La reaparición de un estereotipo de la posguerra quizá sirva para ayudar a desvelar la continuidad de las manipulaciones.
Gracias a la memoria, la mente funciona con un automatismo absurdo. Supongo que es un remedio contra el aburrimiento y los lugares comunes.
La repentina epifanía televisiva del bello Serrano Suñer (llamémoslo SS sin reparos) me ha evocado una frase de la introducción de Alain Robbe-Grillet al guión que escribió para Alain Resnais y tituló como comienzan muchas cadenas de recuerdos: ‘El año pasado en Marienbad’. La película se estrenó en 1961. En ella no aparece la estación termal donde se bañaban algunos maestros de la sospecha y otros depravados, que sin embargo están presentes en sombras y pensamientos.
La frase dice: “Una vez admitido el recuerdo, se admite sin esfuerzo lo imaginario”, y se explica con el ejemplo de un film en el que el relato de un presunto testigo se hace secuencia de imágenes y se convierte en narración dentro de la narración principal. Lo imaginario, sin pruebas, se hace realidad en la realidad de la ficción aun cuando esa ficción ha establecido su origen especulativo según sus propias reglas y, por supuesto, la complicidad del espectador. Es un testimonio dudoso dentro del mundo admitido como real que se acepta como parte de él gracias a un juego de cajas chinas que no respeta ni la ética primaria de la ficción, pero se acepta igualmente porque en el arte no hay relatos honrados.
El problema surge cuando el mismo mecanismo pasa a ser parte del reconocimiento histórico. Entonces no es un asunto narratológico, sino político. Parece casi sacrílego (los dos Alain me disculpen) señalar que los burdos capítulos televisivos de Serrano Suñer, al servicio de la desfachatez manipuladora, funcionan en el largometraje de esta nuestra democracia postfranquista con la misma técnica. Reducido el “cuñadísimo” a la “sonrisa del régimen” (admitidos esos atributos como los recuerdos más sólidos acerca del personaje, responsabilidad también de buena parte de la supuesta “oposición intelectual”), se le sitúa en el contexto falaz de una época “difícil” en la que se igualan las responsabilidades de bandos abstractos enfrentados. Y de pronto el nazi (SS era más nazi que franquista; y siempre estuvo ahí: hasta intentó ayudar a los golpistas franceses contra De Gaulle) ve transformada su historia de cuernos con vuelta al sagrado redil familiar en la de un galán de pasiones imposibles cuyo amor está por encima de la represión ambiental, reducida a triviales referencias cuando no a evidentes falsedades.
Lo que en las ficciones es un pacto implícito con el lector/espectador, aquí es la consecuencia de la eliminación física y simbólica de los matices del recuerdo y la prolongación de la labor de los golpistas que acabaron con la II República. Que se pueda hacer y publicitar ese quiebro dialéctico en busca del aplauso mayoritario de la población dice mucho de la solidez de nuestros valores democráticos, del conocimiento de la historia en particular y del desprestigio del conocimiento en general. Y, por añadidura, de la persistencia del atractivo de la hipocesía amorosa.
En los relatos policiales, aunque seamos colaboradores necesarios, solemos intentar romper el pacto atrapando las trampas del autor. En un mundo lleno de adjetivos desocupados (“cultural”, “democrático”, “creativo”), uno más (“enamorado”, y con toda la parafernalia machista del guapo de uniforme) viene ahora a anular al sustantivo fascista. Además de a los prisioneros del interior, sus acuerdos con Himmler le permitieron a SS fusilar a republicanos exiliados. Un modelo pasea ahora su efigie por las pantallas, y eso no es lo malo, sino el profundo vacío del escenario y la oquedad de los lemas que pretenden darle seriedad a un contexto fotografiado en papel cuché estilo revista ‘Hola’. La revista que, por cierto, ha formado a millones de mujeres en el culto a las parejas uniformadas (ellos) y almidonadas en raso (ellas), y cuyas luces persisten tanto en los quioscos como en los televisores.
Robbe-Grillet se inspiró para su guión en ‘La invención de Morel’, novela de un refugiado en fuga escrita por Adolfo Bioy Casares en 1940. Todavía no se había desarrollado la televisión, pero un párrafo suyo se impone para cerrar este artículo:
“Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos”.