La colección

Al entrar, el anciano permitió el paso de un ligera corriente de aire que despertó por unas décimas de segundo el aleteo de diminutas banderas de papel.

La brisa del amanecer desperezó a los vigías; enseguida sonó la primera trompeta.

Parecía el tradicional habitante de una penumbra de biblioteca convertida en salón de coleccionista.

Ruido de ruedas de carros y tornos de pozos. Cacerolas y maldiciones.

Muñecas de porcelana en altas vitrinas cubrían todas las paredes dejando apenas entrar contraluces por las ventanas rematadas con vitrales de colores dorados.

De pronto, el orden.

Ocupaba casi todo el espacio central una enorme mesa de roble oscuro con mil ciento noventa y nueve soldados de todos los ejércitos conocidos pasados y presentes en formación exacta.

El hombre avanzó penosamente, hacia una esquina de la mesa. Llevaba en la mano la estatuilla en plomo pintado de un zuavo de 1888, barbudo, con fez y chalecos rojos, polainas blancas, fusil cruzado a la espalda y las manos apoyadas en el cinturón como quien lleva siglos esperando.

El general y sus adjuntos trotaron de ala a ala.

Había en la formación de miniaturas un hueco que nadie que no fuera el coleccionista hubiera distinguido. Con una precisión inesperada en aquellos dedos casi centenarios, el hombre puso el soldadito en su lugar.

Un silbido de pólvora explicó la metralla.

Después, se apartó un poco de la mesa, murmuró “mil doscientos”, esbozó una sonrisa y volvió a la sombra del aburrimiento.

Variación

Cuando el volcán despertó, el planeta todavía estaba allí.

Un asunto familiar

El otro día me dijo un amigo que había estado en Carmona y que parece opinión unánime de sus habitantes que mi abuelo, el escritor y periodista Manuel Llano, nació allí y no en Sopeña. Esta es una cuestión que reaparece cíclicamente en la historia familiar.
Ya que no conocí a mi abuelo, el testimonio más próximo que tengo es el de su viuda, mi abuela María Lázaro. Ella siempre dijo que su marido había nacido en Sopeña. Era un pregunta clásica de los parientes y conocidos durante las visitas en las tardes de invierno, poco antes de la partida, que es cuando se hacen esas preguntas, después de que el visitante haya recordado que tiene que coger la línea o el tren y, con las palabras de despedida, aparece el recuerdo de los muertos, como si un hasta la vista evocara un adiós extremo. Un rito funerario más: por cierto que escribo esto el día asignado por el santoral a los difuntos.
El caso es que de vez en cuando alguien, cabuérnigo o no, resucitaba la duda: “María, perdona, ¿dónde nació Nel (o Manolo, o Manuel)?”. Y mi abuela: “En Sopeña. Él siempre dijo que era de Sopeña”.
Sin embargo, la polémica se ha mantenido a lo largo de los años. Pareció desactivada cuando mi madre se hizo con una copia literal de la partida de nacimiento, donde se establece que Manuel Llano nació en Sopeña, pero la persistencia de las supuestas memorias de los carmuniegos no ha perdido intensidad.
Dice mi amigo que no ha encontrado persona en el pueblo que no pueda aportar testimonio directo o indirecto del nacimiento de mi abuelo, de su crianza o de la casa que habitó. “Y todos parecen sinceros”, afirma. Le digo que yo tampoco creo que mientan. Lo cual no quiere decir que el dato sea cierto. De hecho, lo que más me interesa de este asunto no es dónde nació mi abuelo, sino los mecanismos de la memoria que, asociados a los resortes del deseo, determinan situaciones de este tipo.
Querer algo implica muchas veces una beata falsificación que nos libra de la incertidumbre, que llena los huecos que ocuparía la duda y que fija el mundo en un estado ideal y quieto. Y también, claro, está presente una cierta tendencia a la privatización de la Historia, la cual, al parecer, será ultraliberal o no será.
Es posible que el registro de un escribiente de 1898 que recogió los datos de una simple declaración verbal sea tan fiable como cualquier testimonio trasmitido durante dos o tres generaciones por los habitantes de un pueblo. El problema es que hay otras personas que suman al asiento burocrático argumentos del mismo género: el recuerdo, la costumbre, lo contado.
En ambos casos, es la tradición la que establece las certezas personales. Todos están convencidos de que se debe asignar a su ámbito el nacimiento (no basta que viviera allí muchos años; parece que el acto del nacer, el salto del útero, la primera luz o el primer aire son maś importante que la tierra que se pisa y la yerba que se pace) de una persona a la que consideran estimable, lo cual, por supuesto, es un honor (un doble honor) para el difunto, que, de vivir, es casi seguro que también dudaría sobre su lugar de nacimiento: nadie lo recuerda; la memoria empieza mucho más tarde a falsificar los hechos.
Sesudos científicos (me acuerdo ahora de Elizabeth Loftus, a quien quiero creer personaje de novela, pero que ha estudiado con dolor propio y ajeno los falsos recuerdos) sostienen que hasta en los testimonios más directos puede haber falsedades inducidas o autoinducidas, que todas las historias son construcciones y que las arquitecturas que las definen están cimentadas sobre nuestras débiles mentes, nuestros pobres espíritus, nuestras lábiles necesidades. Así que lo único cierto son las cicatrices y las sonrisas.
No importa que algunos incluso hayamos tenido la suerte de haber conocido (además de a nuestras madres, pero ¿son ellas fiables?) a las comadronas que nos empujaron al mundo, y hayamos escuchado sus relatos. Aun así, nunca tendremos la seguridad de que no nos confundieran con nuestros hermanos o vecinos.
Es triste, pero sólo los objetos (documentos, piedras, manuscritos, fosas, huesos) son ciertos. Ellos no tienen sentimientos. Aunque los datos que aportan sean tan falsos como los caprichos del alma, ellos son las sonrisas y las cicatrices.

