La policía ha encontrado en el domicilio de un funcionario acusado de cohecho 530000 euros en efectivo y una máquina de contar billetes. Voy a celebrar que los chanchullos digitales no hayan acabado con los analógicos recordando a un tipo de un pasado con el que nunca rompimos y sobre el que siempre transaccionamos.
Allá por los años 80, poco después de que un famoso grupo empresarial fue intervenido por el gobierno, un director de sucursal de una de las empresas confiscadas, huyendo del sur, vino a parar a mi barrio de entonces. Alquiló un piso para él, su esposa y sus dos hijos, tomó en traspaso un bar lavadero y continuó, en la medida de lo posible, una vida que relataba a la vez como pícara y épica.
Contaba sin tapujos que, cuando se anunció la intervención, arrambló con todo el dinero negro que pudo, que era mucho, y olvidó repartirlo con sus colaboradores. Eso explicaba que los empleados del bar parecieran más matones que camareros.
Sin embargo, la única visita indeseada que recibió fue la de una antigua empleada y amante, con la que tenía un hijo al que consideraba una trampa y de la que huía como de sus acreedores y excolegas, aunque ella siempre lo encontraba y le sacaba lo que podía hasta la próxima fuga. Le buscó un alojamiento barato y se esforzó en mantenerla alejada mientras proclamaba que había sentado la cabeza y sólo aspiraba a vivir tranquilo.
Pero bastaban un par de copas para que expresara una fuerte nostalgia por un pasado que él mismo llamaba, con orgullo, depredador. Como se verá, era un amante de cierta idea de la naturaleza.
Narraba exultante una alucinada sucesión de hechos delictivos, orgiásticos y pantagruélicos paralelos a hechos conocidos relacionados con poderes fácticos y gestores. Es probable que la mayor parte fueran falsos o exagerados, pero no era cosa de ponerse a cuestionar la veracidad de lo verosímil. Hablaba sin parar, sobreactuando (se daba un aire a Al Pacino), hasta que, indefectiblemente, le asaltaba una especie de fatiga lúcida y evocaba, con una emoción casi mística, un rito otoñal de la empresa-tribu: todos los años, mientras duró el chollo, en horda trajeada de montería, asistían a la berrea de los ciervos en un bosque extremeño.
Describía lentamente -y representaba con la mirada encendida- los bramidos de los machos, encorvados contra el atardecer, que se disponían a chocar las cornamentas, la tensa expectación mientras los vencedores se revolcaban en barro de orina, la sumisión de las hembras, la extenuación de los coitos, el silencio salaz de los espectadores en los apostaderos y la burda réplica posterior de la juerga humana en los burdeles de carretera. ‘Aquello era vida”, remataba.
Y entonces reaparecía la rabia. El día de la expropiación, después de cargar el portamaletas con las bolsas de dinero sin olvidar la máquina de contar billetes (no sabía cuánto se llevaba) y llamar a su mujer para decirle que ya tendría noticias suyas, se había largado con la amante hasta un complejo hotelero levantino. Encargaron provisiones, descolgaron los espejos de la habitación y estuvieron varios días esnifando cocaína, bebiendo champán y contando billetes. De allí había salido el hijo inaceptable. “La máquina era una metralleta y yo otra, y gritaba como un ciervo rojo”, decía.
Cuando se aburrió y su abogado le confirmó que los jueces buscaban otros peces, volvió con la familia y se vino al norte. Sólo estuvo un verano. Debía de estar empezando la berrea en los bosques cuando descubrimos el bar cerrado.