Rehuida

Portada - Evasión

De repente, me ha apetecido redifundir este relato de supervivientes, farsantes, exiliados, amantes, migrantes, transformistas, casas de mal reposo, ambigüedades portuarias, diálogos fronterizos, esperas y mareas.

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Cambio de retablo

Me tiene un poco alucinado la controversia desatada por el previsto reemplazo de los lienzos del retablo de la iglesia de la Anunciación de Santander. Los pintó en 1953 María Mazarrasa Quijano, que era hija de una de las familias más pudientes de Cantabria y se hizo cargo de todos los gastos. Conozco poco su obra, apenas media docena de cuadros, todos posteriores al retablo, temas marineros que rozan la abstracción grométrica y retratos femeninos con sugerencias místicas que evocan velados vitrales. La madera del retablo la talló Andrés Novoa y la pintora interpretó las escenas bíblicas con un manierismo entusiasta y una cierta ingenuidad técnica

El retablo va a ser cambiado porque, según el obispado, muchos feligreses lo han pedido reiteradamente durante años y, sobre todo, porque, en opinión del sacerdote Joaquín González Echegaray (1930-2013), historiador, arqueólogo y experto en la Biblia, los lienzos no se corresponden con la catequesis católica. Al parecer, pecan de lenidad en la observancia de la tradición. No es asunto mío tratar con esos piélagos doctrinales, pero el 12 de abril de 1953, ante numerosos fieles, el obispo José Eguino y Trecu procedió a la bendición de la obra y afirmó: Así como Dios inspiró a David y Salomón para que construyese el Templo de Jerusalén, así también ha inspirado a la señorita María Mazarrasa para hacer esta obra con destino a la iglesia de la Anunciación, pobre iglesia necesitada de todo.

Para sustituir esos cuadros ya no homologados del retablo, se ha designado al pintor Tonino Conti Angeli, del cual sólo he visto dos imágenes: el retrato de San Juan de Ávila de la Capilla Universitaria de San Juan Evangelista de Baeza (Jaén) y el icono de la Cruz de Santo Toribio de Liébana. Ambos remiten a una escolástica de recordatorios para comulgantes y jubileos nada espontánea. Mi impresión es que cumplen con las ortodoxias sin permitirse ninguna libertad, como corresponde y se espera, y también cabe esperar que la nueva versión del retablo no sea mediatizada por carencias técnicas, improvisaciones o defectos litúrgicos, como lo fue la actual. La mediatización mediática quizá sea digna de análisis cuando se produzca la remoción, pero, de momento, dudo que me interese más que el trabajo de Mazarrasa: pintado entre ruinas hace setenta años, ha adquirido una entidad bastante sólida cuando la autoridad religiosa lo ha sacado del olvido y ha decidido cambiarlo por algo que considera más adecuado, prestigioso, neocatecumenal (igual no tiene nada que ver, pero me gusta la fonética) u ortodoxo. La autoridad civil, por supuesto, no sabe, no contesta.

Creo que, de tanto mirar a cielos cada vez más barrocos, el arte sacro y el religioso se han ido asomando a abismos cada vez más monótonos(1)Me dice un hereje que son dos cosas distintas: el arte sacro rinde culto, el arte religioso sólo trata el tema: recuerden los piélagos. Entiendo … Continue reading. Por mi condición postmoderna (la frase ha salido sola al encuentro de su registro armónico), me atrevo a sostener que los lienzos de María Mazarrasa, al perder -¿por una forma suave de anatema?- la inocencia que se les presumía o toleraba, han saltado de un juego de lenguaje a otro. A falta de una estética sublimada por los cánones del arte y descartado por los canónigos el relato de la donación como motivo de permanencia, me parece que el tiempo, la duda y las sombras -acérquense a verlos- parecen haber sumergido la obra en un líquido abisal, y ahora me dan ganas de emparentarla -salvando largas distancias- con el controvertido y agredido Cristo de Andrés Serrano(2)En 1987, Andrés Serrano expuso una fotografía de un cristo de plástico pequeño y barato sumergido en orina para magnificarlo con un halo dorado, … Continue reading.

