Fracaso de una fiesta

Hace años, fui invitado a una fiesta en un apartamento situado en un edificio muy alto de una localidad costera de Cantabria que multiplica su población en verano. Creo que entonces sólo la duplicaba -ahora la triplica-, pero la gran mayoría de los pisos del bloque ya eran, como el de los anfitriones, segundas viviendas.

Ocurrió en pleno invierno. No recuerdo qué confluencia de situaciones condujo a esa anomalía. La familia propietaria percibía la rareza del hecho incluso más que los extraños: se sentían ajenos al lugar que sólo reconocían durante un mes de cada verano. Fuera de temporada, estaba lleno de sonidos vacíos; era un arquetipo de los lugares fantasmáticos. Hasta el ascensor hizo su trabajo con pereza y parecía colgado de un penitente tintineo de cadenas.

El piso estaba en una de las plantas más altas. Se veían la playa desierta, del color pardo de la arena mojada, el mar plomizo, trazos y rumores de espuma fría y la calderilla del cielo pobre de estrellas. Anocheció enseguida. Abajo, en la calle, se encendió el alumbrado público como para resaltar que todos los negocios estaban cerrados. Tampoco había muchos: una hamburguesería, un kiosco de zumos y helados, una tienda de ropa de baño y otra de minielectrodomésticos con la persiana forzada por un abrelatas gigante. Pasaban muy pocos vehículos. En los edificios contiguos, idénticos, había muy pocas ventanas iluminadas.

Se distinguía también parte del pequeño casco antiguo, casi segregado del paisaje por la preferencia playera, reducido a líneas y signos confusos, formas y destellos que expresaban a la vez la lejanía y la dependencia impuestas desde nuestra atalaya turística sobre los primeros asentamientos humanos. No era una interpretación espontánea de un símbolo, por supuesto: sabíamos que las casas antiguas se iban arruinando y que se mantenían los tejados y fachadas a fuerza de remiendos, claudicando ante la evidencia de que el peso de la historia acabaría llevándolos a las manos de franquicias temáticas para mantener las riadas de los veraneantes. Algunas pinceladas folclóricas contentarían las conciencias de los inspectores de tipismo.

Me venían a la mente distopías inversas sobre masas desbordando el planeta y me di cuenta de que aquella visión -unida a los contenidos mal orquestados de la fiesta- me estaba produciendo un efecto de psicotrópico, un mal viaje lleno de recuerdos de agobios estivales. Era una sensación entre ridícula y deprimente: la amenaza de la superpoblación temporal deliberada, promovida, que quería ser el motor de una economía de amos caprichosos y esclavos cómplices o resignados y que eliminaba las alternativas a su cielo sembrado de diamantes. Hoy, según las estadísticas, está a punto de conseguirlo. Como el clima del planeta, es probable que haya pasado el punto de no retorno y cada temporada supere a la anterior hasta la ruptura definitiva de los ciclos. Luego será el desierto sin tártaros.

La ley sagrada establece que el número de residentes temporales debe aumentar si los ingresos disminuyen. Las opciones que pretenden reducir el número aumentando el lujo y subiendo los precios requieren nuevas exclusiones, urbanizaciones fortificadas y mayores espacios, instalaciones y recursos. Tanto el ocio elitista como el de masas, cada uno a su manera, exigen intervenciones y ocupaciones extremas. Con voracidad fractal (cada purgatorio temático o residencial reproduce el anterior), las poblaciones flotantes y sus servidores van saltando de escalas territoriales, determinando los modelos productivos y laborales, la ética y la estética.

La minoría sedentaria elige una y otra vez gobiernos que trabajan para extraer riqueza de una mayoría aplastante y fugaz de turistas y de una minoría de plutócratas encastillados. Los primeros consumen ocio barato mientras los segundos celebran conciliábulos en los que los sonajeros y fetiches de la mercancía nunca descansan: compran, venden, coleccionan, revenden, diseñan, especulan, proclaman triunfos y escenifican la religión del mercado-espectáculo, esa exhibición totalitaria que siempre es rentable por burda que sea la presentación (los medios, los medios, el horror, el horror…); dinero llama a poder y viceversa… Sus playas, circuitos y segundas viviendas están al cuidado de excelentes guardeses en las comunidades con vocación de segundas autonomías.

La fiesta extemporánea fue un fracaso. Desde el principio, después de algunas bromas sin gracia sobre los reglamentos vecinales expuestos en el portal que habían tratado de mantener durante el verano un atisbo de civismo, la velada transcurrió envuelta en sarcasmo y aburrimiento.

