Perorata de la falsa resaca

Casque un huevo en un vaso procurando no romper la yema, añada sal, pimienta, salsa worcester y salsa de tabasco, y zámpeselo de un trago. Lo llaman ostra de la pradera y dicen que es uno de los mejores remedios contra la resaca, es decir, contra el estupor posterior a las sobreactuaciones. Cuenta Christopher Isherwood que, en Berlín, mientras el nazismo ascendía en el caldo de cultivo de la pobreza sazonado con las concesiones liberales -como hoy en toda la Unión Europea-, Sally Bowles solo se alimentaba de ese brebaje.

Me dan ganas de tomarme unos cuantos para amortiguar los sonajeros mediáticos consecutivos a la matraca de la democracia estadounidense. El baile entre el marchante de jarabe de serpiente almizclado y la vendedora de crecepelo alcanforado ha concluido y los hermeneutas encargados de explicar el devenir electoral del imperio en decadencia que apenas controla un tercio de la población mundial repiten que la sociedad está partida en dos siguiendo la consigna de la polarización, palabra resignificada y consagrada para desmagnetizar todos los matices, silenciar las preguntas y, si las hubiera, limitar las respuestas.

Las hipérboles y variaciones huecas encargadas a comunicadores de videotitulares sobre la alternancia de gestores -vieja como el hambre, pero la memoria se borra a pantallazos que hacen actual lo que cayó en el olvido- son excusas para no asomarse al caldero de las brujas de Macbeth, donde interactúan, bajo el conjuro espectacular, las infraestructuras de un enjambre de poderes cuya pasión por lo absoluto les prohibe mirarse a sí mismos desde fuera.

El liberalismo consiste en que quienes pueden pagarse las libertades las utilicen para aumentar sus ingresos y adquirir nuevas libertades. Eso incluye, por supuesto, la libertad de ganar las elecciones. La banda sonora del negocio samplea ruido de armas y silencios de aplicaciones financieras. La representación desmesurada rellena las grietas del guión con falacias y convence a los presuntos espíritus críticos de que, si por azar la población desesperada llegara a provocar la catarsis de los pudientes, los arrastraría con ellos. Los totalitarios, por supuesto, siempre son los otros.

El circo resultante me recuerda las pinturas de Jim Shaw revividas en un juego de íncubos y súcubos sofistas convocados en ceremonias platónicas sin caverna. No hace falta el muro de las sombras: da igual que se vea el consejo de administración.

Será mejor poner dos huevos y el triple de tabasco.



El cartel

Una imagen vale más que mil telediarios

Sabíamos que el presidente de Cantabria puede estar en varios sitios a la vez y además gobernar, descubrir la condición moral de un comprador de equipos de fútbol con sólo mirarlo a los ojos e incluso crear un superpuerto de la nada abriendo los brazos ante la multitud y declarándolo un lugar señero en el universo para entregarlo después al olvido con sólo cerrarlos. A nadie sorprenden esas cosas desde que a Aureliano Buendía lo llevaron a conocer el hielo.

Quizá los actos del político eternamente emergente no tengan el valor literario del realismo mágico, pero no puedo evitar atribuir en gran parte la consecución de un diputado en el Congreso a la utilización fetichista de un parecido más inducido que cierto entre el líder y el candidato en un cartel de campaña exitoso en todo el estado y recibido en general con más simpatía que aquella foto hermanadora de Rivera y Sánchez firmando un acuerdo siniestro y, me temo, persistente.

El diputado electo del PRC tiene su propia personalidad y no hace falta restarle ninguna presencia propia. Pero eso, en la ruda realidad electoral, no tiene importancia. Lo que importa es la imagen o, mejor dicho, la voluntad de representar lo que los votantes queremos ver incorporado mediante sortilegios a lo que los partidos quieren que se vea proyectado desde su mundo platónico. Los aparatos políticos, a su vez, son una proyección de otro mundo aún más platónico, y eso también lo sabemos desde que el coronel Buendía decidió dedicarse, durante las derrotas cíclicas, a hacer pececitos de oro.

Digan lo que digan los socios de gobierno ninguneadores y la oposición, si en el cartel hubiera aparecido una foto repetida del presidente, habría perdido votantes por abuso de entidad. Si se hubiera hecho acompañar por un actor disfrazado para imitarle, hubiera sido un esperpento. El caso es que, como de verdad no se parecen ni se imitan, sabemos que el diputado elegido es el embajador perfecto en la tradición del pseudoperonismo autonómico: la campaña les ha salido redonda presentando a un mensajero sin máscara, pero con el eco de la radiación de fondo del presidente; cuando lo imaginado se convierte en recuerdo, todo funciona mejor.

En medio de la confusión triunfal (ha ganado la hidra proteica y celebran que apenas haya inclinado una cabeza), ante las salmodias verbales e icónicas de la propaganda, parece que lo llamativo es una apariencia que no hace sino mantener la tradición del mercado regional: la cilla marca el quesuco como la poesía discute con la mímesis. Eso se sabe -imagino- desde el primer falso dilema de Altamira.

El doblaje del presidente en los carteles tiene las diferencias justas para no caer en el esperpento, el miedo atávico a los ‘doppelgänger’ (no sé si esos dobles maléficos que caminan junto al original tienen correlatos en la mitología cántabra; si no los tienen, urge inventarlos) o la desconfianza hacia la clonación humana. Es lo suficientemente distinto para no poder ser tomado por la misma persona o un reflejo en un espejo más o menos deformante, y lo suficientemente parecido para complementar el recuerdo del líder experto en presencia televisiva. Sospecho que no tardará cualquier programa de los que frecuenta en sacarlos a los dos juntos, o por lo menos en proponérselo; supongo que aceptarán y producirán un debate con audiencia entre detractores y defensores. Quedarían mejor haciendo de Groucho y Harpo en el falso espejo de ‘Sopa de ganso’, pero creo que eso es mucho pedir.

La especialidad del partido radicalmente moderado y extremadamente emotivo que ahora celebra su avance y busca la hegemonía del mercadeo (con permiso siempre de la banca, la construcción, el turismo y la hostelería) es mantener lleno el espacio visible con el líder irreemplazable(¡?), inimitable e irreprochable y asociarlo a la esencia del cantabrismo cimentado en una idea de región que suma tanto la milenaria inexistencia como el conformismo invertebrado, si es que existe algo parecido entre las nieblas que descienden sobre las brañas. Es el marco aceptado y homologado desde las manifestaciones fundacionales de la autonomía y corroborado por la debilidad de otros intentos. Ese cartel ha valido un diputado.

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