, todo, hasta la blancura rosácea de la piel, aquel color sano de las mejillas que en Madame Chauchat, sin embargo, no era sino una mera ilusión (…), y así le había mirado [Hippe] cuando se cruzaban en el patio de la escuela.

Aquello era estremecedor en todos los aspectos. Hans Castorp estaba entusiasmado ante tal coincidencia y, al mismo tiempo, sentía algo parecido al temor, a una angustia creciente y similar a la que le producía saberse encerrado en un lugar exiguo en las circunstancias más propicias. (…)

Madame Chauchat también se rió de aquella escena, y sus ojillos se cerraron y su boca permaneció abierta, exactamente igual —pensó Hans Castorp— que cuando Pribislav Hippe reía.

A base de renuncias y de incertidumbres, la solución parece estar en una normalidad soporífera, la curación de un mal que no padece:

Pribislav Hippe ya no se le aparecía en carne y hueso como sucediera once meses atrás. La aclimatación de Hans Castorp había terminado, ya no tenía alucinaciones, ahora no estaba tendido e inmóvil sobre el banco mientras su «yo» se alejaba de su cuerpo y flotaba por regiones lejanas. Ya no ocurrían tales incidentes. La limpidez y la viveza de ese recuerdo, cuando lo evocaba, se mantenía en los límites normales y sanos.

Ese recobrado conformismo (Europa se prepara para la guerra y la novela lo cuenta desde la postguerra y Castorp no puede o no quiere llamar a sus sentimientos por sus nombres y, sin embargo, desde el íncipit, no hemos dejado de considerarlo un joven agradable y una buena persona aunque también desde el principio sepamos que las buenas personas no impedirán la catástrofe) tropieza una y otra vez con el lenguaje y los géneros, esas fábricas de malentendidos:

¿Cómo voy a devolverle a Clavdia Chauchat el lápiz de Pribislav Hippe? En francés se dice “son crayon” porque “crayon” es masculino, y da igual si el poseedor también lo es o no, pero entonces no se sabe si es “suyo de él” o “suyo de ella”, aunque tampoco se le puede devolver “a ella” lo que es “de él”… ¡Pero qué galimatías! ¡Cómo puedo perder el tiempo con cosas así!.

El porvenir de una ilusión

Creo que esta foto del artista Marcos Torrecilla merece difusión. Está tomada en un rastro local un domingo negro (así se titula: Black Sunday) después del viernes negro (oficialmente, Black Friday). El brazo pobre se agarra a una pantalla quizá caducada porque ahora los televisores presumen de tener el negro más negro. Y detrás hay libros. Libros en blanco y negro.

Lo llaman viernes negro (ironía del luto occidental) como si fuera un acontecimiento extraordinario, pero sólo es un periodo de aceleración del continuo económico. Si hacemos una representación gráfica, seguro que se parece a la traza de un detector de mentiras de película mala cuando el canalla se declara inocente y el plóter hace ruido de arañas que huyen. Todos lo sabíamos antes de la explosión de hipocresía.

El procedimiento es sencillo. Se desata a la jauría publicitaria. Se busca un nombre en inglés y se etiquetan con él millones de mensajes. Se bajan los precios con mucha retórica de decimales y se envuelve al público en un torbellino de objetos retractilados, dorados, brillantes, rotulados con la montaña rusa del antes y el después y flasheados desde todos los medios, que son muchos: la ciudad entera es una burbuja dentro de un anuncio globalizador.

Hay que rendirse a la evidencia: es mejor comprar mucho y barato. Es irrefutable: nada se sale de ese marco. En el conjunto adquirido, se mezclan lo necesario con lo superfluo, que se vuelve necesario porque no está permitido confesar(se) que una compra es absurda: cualquier compraventa es sagrada.

