El otro día, varias decenas de migrantes intentaron saltar de un abismo a otro mejor a través del puerto de Santander.
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No me acuerdo en donde (eran tiempos de geografía confusa) vi una vez una torca enorme, rodeada de un embudo de verde ralo como el de un campo de golf, con algunas piedras blancas de advertencia y el gran agujero mal tapado por el esqueleto de un árbol de ramas afiladas que a primera vista parecía una osamenta de ballena o, mejor, la cabeza descolorida de un cabracho gigante con la boca abierta hacia el cielo.
-Cantabria es infinita -dijo alguien que creía en lo profundo. Paul Valery (“lo más profundo que tenemos es la piel”) hubiera sido excomulgado de inmediato. La superficie ya es bastante complicada. Mejor no hablar de lo de debajo. Entre los huesos del árbol se veía la amenaza de un vacío repleto.
-Estará lleno de un millón de cosas; seguro que hay cadáveres de todos los tiempos -dijo un testigo aún más incómodo.
¿Era una entrada o una salida? Alguien no perdió la oportunidad de mencionar la puerta del infierno, pero ya casi todo el mundo cree en la pluralidad de universos materiales y las supercuerdas anudadas con risas de The Big Bang Theory. Las geofanías (si existen epifanía, teofanía, hierofanía, ¿por qué no esto?) son también fábricas de relatos, y un infundíbulo sugiere penetración, expulsión, esfínteres y chistes.
Si embargo, los alrededores de la torca formaban una comarca un poco rara que me dejó (eran tiempos de empeño en no recoger muchos) recuerdos dispares. La mar no estaba cerca ni lejos. Un vacío puede ocultar otro. Ningún agujero es del todo negro.
El otro día, varias decenas de migrantes intentaron saltar de un abismo a otro mejor a través del puerto de Santander. En Bilbao están pensando hacer un muro para impedir los embarques clandestinos. Espero que no sea una alambrada de cuchillas. Lo esperamos todos, creo, pero intuyo que una mayoría cree que no queda otro remedio.
Quizá sólo en eso nos estamos acercando a los grandes puertos de Europa. Hace no mucho, ante la inmensidad del puerto de El Havre -donde la luz del norte puso la firma del falso amanecer de Monet y el vacío es más gris que en este norte del sur- veíamos pasar barcos gigantes con contenedores de frutas tropicales y quizá con polizones pasmados de frío. Teníamos reciente la película de Aki Kaurismäki que lleva el título de esa ciudad de edificios extraños atrapada entre lo balneario y lo portuario. La historia que cuenta el finlandés no va sólo de inmigrantes, sino sobre todo de la gente que está harta de que tapen las fisuras los más débiles, y también de los que juegan a descargar en ellos las frustraciones de su ordenada vida. Aquéllos intentan no deprimirse demasiado mientras éstos vigilan hipócritas sus conciencias, las vibraciones del subsuelo, los movimientos de la noche, los ferrocarriles imaginarios subterráneos como los que liberaban esclavos en épocas que ahora hacen literatura pero parecen no hacer historia: si la hicieran, serían más difíciles las repeticiones. Es más fácil y barato, por supuesto, poner un erizo de alambre sobre el precipicio deseado.
Dicen que el sistema cavernario del cantábrico es enorme y complejo, pero lo más profundo del mundo son los mapas y no hay manera de saber qué alcances, entradas y salidas tienen los movimientos de los que fueron bautizados como irregulares cuando empezaron a desbordar los continentes.
-Hay algo ahí abajo -murmuró alguien ante la torca cuando comenzaba a anochecer-. Será mejor volver a casa.