Hacía calor y lloviznaba como una bendición erótica.
Las gotas microscópicas de agua, templadas por la contención del aliento de la neblina que ellas mismas tejían, pulsaban milímetros cuadrados de piel a temperaturas insensiblemente diferentes para constituir en el conjunto una variedad excitante (es la palabra exacta) de caricias absortas, adsorbentes, y a ellas se agregaban las salinidades del sudor y la saliva, de suerte que la estación se definía, por fin, palpable en moléculas e iones, carnal, real, animal, como la eyaculación de un sueño.