Indianos

Las asociaciones empresariales suelen incluir entre sus manifestaciones identitarias homenajes a los indianos. Alaban a los antepasados de los modernos héroes del emprendimiento y llaman a sus juventudes a seguir sus pasos: “Los indianos son inspiración y motivación para las empresas familiares de Cantabria”, afirman. No dicen cómo seguir esos pasos: las huellas han sido repintadas sobre caminos ideales. Las instituciones aportan marcos de color local y los espectadores y figurantes aplauden y aceptan que no son ricos porque no tienen madera de conquistadores.

La condición de indiano la sellaba el regreso afortunado. El concepto sólo pertenece a los triunfadores. No puede existir un indiano fracasado. Los que se quedaron por el camino, volvieron pobres o tuvieron que conformarse con trabajos modestos -incluso si eran mejores que los abandonados en la tierra natal- sólo eran emigrantes.

Los hijos de la antigua metrópoli tenían entre el criollaje un campo más amplio que otros migrantes y, por supuesto, que la población indígena. Los que acudían llamados por los ya establecidos o eran portadores de recomendaciones que los introducían en las cadenas de inmigración y se formaban para regentar colmados, ampliar ingenios, abrir nuevos mercados, emparentarse con los círculos más activos, etc., tenían más probabilidades de escapar de las masas que formaron la inmigración obrera europea en latinoamerica. Pero no hay que subestimar la audacia de los émulos de Hernán Cortés, como la del prófugo ayudado por los empleadores de su madre que subió al Olimpo traficando con esclavos (uno de los más retratados y esculpidos) o la muy real ficción que José María de Pereda personificó en el paciente Apolinar del Regato, que ahorró durante siete lustros para fletar un bergantín, cargarlo de azúcar y café, y hacer del propio regreso un golpe de fortuna.

La indianidad no es un título de nobleza, pero solía ser un estadio anterior. Una cierta generosidad para suplir servicios sociales (debían ejercer y exhibir la caridad y la beneficencia para no ser tachados de indianos de hilo negro) y una regularidad de las inversiones asentadas en apoyos políticos abrían las puertas de la aristocracia, los veraneos cortesanos y los espacios de poder del sistema caciquil.

Una vez fijado el triunfo, empezaban los regresos temporales, las visitas de ostentación y compadreo, el reasentamiento gradual, la materialización del linaje en el viejo territorio, reconquistado y edificado en preparación del regreso definitivo. Un linaje que podía prefigurarse con matrimonios durante la emigración como parte de las alianzas para el progreso o quedar como un asunto pendiente para la vuelta. (Por cierto, casi nunca se habla de indianas; quizá haya que reescribir unos cuantos silencios…)

Inspiración, motivación, ejemplos a seguir… Siéntese un rato en el noray de los polizones soñadores, posible humilde emprendedor. Cantabria es infinita: repiten la letanía mientras, en ciclos agotadores de turismo y huidas hacia adelante, la envuelven para regalo con papeles chillones de estaciones programadas, urbanizaciones de segundas viviendas y autobombo.

Los modernos aspirantes a indianos no emigran: intentan ser hosteleros afortunados, fundar dinastías de constructores y mixtificadores de tipismo, recalificar y aprovechar los espacios vaciados, plantar palmeras de hierro en jardines de cemento y pasear con parasoles y panamás en un mundo maquillado como un salvapantallas. Haga su América en Cantabria, gritan los neones, empuñe el timón del videojuego de ingenios ultramarinos y obtenga su propia pirámide de Manslow faraónica. Los promotores, ¿se han creído el discurso o sólo esperan el momento de salir corriendo con lo que puedan?

Noticia efímera de un barquillero cántabro en la pasarela de Asnières

Para evitar decepciones, debo advertir que esta historia -apenas un simulacro de alarma- concluyó en un final sin solución y, meses después, obtuvo un colofón lamentable.

El 23 de abril de 1904, el periodista, crítico literario y polemista Luis Bonafoux (francovenezolanoportorriqueño de nacionalidad española con vínculos reinosanos), que entonces era corresponsal en París del Heraldo de Madrid, hizo llegar esta crónica a su amigo José Estrañi, director de El Cantábrico:

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Una lectura iniciática (“‘Se divierten y son caritativos”: historia breve de la francmasonería’)

Creo que, para muchas personas, entre las que me incluyo, la francmasonería no es un concepto claro. En mayor o menor grado, hemos asumido los tópicos que lo reducen a un anédotario superficial, las interpretaciones simplistas y, por supuesto, las manipulaciones políticas y teológicas. Aunque rechacemos las clásicas trivializaciones, condenas e inquisiciones, no solemos preocuparnos por buscar matices. Este libro viene a combatir esas carencias con una originalidad que le da atractivo incluso para quienes no somos especialmente aficionados al asunto ni solemos indagar sobre él más allá de las acostumbradas referencias contextuales en marcos históricos más amplios. La masonería está presente con frecuencia en acontecimientos históricos que los historiadores suelen señalar como relevantes, y ese es un buen motivo, si no basta la curiosidad, para ampliar el conocimiento.

