La niebla templada soluciona
la suave fricción, fermenta
la ajustable hendidura tetralabial.
Las presuntas feromonas
(puede que todo esté en la mente)
se extienden en el alba soluble.
Dicen en los colmados que la palabra clave
es infrutescencia, que los flujos limpios rebosan
como en la película japonesa que contaba
del agua tibia bajo un puente rojo.
Todo florece en contra del reloj
del Casanova de Fellini,
se opone al coitorresorte de luna y latón
de la industria erótica.
Puede que sólo en eso triunfe la artesanía,
último refugio del tacto y la saliva
frente a la celosía inalámbrica.
Ese sabor se explica solamente lamiendo.
Pretendemos que nada ha cambiado
desde los faunos lentos del primer estanque,
pero, ante la multiplicación de bivalvos y lenguas,
nadie habla de milagros.
Las succiones conjugan y rezuman verbos
en los que no caben más sujetos
que las partes íntimas sin retoques láser.
Vuelan vahos hacia la bóveda húmeda
(quien la comparó con un túnel no conoce las selvas)
y el vibrato continuo apenas roza los labios,
pero alcanza el asterisco Vonnegut con gotas alentadas.
Desde el misionero al enrevesado
momento inesperado
(afuera pueden pensar cualquier cosa)
del sonrojo de yerba fresca,
el orgasmo despeina la cabellera de los cometas.