La mayor parte de las cosas desplazadas del fabricante al propietario no tardarán en llegar a los rastros (callejeros o digitales) o a los vertederos (legales o ilegales). La pulsión de la apropiación inútil, las variaciones de la moda, la caducidad programada, todo a la vez hace que el tiempo entre la adquisición y el desuso sea cada vez menor. Los consumidores pobres están condenados a ese trajín. Los ricos saben lo que se hacen. Los autodenominados (aunque muchos no se atrevan ya a decirlo porque se les escapa una risa floja) de clase media se creen muy listos, y ya se sabe lo que pasa con los que se creen muy listos.

El mercado se infla de cosas y dinero en circulación, y eso hace que todo sea cada vez más caro y parezca cada vez más barato. Esa contradicción del dogma es tan evidente que no tiene ningún efecto en el mercado. Hasta tiene lugar en los telediarios, sección buenos consejos. Pero el aviso de basura precoz importa menos que la falta de amor en un orgasmo fingido. Predomina el espectáculo.

Los productos nuevos para masas ya nacen cercanos a la condición de basura. Cada ciclo genera una sucesión geométrica de objetos reemplazados que, tras pasar un breve lapso como indeseados y multiplicarse fuera de foco, salen del limbo a otros niveles del consumo. Es tan poca la distancia entre la compra de la cosa y su abandono que la distancia entre su uso y su huella ambiental tiende al infinito. Quizá venga bien recordar esto para retratar estos tiempos en que Iberdrola y Endesa patrocinan cumbres climáticas, es decir, las convierten en vertederos.

Los ciclos son cada vez más cortos y las orgías del mercado, más frecuentes y más decadentes (es el precio estético del automatismo).

Ya resulta correcto decir que el mundo se hunde por el peso de las cosas y se asfixia por sus emanaciones, pero los que pueden tener cosas de calidad (asentadas en conjuntos jerarquizados, blindados y empaquetadas en forma de chalets, palacios, palacetes, casas, flotas de vehículos, roperos, joyeros…) procurarán que los gastos de sostener lo insostenible los paguen los que consumen sucedáneos. Los grandes medios avisarán en su momento dónde debemos hacer cola.

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Francisco Sayús, un obsequio, una incursión frustrada y alguna divagación

No recuerdo haber oído por aquí ecos de la noticia cuando, en 2012, la casa de subastas Bonham vendió por 5000 £ las armas que, doscientos años antes, el Príncipe Regente de Inglaterra hizo entregar al santanderino Francisco Sayús.

Se trata de dos pistolas de duelo fabricadas por los armeros reales H.W. Mortimer & Son, de calibre 28 y empuñadura de sierra y decoradas con filigranas y placas de plata en las que rezan las inscripciones: To Don Francisco de Sayus – The Spanish Patriot – The Friend of Britain y From H.R.H. The Prince Regent of Gt. Britain.

Las pistolas subastadas.

Las pistolas subastadas. Fuente: Bonhams. (Pulsar para ampliar).

Detalle de los grabados. (Pulsar para ampliar).

Sayús, hijo de franceses y tenido por ferviente monárquico (en la tradición local, tan conservadora socialmente como liberal en lo económico), fue un burgués de variadas empresas, traficante de harinas, bebidas, ultramarinos en general, mesonero, propietario de una buena casa (la de La Conveniente en Cañadio), participante activo de la vida política y, cuando se produjo la ocupación francesa, organizador de conspiraciones y rebeliones. No se conocen los motivos exactos del obsequio, pero es de suponer que Sayús había colaborado con los británicos durante la guerra suministrando provisiones y practicando alguna forma de resistencia contra los napoleónicos.

Aunque la población inmigrada a Santander a finales del XVIII y principios del XIX fue muy numerosa a causa del aumento de los negocios relacionados con el tráfico portuario, me dan ganas de creer que los padres de Sayús habían llegado además algo disgustados por las transformaciones revolucionarias de su país. Eso explicaría, junto a la lógica adaptación al medio, la adscripción borbónica del comerciante, que se mostró como un hombre de acción al promover un intento de liberar al rey Fernando VII, retenido en Bayona por aquel militar corso que, como dijo Stendhal, le estaba enseñando al mundo que César y Alejandro tenían un sucesor. Ese mismo episodio, lleno de audacia y sufrimiento, aunque concluyó de un modo más bien patético incluso en las versiones más épicas, me hace sin embargo pensar en aspectos poco claros del personaje, como si la forma no lo fuera del contenido incluso más allá de los tradicionales moldes legendarios.

