Al difundir máquinas de atrapar encuentros, las nuevas tecnologías (que ya no lo son tanto, y pronto habrá que duplicar el adjetivo), han permitido darle un nuevo impulso a la idea de la espontaneidad tan cara a las vanguardias que gemían de placer ante rescates de botelleros, urinarios, caballos o cuerpos desnudos (la rabia de vestirse dio a los humanos la moda) sacados de sus contextos, tan artificiales como los que les esperaban, y expedidos hacia mejores mundos de collages y (re)tra(d)iciones estéticas. Lo cual, por supuesto, no sirvió para nada: ni para detener las guerras ni para hacer mejor el amor ni para evitar la conversión de la cultura en el atributo de un ministerio, una concejalía o la pretensión de una ciudad.
(No se preocupen, que esto avanza; despacio, pero avanza.)
El nuevo urbanismo, por otra parte, parece no existir sino como brumosa expresión de periodistas persecutores de la percusión editorial, contenedor que lo mismo recoge paseos pensados para los paseantes que piedras negruzcas como las que han puesto a parapetar el Ayuntamiento de Santander sacando a escena una presunta ruralidad que sólo puedo entender como humillación de lo rural mediante su incrustación en la urbe, si tal cosa ha sido la idea y no ha respondido a un azar de gusto pobre o a la necesidad de alquilar apoyos comprando piedras.
(Ambigua nostalgia: en esa Plaza del Ayuntamiento hubo en su día una fuente luminosa que ahora está exiliada en El Sardinero y la estatua de un dictador a caballo que lo dejaba todo muy claro.)
Dejando de momento el ni siquiera feísmo y el soberano aburrimiento de nuestras norteñas calles, hablemos del otro lado, es decir, de los paseos pensados para los paseantes. Como tengo un ejemplo a mano, voy a utilizarlo.
En Burdeos funciona desde 2006 el llamado “Jardín de las luces”, que incluye el “Espejo de los muelles”, superficie pulida junto a la media luna del Garona que, además de reflejar, actúa como una fuente cuyo fluir lo mismo imita las nubes que las lluvias. Es cierto que no está libre de críticas (consume mucha energía), pero los viandantes de todas las edades se lo pasan en grande. Era casi obligatorio hacer este vídeo uno de los primeros días del otoño, con medios toscos, mínimos, y de ahí esa celebración en el primer párrafo, ay, del ya viejo consumismo digital.
(Y, como tengo el día optimista, diré que la evolución, creo, nos devolverá la mirada limpia de píxeles y broza cuántica.)
Todo parece indicar que es posible añadir un espacio lúdico donde ya existía un espacio ciudadano. Claro que hacer lo uno sin lo otro viene a ser mucho más difícil. Percibo Santander como ciudad cuando la pienso en la Historia, cuando veo el dibujo de Joris Hoefnagel o evoco a la milicia cristiana requisando las harinas revolucionarias. Pero cuando la miro desde mi cotidiana peatonalidad, no capto esa idea de ciudad tan pregonada, sino la sensación de estar entre edificios tirados al lado de una bahía. Por eso no tengo muchas esperanzas de que alguien de por aquí con autoridad constructora pille del ejemplo el concepto, que, como muy bien decía Pazos, es muy importante. Pero lo dejo por escrito y grabado, por si sirve de algo. Y con ello no estoy pidiendo que hagan una mala copia de nada. Sólo que, para empezar, se bajen del coche un rato y se piensen peatones. A ver si encuentran algo que nos aproveche a todos.