Cantabria: marcos y postales

Hace casi un mes, me llamó la atención un tuit de un representante de una formación política cántabra no sé si emergente (fue el día de los inocentes; tampoco sé si eso significa algo) sobre un comentario de un miembro de otro partido ya asentado: “No todos los pueblos pueden ser de postal”, dice el primero que le dijo el segundo.

Pensé entonces en escribir un artículo explicando lo muy injusto que me parece el tópico que reduce las tarjetas postales ilustradas a muestras de estética adocenada y belleza académica ignorando una historia llena de guerra y ocio que reúne todos los estilos, géneros, temas, tradiciones, vanguardias (cadáveres exquisitos, readymades, collages, ejemplares únicos o modificados arrojados al mar incierto de los servicios de correos) y, por supuesto, propagandas y usos abyectos, triviales, militantes, doctrinarios, eróticos, rebeldes…

En eso estaba, pero enseguida se me ocurrió que, al fin y al cabo, la afirmación del político solo era una consigna más de las muchas creadas para cerrar o limitar un debate (en este caso, uno tan amplio como el mundo: el del territorio y el medio ambiente) mediante una declaración de impotencia del poder, que se justifica dogmatizando sobre la naturaleza de las cosas: no pueden ser de otra manera. El razonamiento sería irrefutable si la impotencia no fuera voluntaria. Pero eso se disimula agitando ante el máximo común denominador del electorado sonajeros de beneficios colectivos de intereses privados, fetiches de servidumbre voluntaria y toda la parafernalia kitsch del oficio demagógico… Y entonces recordé la frase de Milan Kundera (“el kitsch es la negación absoluta de la mierda y el ideal estético de todos los políticos”) y me topé con lo inexpresable y el aburrimiento.

Ahora leo que el vicepresidente y consejero de Cultura del gobierno de Cantabria está haciendo una campaña de promoción turística poniendo marcos gigantes de madera en marcos incomparables. Tanto si han decidido complementar la impotencia voluntaria con una suerte de ironía voluntaria sobre sus propios actos con el fin de aplicar la máxima de que lo importante es el bullicio de los titulares como si ni siquiera habían contemplado esa posibilidad (el acierto por azar también tiene su mérito), se confirma que les urge aplicar el modelo. Me cuesta creerlo -están acostubrados a la falta de oposición real-, pero igual temen que aumente la disidencia.

La selección de los paisajes que merecen un marco y los pueblos que tendrán el dudoso privilegio (palabra que delata una injusticia) de ser de postal está hecha y la exhiben, por supuesto, con impacto sobre el paisaje. No lo pueden hacer de otra manera: el marco está para que ellos se fotografíen a su lado, para separar la forma del contenido.

La política económica basada en el turismo busca la utopía de la mirada perfecta, clientes que sepan apreciar lo que se les ofrece prescindiendo de observaciones superfluas. Eso requiere un dominio de la escena y la tramoya para el halago de los espectadores. Los habitantes deben ser figurantes de paisajes y postales con censura previa (los medios, los mensajes…) o camareros en precario, o guías de temporada o relatores de tiempos pasados para los visitantes, aunque de estos se espera que interactúen lo imprescindible para pagar y no pretendan ejercer de viajeros ni exploradores, ni busquen descubrir nada imprevisto ni en sí mismos ni en los demás: se les dará el tipismo y el folclore justos y necesarios, pero habrá aparcamientos y minigolfs y festejos adaptados para que esa mayoría que viene del vértigo urbano se sienta como en casa, es decir, sienta que no ha abandonado el espectáculo de “su” civilización de ciudades insostenibles.

Los pueblos de postal y los paisajes con marco sufrirán las consecuencias tanto como los excluidos de la categoría. Ambos serán réplicas de las especializaciones de las estructuras urbanas. Unos tendrán marcos y calificativos de postales y otros quedarán fuera de campo, pero la mayoría de los habitantes tendrán que conformarse con los consuelos mal pagados del mismo espejismo y con oír que no hay alternativa hasta que de verdad sea tarde para construirla.

Por eso conviene recordar que las postales, entre otras muchas cosas, también pueden ser denuncias. Y que un marco solo es un recorte.