El relato es conocido, sobre todo, por las cartas de Pedro de Legarda a Joaquín de Escalante, cuyas tierras administraba mientras éste permanecía en Toledo.

Para recordar los antecedentes, resumiremos que, el día de la fiesta de la Ascensión, 28 de mayo, de 1808, un relojero francés, Paul Carreiron, ya conocido por subversivo, reprendió -y, según algunos, agredió- a un joven que “se aliviaba” (no está claro el alcance del término) en plena calle Arcillero. Añadió comentarios claramente racistas sobre la higiene de los españoles y la necesidad de la llegada de la educación en forma de ejército imperial. Un filósofo señalaría el poder del acontecimiento, por nimio que sea, como explosión de una verdad inédita que se incendia en lo imprevisto. Intervino el padre del muchacho, se produjo una pelea y comenzó el levantamiento.

La guarnición era escasa. Los franceses fueron detenidos y se constituyó la Junta Suprema de Cantabria, que declaró el estado de guerra presidida por el obispo Rafael Tomás Menéndez de Luarca bajo el título de Regente Soberano de Cantabria. El obispo, renombrado por sus largos sermones llenos de anacolutos y sus diatribas contra los párrocos que permitían comerciar los domingos en las iglesias, había prohibido en 1793 la importación de harinas galas, o sea, revolucionarias, molidas por asesinos de reyes, para impedir que llegaran a ser hostias (quizá también la simple preferencia nacional tenía algo que ver), había fundado Milicia Cristiana, cofradía religiosa que patrullaba las calles para prevenir la blasfemia y la falta de decoro, y llegó incluso a capitanear una partida que se enfrentó a los imperiales en una refriega boscosa con muy pocos disparos y una huida precipitada de los españoles.

La ciudad fue de nuevo ocupada el 23 de junio y sufrió varios cambios de manos hasta el fin de la guerra. En medio de las rendiciones y reconquistas, que incluyen bombardeos, asaltos, capitulaciones y una alcaldía en paciente desequilibrio, se produjo el intento de Sayús de liberar a Fernando VII.

Previamente, contactó o fue contactado por un italiano llegado de Madrid y otro sujeto de origen desconocido que se presentó como secretario del Embajador de Prusia, los cuales decían poseer informaciones sobre la situación del rey y medios para comunicarse con él.

A mediados de septiembre, fletaron una lancha con varios fusileros y un cañón. El plan consistía en llegar a Orio, desembarcar, enlazar con agentes del rey preso, embarcarlo y, es de suponer, conducirlo a lugar seguro. De paso, los agentes foráneos propusieron que el obispo acompañara a la expedición, esperara en la lancha y compartiera la suerte del monarca. Menéndez de Luarca se negó a participar, según algunos porque la inspiración divina le advirtió de lo que se preparaba, según otros porque disponía de un agujero más seguro. Pero los demás siguieron el plan.

Llegaron a la costa urolarra y atracaron discretamente. Partieron los informadores para, dijeron, sacar al rey. No se supo más de ellos. En cambio, aparecieron varias cañoneras francesas que anunciaron una traición de estilo clásico. No se conoce el paradero de los tripulantes (en estas historias, el relato siempre se aparta de las gentes anónimas, lo cual no significa que su historia no sea la más interesante), pero Sayús huyó por valles y montañas y volvió Santander.

