Perspectiva de la basura

Las variaciones en los algoritmos que rigen las redes sociales más extendidas y, sobre todo, por más evidentes, los mensajes y apoyos políticos de sus propietarios están provocando el traslado de bastantes usuarios a servicios más respetuosos con sus publicaciones. La igualdad de trato y la neutralidad son, desde luego, argumentos suficientes para largarse de Meta (Facebook, Instagram) y (e)X(twiter) a Bluesky, Mastodon o lo que vaya surgiendo. Ninguna solución será completa ni única, pero hay que empezar a comprender cosas como el fediverso y aceptar que es mejor federar plataformas que someterse a unas pocas.

Sin embargo, pasadas las primeras oleadas de evasiones, me parece observar que muchos de los contactos que han abierto cuentas alternativas siguen no sólo compaginando, sino priorizando el uso de los engendros. Me refiero, por supuesto, a mis contactos en las redes, con la mayoría de los cuales he compartido desde hace tiempo la crítica de éstas. Es decir: se trata de una percepción que expongo sin ninguna pretensión científica o extrapolable y que deriva de unas relaciones establecidas en los medios contra los que se pretende actuar. Es una triste paradoja, cierto, pero, para saber quién escribió La galaxia Gutenberg, hay que buscarlo en internet.

Supongo que en la renuencia ante la ruptura intervienen a la vez un reflujo de las ilusiones perdidas (pero, ¿de verdad creímos que se abría una puerta gratuita al escenario del paraíso de la información?), un temor elemental a perderse algo (cualquier cosa puede volverse hechizo), el peso de los automatismos habituales (parece que cuesta cambiar el icono de la pantalla principal), la necesidad de mirar atrás para comprobar cuántas personas siguen la nueva onda (esa gran falacia del individualismo exacerbado por reenvíos y megustan) y el simple escepticismo (¿será tan nuevo lo nuevo si la raíz es la misma?).

Por otro lado, gracias al estímulo del doble pensamiento o el atractivo del abismo, ya casi no hay concepto que no viaje igualado con el lastre de su contradicción y, en cuanto alguien afirma que la probabilidad de que el blanco sea negro hace que todo sea gris, la adoración a la idea pseudocientífica de la relatividad absoluta se hace punto de encuentro para los egos maltratados por la ignorancia seudoigualitaria.

Los redefinidores de la verdad, tecnificados sastres de la memoria, aprovechan toda la experiencia acumulada para acelerar la adaptación a la publicidad en que hemos crecido los parias de la sociedad del espectáculo (somos la gran mayoría: no se crea a salvo). No niegan la verdad ni la mentira: lo importante para ellos es que no se resuelvan las dudas, en especial las que atañen a su legitimidad. Cualquier ontología sobre el poder resulta ociosa por decreto.

Puede que la aceleración mediática y financiera impulsada por los gigantes corporativos no llegue a borrarlo todo y que el porcentaje de usuarios sensibles a los recientes motivos de cambio sea mayor que en los llamados medios tradicionales (por lo visto, es más fácil pasar de X a Bluesky que cambiar de Antena 3 o El Diario Montañés… ¿a qué?), pero me resulta difícil ser optimista. La saturación que provoca el hábito de vivir rodeados de basura hace difícil clasificarla (aunque nos han hecho fieles de un reciclaje que no sirve de gran cosa contra la destrucción ambiental) y, si hacemos limpieza, nos apresuramos a llenar el falso vacío que queda con lo que pronto serán nuevos residuos. Es como si la higiene portara un desequilibrio impredecible y hubiera que postergar ese asombro traumático.

Nos acostumbramos a la mierda en las calles y nos deslumbra un barrido superficial programado, generalmente anterior a unas elecciones. Nos habituamos al ruido, al parloteo, a millones de pantallas no buscadas, y aceptamos que el silencio, el discurso razonado y los paisajes libres de estorbos son fenómenos extraordinarios. El ocio barato es ruido. La quietud real es cara y, como todos los lujos, tiene reservado el derecho de admisión. Los simulacros asequibles son sucedáneos hipnóticos. Pero, a pesar de todo, seguimos pensando en la fuga siquiera de vez en cuando.

No obstante el panorama desolador, creo que hay que mantener el símil sartreano de la apuesta sin esperanza y envidar en la ruleta de los vertederos con todas las distancias y prevenciones que se nos ocurran. Siempre será mejor experimentar con la basura que caer en las escombreras de la propaganda sin derecho a réplica.


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Perorata de la falsa resaca

Casque un huevo en un vaso procurando no romper la yema, añada sal, pimienta, salsa worcester y salsa de tabasco, y zámpeselo de un trago. Lo llaman ostra de la pradera y dicen que es uno de los mejores remedios contra la resaca, es decir, contra el estupor posterior a las sobreactuaciones. Cuenta Christopher Isherwood que, en Berlín, mientras el nazismo ascendía en el caldo de cultivo de la pobreza sazonado con las concesiones liberales -como hoy en toda la Unión Europea-, Sally Bowles solo se alimentaba de ese brebaje.

Me dan ganas de tomarme unos cuantos para amortiguar los sonajeros mediáticos consecutivos a la matraca de la democracia estadounidense. El baile entre el marchante de jarabe de serpiente almizclado y la vendedora de crecepelo alcanforado ha concluido y los hermeneutas encargados de explicar el devenir electoral del imperio en decadencia que apenas controla un tercio de la población mundial repiten que la sociedad está partida en dos siguiendo la consigna de la polarización, palabra resignificada y consagrada para desmagnetizar todos los matices, silenciar las preguntas y, si las hubiera, limitar las respuestas.

Las hipérboles y variaciones huecas encargadas a comunicadores de videotitulares sobre la alternancia de gestores -vieja como el hambre, pero la memoria se borra a pantallazos que hacen actual lo que cayó en el olvido- son excusas para no asomarse al caldero de las brujas de Macbeth, donde interactúan, bajo el conjuro espectacular, las infraestructuras de un enjambre de poderes cuya pasión por lo absoluto les prohibe mirarse a sí mismos desde fuera.

El liberalismo consiste en que quienes pueden pagarse las libertades las utilicen para aumentar sus ingresos y adquirir nuevas libertades. Eso incluye, por supuesto, la libertad de ganar las elecciones. La banda sonora del negocio samplea ruido de armas y silencios de aplicaciones financieras. La representación desmesurada rellena las grietas del guión con falacias y convence a los presuntos espíritus críticos de que, si por azar la población desesperada llegara a provocar la catarsis de los pudientes, los arrastraría con ellos. Los totalitarios, por supuesto, siempre son los otros.

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