Me hace gracia que las galerías de arte contemporáneo dicten medidas contra un tipo de ofensa tan impreciso como la definición de su producto comercial
Lo más nuevo en estrés -mientras llega la invasión de holografías- es permanecer en una parada de autobús al lado de una mampara-pantalla que exhibe a toda velocidad anuncios en colores brillantes. Ya saben: ese brillo de delirio de ciberurracas que tanto se acomoda al gusto por obtener emoción puliendo lo trivial, dorándolo y abofeteando con el espectáculo de la opulencia al privilegiado obligado a madrugar por la maldición del trabajo. Luego, uno se sube al autobús y encuentra pantallas colgadas del techo que le impiden ver por las ventanas la verdadera ciudad. Me consuela pensar que los turistas se creerán que han venido a ese lugar inexistente de logo azul borroso con rayas de calima dentífrica: que se fastidien en su perversión de voyeurs platónicos voluntarios.
Es martes, pero parece lunes porque, una vez más, la Virgen del Mar fue rescatada de manos de los piratas frisones. Por suerte, casi todos los pasajeros llevamos minipantallas que creemos alternativas (hay algunas probabilidades de elección y dispersión) y a la mía llega un tuit que afirma que Okuda San Miguel ha comenzado a ser contestado en Madrid. Un avance más en una carrera meteórica. “Tu streetart me sube el alquiler”, han pintado profanando sus colores. El anglicismo me sugiere que el autor no es ajeno al mundo del arte. Quizá se trate de un desheredado del éxito, un marginado cercano a la artesanía del resentimiento aliado con los olvidados para señalar desde abajo lo que funciona arriba: la unión sagrada entre el arte y el dinero.
El caso es que, mientras pienso en Okuda y sus opiniones (“paso del mercado del arte y paso del capitalismo”), se me aparecen, como una llamada a la moderación, las bases de La Feria Internacional de Arte Contemporáneo, Artesantander, que celebrará dentro de un mes su 29º edición y ya ha empezando a anunciarse.
El reglamento para las galerías solicitantes considera motivo de expulsión algo que llama “atentado contra el buen nombre del galerismo”. Tampoco acepta “obras muy restauradas, dañadas o transformadas” o “incluidas en la categoría de artes aplicadas (cerámicas, etc.)”.
A falta de saber lo que es un buen nombre, me hace gracia que las galerías de arte contemporáneo (que intentan, a veces desesperadamente, sacar partido de una burbuja creada por museos públicos y privados, casas de subastas y grandes coleccionistas-inversores asociados a grandes fortunas y entidades financieras) dicten medidas contra un tipo de ofensa tan impreciso como la definición de su producto comercial. Y la ocurrencia de los materiales me parece una versión timorata del postureo que los ortodoxos heterodoxos (aquellos que lamentaron el urinario de R. Mutt sólo el tiempo necesario para hacerlo rentable) deberían condenar como un regreso al sagrario académico. Al rechazar actitudes y materiales carentes de una supuesta nobleza estética, se excluyen vastas áreas del objetivo proclamado: “la promoción de artistas y venta de obras y ediciones de arte contemporáneo de los siglos XX y XXI” y ofrecer “una visión representativa de la creación artística” de esa época. No se aceptan autoburlas ni readymades de loza. Ni (aunque sueñen con ello) un cuadro de Banksy autodestruido en el momento cumbre. (No. Banksy no es Okuda. Banksy no pasa del mercado ni del capitalismo.)
También está prohibido presentar obras adquiridas por correspondencia. (Petardea la moto de un currela cargado con una caja roja pseudografiteada. Es inútil: nadie es inocente.)
Hay otro apartado en la feria -‘Visiones urbanas’, lo llaman- que pretende -y es loable- conectarla con “la calle” exponiendo obras en espacios públicos del centro de la ciudad, donde no creo que suban los alquileres, pero es inevitable que esa faceta acabe sumergida en la contaminación visual de una publicidad que bebe de las mismas fuentes y estilos: los artistas son los mismos y estudian en las mismas escuelas. La pura presencia estética, que sólo se anuncia a sí misma, huérfana de marcas, resulta monocorde, pobre, de presencia incomprensible: ni siquiera es antipublicitaria; sólo se une a la fiesta de pantallas y paneles y está indefensa porque necesita ser explicada.
Tanto esfuerzo contradictorio por huir del conflicto y anegar en paz el arte de las rupturas neoliberales (Okuda no puede huir del mercado aunque huya de las galerías, pero quizá no lo sepa; Artesantander intenta entrar con más fuerza en la poderosa burbuja que no controlan los galeristas) hace que ni siquiera prosperen las performances inesperadas.
El año pasado una artista acusó a un galerista de agresión. Incluso afirmó haber presentado denuncia. Los medios no se hicieron mucho eco (en Cantabria, ninguno) y seguimos sin saber en qué quedó el incidente o si la representación fue adquirida en pleno desarrollo y restringida al ámbito de una colección privada de escenas clásicas.
El dinero dignifica al arte impopular y rentable mientras lo presenta como un arte sin excusas que a veces se permite ilusionarnos. Pero en estos pagos se blindan con tibieza aun sabiendo que nunca se producen impactos reseñables. Ni siquiera cuando la Fundación Botín expuso el “Spit on Franco’s grave – Laughing girl” de Paul Graham hubo un amago de polémica: hay espacios que tienen bula. Eso sí: el título lo dejaron en inglés.