Visitas del porvenir (la máquina del tiempo ha venido para negarse)

Si en un sereno porvenir irrumpe un futuro aún más lejano, sabremos que alguien de ese mañana ha inventado y fabricado la máquina del tiempo. Sin embargo, si será así, ¿por qué no lo sabemos todavía? ¿Será que el alcance hacia el pasado del más avanzado ingenio de viajar en el tiempo es limitado? ¿Será que simplemente nunca querrán visitarnos? Pero, entonces, ¿ningún loco viajará al inframundo? ¿Lo habrán prohibido -lo prohibirán- por miedo a las paradojas?
La hipótesis de la prohibición respetada resulta dudosa: he sido educado en la vieja escuela científico ficticia que, entre otros postulados, mantiene la inevitabilidad de la transgresión; dicho de otro modo, siempre hay personas (generalmente marginales, mercenarias, expulsadas de universidades, vagabundas del espacio o vulgares mutantes) que incumplen las normas. Por otra parte, ya señaló Douglas Adams (¡Que no cunda el pánico!) que los viajes en el tiempo son una invención realizada simultáneamente en todas las épocas.
Claro que los mecanismos de autorregulación del universo, si existen y no son un simple consuelo de cosmólogos, pueden haber determinado que los viajeros del futuro no puedan hacerse evidentes en su pasado (ni los del pasado en el futuro, quizá por motivos más lineales) y esten condenados(?) a entrometerse en frustrantes antaños alternativos.
En todo caso, decir que la flecha inversa del tiempo es imprevisible, expresión tan querida al evocar la máquina steampunk de Wells, es ya un tópico fácil e inexacto, y se hace necesario pensar en círculos, a la manera helicoidal del ADN o a la tosca manera del Gran Colisionador de Hadrones.
Es este mecanismo brutalizador de partículas (las magnetiza, las acelera, las hace chocar para imprimirles el carácter de bosón) el que ha sugerido estas notas, porque acabo de leer que un par de científicos (Holger Bech Nielsen, del Niels Bohr Institute de Copenhague, y Masao Ninomiya, del Yukawa Institute for Theoretical Physics de Kyoto, nombres dignos de un congreso de futurología psicodélico a la manera de Lem) han especulado con la posibilidad de que el laboratorio del CERN esté siendo saboteado desde el futuro, para evitar el éxito de una experiencia aberrante, por la hipotética materia de Higgs que pretende producir.
Hermosa paradoja, y ahí hubiera quedado si el doctor Nielsen, mencionando1 el disgusto de alguna divinidad, no hubiera invocado la sombra irracional de las manifestaciones de lo sagrado. Y con ello mis sospechas: ya apareció la visión del cosmos patriarcal, protector y reaccionario.
En los mundos ideados por la Ciencia, cuya historia está llena de fracasos generadores de hallazgos, las cosas pueden no funcionar, la energía perderse, la radiación quedar como poso del infinito y las cosas ser a la vez ondas y partículas. Y hay objetos reales que sólo pueden ser detectados por sus huellas y de soslayo. En los mundos de las religiones, ocurre lo contrario: todo está quieto, sometido a sus propias cenizas y, sobre todo, vigilado por agentes pertinaces. Personalmente, no creo en las paradojas represivas. A no ser que lo demuestren, claro.
De momento, si tengo que aceptar una idea similar, simpatizo más con la opción de Asimov en Los propios dioses: quizá en el universo de al lado están algo molestos por nuestros hábitos de pésimos vecinos.

