Noticia efímera de un barquillero cántabro en la pasarela de Asnières

Para evitar decepciones, debo advertir que esta historia -apenas un simulacro de alarma- concluyó en un final sin solución y, meses después, obtuvo un colofón lamentable.

El 23 de abril de 1904, el periodista, crítico literario y polemista Luis Bonafoux (francovenezolanoportorriqueño de nacionalidad española con vínculos reinosanos), que entonces era corresponsal en París del Heraldo de Madrid, hizo llegar esta crónica a su amigo José Estrañi, director de El Cantábrico:

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Una lectura iniciática (“‘Se divierten y son caritativos”: historia breve de la francmasonería’)

Creo que, para muchas personas, entre las que me incluyo, la francmasonería no es un concepto claro. En mayor o menor grado, hemos asumido los tópicos que lo reducen a un anédotario superficial, las interpretaciones simplistas y, por supuesto, las manipulaciones políticas y teológicas. Aunque rechacemos las clásicas trivializaciones, condenas e inquisiciones, no solemos preocuparnos por buscar matices. Este libro viene a combatir esas carencias con una originalidad que le da atractivo incluso para quienes no somos especialmente aficionados al asunto ni solemos indagar sobre él más allá de las acostumbradas referencias contextuales en marcos históricos más amplios. La masonería está presente con frecuencia en acontecimientos históricos que los historiadores suelen señalar como relevantes, y ese es un buen motivo, si no basta la curiosidad, para ampliar el conocimiento.

El trabajo de Juan Pérez del Molino Bernal tiene la doble virtud de ser lo que promete -una historia breve de la francmasonería- y, además, de hacerlo con una estructura peculiar, basada en la propia del campo que estudia, como si fuera un proceso de iniciación de un miembro de una logia, lo cual no es un simple recurso lúdico, si bien, como conozco algo al autor, no dudo que hay mucho de ello en el método. La diversión presente en el título procede de una frase de Louis-Sébastien Mercier sobre sus hermanos masones: “Se divierten y son caritativos”. Encuentro en ello también un reconocimiento del valor de las disciplinas antiguas para explicarse a sí mismas; un rito didáctico, una muestra de mayéutica sin preguntas, un parto mental inducido sin esfuerzo o cuantas similitudes surjan en la tentanción espectacular de las tenidas: el tema invita a ello porque lo envuelve un halo ceremonial que matiza con mística teatral la simbología de racionalismo primitivo: compases, escuadras, complicidades de cantería…

Esta iniciación hecha libro contiene, por supuesto, aparte de la arquitectura necesaria, la terminología y la historia contada por los hermanos y la documentada en la realidad de las logias. Los capítulos son artes que encaran los puntos cruciales y polémicos (la cuestión religiosa, las obediencias y asociaciones, las diferencias por países, los juramentos, el secretismo y la discrección, el papel de la mujer, la política, el ocultismo, las ciencias y pseudociencias) desde sus orígenes hasta las cruzadas antimasónicas y antisemitas del pasado reciente y los escándalos de corrupción y crímenes como los relacionados con la logia Propaganda Due, la mafia y el Vaticano.

Otro punto a favor que añadir es el recurso a la historia local de Cantabria, la pequeña tierra de nacimiento de Pérez del Molino, que le permite “basar la argumentación en zonas lo más extensas posibles y complementarla con otras estadísticamente menos significativos”: ahí están, por ejemplo, las excomuniones de tres periódicos cántabros en 1881 y la condena de El Cantábrico en 1905.

No se me ocurre mejor conclusión de esta reseña que la invitación del autor:

En efecto, la francmasonería se crea en 1717 por hombres deseosos de ayudarse y divertirse: hasta siete brindis contiene una de las canciones entonadas en sus ágapes o reuniones.

Y es que, además de apoyar o criticar gobiernos e instituciones, defender la propiedad privada y ser poco amables con las mujeres, los hermanos van a ser generosos buscadores de diversión y apoyo.

Todo esto y, también, lo que usted busca en materia de símbolos y rituales, la muerte simbólica de los maestros, el significado de la escuadra y el compás, lo va a encontrar aquí claramente explicado; que lo oscuro ha sido siempre sinónimo de ignoracia y falsificación.

