Cada uno interpreta la sociología como le interesa, aunque Nadie lo diga en voz alta.
Ese tipo que, con letra ilegible, firma sus vandalizaciones como Juan Nadie (tal vez sea un pseudónimo colectivo, como quizá Ned Ludd) ni siquiera puede justificarse con la ignorancia ni con el exceso de ocio después de diez contratos encadenados en hostelería sobre horas y trabajo irreales porque parte del asueto impuesto tras la resaca lo ha empleado en saber sobre cristales rotos a muy alto nivel. Ni puta falta me hacía, murmura mientras destapa la garrafa de gasofa, esencia que el calor de la noche vaporiza (eso favorecerá la combustión), la cual reparte entre el contenedor (tres días lleva oliendo a tripas de pescado) y los cartones que lo rodean. Tiene otro par de recipientes más pequeños en la mochila con el mismo líquido, obtenido en el aparcamiento del último empleo, a ver si se creen que voy a pagar por ello.
Pero estuvo leyendo en busca de pruebas de su propia felonía y descubrió el experimento del famoso Philip Zimbardo, que gustaba de jugar con cárceles para mostrar lo fascistas, sumisos y traidores que podemos llegar a ser. Era colega de Milgram, el de los electrodos llevados al cine bajo la atenta mirada de Yves Montand (bueno, de su personaje en ‘I… como Ícaro’, pero la distinción entre realidad y deseo…) y aplicados por personas educadas, justas y buenas para ganar la aprobación de la autoridad, y aun así Montand estaba casi tan atractivo como cuando cantaba la canción de los partisanos, puede que más, tiene que ver la peli entera, que sólo hay un tráiler en youtube… Juan Nadie no debería aprender esas cosas. Algo ha fallado en el sistema educativo. Una rata mira al incendiario.
Seguro que les han contado la historia en cualquier bar: Zimbardo puso un coche con un cristal roto en un barrio de gente acomodada y lo desmantelaron vándalos desconocidos con el mismo énfasis que lo respetaron en un barrio pobre cuando el cristal estaba intacto. Y viceversa. Luego, dos tipos oportunos, Wilson y Kelling, usaron el experimento para sacar conclusiones muy interesantes para el poder: las normas deben ser obedecidas; son el orden; si se deteriora el orden se deteriora la comunidad. También avisaron que cada cristal roto debe ser reparado de inmediato, pero la rentabilidad tiene muchos raseros. Cuesta mucho aplicar ese concepto a discriminaciones y desigualdades y muy poco a las víctimas de esas situaciones. La mayoría de los ayuntamientos subieron las multas, pero no las reparaciones. Algunos ni multas ni reparaciones porque, al fin y al cabo, los contenedores son de plástico barato, y es más barato aún no reponerlos enseguida.
Nadie enciende el bic. Tengo derecho a joder lo jodido, afirma: cada uno interpreta la sociología como le interesa, aunque Nadie lo diga en voz alta. Nadie podrá pasear entre sus victorias durante meses. Su afirmación es simétrica a la de muchos alcaldes: la culpa es de la gente. Nadie es simpático rompiendo cristales como el chico de Charles Chaplin; es decir, no lo es: el lenguaje está lleno de trampas. Nadie ha visto ‘El chico’, pero no le gustó. Juan Nadie tiene un tirachinas que lanza bolas de plomo. Es el guerrero de las farolas, el justiciero de los falsos palomares. Las bolas de plomo son difíciles de encontrar porque aquí no hay industria.
El asunto de Zimbardo se convirtió en algunas ciudades en política de ‘tolerancia cero’ y sirvió para justificar medidas policiales contra los marginados sin ninguna crítica a la marginación y a la desigualdad económica. Los ricos, en cuanto ven un coche abollado en sus zonas residenciales, hacen que alguien se ocupe de ello. Nadie, sólo o en compañía de otros, deshonra las calles accesibles.
Hacía tiempo que había echado el ojo a un par de contenedores. Uno de ellos no se podía abrir porque el mecanismo de palanca estaba roto, el pedal bailaba flojo y loco, y el otro no aguantaba la carga de toda la zona. Estaban rodeados de bolsas biodegradables, como manda la ley, picoteadas por gaviotas y palomas y roídas por ratones. Las gaviotas, a su vez, se deshacían de las palomas a picotazos y los gatos no daban abasto para mantener a raya a aves y roedores. Y además el vándalo le había prometido a la anciana del séptimo que haría algo sobre el asunto. Ella no podía pulsar los pedales. La anciana no había entendido nada; pensó que iba a quejarse al Ayuntamiento: no te van a hacer ni caso, hijuco, dijo. Nadie quemó los contenedores y le sobró combustible para ajustar cuentas con el que aparcaba ocupando la poca acera que había. Luego se lió a pedradas con todas las farolas de la calle, porque le molestaba tanta luz y necesitaba hacer algo sin motivo.