Para evitar decepciones, debo advertir que esta historia -apenas un simulacro de alarma- concluyó en un final sin solución y, meses después, obtuvo un colofón lamentable.
El 23 de abril de 1904, el periodista, crítico literario y polemista Luis Bonafoux (francovenezolanoportorriqueño de nacionalidad española con vínculos reinosanos), que entonces era corresponsal en París del Heraldo de Madrid, hizo llegar esta crónica a su amigo José Estrañi, director de El Cantábrico:
PARÍS AL DÍA – POR ALFONSO PARDO – Á PEPE ESTRAÑI, SANTANDER
Mi querido amigo:
Suelo encontrar en tú periódico cosas muy humanitarias, ecos del dolor humano, reivindicaciones santas, hermosas páginas, suscritas por Sánchez Díaz, por Angel Guerra, por otros periodistas que parecen europeos en el modo de pensar y sentir.
Una triste noticia me lo hizo recordar ayer. Creo que sabes que de Santander y Asturias salen frecuentemente muchedumbres de barquilleros que pasean sus cajas, pintarrajeadas de rojo y gualda, por las costas bretonas, por las costas normandas, por las ferias de París, y de sus alrededores. Vienen por lana y, generalmente, vuelven trasquilados.
Pero yo no sabía una cosa: que hay quien ejerce la industria de explotar chicos barquilleros de Santander y Asturias, compitiendo con los malos hombres que explotan chicos italianos, vendedores de estatuillas, sometidos por sus amos o arrendatarios a horribles martirios, que más de una vez arrancaron protestas a la Prensa de París.
Una señora, amiga mía, me refirió ayer lo que voy á contarte:
«Mi chico venía hacia Asnières, cuando vio en la pasarela un niño, como de doce años, sin abrigo, sin sombrero, calado por la lluvia, con la cara surcada de lágrimas y de sangre de una herida recientemente hecha. El niño quería explicar algo á un corro de gentes compasivas que se habían acercado a él; pero sin acertar á hacerse comprender de ellas, porque hablaba un idioma extranjero. Mi chico lo oyó; le contestó en español, y supo que el niño dolorido se llama Alfonso Pardo, de la provincia de Santander, que de allí vino á las órdenes de uno, español como él, a vender barquillos entre París, Clichy-Levallois y Asnières. Duerme en un rincón da la cocina; le dan, una vez al día, pan y agua; no ha comido carne en los dos años que lleva en París; cuando vuelve al domicilio tiene que entregarle un franco, como mínimo, al patrón, y el día que no lo lleva tiene que sufrir un castigo. Primero le dieron pescozones y puntapiés; después le dieron latigazos; ahora, el patrón le quema com hierros enrojecidos; una herida de la cara es la huella sangrienta de una quemadura…
Pero su martirio -continuó refiriéndome la señora- no se limita al interior de su rincón, y alcanza también a la calle. El niño estaba ayer en la pasarela, voceando sus barquillos, cuando los vecinos de la pasarela vieron que se acercaron a él dos apaches, le taparon la boca, le robaron los cuartos que tenía en el bolsillo, le sustrajeron los barquillos y le dieron un puntapié a la caja, pintarrajeada de rojo y gualda, que era su bandera.
Y el niño, llorando, quería expresar a los que le preguntaban lo que le pasaba, que no podía ir en busca de su ración de pan y agua y de su baldosa de la cocina porque no se le despintaba de la imaginación la cólera del amo con su hierro candente.
Mi hijo me contó la desdicha, y volvió a llevarle al niño algo de comer, un gabán viejo y una gorra inglesa, con los colores de la bandera inglesa, que tal vez consiga hacerlo un poco respetable.»
Querido Pepe Estrañi: ¿no podría averiguar quiénes son los padres del niño Alfonso Pardo, mientras averiguo yo quién es el patrón del niño y lo llevo á la Prefectura de la policía?
Tu amigo y compañero, Luis Bonafoux.
El 26 de abril de 1904, en el mismo periódico, Ramón Sánchez Díaz se exasperaba:
No busquen ustedes a los padres de Alfonso Pardo. Han muerto; tienen que haber muerto.
(…)
Los que soñamos con grandes ideales de suprema libertad, caemos de vez en cuando en la barbarie de la coacción. Leídas laa hermosas líneas de la crónica de Bonafoux, como leídos otros espantos por el estilo, como vistos los cruentos martirios de la infancia que trabaja por talleres y por circos, caigo en la creencia de que sería preciso castigar el parto.