No puedo evitar adoptar en un párrafo la perspectiva desconfiada de los cronistas ágrafos y ociosos que merodeaban y merodean por la ciudad, entre el puerto y el camino de Castilla, enmendando a los letrados con una larga tradición que mezcla suspicacias, credulidades, escepticismo y milagrería sin otro objetivo que darle a los relatos el valor efímero del habla frente al texto que se atreve a ser escrito, para ver algo turbio en este episodio. Supongamos, por mero juego, que nuestro hombre fuera un agente doble o triple conchabado con el enemigo para apresar al obispo. Éste no cayó en la trampa, pero hubo que seguir la farsa, justificar la desaparición de los agentes forasteros y hacer volver al santanderino a sus propiedades y negocios. No quiero con ello desprestigiar a Sayús, que, fuera como fuera (ni Fernando VII ni el Regente gozan de mis simpatías), no aparece nunca como un mal ciudadano. Una divagación malévola como esta no puede sacarlo del panteón de los héroes, aunque con ello le hiciéramos un favor a su humanidad. Acabada la guerra, recompensado, por si hubiera alguna duda, por los ingleses, siguió con sus empresas durante años, pero, en 1819, tuvo que declararse en quiebra.

El rastro de las pistolas se pierde durante décadas, hasta poco antes de la guerra de secesión americana, cuando fueron compradas en Cuba a un oficial de la armada española por el mayor Fitzpatrick, de Carolina del Sur. Éste se las dio a Stephen R. Mallory, que fue senador por Florida y el único Secretario de la Marina de los Estados Confederados. La casa subastadora buscó en vano más datos sobre Sayús, sus familiares y el recorrido del regalo.


Bibliografía y enlaces

Ramón Maruri Villanueva. Ideología y comportamientos del obispo Menéndez de Luarca, 1784-1819. Delegación de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Santander, 1984.

Íd. La burguesía mercantil santanderina, 1700-1850: cambio social y de mentalidad. https://repositorio.unican.es/xmlui/bitstream/handle/10902/1454/1de5.RMVcapII.pdf

Francisco G. Camino y Aguirre. Santander durante la Guerra de la Idependencia. Revista de Santander, 1930 – Revista de Santander – 1930 – nº3, marzo.

Simón Cabarga, José – Santander en la historia de sus calles. Institución Cultural de Cantabria, 1980.

Noticia de la subasta de las pistolas en Bonhams (en inglés).


Surgencias

Creo que hay un montón de artículos que comienzan así: “En uno de los relatos más celebrados de Borges…”. Es casi un género. Y es casi un subgénero que el relato citado sea Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde, sin traumas aparentes, un artículo imposible del tomo XLVI de la Enciclopedia Angloamericana (copia barata de la Británica) se desliza en la realidad para trasformarla. Comparten la responsabilidad Adolfo Bioy Casares (feliz culpable habitual en la vida de Borges), los espejos, la noche y una quinta alquilada con biblioteca. A partir de ahí se incorporan a la geografía, con el mismo derecho y efectos que los territorios ya conocidos, primero un país inexistente y sus regiones, y luego todo un planeta, sus sabios ortodoxos y heterodoxos, su filosofía, sus misterios y su cultura clásica, que sólo comprende la psicología, lo cual explica de paso las consecuencias de la intromisión de un mundo que no existe en el que, digámoslo así, existe.

Lo que me hace traer aquí este juego literario no es precisamente ese trasvase de la nada a la idea y de ésta a la realidad, sino una tosca aproximación al mecanismo sutil propuesto para hablar del surgimiento de vestigios de un pasado que el mundo expulsó por la fuerza de las armas. Tal vez a Borges no le haría ninguna gracia el uso de su ficción como punto de partida. Pero Borges ya no es de Borges. No importa que lo que a continuación cuento tenga más que ver con el esqueleto armado que descubrieron en Macondo al buscar oro arrastrando imanes o incluso con aquel tren fúnebre que tampoco existió. Otros vestigios secundarios que no llegan ni a pequeñas leyendas llenas de nostalgia y frustación se hacen también atractivos por su persistencia pese a las negaciones, las mixtificaciones y las obliteraciones del bando victorioso después de un golpe de estado que provocó una guerra, cuatro décadas de dictadura y no sé cuántas de alta densidad de microfascismos. Quizá eso sea más prosaico que el idealismo burlón del fervoroso bonaerense, pero en la literatura (y también en la historia) todo son recursos.