Y ello para que usted se inicie en este tema universal, amplíe sus conocimientos hasta ser un guía para otros o, quizás, decida dar un giro a su vida, y acercarse a los actuales hermanos, siempre continuadores de los aquí descritos.

Presos y raqueros; tatuajes y apodos

Entre noviembre de 1888 y enero de 1889, aparecieron en el periódico El Atlántico tres Notas antropológicas firmadas con la letra Z.

Creo que esta exposición de las personas, hábitos y ámbitos carcelarios y marginales de Santander y Torrelavega, y las opiniones que la acompañan, son dignas de estudio.

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Sequía

A finales del siglo XIX, cuando el populacho de Santander le quemó el piano al alcalde durante un motín por el desabastecimiento de aguas, las cosas estaban muy claras. Antes, las autoridades habían hecho venir a un ingeniero-fontanero francés de cuyas recomendaciones sólo hicieron caso para satisfacer las necesidades de las vecindades pudientes. Había fuentes públicas y privadas. También trajeron de Francia a un abate zahorí que no tuvo éxito en la búsqueda de nuevos manantiales. Eran otros tiempos.

Hoy, la dimensión global del problema permite a los gobiernos locales hacer como que la cosa no va con ellos. Apenas mencionan el cambio climático y tratan de convertir el mundo desertizado en paraíso turístico. Según los gurús del emprendimiento, todo cambio en el territorio es una oportunidad para nuevas transacciones.

Veo en el mismo periódico fotos de la Cantabria seca y anuncios de instaladores de piscinas, y no puedo evitar mover el dial del imaginario hacia las distopías áridas. Por ejemplo, ahí está la novela La sequía (1965), de Jim Ballard, una sinfonía patética de piscinas anegadas en barro y paisajes con figuras que siguen el curso de los ríos menguantes. Soy de los que crecieron leyendo y apreciando esas historias de profecías evitables frente a las sagradas inevitables. Quizá por eso pocas cosas me sorprenden, aunque siga fingiendo asombro y detestando la obscenidad de lo exclusivo tanto como la barbaridad de lo masivo.

Los mercadotécnicos de nuestro tiempo, con su heroica simplicidad fetichista, también parecen salidos de fabulosas narraciones. Compiten para vender la lluvia que sólo los ricos pueden pagar. Son personas optimistas, emprendedoras hasta morir de sed lamiendo las huellas de pisadas húmedas alrededor de una piscina vacía después de que los dueños huyan a otros paraísos blindados. Si hay una situación catastrófica, la miseria del colapso será socializada, pero los refugios se cobrarán por categorías. Muchas devotas gentes de medio pelo, aunque se crean de rica clase más que media, se quedarán vagando por caminos polvorientos, como aquel nadador de John Cheever que trataba de recorrer una urbanización de lujo saltando de piscina en piscina y parándose a delirar con los vecinos que simulaban no conocer su fracaso.

Los diseñadores de liderazgos multiplican las justificaciones. Hay que satisfacer tanto el fetichismo consumista de la multitud como el orgullo individual de poseer un bote salvavidas, una piscina y, por supuesto, una escolta contra la mendicidad sedienta de las masas. Si les parece contradictorio, es porque lo es, pero eso tiene tan poca importancia como el mantra del barco común que nos salvará del naufragio por imperativo de la naturaleza.

Los utopistas liberales devaluarán su beatitud y recurrirán al autoritarismo cuando haga falta para tapar las fugas de contradicciones. El lento preapocalipsis da para muchos negocios. Luego, ya se les ocurrirá otra combinación de muros para que todo y nada siga igual o, si es necesario, improvisarán un diluvio seco para empezar de cero desde sus arcas. Mientras tanto, el piano bosteza junto a la piscina.

Hipótesis de la autodelación

No ha trascendido cómo llegaron las unidades policiales a sospechar que en las actividades que llevaba diez años realizando el funcionario del servicio de carreteras ahora acusado de corrupción había algo turbio.

