Esa acuarela sobre marfil de 9,52 x 6,73 cm es para mucha gente una obra maestra del erotismo. Me cuento entre sus incondicionales.
Abundan los elogios por la luminosidad del material translúcido que, para desgracia de los elefantes, soporta la esencia de la pintura al agua y el envoltorio de tules propio de un regalo concebido para elevar la percepción a ese grado en que la memoria busca las repeticiones del deseo: un marco volátil que amplía el marco real. Cuando, además, sabemos que esa imagen de unos pechos juveniles es el autorretrato de una mujer madura surgido en una sociedad puritana, la discreta transgresión incita al éxtasis.
Es la miniatura que Sarah Goodridge envió al senador Daniel Webster en 1828. Lo había retratado varias veces; su correspondencia (sólo se conserva la escrita por él) da indicios de una intimidad intermitente a lo largo de los años. Webster estaba casado. Cuando enviudó, Sarah le obsequió el cuadro de sus senos desnudos, quizá para atraerlo al matrimonio, aunque él decidió casarse con otra.
La obra fue bautizada, no sé por quién, como Belleza revelada. Me inclino a afirmar que, más que una revelación o una provocación, se trata de un recordatorio.
Sarah Goodridge era una miniaturista de éxito en una sociedad de símbolos ordenados en la que los pequeños retratos cumplían un papel de reconocimiento del arte de lo sutil, una especie de tímida ostentación que parecía (o simulaba) excusarse por no renunciar al lujo de los iconos privados cuando las imágenes todavía eran bienes escasas. La ausencia de erotismo manifiesto era otro componente del estado de los deseos. En uno de los textos más celebrados sobre la obra, The Revelated and the Concealed, John Updike señala: No hay nada parecido en las miniaturas estadounidenses, ni tampoco en la pintura estadounidense de la época. El desnudo, para los escasos e inhibidos artistas de la América del Norte colonial, era una cuestión de doncellas indias y deidades clásicas copiadas rígidamente de grabados europeos. Hasta mucho después de la Revolución (…), no hubo ninguna academia estadounidense donde los modelos en vivo posaran desnudos.
Es fácil aludir al disgusto o la decepción de la presunta amante, pero creo que hay más ironía que rabia en el regalo. Tampoco encuentro relación con las dogmáticas lágrimas del sexo que glosaron los psicoanalistas. No hay espacio para las solemnidades sadomasoquistas recreadas en el temor al vacío.
Para colmo, en el interior de la pieza aparece un detalle que reafirma lo diminuto: el lunar que ofrece a la vista el seno derecho. La mácula, una muestra de impecable realismo, insiste en la tentación para disipar o distraer la moral dominante; además, libera al conjunto de la abrumadora perfección y desvela y anticipa en un espacio mínimo la paradoja que el tiempo ha impuesto en los desnudos de William Bouguereau o Alexandre Cabanel: las venas azuladas de frío que busca la mente en La ola y la no menor frialdad casi urticante de El nacimiento de venus y otros defectos o excesos nos permiten hoy, corregidos por la memoria hedonista imposible de omitir, disfrutar del arte académico reconociendo las obscenidades que nunca quiso tener o la lascivia que quiso disimular.
La sinécdoque de la belleza rebelde de Sarah Goodridge, una expresión genial de ironía erótica, no necesita más profundidad que la de la piel ni más luz que la de 53,6 centímetros cuadrados para revolucionar los sentidos.