(…)
Tienen razón los anarquistas. Estoy a punto de creer que la única lucha política de sentido común y de sentimiento humano positivo, lógico, profundo, es la Idea que no quiere nada con el Estado. Lo estamos viendo en todas partes; pero aquí es una burla tan sangrienta que da gana de morir antes de presenciarla. Los Estados hacen leyes y más leyes que casi nunca se cumplen: son de una imperfección tremenda porque no están hechas jamás con el corazón. (…) Por ejemplo, esa irónica, ridícula arlequinesca ley de protección á los niños ¿cómo se cumple? ¿Hay algún taller dentro de la ley? ¿No lo ve nadie? (…). Los niños tendrán que ir al trabajo hasta que los padres sepan conquistarse el pan. Además, por no saberlo los hombres, en España trabajan solo las mujeres y los niños. La protección se ha hecho para los hombres, por lo visto…
No busquen ustedes á los padres de Pardo. Cuando yo he viajado, he visto subir á mi coche pequeñitos que iban a Madrid, o a Andalucía, o a la Habana. A los diez años estorbaban en casa, corrían mucho, jugaban demasiado. No iban a ser nunca hombres… Salía el tren, la madre lloraba cuatro lágrimas, el padre reprendía á la mujer porosas flaquezas, y acabado. (…) Después los he visto en la tienda de ultramarinos de Madrid, o en la tienda de montañeses en Andalucía, arreados siempre, peor tratados que los presos y que las bestias, bajo los bofetones, los insultos y la voracidad de amos que debieran estar cien veces en presidio.
(…)
La escena del barquillerito en la espantosa soledad del enorme París, me hace renegar de la vida y de toda esperanza. (…) Yo quiero á esos pequeños de la desgracia oon todo mi corazón. Por no verlos en Madrid, vendiendo periódicos durante la cruenta helada de la noche, no me atrevo a salir casi nunca. Por no verlos en Reinosa, durante el invierno asesino, me alegro de haber tenido que marcharme de allí…
R. Sánchez Díaz.
A partir del 27 de abril de 1904, Alfonso Pardo desapareció de las noticias y de las inmediaciones de la pasarela de Asnières. Estrañi expresó así su derrota:
Querido amigo Bonafoux: ¡Buen chasco me he llevado! (…)
Yo, cándido de mí, creía que tu hermosa crónica, propagada profusamente por todos los pueblos y rincones de la Montaña, había de ser eficaz para descubrir á los presuntamente desconsolados padres del niño Alfonso Pardo. Sánchez Díaz, menos cándido que yo, nos dice ayer, en su brillante y vigoroso estilo, que no nos cansemos en buscarlos, que deben de estar muertos. Así debe ser cuando no respiran. R. I. P.
(…)
No sólo han sido víctimas de esa enfermedad epidémica espiritual los padres del infeliz barquillerito montañés, sino también (…) todos sus parientes hasta el séptimo grado de consanguinidad. En el pueblo que fue casa de Alfonso Pardo y en los limítrofes no ha quedado un solo habitante con el alma viva. Todos han muerto: vecinos, alcalde, secretarios, curas párrocos, médicos, veterinarios, ¡hasta la pareja de la guardia civil que debe de circular por aquellos
contornos!
(…)
Sí, Luis, no te quepa duda; los padres de Alfonso Pardo y todos cuantos les conocen y callan, serán seres vivientes por fuera, pero, por dentro, son cadáveres putrefactos.
¿Los insultamos, o los compadecemos? Tú dirás.
“No creas que por esta decepción lamentable me voy á dar por vencido, abandonando una empresa que tuve la candidez de creer sencilla y que se me presenta ahora llena de dificultades. Hay que averiguar quiénes fueron los que engendraron á ese desventurado niño y lo averiguaré.
¡Querido Luis, ‘au revoir !’
A pesar de esa proclamación de esperanza y empeño, no aparecieron más informaciones sobre la búsqueda, pero sí se produjo un reflejo mediático.