Fugas

Tenemos nuevos motivos para emprender fugas y pasearnos entre muebles de diseño mientras lamentamos el fin de los bosques sagrados.

‘Fuzzie’s Overnites’, de Jim Shaw. | RPLl.

Hablemos de imaginarios. Los bruseleses tienen ‘zwanze’ (“el que se ríe de sí mismo tiene la diversión garantizada”, dicen), pero los cántabros tenemos retranca, una especie de doble fondo que sirve de consuelo y paradoja existencial: no se me ocurre manera más amable de decirlo. Les pedimos a los políticos que exijan trenes rápidos y conectados a todas las redes para que vengan turistas, se instalen franquicias, podamos exportar toneladas de liebanucas y gocemos de empleos cíclicos como cometas; pero, en realidad, lo que queremos es poder largarnos en cuanto tengamos un rato a pasear por la expansión cantábrica y más allá.

Ya que el ensanche no llega a nosotros, queremos ir nosotros a la Macrorregión donde abunda la oferta y nadie pregunta por el origen de la demanda. Me refiero a los que tengan empleo; a los otros les quedarán la bahía, la conciencia de promontorio, las brañas y el televisor. No poseemos televisión propia, carencia que podría ser dolorosa si el presidente no saliera tanto en todos los canales para recordarnos que somos enormes. Quizá por eso la alternativa puede ser un miembro menor de la farándula con (im)postura más urbana.

Encima, el líder ha insinuado que esto está lleno de psicópatas incendiarios. Así que tenemos nuevos motivos para emprender fugas, aunque sean pequeñas escapadas, y pasearnos entre muebles de diseño nórdico (los nórdicos de aquí somos nosotros, pero eso no cuenta, y los más rebeldes dicen que nunca debimos salir de montañas y marismas ni acudir a la llamada de los mineros, consignatarios, harineros y baristas) mientras lamentamos el fin de los bosques sagrados. “Eso no es madera”, decimos al pasar por caja, y nos vamos contentos con el módulo ropero a cuestas.

Creíamos que los incendios se provocaban por cuestiones económicas, tradición, venganza u ordenación del territorio, pero interesa cultural y electoralmente achacarlo al horror de la plenitud del bosque acelerado por los vientos de la locura.

Mientras escribo esto hay 17 fuegos activos. Me da pavor imaginar una legión de alienados que saben de dónde sopla el ábrego. Parece que los pirómanos replican a la pseudopsiquiatría de un modo muy bien organizado. Ellos también votan, y la fuerza presuntamente más progresista propone crear una empresa pública para paliar el fin de un mundo que no encuentra reemplazo. Cada uno huye como puede; algunos incluso se adentran en el humo. Me había propuesto desdeñar niveles tan banales, pero si aparto la mirada de los titulares de precampaña me vienen a la mente los figurantes enajenados de la playa de los Locos (el viento, el viento…), las alucinaciones risibles de la niña de Altamira (la película) huyendo hacia una prehistoria y una historia de atrezo, el monstruo del pantano del Ebro y los plumeros de la pampa asfixiando espejismos. No es que sea una pesadilla, pero se mezclan la pena y la risa.

Queremos un tren rápido y barato que nos permita fugas diversas con rituales variados, con excusas y sin ellas, que nos lleve a parajes en los que, al apearnos, cuando nos pregunten (somos raros por ser tan poco raros que siempre nos preguntan), digamos que venimos del cortafuegos incendiado aunque se nos queden mirando con dudas, primero para entender quiénes somos y luego, al iluminarse, nos digan: “los cántabros, qué poco os parecéis a Revilla”.

Quizá sea mejor la guasa belga que nuestro disimulo. Desde luego, es más rentable. Pudimos volvernos como ellos, pero sólo nos quedamos con las casas de Solvay que se ven desde las vías de la SNCB rodeadas de vacas frisonas. Las vacas ya no están aquí (culpemos a Bruselas: esa ciudad acepta todas las faltas), pero los locos siguen quemando bosques para hacer pastos o vaya usted a saber qué corduras pretenden.

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