Es evidente que la voluntad de Mazarrasa iba por otro lado, pero sus estampas rechazadas empiezan a representar, en un medio que se presume ajeno a la ostentación, el papel de la pobreza desdeñada y hacen sospechar que la renovación del retablo busca algo más parecido a la inmodestia que a otra cosa.

Notas

Notas
1 Me dice un hereje que son dos cosas distintas: el arte sacro rinde culto, el arte religioso sólo trata el tema: recuerden los piélagos. Entiendo que, por ejemplo, La Virgen castigando al niño Jesús delante de tres testigos, de Max Ernst, es una obra religiosa, pero no sacra. Lo mismo ocurre con el Piss Christ, tal vez el verdadero protagonista de este artículo (véase más arriba y/o más abajo).
2 En 1987, Andrés Serrano expuso una fotografía de un cristo de plástico pequeño y barato sumergido en orina para magnificarlo con un halo dorado, penumbras y burbujas. Según el artista, que se considera católico, no se trata de una denuncia de la religión, sino de mostrar el abaratamiento de los símbolos en la sociedad. La obra ha sufrido varios atentados. Aunque ha tenido defensores en medios católicos, los más integristas, es decir, los que más suelen incidir en las representaciones tortuosas, torturadas y encarnadas de su divinidad, no soportan la inmersión de un fetiche trivializado por el consumismo en un residuo que quizá entienden como demasiado humano. Pero otros prefieren pensar que la paradoja de la nueva iconografía lo engrandece y lo sitúa en un instante atemporal lleno de melancolía por la ingenuidad primitiva del sacrificio. Algo mucho más cercano a la humildad de la primera simbología de los perseguidos.

El encierro de los Reyes Magos

Circula la especie de que en esas casetas de Atarazanas están encerrados los tres Reyes Magos, protegidos de la parafernalia que genera la expectativa de su llegada. Según unas versiones, se encuentran en animación suspendida, hibernados desde su última aparición. Según otras, están activos y observan nuestras conductas pasadas y futuras mediante pantallas omniscientes. Me parece más verosímil la primera: maldita la falta que les hace permanecer un año ante un videojuego contado por un idiota lleno de ruido y furia. (Nunca sé si lo que está lleno de ruido y furia es el narrador o su historia.)

El caso es que, en sus refugios coronados, los Magos están a salvo de la ciclogénesis consumista que culminará con su aparición. O sea, están a salvo de sí mismos. La mayoría de los mitos son relatos recursivos, circulares, como si los dogmas los blindarán contra los giros inesperados. Ni siquiera el diablo aprecia los desvíos desde que lo expulsaron del cielo por intentar uno entre nubes barrocas, un gran ‘détournement’ en una ‘performance’ reconvertida de inmediato al servicio de la autoridad competente: desde entonces, se ocupa de los castigos.

Digo “ciclogénesis consumista” porque, aunque algunos tópicos la consideran una orgía, se trata de un empujón más hacia la catástrofe y lo más probable es que ésta no llegue con la frustrante, pero sencilla y brutal explosión de un orgasmo precoz, sino con una lentitud exasperante, como las olas de un mar de plástico y cenizas.

No sé si el devenir del cristianismo lo ha cambiado mucho, pero en el conjunto escénico de Belén hay claras jerarquías. Primero, por supuesto, se eligió celebrar la Natividad, y a continuación la extraordinaria visita de los Reyes, con su cometa guía, su séquito y sus regalos caros; no podía ser el día o la noche de los sumisos Pastores y Lavanderas porque tenían que seguir con sus faenas en el decorado. En medio, apenas asoman los Inocentes, y creo que cabe preguntarse por qué los que no pudieron huir de la matanza (no fueron advertidos) son recordados haciendo burlas de la inocencia. Quizá alguna mano hereje intervino en el asunto para denunciar que, si todos fuéramos iguales, no existirían los elegidos. Sin embargo, por si ese razonamiento resulta muy cruel para estas fechas, prefiero preguntar dónde se alojan los pajes y los camellos. Puedo creerme muchas cosas, pero dudo que las casetas municipales tengan la capacidad de la TARDIS.

