Llevaba toda la noche soñando que una inundación medio sumergía la ciudad, y le gustaba porque podía pasear en barca (una pequeña barca de remos que movía sin esfuerzo) entre los edificios y saludar a la gente que se asomaba a las ventanas. Y era una pena por los comercios, pero el día era espléndido y poco a poco las que habían sido calles y ahora eran canales se iban llenando de embarcaciones como la suya y más grandes, algunas de lujo, algunas enormes, que la verdad estorbaban un poco, y la gente pescaba desde las bordas con cañas adornadas con cintas y banderines de colores alegres, y luego asaban los pescados en parrillas montadas sobre balsas atadas a muertos por orinques (como decían sin pena los que ahora parecían haber sido siempre marineros) y la gente los comía con las manos y los acompañaba con vino o cerveza y todo era muy barato, demasiado barato, dijo alguien. Y se preguntaba cómo era posible que todos tuvieran embarcaciones y de dónde había salido tanta pesca sí ahí abajo sólo había asfalto y farolas y semáforos y más abajo aún alcantarillas, y muchos decían que lo mejor sería despertar del sueño antes de que las cosas se torcieran, ahora que todo iba bien y las almejas a la brasa tenían ese delicioso sabor salino.