El Centro de Artes Plásticas Contemporáneas (CAPC) de Burdeos está situado en un antiguo almacén de productos coloniales, un espacio de grandes dimensiones que por sí solo merece la visita. Conserva el aire, el sonido y los grafitis de su misión original. Es un lugar lleno de ecos mercantes con tintes de templo laico donde las piezas de la exposición Left behind, de Jim Shaw, se acomodan sin contradicciones.
Shaw es un artista de amplios ámbitos, y no solo por su afición a pintar grandes telones teatrales. Es dibujante, pintor, escultor, escenarista, músico (fundador del grupo pre-punk Destroy All Monsters) y coleccionista.
Parece que quiere reunir en su persona una panorámica, en página de cómic y con muchas viñetas escaladas mostrando acciones simultáneas, de la generación de artistas a la que pertenece. Una generación que quizá no aprecia las generaciones, esa idea tan asociada en su país, USA, a las de pioneros, padres fundadores, valores conquistados con sabor a carne de búfalo y esencias (“preciosos fluidos corporales” que, diría el General Jack D. Ripper de “Dr. Strangelove”) irrespirables en la paz de las urbanizaciones de tráfico lento y tartas de buena vecindad. Irrespirables porque la habitual retórica del lugar quiere que esa paz esté cimentada en el miedo a perderlo todo por un golpe de mano roja, amarilla o musulmana.
Un tipo este Jim Shaw que sin duda ama profundamente todo eso, pero al que las pesadillas del otro lado de la moneda le hacen coleccionar y representar la parafernalia religiosa y visceral que acompaña al gran tinglado de la gran nación. Y además es californiano, del estado en el que la sociedad, dicen, es más liberal, y en el que gobierna un actor europeo reconvertido en político americano conservador. Dicho así, todo parece tan confuso…
Nuestro hombre en el museo es también creador (pero sostiene que surgió en el siglo XVIII en el ‘cinturón bíblico”, donde rechazan con saña a los evolucionistas) de una religión-sumidero, el O-ísmo, con divinidad femenina, creyente en la reencarnación y enemiga de lo figurativo, en la que ha ido encajando, de grado o por la fuerza de la razón que le ha dado la marea integrista de su país, los iconos, las leyendas, los ritos y el canibalismo fundacional.
Al parecer, en lo tiempos de la gran expansión, abundaban los episodios de exploradores hambrientos obligados a comulgar con sus iguales, y las avenidas nacidas de las praderas cuando los vaqueros se convirtieron en viajantes y la épica se refugió en centros comerciales y jardines con inevitables segadoras no sirven para asfixiar del todo esos orígenes ni los cementerios robados a los indios. Dicen las leyendas que el canibalismo subsiste en los suburbios. Y que desde la era Reagan ha aumentado.
En los escenarios y murales de Jim Shaw hay, por ejemplo, una mujer con traje de los años cuarenta esperando o no sabiendo a dónde ir con una maleta, en una esquina, ante un laberinto surreal flotante entre edificios prósperos y misteriosos (rara conjunción la de estas dos palabras), de modo que uno tiende a pensar que esa mujer no deberá estar ahí, ante un mundo tan grande y opaco, recién llegada a la ciudad que parece inesperada, como si en su lugar hubiera sido más lógico que, al bajar del tren, encontrara un páramo. Y sabemos que esa presencia casi esquinada ha devenido un tópico para dar lugar a cualquier historia de amantes, ladrones y perdedores, la vida es así de bonita, baby.
Pero tampoco parece buena idea (y sabemos que ocurrirá si un narrador con los artificios de la buena serie negra no lo remedia) recluirla en una casa con backyard donde reina la cortacésped (no puedo volver a llamarla segadora porque al lado hay una botella de leche repartida por empleados blancos en furgonetas blancas y el periódico que ha lanzado con precisión el chico de la bicicleta apenas muestra en portada el fango del sur agitado por los huracanes), la bicicleta plegable que los niños siempre olvidan plegar, la tumbona que el marido siempre olvida recoger, el aspersor aburrido que murmura mientras se comentan las novedades del cine al aire libre y el nuevo coche de la señora Robinson.
Y es bueno tener de fondo esa monotonía de agua que cumple los ciclos y que sin embargo parece menos tediosa que el recuento de esos hogares tan separados pero, como en el relato de John Cheever (me refiero a El nadador, que Frank Perry, con ayuda de Sidney Pollack, llevó al cine en 1968 con Burt Lancaster como protagonista), atados por piscinas comunicantes. No puede quedarse ahí esa viajera, así de sola, sin tener al menos la oportunidad de tirarlo todo por la borda durante un paseo por la inmediaciones del rascacielos a cuya terraza no había subido nunca porque desde el barrio en que cada casa tiene tiene su buzón y su cubo de basura esos lugares elevados con bares parecen los templos donde los cálculos petrolíferos se edulcoran con cuadros abstractos, superficies lisas y trazos poco angulosos, con escasas concesiones a la expresión. Es el arte sin conflicto por excelencia, la opción de los millonarios americanos desde los tiempos en que Rockefeller rompió con Diego Rivera. Qué le vamos hacer. Sospecho que a Shaw no le apasiona esa idea del arte.
Este tipo, Shaw, parece saber algo que los presidenciables de corbata (sólo se la quitan para exhibirse ante la barbacoa y cuando mandan gente a la guerra, y entonces salen con uniformes de combate aunque jamás hicieron la mili) ocultan a las ilusionadas familias (siempre la familia) de la gran democracia plutocrática. Quizá de ahí haya obtenido ese lienzo de tipos gordos con penes exagerados que vuelan como espermatozoides. Se ve que aprecia las mutaciones, y en la bandera las barras se han vuelto serpientes y al centro comercial está atado un recién nacido, globo rosa cautivo al que nadie quiere cortar los lazos.
Son lienzos como fondos de escenarios. A veces los colores suaves, pasteles, y la luz tamizada parecen desmentir la presunta agresividad del tema. En un bosque de árboles curvos, ha tomado tierra el gurú-pulpo.
Tampoco faltan las referencias al terror, la conspiración, la necesidad de explicarlo todo mediante los reconfortantes recursos místicos y/o extraterrestres, a los ritos masónico-amerindios, a los maestros flamencos y surrealistas, a Pablo Picasso y al largo ferrocarril de costa a costa. Por cierto que el dólar se ha vuelto de kriptonita.
En esta recopilación de obras, reunidas bajo el epígrafe de ‘Left behind’ porque se trata de descartes, de abandonos de escenografías de óperas-rock, de arrepentimientos de otras exposiciones y de series sin acabar, sorprende la coherencia. Es decir, se trata de obras segregadas a lo largo de la trayectoria del artista de otros trabajos y ciclos cuya caída en las cunetas les ha hecho encontar su razón de ser en el resumen de una trayectoria que, volviendo al asunto del coleccionismo, se complementa con una vitrina llena de estampas religiosas recopilados por Shaw, exvotos gráficos que le sugieren las iluminaciones que transforma en espectáculo.
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