Paso junto a un árbol en el que anidan unos mirlos. No consigo saber cuántos son porque entran y salen del ramaje constantemente y muy deprisa. Las hembras son marrones y los machos negros con el pico anaranjado. También debe de haber urracas cerca: se oyen sus burlas. Las gaviotas, sin embargo, se muestran sin miedo; lo mismo pasean por la acera con torpes andares palmípedos que planean en círculos elegantes sobre los tejados que han adoptado como formas caprichosas de un mar sin mareas. También están muy presentes las palomas, pero esas no cuentan: resultan aburridas y parece que lo saben y no les importa. De los gorriones, es difícil hablar; son demasiado pequeños, aunque consiguen que los gatos callejeros miren fijamente sus brincos. Varios de esos gatos comparten con las gaviotas un terraplén entre los meandros de la calle en cuesta que sortea una comunidad de vecinos cada vez más blindada. Compartir es mucho decir: se vigilan mutuamente desde distancias que parecen acordadas, repartidos por el terreno en un orden inquieto que alterna aves y felinos. Compiten por los restos de comida que tiran algunos vecinos desde la parte de atrás de un edificio. Es un asunto conflictivo; también los vecinos se vigilan entre ellos. Cuando cae del cielo algún desecho, siempre hay alguien que se asoma para buscar al delincuente, pero no presta atención a la ceremonia que se representa en la franja salvaje. Si está claro cuál es el animal más cercano a la presa, éste se apodera de ella de inmediato. Pero, si hay equidistancia, empieza una danza que puede acabar en escaramuzas e incluso, aunque no es frecuente, en batallas sangrientas. En cuanto alguno de los acechantes reduce la distancia, aparecen las señales del desafío. Primero, las gaviotas medio abren las alas y los gatos se ponen de pie sin abandonar todavía la actitud previa de esfinges indiferentes. Crece una tensión de cuellos estirados y lomos erizados. Picos y garras adquieren nuevas dimensiones. Se esbozan avances y ataques. Sin embargo, la mayoría de las veces, en cuanto un animal se apropia de la pieza y sortea los primeros picotazos o zarpazos, huye con ella y los otros se dan por vencidos. Ante esa economía de la violencia, un griego clásico hubiera dicho que entre los animales no hay hibris, no conocen la desmesura. Me cuenta un vecino de la urbanización (se puede atravesar por un laberinto escalonado con avisos de propiedad privada) que a veces hay enfrentamientos similares en las reuniones de la comunidad. No obstante, los motivos son menos explícitos, puede que inconfesables, difíciles de justificar con hechos concretos como la caída de algo necesario de las alturas. Por ejemplo, una vez, llegaron a las manos dos propietarios porque no estaban de acuerdo en que sus respectivas propuestas eran idénticas. Tenía algo que ver con el aparcamiento subterráneo. Parecían disputarse el monopolio de la prevención por miedo al subsuelo. Solo una vez se habló de los gatos y las gaviotas o, mejor dicho, de la prohibición de echarles comida. Se habló poco: el administrador recordó las normas sobre detritus, se miraron unos a otros de reojo tratando de detectar a los culpables y hubo un silencio cautelar hasta que alguien mencionó las ratas. Las ratas siempre provocan una inusual unanimidad. Son útiles para desviar la atención, me dice el confidente. Las palomas, sin embargo, casi nunca aparecen -sin que nada lo justifique- hasta el otoño, cuando las hojas caídas atascan los pesebrones y alguien recuerda que se posan muchas. Y, en cuanto se nombra a las palomas, vuelven las ratas. Las asambleas son insoportables para la mayoría. Cada vez va menos gente; gobierna la minoría. Desde el principio de la reunión, todos se observan manteniendo distancias y proximidades disfrazadas de aleatorias fingiendo saber cosas que no quieren decir. Se dejan pasar las cuestiones tenidas por fútiles hasta que surge el tema controvertido. Entonces, el que primero consigue el turno de palabra se apodera de inmediato de la presa y se esfuerza en no soltarla. Pero es difícil, porque -a pesar de los esfuerzos del administrador, que modera aburrido con la ley en la mano y lo graba todo con un ordenador portátil, auténtico signo de autoridad- se suceden las secuencias de interrupciones que culminan en refriegas zanjadas con llamadas a la calma de los litigantes de cuellos estirados y ademanes encrespados. A veces, algunos avanzan al hablar como si quisieran saltar a una arena imaginaria. Sin embargo, salvo en raras ocasiones, el miedo a subvertir la idea fundacional o, mejor dicho, la intuición de ser parte de una urbanización cada día más blindada porque afuera hay monstruos y las advertencias no parecen suficientes, esa ilusión de masa cerrada que los diferencia y mantiene unidos en el lado bueno de las alambradas, hace que la tensión se relaje en forma de rencor civilizado. Pero, como no se disputa una presa concreta, el valor que la reemplaza, una abstracción frustrante, no puede ser olvidado. El miedo al exterior está dentro y nadie escucha a Casandra. Afuera hay guerra y en el interior acecha el desdén por el futuro. De vez en cuando, el coro de gatos y gaviotas entona el canto ctónico de las furias.
