Este artículo de Vicente Gutiérrez me ha recordado la vieja cuestión de la perspectiva, un desafío para geómetras y, por inercia, la triste situación del paisaje urbano.
Daniel Arasse, un hombre que miraba cuadros, decía que la perspectiva elegida depende del encuadre. La cosa parece simple, pero una segunda reflexión (es decir, cuando se levanta la vista del primer punto de fuga) nos pone en la tesitura de enfrentarnos a la tremenda pulsión ideológica que encierra la elección del encuadre. El cine japonés ya mostró la humildad de una cámara puesta a la altura de la mirada de una persona sentada a la oriental, algo que, al parecer, los occidentales no habíamos descubierto por una cuestión, seguramente, de pura soberbia.
Es el encuadre urbano lo que me preocupa, los lienzos de la ciudad que quieren que veamos y los que quieren ocultarnos.
Hubo un tiempo en que las vías principales de las ciudades se llamaban perspectivas y diagonales y compartían el poder con las plazas y los paseos. Donde acababa la ciudad comenzaba el campo, y era fácil apreciar la transición: desparecían las aceras, aumentaba la vegetación, los modos de producción estaban bien definidos. Incluso en una ciudad-fachada, de paseo junto al mar, plebe junto al cerro y los muelles y clasismo descarado, existían la funcionalidad y la mutua dependencia. Hoy, el colosalismo de los hipercubos y supositorios tornasolados que parecen clavar un plano del tamaño del mundo a una pared de corcho ha venido a bloquear cualquier relación entre los barrios y los espectros del mundo financiero.
Aquella racionalidad burguesa ha dado paso a un nuevo tipo de fiereza totalitaria: la de un poder de templos gestores de la economía del capital deslocalizado y de la confusión entre lo público y lo privado, o de apropiación de lo público por lo privado, o de servilismo descarado de lo público hacia lo privado.
Los arquitectos, en general egomaníacos como escritores (pero con instrumentos y materiales más contundentes), han revalorizado su tendencia histórica a irrumpir en el paisaje, a interrumpir los devaneos de la mirada y a afirmar su presencia horadando montañas, atravesando bosques y asfaltando marismas, no por supuesta necesidad civilizatoria (eso sería cosa de ingenieros), sino porque sus teorías estéticas así se lo demandan. Las teorías, por supuesto, están también al servicio de lo privado, aunque el encargo sea político y es el público el que debe toparse con el resultado. Cada espacio modernizado al asalto con obras que se proclaman audaces y son inauguradas como parques de atracciones es un lugar más alejado de la vida cotidiana de las personas, un castillo feudal cuyos señores, que ni siquiera lo habitan, tienen muy pocas probabilidades de cruzarse con usted en la calle.
No voy a descubrir nada si señalo que toda la historia de la arquitectura está imbricada con la historia del arte y que el arte es la expresión de los deseos, frustraciones y poderes de su época y recibe el aliento directo de la visión del mundo que debaten sin tregua ciencias y supersticiones. Pero, ante esa pujanza de lo trivial que enmascara la parte extraoficial de las urbes con pantallas de espejos ahumados, conviene recordarlo. Y en cuanto al ámbito concreto que ocupamos (a los 43° 27’ 0″ sexagesimales de latitud Norte y 3° 48’ de longitud Oeste, diviértanse buscándolo en el mapa), el apunte se me hace necesario, no por lo ya hecho, sino por los planes de destrucción lucrativa que se barruntan. Antes no hacían planes y la ciudad creció en un caos de especulaciones. Ahora, el desembarco está siendo organizado con toda la logística desplegada.
El artículo oulípico de Vicente Gutiérrez (23 siglos de Geometría en 2400 caracteres) supone un esfuerzo por hacer sencillo y lúdico lo que suele ofrecerse a los ciudadanos como grandilocuente e inaccesible. La misma regla deberíamos imponerles a los que apantallan las ciudades los que tenemos por oficio el peatonaje. Someterles a obligaciones (contraintes las llaman los franceses: constricciones) que estimularan su creatividad y nuestra diversión. Por ejemplo, que ningún edificio le quite la luz a otro. O, mejor aún, que ninguno oculte las dimensiones del abandono de un barrio.