Entre las hipótesis que se barajan predomina la de una denuncia anónima que desencadenó una investigación cuyas evidencias parecen abrumadoras. Las imágenes y conversaciones grabadas muestran al acusado y su familia llevando una vida de lujo y manejando una red de cohechos para adjudicaciones de obras, todo tan descarado que resulta increíble que el asunto no estallara antes. Es como si el método de ocultamiento a la vista de la carta robada de Poe hubiera multiplicado sus dimensiones. El engaño tuvo éxito durante tanto tiempo que incluso podemos pensar que cayó en manos de los investigadores por una suerte de inercia o casualidad. Y surge la paradoja: después de años de silencio clamoroso -sea por consentimiento, asentimiento o deliberado desconocimiento- casi sorprende que haya sido descubierto.

Pero se me ocurre una hipótesis con más juego literario que el azar o la denuncia. Me refiero a la autodelación. Es decir, que el encausado se denunciara sí mismo de forma anónima.

Esas cosas pasan, por absurdas que parezcan, o precisamente por eso: porque son absurdas y el absurdo es motor de realidades.

No me refiero a la confesión involuntaria, el lapsus o el desvelamiento semejante al de aquel relato del Heptamerón en cuyo final la irrupción de la primera persona desmantela el estereotipo de las cosas propias atribuidas a terceros. La pulsión de la culpa hacia la liberación es un buen recurso dramático, a veces jocoso, a veces trágico. Pero me refiero a algo menos enturbiado por las oscuras labores del psicoanálisis y más próximo a la maquinaria del sarcasmo que todos llevamos dentro como un destello rebelde contra nuestra propia moral o antimoral. Algo que quizás algunas personas imaginen como próximo al suicidio, pero yo prefiero asociar a un acto extremado de autoburla, una autobroma -no sólo una broma privada, sino una broma de la que uno es su propia víctima- llevada al límite para reírse de sí mismo a carcajadas silenciosas e invisibles.

Algo, además, por supuesto, inconfesable como una adicción: el sujeto nunca lo admitiría ante nadie, ni el juez, ni los amigos, ni la familia, porque entonces caería en lo grotesco o en el arrepentimiento y dejaría de ser el espectador privilegiado del espectáculo del que es también actor y, sobre todo, autor: un autor que tiene que serlo también del final y que se exige seguir las convenciones (no deja de ser un presunto funcionario corrupto convencional), con exposición, entreactos, nudo y desenlace, pero sin recurrir al torpe deus ex machina de la denuncia ajena o el hallazgo policiaco. Y todo para representarse a sí mismo como un mito que nunca se le podría escapar.

Quizá es una hipótesis descabellada, pero seguro que puede ser una pieza más del modelo para armar este asunto.

Aria de Aira

Los novelistas, y esto se acentúa cuanto más jóvenes son, o sea a medida que pasa el tiempo, encuentran cada vez menos motivos para promover un escape, infatuados como están con sus propias vidas, contentos y satisfechos con sus destinos y su lugar en el mundo. Al perder el motivo para evadirse, se les hace innecesario el espacio por donde hacerlo, y sólo les queda el tiempo, la más deprimente de las categorías mentales. No pueden hacer otra cosa que contar las alternativas felices de sus días y, ¡ay! de sus noches, en un relato lineal que es hoy el equivalente indigente de lo que antes era la novela.

Podríamos preguntarnos cómo es posible que sus vidas hayan llegado a ser tan satisfactorias como para hacer irresistible el deseo de contarlas. Porque es evidente que no todas las vidas son tan gratificantes; también hay pobres, enfermos y víctimas de toda clase de calamidades. Pero, justamente, los que no están contentos con sus vidas no escriben novelas, y me da la impresión de que ni siquiera las leen. Es como si se hubiera cerrado un círculo de benevolencia, y no se huye en círculos.

Dicho de otro modo: hubo un proceso histórico que en el último medio siglo fue eliminando todos los problemas y conflictos de un diminuto y muy preciso sector de la sociedad, que ipso facto se dedicó a la producción y consumo de novelas celebratorias. Esto es una simplificación, claro está, pero puede tomarse como un mito explicativo.