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Atalanta a la caza
Una propuesta para mejorar el préstamo del Museo del Prado al de Altamira
del misterio.
Él sólo historiará leyendas magníficas.
Enrique Ferrer Casamitjana. Una cueva Altamira de la mente, en Por la oscura región de vuestro olvido (1972).
El Museo del Prado, en celebración de sus dos siglos, ha prestado al de Altamira el cuadro ‘La caza de Meleagro’ (1634-39 ), pintado por Nicolas Poussin para representar la partida de la expedición organizada por el rey de Calidón contra un jabalí gigante. La obra ha sido elegida porque el asunto cinegético la hermana con las pinturas cavernarias. (No; no me voy a poner borde preguntando si se estudiaron varias posibilidades y se eligió la más obvia).
Sin desmerecer a Poussin, me gustaría que El Prado prestase además otros dos cuadros con el mismo tema. Me refiero al de Pedro Pablo Rubens ‘Atalanta y Meleagro cazando el jabalí de Calidón’ (1635 – 1640), que desvela el momento cumbre de la cacería, y al de Jacob Jordaens ‘Meleagro y Atalanta’ (1640 – 1650), que concluye el mito que acaso empezó por alguna disputa sobre una presa y fue contado antes con oligisto sobre la piedra de algún modo que hoy no sabemos descifrar.
Si expusieran los tres lienzos, la secuencia animaría el relato de Ovidio. Atalanta, fornida cazadora, había sido amamantada por una osa y solía deshacerse de los pretendientes pesados flechándolos a la carrera. Invitada por méritos propios a la horda de nabos formada para acabar con el monstruo (“sirviente y defensor de la hostil Diana”) que asolaba el reino, fue la primera en herir a la bestia y facilitó que Meleagro la abatiera. Así que éste, tal vez enamorado, determinó que el trofeo, la cabeza del jabalí, fuera para ella.
Pero intervino la familia, esa institución tan sólida. Los dos tíos del rey argumentaron que una mujer no era digna del premio y que, si Meleagro renunciaba a él, debía pasar a sus parientes masculinos. Y, sin más, intentaron apropiárselo.
La Atalanta de Poussin, que cabalga con destreza entre el desorden de los hombres (la efigie de un sátiro la observa), viste de azul la piel ebúrnea (palabra sin duda inventada para calentar el marfil), usa un casco erecto y me resulta algo andrógina. Creo que no era necesario desfeminizarla para que la claridad de su fuerza en el conjunto fuera igualmente indiscutible. Pero domina el lienzo porque su equilibrio (parte de la ‘areté’, arcaica virtud masculina luego convertida en excelencia ciudadana) se impone en el caos de la multitud depredadora.
La escena de Rubens sucede en una selva de árboles retorcidos que ocupan la mayor parte del espacio; el espectador presencia un cosmos sin reposo. No hay recato ni en el vestuario ni en el movimiento. Atalanta, de rojo, se inclina sobre un tronco, entre la jauría, casi como parte de ella, para asaetear a la fiera mientras el macho rezagado acude con la lanza.
La heroína de Jordaens, rubicunda y de carne subversiva, está sentada mientras los tíos tratan de llevarse el trofeo y Meleagro empuña la espada. Ella, sin embargo, maciza, sensual y bondadosa, apoya la mano en la del héroe en actitud conciliadora. Parece decir: “No merece la pena armarla por una cabeza de jabalí. Déjales que se la coman con hidromiel y que Artemisa los entienda”. Pero sabemos (el ‘fuera de campo’ es un invento antiguo) que el joven fogoso se cargará a sus parientes sin aceptar milongas dinásticas.
Las distribuidoras de destinos, deidades caprichosas, habían determinado que la vida de Meleagro dependiera de un tizón y que su madre, Altea, la sanadora, fuera la encargada de mantenerlo encendido. Para vengar a sus hermanos, la mujer, olvidando su nombre, apagó la brasa. Luego, clásica al fin, hizo una tragedia de una bacanal y se refugió en la locura.
Puede que Atalanta no lamentara mucho la pérdida de su defensor. Aunque algunas le atribuyen un matrimonio con Hipómenes que acabó con ambos tirando del carro de Cibeles, las mitologías tienden a mostrarla poco interesada en los hombres e incluso empeñada en preservar su virginidad, lo cual no tiene el mismo sentido -si no es lo contrario- en aquel mundo lleno de dioses y diosas polieróticos que en nuestro mundo monoteísta. Pero ese sería otro debate, de dimensiones más cotidianas, y yo sólo quiero pedir que expongan los tres cuadros con el pretexto universal del arte por el arte.