Platón, puritano y partidario de la censura, expulsó a poetas y artistas de su República ideal porque entorpecían el viaje del ser humano desde la apariencia a la realidad.
Exterior del Museo de Arte Moderno de París (Palacio de Tokio) | RPLl.
El poderoso hipnosapo de Futurama siempre -y en todas las épocas- gana los concursos de belleza sin que lo bese una doncella o un doncel. Su éxito es inevitable y los organizadores de los certámenes pueden comer hasta superar los límites newtonianos de la percepción. Según la ‘Guía del Autoestopista Galáctico’, sólo lo supera en ingresos el fin de todo visto desde los palcos del borde del universo. Espectáculo (precios populares, viajes de ida y vuelta incluidos) que está sucediendo siempre, como los mitos clásicos.
Todos los mausoleos son perfectos, pero nadie mira igual a una pirámide después de saber lo que es una momia.
Platón, puritano y partidario de la censura, expulsó a poetas y artistas de su República ideal (bueno, más bien aconsejaba detenerlos amablemente en la frontera) porque entorpecían el viaje del ser humano desde la apariencia a la realidad. Quizá pensaba sobre eso cuando Dionisio de Siracusa lo vendió como esclavo por llevarle la contraria. Lo compró un ateniense filántropo y le puso una academia en la finca dedicada a Academo, el héroe traidor que evitó una guerra.
Iris Murdoch, en ‘El fuego y el sol’ (Editorial Siruela), dice: “Aunque Platón concede a la belleza un papel crucial en su filosofía, prácticamente la define para excluir al arte, y acusa a los artistas, de forma constante y rotunda, de debilidad moral o incluso de envilecimiento. (…) El arte y el artista son condenados por Platón a exhibir la más baja e irracional suerte de conciencia: ‘eikasia’, un estado de vaga ilusión infestado de imágenes. En términos del mito de la Caverna, es el estado de los prisioneros que miran la pared del fondo y ven sólo las sombras que proyecta el fuego”.
El filósofo ponía la moral por encima de las formas y consideraba la imitación artística una simple impostura, y su racionalismo le obligaba a dudar de que la exaltación de los sentidos pudiera proporcionar conocimiento. Por otra parte, los griegos de la época no distinguían entre técnica y arte. (Sé que es un chiste fácil, pero ya no se distingue arte de mercadotecnia, si es que no ha sido siempre así). Luego vino Aristóteles a defender la labor desentrañadora y transformadora del arte. Pero parece que ésta permanece en un movimiento pendular entre lo execrable y lo admirable. De paso, me gusta creer que mi querida Iris eligió el tema para dejar sembrada una duda como Cadmo los dientes del dragón.
Pero me voy a permitir un salto para desatar otro encuentro. El 5 de noviembre de 1928, Marcel Duchamp, artista al que tenemos por iniciador de las vanguardias, escribió a su amiga Katherine Dreier, con la que había fundado la primera asociación de arte contemporáneo, llamada Societé Anonyme Inc. (es decir, Sociedad Anónima, S. A):
“Cuanto más frecuento a los artistas, más me convenzo de que son unos impostores desde el momento en que tienen el menor éxito. Eso quiere decir también que todos los perros que rodean al artista son unos estafadores. Si observa la asociación entre los estafadores y los impostores, ¿como puede usted estar en condiciones de conservar alguna especie de fe (y en qué)? No me sirve que mencione algunas excepciones que justificarían una opinión más clemente a propósito de todo el “jueguecito del arte”. Al final, se dice que una pintura es buena sólo si vale “tanto”. Incluso puede ser aceptada por los “santos” museos, y en la misma medida por la posteridad. Por favor, ponga los pies en la tierra y, si le gustan algunos cuadros, algunos pintores, contemple su trabajo, pero no intente convertir a un timador en honrado o a un impostor (fake) en faquir”.
No sé si es exagerado o malvado traer aquí también el modelo del Angelus Novus (Walter Benjamin y Paul Klee me perdonen, ya que ellos lo usaron con mejores objetivos; en el caso del escritor, para representar el huracán del progreso) y comparar a las legiones de la nueva creatividad con el mito judío: “Una leyenda talmúdica nos dice que cantidades ingentes de ángeles nuevos van siendo creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse en la nada.”
Podemos jugar a la reflexión objetiva, a separar el arte del contexto, caer en la tentación de la crítica lírica, enfrentarnos con todas nuestras fuerzas a todas las formas de censura, las de derecho y las de hecho, pero no vemos igual las pirámides, los murales, los retratos ecuestres o pedestres, las catedrales o las ciudades panópticas cuando sabemos cómo y por qué se hicieron.