La presencia inquietante, no sé si surgida de la narración de un heterodoxo, aparece aquí también en una enciclopedia, pero lo hace con la ligereza de una cifra apuntada a lápiz en el margen de una página quizá elegida al azar por un administrador. Esta vez se trata de la Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana editada por Espasa, a la que muchos tuvieron en tiempos por un templo de papel.

Cuentan que los 82 tomos de la edición vigente en su época fueron adquiridos por el Ateneo Popular de Santander (1925-1937)(1)A propósito de la principal entidad socializadora de la cultura que ha habido en Cantabria, es imprescindible este libro., con la correspondiente suscripción a los suplementos y apéndices venideros. Por cierto que la evolución y crecimiento de la Espasa merecería una ficción de senderos que se bifurcan para ella sola.

Desmantelado el Ateneo Popular por el franquismo, la enciclopedia desapareció. Algunos dicen que los libros fueron echados a la pira; pero otros sostienen que fueron, simplemente, robados: muchos franquistas eran más aprovechados que inquisidores. Pasaron los años, vino la Transición y, por supuesto, nadie con poder entendió que hubiera nada que reparar. Pero siempre quedan pequeñas emergencias de la memoria.

Un día, una Reconocida Institución Cultural santanderina con cierta tendencia a la suplantación, estando en posesión de una enciclopedia Espasa de la que sus gestores no habían hecho caso durante años, solicitaron a la editorial los suplementos que faltaban. Los suscriptores obtenían un precio más barato que los que compraban los anexos como nuevos clientes. La Reconocida Institución se consideraba suscriptora, pero no poseía documentación que lo acreditase ni figuraba en los registros de clientes. Espasa, sin embargo, tenía una solución: bastaba un código escrito a lápiz en una de las páginas para comprobar la identidad del adquiriente(2)No he conseguido verificar si el método (que un bibliotecario local me ha señalado como curiosamente teutónico) es el habitual. Invito a los … Continue reading. El código resultó ser el del Ateneo Popular.

Esta historia no tiene consecuencias inmediatas perceptibles, como tampoco el descubrimiento de Borges y Bioy de un volumen con un índice anómalo y cuatro páginas de más puede aportar materialidad en un universo construido desde la cita de un heresiarca de Uqbar que consideraba el todo un sofisma. Las tendencias más asentadas de la ciencia ficción postulan que, si se viaja al pasado y se alteran los hechos, sólo el viajero sufre el drama: el presente se adapta sin que los coetáneos tengan conciencia de las consecuencias de los cambios. De hecho, no existen las consecuencias: la historia fue de otra manera, eso es todo. Claro que también está un ruso llamado Ígor Nóvikov, que propone otras derivas. Según él, aunque pudiéramos viajar al pasado y consiguiéramos modificarlo, el presente sería el mismo. No es que los hechos sean inalterables, pero su trayectoria por el tiempo es como la de un proyectil muy pesado lanzado por el espacio a gran velocidad: sólo una catástrofe podría desviarlo. Menos mal que el relato de Borges parte de aceptar la premisa (no se asusten: sólo es un juego) de que las ideas crean la realidad.

Si está usted sentado cerca de una gran enciclopedia en una Institución Cultural Local de Rancio Espectro, piense que en una de esas miles de páginas puede haber un código de falsa quietud que arrastra consigo la historia con una tenacidad insólita.

Notas

Notas
1 A propósito de la principal entidad socializadora de la cultura que ha habido en Cantabria, es imprescindible este libro.
2 No he conseguido verificar si el método (que un bibliotecario local me ha señalado como curiosamente teutónico) es el habitual. Invito a los lectores ociosos a investigar por su cuenta.

Santander, paréntesis de la mar

Que si hay que estar al nivel del Centro Botín. ¿Pero qué nivel? ¿Alguien sabe […texto autocensurado].
Un mirador para mirar lo que tapa, por cierto.

Serrón.

