Cuentan que el trompetista que vino de Colorado Springs no subió a la furgoneta que se accidentó cerca de Mazcuerras, quizá en los años cincuenta, porque el público se había enamorado de él durante la verbena que la orquesta acababa de animar. Por eso fue Manuel Corral el único superviviente. Falleció de viejo, cuando ya sólo podía tocar teclados. Como buen jazzman, todo en él es leyenda.
Su madre pudo haber sido víctima del naufragio del Titanic, ocupante abnegada de las anegadas clases inferiores, si hubiera podido embarcarse en Southampton en lugar de hacerlo en algún puerto de Levante. Su marido ya la daba por perdida mientras la esperaba en una ciudad que en los miradores de internet se extiende por la llanura entre cerros indios y bases militares. Está lejos de los santuarios de la música clásica del siglo XX (Charlie Parker se escribía con Stravinsky), lejos de los algodonales y del Chicago de los afroamericanos que se fueron a probar fortuna en los mataderos o del Detroit de la expansión automovilística. No es fácil saber qué hacían en Colorado. Las grandes extensiones surcadas por convoyes de contrabando de alcohol no parecen proponer gran cosa a los emigrantes. O quizá era eso: la aventura laboral, con sus crepúsculos, lo que acertadamente se llama “buscarse la vida”. Ni siquiera sabemos si el músico había nacido cuando se reunió la pareja en aquella ciudad de inexplicada elección.
El caso es que nació o llegó allí muy niño. Empezaba a esbozarse lo que sería la Edad del Jazz: Manuel creció en medio de la efervescencia; el ragtime empezaba a pulsar los compases con otros acentos y sus partituras empezaban a ser olvidadas para que los improvisadores recogieran el sedimento de los estándares; la vertiente religiosa de los cánticos, los espirituales, y la profana, los blues nacidos del griterío callejero y del trabajo, empezaban a revolverse desde el delta al norte. Ya habían grabado los primeros discos las orquestas blancas del dixieland, pero Manuel Corral, años después, cuando trabajaba en los trolebuses de Santander, contaba que tocaba con negros, que iban en camiones de pueblo en pueblo, atravesando los campos de parcelas de Dios, que decía Caldwell, y que hurtaban sandías. Pónganle música a eso: con un banjo, una armónica, una tabla de lavar, una guitarra de cuerdas roncas, una corneta comprada a un desertor… Las blue notes en aquellos tiempos eran veneno. A muchos les bastaba un instante, la vuelta de una esquina en la calleja apropiada, para intoxicarse. Los estudiosos de la mente lo atribuyen al efecto de la síncopa sobre ciertos caracteres impuros, a la lascivia del mestizaje expresada sin tapujos por el aliento de los metales. No hay nada más creativo que las contradicciones: hoy es lo habitual, pero un trompetista blanco era entonces una rareza frecuente. Lo sabían bien tipos como Chet Baker y Boris Vian, autor éste de la más salvaje novela antirracista además de trompetista de corazón condenado.
De muy joven, Manuel ganó una trompeta chapada en oro en un concurso. Puede que la Gran Depresión o las leyes estadounidenses sobre las penumbras de los bares obligaran a la familia a volver a España. Huyeron de las uvas de la ira y vinieron a caer en la guerra civil. Contaba Francis Picabia que Arthur Cravan se había disfrazado con uniformes de todos los bandos para escapar de la guerra, que así había sorteado todos los frentes. Manuel Corral borraba las líneas militares para cambiar de orquesta. Quizá esa fortuna en la contienda era consecuencia de un pacto con el diablo, como los que firmaban los mitos del blues, cuyas tumbas nunca aparecen y cuyas almas quedaron presas en las encrucijadas: los viajeros llevaban cruces de clavos en las suelas para santificar sus huellas y espantar a esos fantasmas, pero no podían silenciarlos. Sin embargo, aquí, lo lograba a veces la posguerra de la cruzada. La Semana Santa era un infierno: estaba prohibida la música. Para colmo, los padres de Manuel regentaban un baile. Debió de ser en la primera Cuaresma de la paz decretada cuando lo acusaron de ocultar armas y lo detuvieron. Alguien así, tan extraño en armónicos como extranjero de acento, tenía que resultar sospechoso. Sólo los registros lo exculparon.
Condujo vehículos pesados y rechazó un buen empleo en un banco. Lo mismo tocaba en las galas del Café Cántabro que en las fiestas de los pueblos. Lo llamaban el Americano. Aunque tenía un aire a Clark Gable, nunca miraba al espectador en las fotos. Quizá viraba a bop los obligatorios pasodobles e inoculaba ritmos lúbricos en las almas contrarreformadas de los romeros. Década tras década, aprendió a rehuir las furgonetas fatales, a “ser buen músico para tocar lo que quisiera”, como dicen que decía los que alguna vez lo oyeron convertir una montañesa en estándar.
Cuentan que en las romerías se paraba el baile para oír sus solos. Lo quiero imaginar tocando What a wonderful world en un templete una noche de verano y a todas las parejas mirando el vuelo de los acordes inauditos por encima de las brañas.
Señoras y señores, con ustedes Manuel Corral, el jazzman que vino de Colorado Springs para improvisar su vida. Su historia se escapa por los huecos entre las palabras y es diferente cada vez que se relata porque está hecha con la misma materia que su música.