El trabajo de Juan Pérez del Molino Bernal tiene la doble virtud de ser lo que promete -una historia breve de la francmasonería- y, además, de hacerlo con una estructura peculiar, basada en la propia del campo que estudia, como si fuera un proceso de iniciación de un miembro de una logia, lo cual no es un simple recurso lúdico, si bien, como conozco algo al autor, no dudo que hay mucho de ello en el método. La diversión presente en el título procede de una frase de Louis-Sébastien Mercier sobre sus hermanos masones: “Se divierten y son caritativos”. Encuentro en ello también un reconocimiento del valor de las disciplinas antiguas para explicarse a sí mismas; un rito didáctico, una muestra de mayéutica sin preguntas, un parto mental inducido sin esfuerzo o cuantas similitudes surjan en la tentanción espectacular de las tenidas: el tema invita a ello porque lo envuelve un halo ceremonial que matiza con mística teatral la simbología de racionalismo primitivo: compases, escuadras, complicidades de cantería…

Esta iniciación hecha libro contiene, por supuesto, aparte de la arquitectura necesaria, la terminología y la historia contada por los hermanos y la documentada en la realidad de las logias. Los capítulos son artes que encaran los puntos cruciales y polémicos (la cuestión religiosa, las obediencias y asociaciones, las diferencias por países, los juramentos, el secretismo y la discrección, el papel de la mujer, la política, el ocultismo, las ciencias y pseudociencias) desde sus orígenes hasta las cruzadas antimasónicas y antisemitas del pasado reciente y los escándalos de corrupción y crímenes como los relacionados con la logia Propaganda Due, la mafia y el Vaticano.

Otro punto a favor que añadir es el recurso a la historia local de Cantabria, la pequeña tierra de nacimiento de Pérez del Molino, que le permite “basar la argumentación en zonas lo más extensas posibles y complementarla con otras estadísticamente menos significativos”: ahí están, por ejemplo, las excomuniones de tres periódicos cántabros en 1881 y la condena de El Cantábrico en 1905.

No se me ocurre mejor conclusión de esta reseña que la invitación del autor:

En efecto, la francmasonería se crea en 1717 por hombres deseosos de ayudarse y divertirse: hasta siete brindis contiene una de las canciones entonadas en sus ágapes o reuniones.

Y es que, además de apoyar o criticar gobiernos e instituciones, defender la propiedad privada y ser poco amables con las mujeres, los hermanos van a ser generosos buscadores de diversión y apoyo.

Todo esto y, también, lo que usted busca en materia de símbolos y rituales, la muerte simbólica de los maestros, el significado de la escuadra y el compás, lo va a encontrar aquí claramente explicado; que lo oscuro ha sido siempre sinónimo de ignoracia y falsificación.

Y ello para que usted se inicie en este tema universal, amplíe sus conocimientos hasta ser un guía para otros o, quizás, decida dar un giro a su vida, y acercarse a los actuales hermanos, siempre continuadores de los aquí descritos.

Presos y raqueros; tatuajes y apodos

Entre noviembre de 1888 y enero de 1889, aparecieron en el periódico El Atlántico tres Notas antropológicas firmadas con la letra Z.

Creo que esta exposición de las personas, hábitos y ámbitos carcelarios y marginales de Santander y Torrelavega, y las opiniones que la acompañan, son dignas de estudio.

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Sequía

A finales del siglo XIX, cuando el populacho de Santander le quemó el piano al alcalde durante un motín por el desabastecimiento de aguas, las cosas estaban muy claras. Antes, las autoridades habían hecho venir a un ingeniero-fontanero francés de cuyas recomendaciones sólo hicieron caso para satisfacer las necesidades de las vecindades pudientes. Había fuentes públicas y privadas. También trajeron de Francia a un abate zahorí que no tuvo éxito en la búsqueda de nuevos manantiales. Eran otros tiempos.

Hoy, la dimensión global del problema permite a los gobiernos locales hacer como que la cosa no va con ellos. Apenas mencionan el cambio climático y tratan de convertir el mundo desertizado en paraíso turístico. Según los gurús del emprendimiento, todo cambio en el territorio es una oportunidad para nuevas transacciones.

Veo en el mismo periódico fotos de la Cantabria seca y anuncios de instaladores de piscinas, y no puedo evitar mover el dial del imaginario hacia las distopías áridas. Por ejemplo, ahí está la novela La sequía (1965), de Jim Ballard, una sinfonía patética de piscinas anegadas en barro y paisajes con figuras que siguen el curso de los ríos menguantes. Soy de los que crecieron leyendo y apreciando esas historias de profecías evitables frente a las sagradas inevitables. Quizá por eso pocas cosas me sorprenden, aunque siga fingiendo asombro y detestando la obscenidad de lo exclusivo tanto como la barbaridad de lo masivo.