Esbozo sobre un cuadro de Ricardo Bernardo

Ricardo Bernardo expuso esta naturaleza muerta en 1930. El público de Santander, su ciudad, consideró este y otros cuadros una traición al espíritu de José María de Pereda con el que había identificado al pintor hasta entonces. Había viajado demasiado; se había topado con las vanguardias. No siguió el ejemplo de María Blanchard, que sólo volvía de visita. Menos mal que en otros sitios encontró más cómplices y espectadores. Aún así, lo pasó mal. Mejoró durante la República, pero hubo un golpe de estado. Tuvo que huir y falleció en Marsella en 1940 (1)Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987..

No es uno de sus cuadros más conocidos. Dependiendo del catálogo, se le atribuye como título Tres objetos, Veramon y lata de aceite o, simplemente, Naturaleza muerta, aunque creo que el autor, que amaba la vida a pesar de todo, prefería Naturaleza quieta. Ignoro su paradero y sólo he conseguido esa imagen borrosa en blanco y negro. Podemos intuir la paleta de colores por otras obras y textos de la época, y espigar algunos objetos similares callejeando por internet.(2)El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección … Continue reading

El centro lo ocupa una mujer o un maniquí de rostro transido y cabellos de medusa con los brazos apresados en una caja del medicamento Veramon como si ésta fuera un bloque de cemento. El diseño es similar al de los anuncios de la época, pero parece que se ha forzado el escorzo. ¿Alude a la doble cautividad del dolor y a la dependencia del producto? El Veramon era una mezcla de Veronal, el hipnótico de moda durante años entre insomnes y suicidas, y amiropidina, muy eficaz contra el dolor, pero también muy peligrosa. La lata de lubricante para motor Atlantic y el pájaro de madera, ¿son precauciones contra la tentación de la interpretación en que este párrafo acaba de caer?

Nada nos impide elegir simbologías: la nada (hay mucho vacío en la mesa, que también es espejo), el vértigo, la fiebre de la mecánica lubricada; de nuevo, al fondo, la nada… ¿Nos tranquiliza más ver una buena representación acaso premonitoria de un mundo en guerra por la energía con las aves lignificadas como pretexto? Todas las relaciones, por supuesto, son probables.

Pero prefiero pensar que Bernardo no buscaba ni más ni menos que lo que Guy Davenport llamó desorden armonioso o, respetando la cronología (por no decir los fantasmas del momento), afirmar la omnipotencia del artista a la manera de los surrealistas, que consiguieron que los encuentros casuales dejaran de serlo, es decir, encararon la eterna mediación del arte y le dieron categoría de máxima sólo expresable con la frase de Ducasse (bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas) y sus ilimitadas variaciones.

Durante la exposición, Bernardo publicó un artículo(3)Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930. en el que trataba de explicar sus intenciones y justificar su vanguardismo desde el punto de vista del derecho a la innovación de temas y objetos a la vez que apelaba a su atracción por la pintura renacentista. No hay referencia al surrealismo, como quizá deberíamos esperar. Imagino que se dejó muchas cosas en el tintero porque intentaba ser apreciado en su tierra no sólo por sus amigos y artistas cómplices. Luego vinieron la intensa ilusión republicana y la derrota.

Notas

Notas
1 Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987.
2 El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección particular), obtenidas del folleto que conserva de la exposición que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes de Santander en 1997. Aprovecho esta nota para expresarle mi agradecimiento.
3 Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930.

Abaño y Mombasa

Grafitis en el Fuerte de Jesús de Mombasa

Grafitis en el Fuerte de Jesús de Mombasa (Fuente: Wikipedia)

Entre 1631 y 1895, el Fuerte de Jesús, construido por los portugueses en Mombasa (Kenia) para reforzar su imperio colonial en África frente a los sultanatos del mar Arábigo, fue conquistado y recuperado nueve veces. Durante los largos meses de asedio, los soldados dibujaban barcos en las paredes. Uno de los primeros libros de arte que leí mostraba una imagen de esos dibujos y los consideraba la expresión de un anhelo de rescate. Esa es una de las funciones de las artes aunque muchas veces no nos atrevamos a decírnoslo: necesitamos que nos liberen de los cautiverios cotidianos o, al menos, nos permitan recreos de locos desencadenados.

En las paredes de lo que queda del lazareto de Abaño (San Vicente de la Barquera, Cantabria) hay barcos del siglo XIII pintados por manos más oficiales, heráldicas, pero mucho peor conservados.