Notas
1. Admito que puede tratarse de una frase jovial sacada de contexto, un símil, a la manera del de los dados de Einstein. A los científicos les gustan estas cosas y gasear gatos ideales… Según el New York Times, Nielsen ha dicho: Bien, casi podríamos decir que tenemos un modelo para Dios, que más bien detesta las partículas de Higgs e intenta evitarlas. (Well, one could even almost say that we have a model for God, that He rather hates Higgs particles, and attempts to avoid them.) Y también quiero decir que hacía mucho que no me divertía tanto una hipótesis.

Ciudad sin espejo

Al difundir máquinas de atrapar encuentros, las nuevas tecnologías (que ya no lo son tanto, y pronto habrá que duplicar el adjetivo), han permitido darle un nuevo impulso a la idea de la espontaneidad tan cara a las vanguardias que gemían de placer ante rescates de botelleros, urinarios, caballos o cuerpos desnudos (la rabia de vestirse dio a los humanos la moda) sacados de sus contextos, tan artificiales como los que les esperaban, y expedidos hacia mejores mundos de collages y (re)tra(d)iciones estéticas. Lo cual, por supuesto, no sirvió para nada: ni para detener las guerras ni para hacer mejor el amor ni para evitar la conversión de la cultura en el atributo de un ministerio, una concejalía o la pretensión de una ciudad.

(No se preocupen, que esto avanza; despacio, pero avanza.)

El nuevo urbanismo, por otra parte, parece no existir sino como brumosa expresión de periodistas persecutores de la percusión editorial, contenedor que lo mismo recoge paseos pensados para los paseantes que piedras negruzcas como las que han puesto a parapetar el Ayuntamiento de Santander sacando a escena una presunta ruralidad que sólo puedo entender como humillación de lo rural mediante su incrustación en la urbe, si tal cosa ha sido la idea y no ha respondido a un azar de gusto pobre o a la necesidad de alquilar apoyos comprando piedras.

(Ambigua nostalgia: en esa Plaza del Ayuntamiento hubo en su día una fuente luminosa que ahora está exiliada en El Sardinero y la estatua de un dictador a caballo que lo dejaba todo muy claro.)

Dejando de momento el ni siquiera feísmo y el soberano aburrimiento de nuestras norteñas calles, hablemos del otro lado, es decir, de los paseos pensados para los paseantes. Como tengo un ejemplo a mano, voy a utilizarlo.

