El Ayuntamiento de Santander instaló hace unos meses pantallas en los autobuses del Servicio Municipal de Transportes (TUS, sin ningún rubor por el tuteo). La bahía, los parques, los barrios, el tráfico, lo bello y lo feo se sirven en imágenes unificadas bajo un predominio azulado. La ciudad se muestra filtrada y su historia como obra de la voluntad municipal. Y a la monocromía se suma un montaje monódico; el mismo color, el mismo pensamiento, el mismo aburrimiento de diseñadores acomodados en esa corrección con que han aprendido a teñir los logos animados.
Al principio, nada más ser instaladas con esa nocturnidad de los autobuses urbanos, cuyas novedades casi siempre nos sorprenden durante los bostezos de las primera horas, las pantallas no emitían sonido. Pero ahí estaban, tapando el paisaje. El ruido sólo era visual. Ahora, las pantallas emiten ruido en el sentido estricto. Quizá tengan algo que ver las elecciones; los trucos electorales son cada vez más burdos. Ya no solo se entrometen los pseudodocumentales del consistorio en la contemplación de las figuras urbanas y humanas. Ahora también estorban en las conversaciones y obligan a subir el volumen de los reproductores musicales. Da igual que los viajeros (aunque hace tiempo que sólo somos usuarios) prefieran llevar su propia música y escoger el sentido de sus miradas. Esos lienzos atorrantes persisten en suplantar los exteriores, la intemperie de la ciudad desurbanizada a golpes de autocomplacencia.
El ruido y la intromisión visual, la saturación de sonidos e imágenes no deseados (no me convencerán de que ellos saben lo que nos conviene) son agentes tóxicos incluso en un país de ruidosos habituales como el nuestro. En otros pagos que consideramos modélicos, los transportes públicos tienden a la transparencia: hay ciudades que en buena hora (porque sus ciudadanos se han hartado antes y ciertos usos democráticos han conseguido imponerse, además de otras evidencias más científicas) van expulsando los enjambres de coches que las agobian y los reemplazan con tranvías silenciosos. Aquí los encerramos (cobrando por ello) en en el centro urbano y, cíclicamente, en horas fijas y fechas delirantes, los soltamos como avispas azuzadas. Y llamamos carriles-bici a aceras mal pintadas.
Las pantallas de los autobuses tan frecuentemente atascados tratan de volver opacos los espacios de tránsito y atraer las miradas y las ideas hacia una falsificación de los espacios cotidianos. No hay mas remedio que recordar a Orwell, en irónica inversión: el Gran Hermano exige que lo mires. Y es capaz de aburrir a las piedras.