Cuenta Mario Vargas Llosa que, cuando supo que le habían concedido el Premio Nobel de Literatura, estaba releyendo El reino de este mundo, obra de Alejo Carpentier, comunista, diplomático del gobierno cubano, musicólogo y precursor (viajero a la semilla, habría que decir) de lo que vino a llamarse el boom de la literatura latinoamericana, cuyos asignados también pertenecen, por lo general, a órbitas ideológicas alejadas del liberalismo del galardonado hispanoperuano. En el caso de Vargas, sin duda, es fácil y casi obligado elegir al escritor y olvidar al político, y viceversa. Dudo que a José María Aznar, de leerla, le gustara ‘La casa verde’, por la que Hugo Chávez manifestó su admiración mientras le recordaba al escritor que él sí había ganado las elecciones. La derecha peruana, por cierto, no quiso votar a Vargas Llosa: prefirió a Fujimori. Pero a veces, y no sé si por su culpa, me parece que nuestro autor está preso en un laberinto mayor de lo común en las existencias contradictorias de los seres creativos, un embrollo de caminos en el que cada vuelta lo envía desde su pasado de niño bien militarizado a sus primeros oficios de literato de izquierdas, desde su literatura crítica y sus estudios sobre Gustave Flaubert y Juan Carlos Onetti a las novelas evasivas que nunca lo harán alcalde de Santa María y, quizá lo menos importante, pero lo más pertinente ahora por imposición de la unanimidad de los medios, desde su presente de por fin premiado a esa situación intemporal en la que un lector/escritor disfruta de un libro de Alejo Carpentier sobre Haití sin dejar de escuchar los sonidos del exterior, por si se abre una puerta y consigue este señor de derechas dejar de ser prisionero de la izquierda literaria, sea eso lo que sea.