En Burdeos funciona desde 2006 el llamado “Jardín de las luces”, que incluye el “Espejo de los muelles”, superficie pulida junto a la media luna del Garona que, además de reflejar, actúa como una fuente cuyo fluir lo mismo imita las nubes que las lluvias. Es cierto que no está libre de críticas (consume mucha energía), pero los viandantes de todas las edades se lo pasan en grande. Era casi obligatorio hacer este vídeo uno de los primeros días del otoño, con medios toscos, mínimos, y de ahí esa celebración en el primer párrafo, ay, del ya viejo consumismo digital.

(Y, como tengo el día optimista, diré que la evolución, creo, nos devolverá la mirada limpia de píxeles y broza cuántica.)

Todo parece indicar que es posible añadir un espacio lúdico donde ya existía un espacio ciudadano. Claro que hacer lo uno sin lo otro viene a ser mucho más difícil. Percibo Santander como ciudad cuando la pienso en la Historia, cuando veo el dibujo de Joris Hoefnagel o evoco a la milicia cristiana requisando las harinas revolucionarias. Pero cuando la miro desde mi cotidiana peatonalidad, no capto esa idea de ciudad tan pregonada, sino la sensación de estar entre edificios tirados al lado de una bahía. Por eso no tengo muchas esperanzas de que alguien de por aquí con autoridad constructora pille del ejemplo el concepto, que, como muy bien decía Pazos, es muy importante. Pero lo dejo por escrito y grabado, por si sirve de algo. Y con ello no estoy pidiendo que hagan una mala copia de nada. Sólo que, para empezar, se bajen del coche un rato y se piensen peatones. A ver si encuentran algo que nos aproveche a todos.

El perdón de los pecados

Cuentan que, tras cometer alguna de las atrocidades que lo hacían tan parecido a muchos otros nobles de su época, el Marqués de Sade, denunciado por su suegra, que no le perdonaba lo que le toleraban su esposa y su cuñada, huyó en barco disfrazado de sacerdote en compañía del criado guardaespaldas encargado de aguantar la vela durante las azotainas y cópulas rugientes.

Cuando, en plena travesía, una tempestad amenazó con hacer zozobrar al navío, los pasajeros, aterrorizados, acudieron al marqués-cura en busca de consuelo y confesión.

Donatien Alphonse François de Sade amaba el teatro. Su biografía permite imaginarlo interpretando cualquier papel que le reclamara la sociedad: valeroso combatiente en la toma de Mahón durante la Guerra de los Siete Años, administrador de una sección parisina y renombrador de calles durante la revolución francesa (un esfuerzo más si queréis ser republicanos… ), paciente sacerdote que escucha y lava las culpas de los desesperados reproduciendo una ceremonia tan estricta como las suyas de laceraciones, ayuntamientos y polvos de cantárida… Seguro que, en medio de la tempestad, musitaba buenos consejos para el largo viaje mientras el criado aportaba plegarias y besamanos.

El barco consiguió llegar a puerto seguro y los pasajeros encomiaron la labor del beatífico padre cura que tan sereno y misional permaneció en medio de los elementos desatados.

Debió de ser grande el gozo del marqués mientras los asustados deslizaban en sus oídos las mieles de los actos definidos como pecados; y no es nuevo suponer que Sade, educado por clérigos, había sido bien iniciado en el placer de disfrutar de la larga lista de definiciones hasta necesitar, por puro aburrimiento, inventar una nueva cada día. Sin embargo, quizá la vulgaridad de los actos narrados por los posibles náufragos le hubiera devuelto al tedio de no haber participado también el momento teatral, los gestos de la impostura (bendiciones, tiernas reconvenciones, elogios del arrepentimiento) y el fondo musical del miedo, los impulsos de la tramoya creando un mar bramante, sin olvidar, en el momento del clímax-absolución, las expresiones de alivio de los que se creían a salvo del castigo original. Todo como en los milenarios fingimientos de las catedrales, pero con la inestabilidad del océano y el olor del preludio pánico bajo las gavias desarboladas.

Y, sin duda, mientras D. A. F. escuchaba las culpas ajenas, disimulaba la erección con un misal de atrezo.