Subsidiados, psicoanalizados, viajados y digitalizados, los novelistas viven vidas de cuento de hadas, y aun así escriben novelas (y no cuentos de hadas, lo que sería más honesto). La Historia les jugó una mala pasada al despojarlos de conflictos. Ni siquiera el problema sexual les dejó. Y como si hubiera un especial ensañamiento, la Historia de la Literatura colaboró, haciendo muchísimo más fácil que antes escribir una novela.

César Aira. Evasión y otros ensayos (2017).

La berrea y la máquina de contar billetes

La policía ha encontrado en el domicilio de un funcionario acusado de cohecho 530000 euros en efectivo y una máquina de contar billetes. Voy a celebrar que los chanchullos digitales no hayan acabado con los analógicos recordando a un tipo de un pasado con el que nunca rompimos y sobre el que siempre transaccionamos.

Allá por los años 80, poco después de que un famoso grupo empresarial fue intervenido por el gobierno, un director de sucursal de una de las empresas confiscadas, huyendo del sur, vino a parar a mi barrio de entonces. Alquiló un piso para él, su esposa y sus dos hijos, tomó en traspaso un bar lavadero y continuó, en la medida de lo posible, una vida que relataba a la vez como pícara y épica.

Contaba sin tapujos que, cuando se anunció la intervención, arrambló con todo el dinero negro que pudo, que era mucho, y olvidó repartirlo con sus colaboradores. Eso explicaba que los empleados del bar parecieran más matones que camareros.

Sin embargo, la única visita indeseada que recibió fue la de una antigua empleada y amante, con la que tenía un hijo al que consideraba una trampa y de la que huía como de sus acreedores y excolegas, aunque ella siempre lo encontraba y le sacaba lo que podía hasta la próxima fuga. Le buscó un alojamiento barato y se esforzó en mantenerla alejada mientras proclamaba que había sentado la cabeza y sólo aspiraba a vivir tranquilo.

Pero bastaban un par de copas para que expresara una fuerte nostalgia por un pasado que él mismo llamaba, con orgullo, depredador. Como se verá, era un amante de cierta idea de la naturaleza.

Narraba exultante una alucinada sucesión de hechos delictivos, orgiásticos y pantagruélicos paralelos a hechos conocidos relacionados con poderes fácticos y gestores. Es probable que la mayor parte fueran falsos o exagerados, pero no era cosa de ponerse a cuestionar la veracidad de lo verosímil. Hablaba sin parar, sobreactuando (se daba un aire a Al Pacino), hasta que, indefectiblemente, le asaltaba una especie de fatiga lúcida y evocaba, con una emoción casi mística, un rito otoñal de la empresa-tribu: todos los años, mientras duró el chollo, en horda trajeada de montería, asistían a la berrea de los ciervos en un bosque extremeño.

Describía lentamente -y representaba con la mirada encendida- los bramidos de los machos, encorvados contra el atardecer, que se disponían a chocar las cornamentas, la tensa expectación mientras los vencedores se revolcaban en barro de orina, la sumisión de las hembras, la extenuación de los coitos, el silencio salaz de los espectadores en los apostaderos y la burda réplica posterior de la juerga humana en los burdeles de carretera. ‘Aquello era vida”, remataba.

Y entonces reaparecía la rabia. El día de la expropiación, después de cargar el portamaletas con las bolsas de dinero sin olvidar la máquina de contar billetes (no sabía cuánto se llevaba) y llamar a su mujer para decirle que ya tendría noticias suyas, se había largado con la amante hasta un complejo hotelero levantino. Encargaron provisiones, descolgaron los espejos de la habitación y estuvieron varios días esnifando cocaína, bebiendo champán y contando billetes. De allí había salido el hijo inaceptable. “La máquina era una metralleta y yo otra, y gritaba como un ciervo rojo”, decía.

Cuando se aburrió y su abogado le confirmó que los jueces buscaban otros peces, volvió con la familia y se vino al norte. Sólo estuvo un verano. Debía de estar empezando la berrea en los bosques cuando descubrimos el bar cerrado.