Manos

Hay dos momentos de narraciones diferentes que muestran lo que me parece una interesante comunidad de gestos. El primero pertenece a uno de los raros relatos de Edgar Alan Poe con final feliz, aunque para llegar a él su protagonista, un librepensador prisionero de los ancestros de Ratzinger, antes debe recorrer, sin moverse de las tinieblas, todos los laberintos del infierno. Así acaba El pozo y el péndulo (1842):

Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos…
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.

El otro está en el Capítulo V del Libro III de Los miserables (1862) de Víctor Hugo. Jean Valjean se dispone a rescatar a la pequeña Cosette de las garras de los Thenardier, estereotipo de la explotación infantil, que la han enviado de noche al bosque por agua:

Hecho esto quedó abrumada de cansancio. Sintió frío en las manos, que se le habían mojado al sacar el agua, y se levantó. El miedo se apoderó de ella otra vez, un miedo natural e insuperable. No tuvo más que un pensamiento, huir; huir a toda prisa por medio del campo, hasta las casas, hasta las ventanas, hasta las luces encendidas. Su mirada se fijó en el cubo que tenía delante. Tal era el terror que le inspiraba la Thenardier, que no se atrevió a huir sin el cubo de agua. Cogió el asa con las dos manos, y le costó trabajo levantarlo.
Así anduvo unos doce pasos, pero el cubo estaba lleno, pesaba mucho, y tuvo que dejarlo en tierra. Respiró un instante, después volvió a coger el asa y echó a andar: esta vez anduvo un poco más. Pero se vio obligada a detenerse todavía. Después de algunos segundos de reposo, continuó su camino. Andaba inclinada hacía adelante, y con la cabeza baja como una vieja. Quería acortar la duración de las paradas andando entre cada una el mayor tiempo posible. Pensaba con angustia que necesitaría más de una hora para volver a Montfermeil, y que la Thenardier le pegaría. Al llegar cerca de un viejo castaño que conocía, hizo una parada mayor que las otras para descansar bien; después reunió todas sus fuerzas, volvió a coger el cubo y echó a andar nuevamente.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó, abrumada de cansancio y de miedo.
En ese momento sintió de pronto que el cubo ya no pesaba. Una mano, que le pareció enorme, acababa de coger el asa y lo levantaba vigorosamente. Cosette, sin soltarlo, alzó la cabeza y vio una gran forma negra, derecha y alta, que caminaba a su lado en la oscuridad. Era un hombre que había llegado detrás de ella sin que lo viera.
Hay instintos para todos los encuentros de la vida. La niña no tuvo miedo.

En los dos textos encuentro la transparencia de recursos y la sencillez de la literatura que todavía no se recreaba en la conciencia de sí misma. (Huelga decir que transparencia y sencillez no quieren decir banalidad ni simpleza.) Lectores y autores no eran todavía invenciones mediáticas, y el oficio podía entregar una precisa partitura de frases naturales para presentar el curso del miedo y el dolor hasta el remanso de una mano que desciende de las alturas.
En el caso de Poe, la aseveración final tiene un valor de deseo histórico, una apuesta por la libertad, no sólo del prisionero, sino también de una sociedad atenazada por el integrismo del Antiguo Régimen, con el que parece querer acabar en una suerte de Apocalipsis laico: trompetas, truenos, rugidos y huracanes contra los inquisidores.
En el caso de Hugo, la perspectiva infantil, de cuento de bosque y lobos, añade la figura del gigante como una aparición paradójica, enorme y oscura, que sin embargo, con un gesto único, libera a la niña del peso insoportable del cubo, de los terrores de la noche y del recuerdo de la esclavitud que la espera en una casa a la que no quiere volver. Hugo hace además una apuesta por el instinto, y el miedo desaparece.
En los dos relatos, y eso es lo que me resulta más atractivo, la eficacia de la conclusión reside en las manos que surgen cuando todo parece perdido. Ambos eligen como acto liberador el movimiento más primario de ayuda a un semejante: sujetarlo para que no caiga. Y el lector, de pronto, se siente a salvo.