Manos

Hay dos momentos de narraciones diferentes que muestran lo que me parece una interesante comunidad de gestos. El primero pertenece a uno de los raros relatos de Edgar Alan Poe con final feliz, aunque para llegar a él su protagonista, un librepensador prisionero de los ancestros de Ratzinger, antes debe recorrer, sin moverse de las tinieblas, todos los laberintos del infierno. Así acaba El pozo y el péndulo (1842):

Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos…
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.

El otro está en el Capítulo V del Libro III de Los miserables (1862) de Víctor Hugo. Jean Valjean se dispone a rescatar a la pequeña Cosette de las garras de los Thenardier, estereotipo de la explotación infantil, que la han enviado de noche al bosque por agua:

Hecho esto quedó abrumada de cansancio. Sintió frío en las manos, que se le habían mojado al sacar el agua, y se levantó. El miedo se apoderó de ella otra vez, un miedo natural e insuperable. No tuvo más que un pensamiento, huir; huir a toda prisa por medio del campo, hasta las casas, hasta las ventanas, hasta las luces encendidas. Su mirada se fijó en el cubo que tenía delante. Tal era el terror que le inspiraba la Thenardier, que no se atrevió a huir sin el cubo de agua. Cogió el asa con las dos manos, y le costó trabajo levantarlo.
Así anduvo unos doce pasos, pero el cubo estaba lleno, pesaba mucho, y tuvo que dejarlo en tierra. Respiró un instante, después volvió a coger el asa y echó a andar: esta vez anduvo un poco más. Pero se vio obligada a detenerse todavía. Después de algunos segundos de reposo, continuó su camino. Andaba inclinada hacía adelante, y con la cabeza baja como una vieja. Quería acortar la duración de las paradas andando entre cada una el mayor tiempo posible. Pensaba con angustia que necesitaría más de una hora para volver a Montfermeil, y que la Thenardier le pegaría. Al llegar cerca de un viejo castaño que conocía, hizo una parada mayor que las otras para descansar bien; después reunió todas sus fuerzas, volvió a coger el cubo y echó a andar nuevamente.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó, abrumada de cansancio y de miedo.
En ese momento sintió de pronto que el cubo ya no pesaba. Una mano, que le pareció enorme, acababa de coger el asa y lo levantaba vigorosamente. Cosette, sin soltarlo, alzó la cabeza y vio una gran forma negra, derecha y alta, que caminaba a su lado en la oscuridad. Era un hombre que había llegado detrás de ella sin que lo viera.
Hay instintos para todos los encuentros de la vida. La niña no tuvo miedo.

En los dos textos encuentro la transparencia de recursos y la sencillez de la literatura que todavía no se recreaba en la conciencia de sí misma. (Huelga decir que transparencia y sencillez no quieren decir banalidad ni simpleza.) Lectores y autores no eran todavía invenciones mediáticas, y el oficio podía entregar una precisa partitura de frases naturales para presentar el curso del miedo y el dolor hasta el remanso de una mano que desciende de las alturas.
En el caso de Poe, la aseveración final tiene un valor de deseo histórico, una apuesta por la libertad, no sólo del prisionero, sino también de una sociedad atenazada por el integrismo del Antiguo Régimen, con el que parece querer acabar en una suerte de Apocalipsis laico: trompetas, truenos, rugidos y huracanes contra los inquisidores.
En el caso de Hugo, la perspectiva infantil, de cuento de bosque y lobos, añade la figura del gigante como una aparición paradójica, enorme y oscura, que sin embargo, con un gesto único, libera a la niña del peso insoportable del cubo, de los terrores de la noche y del recuerdo de la esclavitud que la espera en una casa a la que no quiere volver. Hugo hace además una apuesta por el instinto, y el miedo desaparece.
En los dos relatos, y eso es lo que me resulta más atractivo, la eficacia de la conclusión reside en las manos que surgen cuando todo parece perdido. Ambos eligen como acto liberador el movimiento más primario de ayuda a un semejante: sujetarlo para que no caiga. Y el lector, de pronto, se siente a salvo.