Los mercadotécnicos de nuestro tiempo, con su heroica simplicidad fetichista, también parecen salidos de fabulosas narraciones. Compiten para vender la lluvia que sólo los ricos pueden pagar. Son personas optimistas, emprendedoras hasta morir de sed lamiendo las huellas de pisadas húmedas alrededor de una piscina vacía después de que los dueños huyan a otros paraísos blindados. Si hay una situación catastrófica, la miseria del colapso será socializada, pero los refugios se cobrarán por categorías. Muchas devotas gentes de medio pelo, aunque se crean de rica clase más que media, se quedarán vagando por caminos polvorientos, como aquel nadador de John Cheever que trataba de recorrer una urbanización de lujo saltando de piscina en piscina y parándose a delirar con los vecinos que simulaban no conocer su fracaso.

Los diseñadores de liderazgos multiplican las justificaciones. Hay que satisfacer tanto el fetichismo consumista de la multitud como el orgullo individual de poseer un bote salvavidas, una piscina y, por supuesto, una escolta contra la mendicidad sedienta de las masas. Si les parece contradictorio, es porque lo es, pero eso tiene tan poca importancia como el mantra del barco común que nos salvará del naufragio por imperativo de la naturaleza.

Los utopistas liberales devaluarán su beatitud y recurrirán al autoritarismo cuando haga falta para tapar las fugas de contradicciones. El lento preapocalipsis da para muchos negocios. Luego, ya se les ocurrirá otra combinación de muros para que todo y nada siga igual o, si es necesario, improvisarán un diluvio seco para empezar de cero desde sus arcas. Mientras tanto, el piano bosteza junto a la piscina.

Hipótesis de la autodelación

No ha trascendido cómo llegaron las unidades policiales a sospechar que en las actividades que llevaba diez años realizando el funcionario del servicio de carreteras ahora acusado de corrupción había algo turbio.

Entre las hipótesis que se barajan predomina la de una denuncia anónima que desencadenó una investigación cuyas evidencias parecen abrumadoras. Las imágenes y conversaciones grabadas muestran al acusado y su familia llevando una vida de lujo y manejando una red de cohechos para adjudicaciones de obras, todo tan descarado que resulta increíble que el asunto no estallara antes. Es como si el método de ocultamiento a la vista de la carta robada de Poe hubiera multiplicado sus dimensiones. El engaño tuvo éxito durante tanto tiempo que incluso podemos pensar que cayó en manos de los investigadores por una suerte de inercia o casualidad. Y surge la paradoja: después de años de silencio clamoroso -sea por consentimiento, asentimiento o deliberado desconocimiento- casi sorprende que haya sido descubierto.

Pero se me ocurre una hipótesis con más juego literario que el azar o la denuncia. Me refiero a la autodelación. Es decir, que el encausado se denunciara sí mismo de forma anónima.

Esas cosas pasan, por absurdas que parezcan, o precisamente por eso: porque son absurdas y el absurdo es motor de realidades.

No me refiero a la confesión involuntaria, el lapsus o el desvelamiento semejante al de aquel relato del Heptamerón en cuyo final la irrupción de la primera persona desmantela el estereotipo de las cosas propias atribuidas a terceros. La pulsión de la culpa hacia la liberación es un buen recurso dramático, a veces jocoso, a veces trágico. Pero me refiero a algo menos enturbiado por las oscuras labores del psicoanálisis y más próximo a la maquinaria del sarcasmo que todos llevamos dentro como un destello rebelde contra nuestra propia moral o antimoral. Algo que quizás algunas personas imaginen como próximo al suicidio, pero yo prefiero asociar a un acto extremado de autoburla, una autobroma -no sólo una broma privada, sino una broma de la que uno es su propia víctima- llevada al límite para reírse de sí mismo a carcajadas silenciosas e invisibles.

Algo, además, por supuesto, inconfesable como una adicción: el sujeto nunca lo admitiría ante nadie, ni el juez, ni los amigos, ni la familia, porque entonces caería en lo grotesco o en el arrepentimiento y dejaría de ser el espectador privilegiado del espectáculo del que es también actor y, sobre todo, autor: un autor que tiene que serlo también del final y que se exige seguir las convenciones (no deja de ser un presunto funcionario corrupto convencional), con exposición, entreactos, nudo y desenlace, pero sin recurrir al torpe deus ex machina de la denuncia ajena o el hallazgo policiaco. Y todo para representarse a sí mismo como un mito que nunca se le podría escapar.

Quizá es una hipótesis descabellada, pero seguro que puede ser una pieza más del modelo para armar este asunto.