Aconsejo humildemente a los que trivializan las secuelas de una educación autoritaria, a los que la invocan y a los que buscan la comodidad del ordeno y mando para solventar los problemas de la sociedad que vean La cinta blanca, de Michael Haneke.
También se la recomiendo a los que se encuentran a gusto en medios castrenses o conventuales o escalando en los departamentos de recursos humanos, porque en esos ámbitos, enmascarados en la jerarquía, se sienten libres(?) de dar rienda suelta a los instintos que métodos similares les inculcaron.
Y se la recomiendo, por supuesto, a toda la inmensa mayoría que alguna vez ha sufrido los manejos de esos especímenes.
Esta película resume de un modo impecable los monólogos que los dominantes quieren hacer pasar por diálogos ante los dominados y los discursos que pretenden justificar las bofetadas. Cuenta de modo magistral esa historia por tantos sentida en la que sacerdotes, terratenientes, administradores y burgueses aplican a los débiles sus disciplinas con esa suerte de placer sádico-hipócrita (me duele a mí más que a ti) legitimado por el principio patriarcal de la obediencia debida. Cuenta con toda claridad lo que sospechábamos: que debajo de la veneración a la autoridad no hay más que miedo y autoengaño.
Pero también describe cómo los hijos de la represión, si no tienen la suerte de encontrar por el camino de Damasco un sano libertinaje que los vuelva a subir al caballo, perfeccionan los códigos del dolor y se hacen dignos sucesores de los expertos en la imposición de normas, en la justificación de las arbitrariedades mediante los recursos aprendidos en horas de sermones y en la atribución de sus propios deseos a los designios de la divinidad, que ha creado el mundo a la medida de los sacerdotes, o a la razón del poder, que ha configurado la sociedad a la medida de los ricos. Y la naturaleza reprimida vuelve en forma de naturaleza represora. Los mecanismos del poder indiscutido se replican en cada unidad familiar, escolar, laboral, como los cuadrados en las alfombras de Sierpinski. Todo en la sociedad es permeable a los hábitos, las jerarquías y las desigualdades. Los que pagan el precio más alto son los más indefensos o los que no pueden permitirse el lujo de huir del látigo o del chantaje del hambre.
Creo que Haneke ha hecho con los instrumentos de la ficción un análisis muy preciso de la sociedad europea que armó dos guerras mundiales. No hay retórica que desvíe la atención o acepte el juego de los manipuladores; sólo un relato puesto en boca de un hombre sencillo, enamorado y entristecido por las tiranías que lo rodean. No hay grandes tesis; sólo los hechos, que se van filtrando entre los días y dejando un poso de consecuencias en manos del azar. Lo necesario para atisbar por qué ocurrió lo que sabemos.
Parece ser que el buen cine todavía existe. Díganlo por ahí, por favor.