El periódico La Atalaya, rival conservador de El Cantábrico, se había solidarizado con el esfuerzo de la competencia en hallar a la familia del niño:
El cronista parisiense del Heraldo de Madrid, Luis Bonafoux, ha tenido un rasgo. Nosotros se lo aplaudimos, ya que tantas veces hemos lamentado los atrevimientos de lenguaje de aquel veterano periodista. Es una prueba de la serena imparcialidad con que procuramos obrar siempre (…) Difícil nos parece dar con los padres del niño cuyas torturas y martirios describe Bonafoux, a no ser que la infeliz criatura haya ido a parar a París contra la voluntad de su familia o por circunstancias completa, radicalmente opuestas a sus deseos y a los de los suyos. Más difícil nos parece dar con todos los niños que en el extranjero están corriendo una suerte, parecida á la del infelicísimo barquillero de París, pero esto no estorba para que llamemos la atención de las autoridades hacia el hecho denunciado y las excitemos a practicar las averiguaciones consiguientes, aunque para ello sea preciso realizar una ruda labor de investigación.
Pero, unos meses después, en octubre de 1904, cuando quizá quedaba del asunto un vago malestar que debía ser disipado, La Atalaya publicó un reportaje sobre los barquilleros de París con el que parecía querer recuperar -por omisión- y generalizar el final feliz perdido. Recurrió para ello a una crónica de Juan de Bécon, pseudónimo de Cristóbal Botella, ex diputado en las Cortes, consejero de la embajada de España en Francia y corresponsal del diario monárquico La Época:
EL BARQUILLERO
Los chicos franceses que juegan en el jardín de Luxemburgo, que corren por las Tullerías, que respiran el aire libre en el Bois, que alegran con sus trinos de pájaro las frondosas alamedas de los Campos Elíseos, conocen al ‘personaje’ español, otro chico como ellos, el clásico barquillero de la provincia de Santander.
Es un amiguito amable, simpático, a quien esperan con impaciencia todas las tardes.
Apenas sabe el francés, lo chapurrea, pero se entiende con ellos a las mil maravillas.
Y es que los chicos, unos con otros, logran comprenderse siempre, aunque cada uno se exprese en un idioma distinto. Para ellos no hay Torre de Babel posible.
Tienen una fuerza de expresión asombrosa. Hablan con los ojos, con las manos y aun sin articular palabras ni gritos, con los labios mismos. Conservan la costumbre, que con el tiempo van perdiendo, que adquirieron cuando no sabían hablar, de hacerse entenderse por gestos.
Por eso el barquillero español y los niños franceses no tropiezan con graves inconvenientes, á pesar de la diversidad de idiomas, para sostener sus diálogos y comprenderse mutuamente.
Y el barquillero es una personalidad saliente, querida y hasta admirada por la legión bulliciosa de mujercitas y hombrecillos del porvenir que pueblan en la primavera, durante el verano y en los primeros días del otoño, los espléndidos jardines de París.
La industria de los barquillos es una industria española, santanderina, implantada por españoles en la capital de Francia, los actuales expendedores de esa mercancía son también españoles.
De Santander vinieron siempre á París los fabricantes de barquillos; pero antes no venían más que los fabricantes, y ahora vienen con ellos los chicos que los venden por laa plazas, calles y jardines.
Es asombroso el número de barquilleros españoles que hay en París. Pasan de 200, según me ha dicho uno de ellos. Son vendedores ambulantes de 14, de 16 y 18 años.
Son los mismos que se conocen en Madrid, y con la misma indumentaria: con su pantalón de pana, su blusa azul y su gorra obscura.
Antes los fabricantes de barquillos santanderinos se valían, para expender su mercancía, de los camelots franceses que recorren los bulevares vendiendo baratijas.
Pero los camelots no sabían vender barquillos y los que aprendían el oficio solían engañar á los fabricantes de ese alimento espiritual. Era la quiebra del negocio.
Los santanderinos resolvieron el problema transportando de España a París, con las cajas cilíndricas de latón donde los barquillos se expenden, con la ciencia para fabricar barquillos y con las ruletas ambulantes, a los vendedores clásicos de esa mercancía montañesa.
No fue obra de su propio ingenio la solución del problema. La aprendieron en París de otros empresarios, que habían luchado con igual dificultad que ellos, y que de ese modo lo habían resuelto. De los italianos que vienen aquí, y que van a todas partes, a vender santos de barro.
(…)
Tampoco servían para expender semejante mercancía los camelots franceses… o servían demasiado.
Los escultores italianos trajeron á París y llevaron á todas partes, contratada para ese objeto, gente moza de Italia.
Los fabricantes de barquillos de la provincia de Santander imitaron el ejemplo, y desde entonces fueron, á la vez, fabricantes de barquillos y empresarios de vendedores montañeses.
Cada fabricante -y hay varios en París- contrata en Santander seis, ocho, diez… los chicos que necesita, y ellos vienen aquí a sus órdenes, a un domicilio común, y pasan vendiendo barquillos.