Pinturas del lazareto de Abaño (San Vicente de la Barquera) – Fuente: Lista Roja de Hispania Nostra.

Según el investigador José Luis Casado Soto, son “un testimonio único de las tipologías navales que protagonizaron la expansión oceánica ibérica”. Entiendo que la intención era loar los antecedentes náuticos de los soñados en África (Portugal pertenecía al imperio español cuando se construyó el fuerte), pero se están borrando y puede que lo haga el edificio entero. Se difumina el orgullo de los colonizadores pese a los esfuerzos y las impetraciones de los cruzados de la Historia sin historias, pero también se esfuma -y eso es lo que me molesta- el recuerdo de un lazareto que sin duda estuvo lleno de locura y deesesperación aunque en este caso no se cumplió el relevo de marginados que describió Michel Foucault: desaparecida la lepra, las leproserías albergaron, primero, a los enfermos de venéreas; sin embargo, enseguida demostraron ser más útiles como encierros de pobres, vagabundos, jóvenes de correccionales y “cabezas alienadas”. La Casa de la Orden de Lacerados Malatos de San Lázaro de Abaño siguió un recorrido más trivial, pasó a manos privadas y permanece abandonada. Sus barcos fletados como emblemas están más cerca del naufragio que los africanos de las glorias imposibles.

No recuerdo en qué libro descubrí los grafitis de Mombasa. Internet permite regresar a muchas cosas y reafirmar el olvido de otras. El fuerte es ahora un museo. Las paredes siguen llenas de navíos entrelazados que quizá nunca llegaron. Los gobiernos postcoloniales los respetaron porque explican cómo se forjó el mundo a base de guerras por los mercados de cosas y personas. En Abaño, la casa, la capilla, los barcos y el sentido del pasado, pero también de la sanidad y la pobreza, se hunden en un mar sin matices: nada de eso parece caber en el parque temático.

Sotileza y el color de la botabomba

En cuanto a Sotileza pregunto si el autor «jugaría del vocablo».
BORGES: «¿Por qué?».
BIOY: «Creo que sotileza no es sutileza sino algo del orden de carnada para la pesca».
Mi padre y Borges se muestran sorprendidos y yo me pregunto si no tendré un falso recuerdo.

Adolfo Bioy Casares. ‘Borges’.

Sotileza, la novela de José María de Pereda, ambientada a mediados del siglo XIX, cuenta el periplo de la huérfana Casilda por muelles, familias y clases sociales de la entonces muy portuaria ciudad de Santander.

Por si alguien presiente un cuento edulcorado, diré que más bien sigue la brutalidad de los cuentos primigenios, encargados de rectificar el mundo cuando éste tiende al caos.

Ese mundo, por supuesto, está delimitado por las palabras. Pero los puertos eran fronteras superpobladas y permeables. La mar amaba la variedad y la imprimía en el litoral.

Una novela portuaria puede jugar sin trabas (Pereda, como buen reaccionario, era a veces muy audaz) con las palabras, someterlas al resalsero y crear retroneologismos. El apodo de Casilda procede del carácter del personaje (no es mujer, es una pura sotileza…), pero, además, el autor -costumbrista- se permite añadir un sentido material asociado al trabajo de la pesca, que es la esencia más fuerte del libro: sotileza es el nombre que dan las gentes de la mar al bajo de línea, el hilo -impregnado de sangre y salitre- más tenue del aparejo.

La conversión de lo sutil en sotil no es nada nuevo, pero no he enontrado esa acepción en ningún sitio antes de 1895, año en que se publicó la novela. Que yo -un diletante- no lo haya encontrado no significa nada, por supuesto, pero de momento tengo que hacer como que no ha ocurrido. Estaré encantado si alguien me corrige.

Sotileza, el personaje, con su estática, sublime, casi obscena naturalidad, es una anomalía que vuelve a ser Casilda cuando deja de ser una suerte de metáfora ajena al mundo y acepta los designios de Pereda y la sociedad de su época.

Los símbolos, escisiones e intercambios entre nombres y apodos dan para mucha literatura, pero en esa obra hay otra palabra que, aunque juega un papel más trivial (pero muy expresivo: involucra al arte, las diferencias de ocios, la educación…), siempre me ha atraído porque sabía, o por lo menos intuía, que era cierta: botabomba.