Ahora que resulta evidente que el edificio invisible va a obstruir la serena contemplación de la bahía, conviene insistir en señalar la tendencia local a ocultar la recreación espontánea ante el mar, la mar (pongan el sexo que prefieran, pero no exageren el género salino), como si tal acto, que en su día acompañó, sin duda, el momento fundacional de la ciudad (calma intermareal interrumpida, es cierto, por saqueos de hérulos y concesiones de abadengos con diezmo de la pesca, portazgos y pontazgos) tenga ahora que ser subsumido en el uso de arquitecturas que sólo permiten la observación desde los egos de sus arquitectos y patrocinadores. Desviando la brisa, claro, y poniendo en lugar del olor yodado el movimiento solar erróneo de una animación proyectada en el interior de un contáiner. Sí, esa en la que la luz parece venir de todas partes para negar la sombra que proyectará el monstruo. Ensimismamiento arquitectónico que encima desgrava. Entre paréntesis, diré que somos gilipollas. Bueno, se me olvidó el paréntesis. Desde fuera, ejercen de murallones, parapetos de la misma escuela de rompesendas, mientras llenan el interior con el paisaje robado. El chiste es fácil, pero inevitable: el paisaje es el botín (pero la corrección quiere que sea un honor, ni siquiera un rescate o la dote de la ciudad en boda de conveniencia) del Centro Botín, desde cuyo interior se verá muy bien la bahía, como desde un escenario-hornacina decorado con los conceptos y las formas del arte contemporáneo más ultraliberal y caro, un circo para la vista, con toboganes, neón y prosas autojustificativas (a los palanganeros culturales de toda laya les sudan los bolis de gelatina índigo con el logo de la llama blanca sobre fondo, eso sí, rojo corbata), dejando para el exterior un ambiguo tornasol: no creo que haya color más hortera que un blanco de pretensiones irisadas. Para mirar hay que entrar, dicen los teóricos de los espacios apropiados. O subir, como a la duna de Zaera, a la que la prensa ufana llamó “grada de España”, pero que ni siquiera es de Gamazo, y que obstruye la mirada a la mar desde el dique, ahora plaza con proyecto de asador incluido, es decir, futura terraza que hace hostelería de la arqueología industrial y separa la obra civil de su memoria de trabajo y mar. Aquí, para mirar el paisaje que tan bien trazó Hoefnagel, hay que subirse a un galpón de líneas metálicas, yerba falsa y triunfalismo trilero de un mundial cuyas cuentas no cuadran, pero que iba a ser al tiempo panacea y púlpito de epifanías. Porque, al parecer, para contemplar los mecanismos de la historia, éstos deben ser acolchados con tarima flotante y olor a churrasco, y siempre ha de haber cerca una mala imitación, sea de un museo de éxito, de una moda gastronómica o de una donación mediocre con nombre prestado. Creo que dadá pasa de la fuente y del bling bling con que los candidatos pasean en bicicleta (todos nosotros malvados electores esperamos que resbalen en el verdín sssflusss platch mierda de perros), se mojan los pies y dicen que se mojan, se reclaman de la diferencia, la exclusión o el éxito y hasta piden compasión por abusar del maquillaje azul impasible hielo de los que saben que siempre gana la banca. La mar cada vez recomienza con más dificultad (Valéry no te rías, no tiene ninguna gracia), cada vez es más difícil reiniciar la recompensa de la calma aun sabiendo que ahí sigue, estuchada como unos gramos de azúcar en ración de cafetería del Paseo de ese Pereda al que han tintado los jardines de un gris cielo viscosa. Y una pasarela del mismísimo cemento (encargarán un mural pijohipster a los equipos de emergencia creativa, seguro) en algo que nadie se atrevería a llamar lontananza: y una mala excusa para la escusa. De los ensanches inacabados pasamos directamente a las viviendas fortificadas y ahora planifican una ciudad fantasma gigante mientras los moradores (bella palabra olvidada en las colmenas) huyen cada vez más lejos para dejar hueco a los súbditos-clientes. Muchos huyen de verdad. Otros sueñan y votan porque se creen en el mejor de los mundos aburridos. Unos pocos protestan sin entusiasmo. Qué bahía más bonita, claman, qué montañas, qué nubes, qué calima. Qué pena no tener acabado el Cerco Cultural para culminar ya el prodigio con algún nuevo macroenlatado urbanístico.

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