Los contratos suelen hacerse por tres años, y durante eae tiempo son de cuenta del empresario la casa, la comida y el vestido del expendedor de su mercancía. A los tres años, al concluir el contrato, el joven montañés recibe una cantidad, con que vuelve á su tierra. Generalmente son 75 duros españoles.
-¿No os mantendréis de barquillos? -decía yo días pasados á uno de ellos.
-No, señor -me contestaba el chico, con cara alegre y sonrisa picaresca- nos dan bien de comer: comemos carne, y, sobre todo, muchos garbanzos.
¡Garbanzos en París!…
Sí, garbanzos. Los santanderinos no se contentan con traer barquillos y chicos para que los vendan y la caja cilindrica de latón y la ruleta… traen, también, garbanzos para atiborrar con ellos á sus esclavos temporales.
-¿Y os tratan bien? -pregunté á mi barquillero.
-Bien, y mal, según los casos -me contestó.
-¿Y de qué dependen esos casos?
-De lo que se vende… y también de cómo se porta uno.
Seguí hablando con él, y de pronto, con la energía del sociólogo que acaba de descubrir, como resultado de larga observación, un hecho social de grave transcendencia, exclamó coa acento resuelto y firme:
-¡Caramba! Y lo malo es que cada vez hay menos chicos en París, y eso no es bueno para vender barquillos.
-Eso dicen -me limité á contestar.
Ellos venden barquillos y aprenden francés… y aprenden otras muchas cosas.
Para algunos es un bien. Y no faltan los que concluyen por quedarse en París.
Terminan su contrato, cobran sus 75 duros, los cambian en francos, ¡y a vivir!
Mientras tanto, van con sus barquillos a cuestas por esos mundos de Dios, haciendo la felicidad de los niños franceses y engatusando á los franceses que ya no son niños, para que jueguen barquillos á la ruleta.
Las estadísticas demuestran que, cuando llega ese caso, los chicos de Santander resultan más listos que los hombres de París.
JUAN DE BÉCON.
Ese oportuno reportaje no duda en mencionar la esclavitud, pero apenas la sitúa en el anecdotario con condescendencia, es decir, entre la tolerancia y el desdén, de modo que aligera el drama y acepta el mundo como un inmutable producto del juego del azar y el destino. No sugiere remedios individuales ni colectivos. No hay nada que reparar.
La contundencia de los anarquizantes Bonafoux y Sánchez Díaz y el excomulgado Estrañi se diluye en la brevedad del encuentro y lo trivial de los ecos. Se consagra la desaparición de Alfonso Pardo y se devuelve la trata de niños barquilleros a la condición impersonal de los oficios populares y populistas, el tipismo, la tradición picaresca y la supuesta felicidad natural e indomeñable de la infancia.
Está clara la distancia entre el liberalismo radical y anticlerical, teñido en distintos grados de socialismo, utopismo, federalismo y laicismo, y el conservadurismo católico, que trata de inmiscuirse con su caridad en la reivindicación de carácter más subversivo.
Los contratadores de mano de obra barata infantil, si alguna vez llegaron a preocuparse, debieron de sentir alivio al ver que el testimonio de la señora de Asnières quedó como una excepción, apenas una mancha en las banderas de las latas de barquillos y la simpatía de los tutelados.
Las emigraciones gremiales de personas cántabras están en nuestros tiempos muy asentadas en la memoria identitaria. Pero me temo que el interés general no busca una mirada interrogante sobre el pasado. Se alaban los esfuerzos y el sufrimiento, los regresos triunfales, la generosidad e incluso la ostentación de las nuevas fortunas indianas, y se lamentan los fracasos. Pero un imaginario instituido de comunidad-avestruz omite el análisis de los motivos y difumina las presencias inquietantes en las estampas del retablo. Es el triunfo de la actualidad conformista que se autodefine encantada de reconocerse en los autohalagos de los liderazgos.
Las amas de cría eran hermosas mujeres vestidas con trajes blindados con aderezos de monedas, los polizones eran valientes constructores de nuevos mundos; los raqueros, niños de nauticobucólica y gimnástica desnudez, y los barquilleros, traviesos jugadores de ruletas ambulantes.
Es cierto que siempre se añade -como falso pudor- la nota al margen de los que nunca salieron de pobres, pero eso son cosas que pasan sin huella, como fantasmas sobre la lejana pasarela del Sena: el precio lírico del orden, la paz y el orgullo.