La tenía subrayada en una especie de carnet de enigmas desde que me dio por hacer un logo-rally con el vocabulario de Sotileza.

Pereda la menciona tres veces en la novela y la define en el glosario como “droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro”. Aunque la llama droga, no entra en detalles porque el interés está en la pintura. Uno de sus protagonistas la utiliza en sus cuadros para recrear “una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas”.

Han pasado años hasta que un tratado de Philip Ball sobre la invención de los colores y las similitudes fonéticas y descriptiva me han revelado que la botabomba es la gutagamba. Parecen palabras sacadas de historias de Hergé o Salgari: hechos coloniales pasados por la criba popular ultramarina.

Me hubiera bastado un poco más de perseverancia para averiguar mucho antes que, ya en el siglo VIII, en el sureste asiático, se utilizaba la resina desecada de los árboles gutíferos para obtener un producto de triple uso: veneno, medicamento diurético y purgante, y pigmento amarillo. Llegó a Europa en el siglo XIII y, desde las boticas, compitió en el arte con el amarillo indio, que se obtenía de la orina de vacas alimentadas con hojas de mango y era mucho más caro.

Los británicos llamaron a la resina gamboge (deformación de Cambodia); los franceses, gomme-gutte; los alemanes, gummigutta… Los españoles optaron por gutagamba, pero en el puerto de Santander se convirtió en botabomba.

Hoy es, digital y aproximadamente, el color del margen de este texto.

Recuerdos de un laberinto habitado

Leo que los habitantes del barrio Vistalegre se quejan del abandono municipal y evoco un itinerario cotidiano del pasado.

Eran tiempos fronterizos. El poder insistía en dar por terminada la transfiguración y a mí acababan de expulsarme de la adolescencia. Era un verano adormecido en una vaga memoria hasta que las noticias me han hecho recuperarlo.

Todos los días laborables, al declinar la tarde, emprendía un camino que iba desde el sitio llamado Las Antenas, en el Paseo del Alta, hasta la bajamar ocupada de lo que fue la sexta ría de la bahía.

Tenía que salvar a la vez la distancia y el tedio. Como no tenía prisa, podía introducir variaciones y demoras, y enseguida aprendí a romper la monotonía del Paseo militarizado introduciendo pausas, rodeos, falsos atajos, pequeños y grandes desvíos y desvaríos.

Pronto descubrí que aquellos lentos regresos me producían una tranquilidad rebelde y lúdica. Le conferí al itinerario una condición de laberinto con mis normas y mis constricciones, como las ratas más felices de la literatura potencial. Y, como ellas, con mis propias trampas, entre las que avanzaba hacia la noche para sentirme en un no lugar sin orden ni concierto externos.

Recuerdo los tramos de Prado San Roque, el Pilón, Vistalegre, parte de la Atalaya, la Plaza de la Leña, las calles y travesías de Liébana, la Enseñanza, San Matías, Cervantes, bruscos cambios de rasantes e islotes, núcleos intermedios y solares tenebrosos que a veces se iluminaban con inesperados fulgores.

Alteraba las derivas ejerciendo de transeúnte en los bares, entonces abundantes y todos diferentes. No hacían falta muchas explicaciones para ser aceptado con una distancia cordial en aquellos círculos ajenos a la uniforme temporada alta que bullía en la ciudad de los planos y planes perfectos.

Como me crie en un barrio creado por una empresa en el que, aparte de una cierta separación entre vecindades según sus cualificaciones y especialidades, reinaba la homogeneidad de clase -un barrio, además, que se había organizado, luchado, a veces ganado, y tenía una épica que contar, derrotas incluidas-, me resultaba sorprendente la diversidad de aquellos núcleos urbanos donde se reunían todos los oficios y gremios nuevos y viejos: éstos oscurecidos por la melancolía y aquellos por la conciencia del paro y la precariedad de los primeros movimientos de eso que llaman crisis o reformas. No había ricos, por supuesto, y solo unos bloques dispersos de población más acomodada parecían avisar de las interferencias futuras sobre las ruinas, los jardines asilvestrados, los solares cimentados sin prosperar de especulaciones anteriores.

