Ya son estereotipos las primeras impresiones de una invasión.
En las ciudades portuarias, la inminencia se percibe desde los tiempos clásicos como una calma inopinada de la mar, una ausencia de gaviotas y alcatraces y un amanecer límpido. Ya se sabe: presencias que acechan, que han llegado durante la noche o que esperan su momento más allá del horizonte.
En esas ocasiones, como cuando los veleros demuestran la esfericidad del planeta, se descubre que el horizonte no tiene nada de ideal ni de geométrico, sólo que ahora no es un escalón impertinente, sino una cortina de leyendas tan sólida como un muro.
Pero son más de nuestro tiempo las irrupciones de máquinas o de biotipos transgénicos.
De repente, uno dobla una esquina y se topa con un tanque, un castillo de metal con una máscara antigás en la torre del homenaje. O surgen del vacío resortes gigantes sembrados como dientes de dragón por un depredador intergaláctico que ha pasado siglos tramando aterrorizar a los terrícolas antes de zampárselos. (Ahora me acuerdo de aquel relato de Damon Knight en el que los extraterrestres venían equipados de un libro de cocina titulado Cómo servir al hombre.) O se mimetizan con los detritus de las aceras crecientes amebas hambrientas, de una simplicidad escalofriante, depositadas en los extrarradios de las ciudades por las gónadas de la gran flota estelar. O aletean caricaturas de grifos que se apoderan del aire y obligan a los humanos a recluirse en rascacielos y a no relacionarse más que mediante internet y los materializadores de materia inanimada.
O sobreviene cualquier vanguardia de otro ámbito poderoso asentado en nuestro miedo a ser esclavizados.
Detrás, en lugar seguro, lagartos, ectoplasmas, emperadores o reyes de las finanzas.