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En el mercado de Brive-la-Gaillarde…
…, según cuenta Georges Brassens en una de sus canciones más celebradas, Hecatombe (1953), un altercado entre mujeres acabó en una batalla con los policías, que sufrieron una humillante derrota. Nunca se ha comprobado que tal hecho tuviera lugar, y parece ser que el nombre del pueblo fue elegido por una cuestión de consonancia, pero la ciudad de la Corréze ha alimentado desde entonces las leyendas. Sin rencor, la Gendarmería accedió en 1982 a que el Ayuntamiento le diera el nombre del cantante al mercado, que ya antes de ser famoso por la música lo era, y sigue siéndolo, por su tamaño y la cantidad de productos que ofrece.
Pongo una interpretación de Brassens de 1972 y la letra de la canción con una traducción en prosa porque prefiero sacrificar la rima que la gracia.
Hécatombe
Au marché de Briv’-la-Gaillarde,
A propos de bottes d’oignons,
Quelques douzaines de gaillardes
Se crêpaient un jour le chignon.
A pied, à cheval, en voiture,
Les gendarmes, mal inspirés,
Vinrent pour tenter l’aventure
D’interrompre l’échauffouré’.
Or, sous tous les cieux sans vergogne,
C’est un usag’ bien établi,
Dès qu’il s’agit d’rosser les cognes
Tout l’monde se réconcili’.
Ces furi’s, perdant tout’ mesure,
Se ruèrent sur les guignols,
Et donnèrent, je vous l’assure,
Un spectacle assez croquignol.
En voyant ces braves pandores
Etre à deux doigts de succomber,
Moi, j’bichais, car je les adore
Sous la forme de macchabé’s.
De la mansarde où je réside,
J’excitais les farouches bras
Des mégères gendarmicides,
En criant: “Hip, hip, hip, hourra!”
Frénétiqu’ l’une d’ell’s attache
Le vieux maréchal des logis,
Et lui fait crier: “Mort aux vaches!
Mort aux lois! Vive l’anarchi’!”
Une autre fourre avec rudesse
Le crâne d’un de ces lourdauds
Entre ses gigantesques fesses
Qu’elle serre comme un étau.
La plus grasse de ces femelles,
Ouvrant son corsag’ dilaté,
Matraque à grands coups de mamelles
Ceux qui passent à sa porté’.
Ils tombent, tombent, tombent, tombent,
Et, s’lon les avis compétents,
Il paraît que cett’ hécatombe
Fut la plus bell’ de tous les temps.
Jugeant enfin que leurs victimes
Avaient eu leur content de gnons,
Ces furi’s, comme outrage ultime,
En retournant à leurs oignons,
Ces furi’s, à peine si j’ose
Le dire, tellement c’est bas,
Leur auraient mêm’ coupé les choses:
Par bonheur ils n’en avaient pas!
Leur auraient mêm’ coupé les choses:
Par bonheur ils n’en avaient pas!
En el mercado de Brive-la-Gaillarde, con unas cebollas por pretexto, unas docenas de valientes mujeres se tiraban un día de los pelos. A pie, a caballo o en coche, los gendarmes, mal inspirados, vinieron a intentar la aventura de interrumpir la refriega.
Sin embargo, en todas las tierras con vergüenza, es una costumbre establecida que, cuando se trata de atizar a la madera, todo el mundo se reconcilia. Las furias, sin medida, se abalanzaron sobre los muñecos, y os aseguro que dieron un espectáculo bastante entretenido.
Viendo a esos bravos guripas a dos dedos de sucumbir, yo la gozaba, porque aprecio verlos en forma de fiambres. Desde la buhardilla donde vivo, animaba a las fuerzas salvajes de las arpías gendarmicidas gritando: “¡Hip, hip, hip, hurra!
Una de ellas, frenética, se encariña con el viejo sargento y le hace gritar: “¡Abajo la pasma! !Mueran las leyes! ¡Viva la anarquía!”. Otra se enfunda con rudeza el cráneo de uno de esos patosos entre sus gigantescas nalgas y las cierra como un cepo.
La más gorda de estas hembras, abriendo su dilatado corsé, aporrea con las ubres a todos los que se ponen a su alcance. Ellos caen, caen, caen y, según opiniones competentes, parece que esta hecatombe fue la más bella de todos los tiempos.
Estimando por fin que sus víctimas ya llevaban suficientes tortazos, las furias, como último ultraje, volviendo a sus cebollas, esas furias, apenas me atrevo a decirlo de lo infame que es, les hubieran cortado sus atributos, ¡pero por suerte no tenían!
El puente
Los miembros de la caravana parecían haber adoptado hábitos y medios de transporte de lugares muy distantes entre sí. Era una tribu transparente que venía de muy lejos. Llegaron un día de primavera y se establecieron en un claro a la orilla del río, allí donde el cauce era más estrecho y la corriente más tranquila y había una piedra pulida y blanca en medio del curso con una rara forma de estatua de hombre orante, como encargado de apaciguar las aguas, que lo rodeaban sin espuma ni salpicaduras, a diferencia de las rompientes que más abajo, a la vuelta de un meandro, servían de catapulta a los salmones. Alguno de esos peces fueron el plato principal de la fiesta que sucedió a la instalación del campamento.
No parecían dispuestos a permanecer allí mucho tiempo. Montaron tiendas con pieles y carretas, cavaron letrinas en la linde del bosque, moldearon un hogar de arcilla, encendieron fuego, asaron la pesca, repartieron vino y prolongaron el festejo hasta el alba. Eran gente rítmica y sensual. Tenían címbalos, crótalos, flautas simples y pánicas, rabeles, zanfoñas, timbales, sistros. Sabían cantar y bailar. Las hojas de las mimbreras vibraron con los encuentros. Como por hipnosis, el compás del sexo se acordó al paso del sopor y algunas parejas o conjuntos no cedieron en el empeño ni durmiendo.