Esa mezcla de gentes, edades y labores imprimía un ritmo sincopado, improvisado, alegre, pero con el balanceo de tristeza que pedía Morais para hacer una samba con belleza: “algo que llore, algo que te pierdas”.

Pero todo eso es ahora estética de un testimonio perezoso. Yo era un transeúnte varado entre los actores en la tarde intermareal que se dejaba involucrar en conversaciones que irremediablemente confirmaban el antitópico: no hay tantas cosas en el cielo y en la tierra que no puedan ser contempladas desde la filosofía de lo mínimo común.

Estaban el tabernero pluriempleado, padre joven, que me daba consejos para conservar un empleo al que yo ya había decidido renunciar lo antes posible tras jurar odio eterno a los mayoristas de largas distancias; su colega de enfrente, que alguna vez me pidió que lo acompañara a casa, dos manzanas más allá, porque le daba miedo ir solo con el dinero de la caja aunque llevaba un cuchillo enorme envuelto en papel de estraza; el grupo de barrenderos que esperaban el cambio de turno y temían al metano de los vertederos porque habían asistido a una combustión espontánea; la casi anciana que llevaba en la cartera una fotografía de la tumba de Marx pero prefería a Bakunin; el motorista que empujaba la máquina recitando en latín y griego por los callejones cuando iba bebido porque había pasado por un seminario; el emigrante retornado que había trabajado con los verdes alemanes; los ludópatas fumadores de hachís del rincón más profundo de un local de techos muy altos en un edificio con mirador de muros torcidos; el zapatero obeso, convencido de la decadencia de todo, que se planteaba adelgazar porque no cabía en su local; la cuadrilla de recaudadoras de tragaperras, salvajes como sus contadores a manivela; la camarera con trofeos deportivos; los albañiles risueños con monos enyesados que parecían mimos idénticos y cantaban montañesas; los amantes cautivos de un horario estricto, el soldador mago, los expertos de todo tipo, que casi siempre lo eran de verdad (en quinielas, nudos, tornillos, mujeres, hombres, boxeo…); una mujer que todos los días preguntaba si alguien había visto a su hijo yonqui o al menos al otro; las locas del club de alterne que pasaban cargadas con bolsas de hielo, el carpintero que temía los nudos de la madera, la regadora de geranios y paseantes… y la inmensa mayoría cuyas peculiaridades eran inabarcables, invisibles o inefables.

No tiene ningún mérito entender ahora que aquel territorio de fronteras cruzadas empezaba a deslizarse por las dunas de la limpieza social y la gentrificación. Pero creo poder afirmar que la mayoría de aquellas personas tenía conciencia clara de su presente y su pasado: en ellos se basaban para contestar las preguntas sobre el futuro y buscar consuelo en el recuerdo de una solidaridad que iba siendo abandonada ante una ciudad dispuesta a tomar al asalto los vestigios populares que la historia dejó en su periferia interior.

Expresaban con clarividencia su comprensión o intuición de la correlación de fuerzas (después de las transiciones y reconversiones) que les hacía presentir la futilidad de la resistencia, pese a lo cual, años después, muchos han actuado como siempre esperaron de sí mismos, aunque, hasta ahora, solo han podido confirmar el desprecio de las mayorías imaginadas e instituidas, rabiosamente coincidentes, de la ciudad cuya geografía especuladora asfixia su territorio desde el sur del cerro que los encierra.

Acabó aquel verano y la calle, el barrio, los bares, la gente de lo que tomé prestado como un laberinto lúdico y triste a la vez, se alejaron en el panorama como un paisaje se aleja de un tren.

Junto a las escalinatas de rellanos tendidos han instalado rampas y escaleras mecánicas. No buscan mejorar las ruinas, sino preparar el entorno para el asalto inmobiliario siguiendo el dogma del consumo de espacio urbano (un paraíso protegido por ángeles furiosos) que la realidad del mundo hace parecer cada día menos alcanzable salvo para los alucinados del blindaje, lo insostenible y la segregación.

Ya en los tiempos de mi relato, la gente joven pensaba en largarse y la de más edad esperaba no tener que hacerlo. La minoría restante trató y trata de resistir.