Bajo la lámpara de mi escritorio, en un plato de porcelana blanco ribeteado de rojo, yace una platija, amorfa y viscosa. En el tiempo de una breve meditación, los aromas marinos y yodados van dejando sitio a un olor equidistante de la cocción y del ahumado. ¿Superaré la prueba? He decidido abandonar los libros y la biblioteca para interrogar a la que Linneo llama afectuosamente ‘Pleuronectes platessa’ acerca de lo que la filosofía occidental ha querido decir sobre el amor, el deseo, el placer, desde que un filósofo griego, amante de las cavernas más que de las riberas, se empeñó en comparar a los humanos con los peces planos e incluso con las ostras. Porque me gusta invocar al bestiario acuático y marino para expresar con brevedad lo que los largos discursos no llegan a veces a transmitir. Tomemos, pues, la platija para tratar de aclarar el misterio del deseo.
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Un minuto de Marx
¿Cuánto hacía que no aparecía este tipo por ahí? El caso es que de pronto surgió ese viejo discurso. La cosa era así:
Cuando las fuerzas productivas entran en conflicto con las relaciones sociales de producción, comienza una era de revolución social
A ver si va a ser cierto que no hay más que esa desnudez del mundo… Resulta aún más inquietante esto otro:
Están también las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas, en resumen: las formas ideológicas en las que los hombres toman conciencia. (…) Pero no se juzga a un individuo por la idea que él tiene de sí mismo. No se juzga a una época de revolución social por la conciencia que tiene de sí misma.
Y después viene lo más serio:
La filosofía es al estudio del mundo real lo que el onanismo al amor sexual.