Hace años, en Nantes, me sentí un poco culpable por preferir que no cambiaran los nombres de las calles bautizadas en honor de los negreros que financiaron el progreso de la ciudad. La corporación municipal decidió mantener las denominaciones otorgadas a los enriquecidos con un comercio que, durante cuatro siglos, secuestró, deportó y exclavizó a más de once millones de personas. “Debemos asumir la herencia de la historia”, dijeron. Pero quedaron posos amargos: una sensación de tener razón sin merecerlo y una indignación que, por suerte, no afectaba sólo a la ciudadanía afrodescendiente.
Aunque las guías turísticas y los libros de texto no rehuían la realidad de las calles esclavistas y las mansiones decoradas con triunfos coloniales y en 2012 se inauguró el Memorial de la Abolición de la Esclavitud (una reparación a base de luz y poesía, espacios de reflexión, refracción y eventos que algunos tacharon de escenografía burdamente beatífica), esas muestras de contrición no atenuaron las controversias. Así que, en 2023, se instalaron bajo las placas de las calles paneles que informaban sobre las actividades de los nombrados. Dicho de otro modo, frente al borrado, aumentaron la apuesta por el conocimiento.
Por supuesto, hay personas en contra de esa medida entre los partidarios de justificar el esclavismo y los de la simple omisión, sin olvidar a los apóstoles de las equidistancias, que casi siempre manejan balanzas trucadas.
Creo que no es bueno limitarse a retirar los elementos urbanos dedicados a criminales cuyas huellas, aunque no se les nombre en ellas, están por todas partes: no sirve de reparación del daño ni reconoce la memoria de las víctimas. El propio hecho del homenaje a los victimarios es un dato que debe constar como parte del conocimiento y el análisis de la historia. (Me sorprendo a mí mismo sintiendo la necesidad de escribir este párrafo.)
En la historia de Cantabria (el puerto de Santander compitió con éxito en la trata atlántica), también hay magnates negreros y abundan en torno a ellos el bombo, el boato y la loa. Son santos de nuestro panteón de la beneficencia. Se les venera en nuestro contexto y se les disculpa con el suyo. Las autoridades son cómplices e impulsoras de una población que, en su mayoría, celebra esos referentes o, si el escaso debate la alcanza, bosteza con indiferencia.
Respecto a nuestros esclavistas, soy partidario de adoptar la medida francesa. Aquí, como en Nantes y otras ciudades que han seguido su ejemplo, su obra permanece como parte fundamental de la ciudad: los palacios, edificios, obras públicas o trazados urbanos merecen que sepamos los orígenes de sus cimientos.
Pero el valor de esa propuesta no es universal. Lo que vale para los próceres constructores de hace siglos (España no abolió la esclavitud hasta 1886) no lo hace para los criminales más recientes. Si la construcción deja huellas firmes que lo complican todo, la memoria inmediata de la destrucción (¿acaso no conviene preguntarnos hasta qué punto son sólo historia una derrota y una victoria que siguen vigentes?) debería simplificar la abolición de los tributos a los que bombardearon y asaltaron la ciudad para acabar con un régimen democrático legítimo y configuraron lo visible y lo invisible a imagen y semejanza de sus dogmas e intereses. Por otra parte, aunque se borre lo visible (y es de justicia hacerlo), hay demasiadas cosas invisibilizadas cuyas toxinas seguimos respirando.
Parafraseando el bolero, si el borrado es el olvido, esa razón me parece tan inaceptable como el conformismo de la distancia o el aquí no ha pasado nada de los tibios, siempre tan amistosos, que sin duda tendrán mucho que decir cuando se elijan los nuevos (o se recuperen los antiguos) nombres de las calles.