Tiempo

Los diseñadores del tiempo quieren separar su medición de la física perceptible por los sentidos y encajarla en el mundo subatómico.
Puesto que el Sistema Internacional de Unidades ha definido un segundo como 9.192.631.770 períodos de radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio, es lógico que la definición de la hora como la veinticuatroava parte de un día solar medio resulte problemática.
Las señales de los relojes tradicionales, de agua, de fuego, de sol o mecánicos, se basan en la observación del movimiento. Siempre hemos dependido de lo visible o de lo sonoro: el rumor de un líquido, una vela que arde, las ruedas dentadas que giran. Los relojes más primarios, los de sol, al principio palos clavados en el suelo, caligrafiaban lo que los antiguos llamaron escritura de las sombras para representar el recorrido (falso) de la estrella por el firmamento, dictado por la rotación del planeta y entorpecido por la inclinación de las estaciones. Con la llegada de la física que ya intuyó Demócrito, se ha descubierto que la precisión reside en lo invisible. Esas son las paradojas que hacen poética la Ciencia.
Por algún proceso que se me escapa, pero en el que tengo que creer (porque, por ejemplo, escribo esto en un ordenador cuyo circuito es recorrido cada segundo por tres mil millones de impulsos eléctricos), esos 9.192.631.770 períodos que contiene la unidad de medida del tiempo son inflexibles, y nuestros días tienen que ser adaptados a esa realidad para iniciados haciendo el camino inverso desde los tiempos en que las horas se contraían o dilataban con la distancia entre el alba y el ocaso para mantener su número e ignorar la noche, cuya introducción en la medición fue otro avance.
Ahora aceptamos que el tiempo no es igual en todo el Universo y a la vez creemos entender que los segundos del átomo que vibra obscenamente en el centro de la explicación oficial son los más precisos.
Parece que nos estamos sometiendo a nuevos sacerdotes, a nuevas paradojas binarias o trinitarias, pero, al menos, cuando se paran los relojes, tenemos cierto derecho a pedir explicaciones y no aceptar la excusa de un dios esquivo o la atribución del lapso a nuestros pecados. Así, algo hemos ganado mientras perdíamos calor con la expansión del universo.

Más tristezas

No se llamaba Ismael.

La acobardada ciudad vigilaba al mediodía.

Durante mucho tiempo se había estado acostando muy tarde.

Nunca se molestó en buscar a la Maga.

Gregorio Samsa despertó aquella mañana después de un sueño apacible y comprobó que seguía siendo un bípedo corriente.

Tristeza

Nunca lo llevaron a conocer el hielo.

A propósito de Dábale arroz a la zorra el abad

Los palindrómos han influido seriamente en la percepción de otras disciplinas. Este que citamos es un caso claro que aporta una falsa idea sobre la nutrición de la zorra (Vulpes vulpes) a la vez que atribuye a las jerarquías del clero monástico la tradición de alimentar a dichos animales con raciones, es de suponer que generosas, de poáceas. La zoología se ha visto afectada en otras ocasiones. Baste señalar, de momento, la negación del hábitat a los estrigiformes presentada por Juan Filloy de una manera tajante: ¿Acaso hubo búhos acá?, quizá porque el maestro era tan ornitófobo como homófobo. Tampoco se excluyen derivas hacia predicciones que podrían asimilarse a la ciencia ficción, como Anotará la ratona.

Unidades de medida

Con la difusión del término microrrelato parece evidente la necesidad de regular las unidades de medida de la narración. Propongo el siguiente método, basado en el Sistema Internacional de Unidades, al que he aligerado de los prefijos que hacían alusión demasiado directa o familiar a múltiplos y submúltiplos (se me hacía poco literario). A la novela le he asignado el lugar correspondiente al kilo, el término mini es una licencia que no puedo dejar de permitirme. Relato (que uso además de nombre base) y novela corta se han ganado su lugar para servir de términos en constante debate. Estaría bien, además, añadir un ejemplo de cada medida…

De mayor a menor:

yottarrelato
zettarrelato
exarrelato
petarrelato
terarrelato
gigarrelato
megarrelato
novela
novela corta
relato
minirrelato
microrrelato
nanorrelato
picorrelato

 

Elogio de los microrrelatos (microensayo)

Me encanta Marcel Proust.